martes, 24 de abril de 2012

ROCKY (1976), de John G. Avildsen

La vida, entre el frío y la soledad, es un continuo gancho de izquierdas. La humillación es pura rutina, la inteligencia brilla por su ausencia, la honestidad es el único asidero aún cuando hay charcos de corrupción que salpican la candidez. Un cruce de miradas y todo cambia. Incluso la suerte. No hay sitios donde apoyarse y, de repente, aparece uno en forma de una chica llena de timidez, de miedo. El fracasado no tiene miedo porque ha vivido siempre con él. La chica lo tiene porque no soporta el roce de la derrota.
En un cuadrilátero, dos hombres se golpean con el orgullo en los guantes. El castigo es demasiado duro, demasiado inhumano. Es un mero trámite que se convierte en insalvable para uno. Son los merecidos diez minutos de fama para el otro. El esfuerzo no siempre lleva al éxito pero sí a la resistencia, a hacer del fracaso una posible victoria en el corazón. El dolor sigue ahí pero el pundonor ha conseguido domarlo y recluirlo en un rincón de la felicidad.
Qué diferente es todo cuando el dinero se apodera de la existencia y se pasa de unas miserables luces de un tugurio a los cegadores focos del gran espectáculo. Hay que hablar en público y, entonces, es más fácil cometer errores porque la sinceridad no es más que una demostración de la guardia baja. El ridículo se traga porque eso es lo que se ha estado haciendo desde hace muchos años. Lo importante es demostrar que no se es un títere cualquiera, un muñeco roto con el que se ha jugado un rato en la lona. Si no hay talento se debe acudir al sudor, a la extenuación, a mantenerse de pie, a producir el asombro de lo que nadie espera. Ganar es para otros. Estar ahí y soportar los golpes que caen como mazas es para los que saben sufrir. Y de eso Rocky sabe más que nadie.
Degenerada después por múltiples secuelas que acudieron a lo fácil, a lo descaradamente comercial y al comentario despreciativo, Rocky constituyó una sorpresa porque ponía una serie de elementos comunes al servicio de una historia que hablaba sobre la modestia del perdedor, la fascinación de los callejones, la resistencia del que no tiene ningún futuro. Hablaba de una historia de amor sincera, sin grandes sorpresas, sin elegancias sublimes. Solo el amor. Hablaba de una orgía de golpes que parecía rozar lo típico y que se quedaba en algo mítico. Allí, en los ladrillos rojos del suburbio, había suficientes fracasados como para hacer de todos ellos un apasionante rompecabezas cercano al triunfo. Y eso encandiló al público que se quedó con esta primera. Original y única y, por ósmosis con sus secuelas, despreciada hasta la saciedad. Rocky fue una buena película, dirigida con temple por un veterano que sabía lo que se hacía y que exhibe un repertorio técnico más que envidiable. Escrita por un tipo que creía en la historia más que en su honestidad y que vagó de productora en productora para llevar adelante su sueño. Realizada para decir a todo aquel que la viese que la derrota nunca está escrita sino que, también, hay que ganársela.

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