martes, 23 de octubre de 2012

EL PUENTE DE WATERLOO (1940), de Mervyn LeRoy

La mirada confundida con la niebla como si el sueño de amar fuera sólo posible bajo la húmeda capa de las lágrimas evaporadas. Los ojos esperando, como quien aguarda el acontecimiento que haga cambiar la vida porque el corazón comienza a palpitar con la fuerza de un gigante que, por momentos, se cree invencible. Los cristales empañados bajo el calor del vaho que se forma para ser sustituido por el oxígeno que te hace respirar con la profundidad de la existencia acunada. La historia se escribe, con pluma de zapato en los ecos de la noche, sobre los adoquines de un puente, testigo mudo y quieto del encuentro de dos sentimientos bombardeados. Y une, como por arte de leyenda, las dos orillas que se miran fijamente con tanta precisión como el final y el comienzo, la nada y el todo, el hombre y la mujer.
Las sombras se dibujan, perfiladas, en el lienzo de la nebulosa como trazos eternos de aquello que, aunque separado, nunca muere. El final no existe para quien empieza en la acuosa pintura del blanco y negro, colores de nostalgia para los que sufren la derrota de un nombre de batalla. Ella espera. Él busca. La vida redimida aguarda. El frío cala. La pena permanece. El amor está para siempre aunque el precio sea demasiado alto y los días demasiado cortos. Un beso en un puente puede quedar ahí, suspendido en el arco de nuestra memoria, en el soporte de nuestra sensación más querida, en la piedra que brilla con la luz de una farola que convierte la calle en nuestro hogar, tal vez porque allí, colgada de nuestros pensamientos, vimos a quien se llevó todo, todo nuestro amor…y todo lo que de bueno llevamos dentro.
El negro siempre es el que domina al blanco y hay ocasiones en que hay que ver una película con el corazón y no con la cabeza. Y El puente de Waterloo, nexo de unión de la gloria y la derrota, es una de ellas.

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