viernes, 16 de marzo de 2012

ANA KARENINA (1948), de Julien Duvivier

A varios metros de distancia de la versión que Greta Garbo interpretó allá por los años treinta pero sin ser en absoluto despreciable, Ana Karenina, de Julien Duvivier pasa por ser una película de enormes méritos, en parte por la peculiar destreza de un director que era algo más que un artesano y por un reparto absolutamente versado en los clásicos. La atmósfera está perfectamente captada para una época de romanticismo eslavo que desemboca en una pasión arrebatada. Y, por encima de Vivien Leigh, destaca un hombre injustamente tratado por el cine y endiosado por la escena como es Ralph Richardson que aquí clava el papel con una sapiencia reservada solamente para aquellos que hacen de las tablas del teatro su hogar.
Todo esto hace que la película tenga un doble mérito teniendo en cuenta la rica densidad de la literatura rusa que no siempre tiene una hábil contraposición en el cine. El estilo literario de los clásicos rusos es duro y, en ocasiones, farragoso, contemplativo, introvertido y requiere una enorme concentración. Ahí tenemos ejemplos fallidos de adaptaciones de escritores inmortales como Guerra y paz, de King Vidor; o también como la fascinante estética y fallida narrativa de Crimen y castigo, de Josef Von Sternberg. Pero en esta ocasión, Duvivier consigue coger el pulso dramático a una historia tan difícil de agarrar por los bordes. No es sencillo retratar a una serie de personajes vanidosos, de ambientes represivos estólidos y represivos que se debaten en valores de falsedad que les deshumanizan y, finalmente, les destruyen. Para ello, Duvivier contó con un guionista de excepción como es el dramaturgo Jean Anouilh, eximio conocedor de la literatura rusa y perfecto dominador de los recursos teatrales necesarios para hacer de Ana Karenina un roce de obra maestra.
Cabe hacer un especial hincapié en una puesta en escena de matices muy oscuros, con una fotografía que se mueve en la penumbra con la habilidad con la que se recorre una vía de tren en busca de una respuesta al destino. Una opción muy alejada de las habituales estancias llenas de luz, espejos de un verano que, en las heladas latitudes rusas, apenas deja un beso y se va y que han reflejado una realidad luminosa para contrastar con un final que te deja con el corazón encogido y el alma suplicante. Otro acierto de dirección que, en ocasiones, consigue que la soledad de una mujer sea una onda en el agua del lago donde solemos mirar nuestra propia existencia. También, cómo uno, una mención destacada para el cuidadísimo vestuario firmado por Cecil Beaton que hace que Vivien Leigh, por sí sola, luzca como una estrella en el firmamento de las heroínas que enloquecen por amor.
La delicada belleza de quien es un retrato del pensamiento femenino de la literatura universal, hoy, es también una sacudida a nuestras conciencias de hombres que apenas pueden percibir todo lo que esconde una mujer…

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