viernes, 30 de noviembre de 2012

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA (1968), de Sergio Leone

Una armónica acompaña al silbido del viento. El polvo se arremolina en un lugar que parece olvidado por el agua. Apenas hay más palabras que disparos allí. Las botas pisan con más fuerza que decisión y las miradas son armas en sí mismas. El ruido cansino y metálico de un molino que gira sin ilusión llega a meterse por el cuerpo. La canción se repite porque las notas, nacidas desde el dolor, han sonado durante mucho, mucho tiempo hasta convertirse en mensajeras de la venganza. El hombre sin nombre ha llegado.
La maldad sonriente, contraída en las arrugas alrededor de los ojos, parece recoger toda la desolación que vaga errante con el tren de fondo. Solo la sangre pone algo de color en tanta aridez. Una mujer intenta encontrar la vía correcta pero encuentra unos cadáveres, una crueldad, una justicia y una ternura. Tiene que volver a levantarse, como siempre ha hecho. Tiene que visitar brevemente su pasado, ese mismo que se niega a abandonarla para dar paso a la vida normal, llena de trabajo, sin descanso pero repleta de esperanza. Una ciudad es la meta. Un rincón es el premio. El dinero llegará pero tardará mucho en hacerlo. Y es que siempre es un tren con retraso.
La invalidez como tortura. La indefensión como castigo. La ambición como revólver. El charco de agua como tumba. Tomar no es tener. Tener es imposible. Una bala traicionera. Una ópera a golpe de disparo. Zumban las moscas. El Oeste muere. Los héroes son los malvados. El duelo es inevitable. El tiempo en los ojos. La sombra se alarga. Se alarga hasta la tumba. Allí quiere descansar del sol abrasador y del viento enloquecedor. La armónica suena. La venganza gana.
Sergio Leone quiso hacer una película que fuera un poema de muerte. No hay demasiados resquicios donde el amor pueda colarse porque aquí los personajes saltan de herida en disparo. Los móviles de los personajes son tan antiguos como la avaricia, la ambición, el rencor, el orgullo, la ternura. Los minutos pasan con tanta lentitud, rompiendo todo ritmo posible, que hasta parece que se puedan tocar en un interminable desfile hacia el final. Charles Bronson sustituyó al Hombre sin Nombre que tanto gustaba a Leone bajo el rostro de Clint Eastwood. Henry Fonda hizo uno de sus escasísimos papeles de malvado rellenándolo con el placer de causar sufrimiento de un tipo sin entrañas. Jason Robards fue el forastero que quiso hacer un último viaje para ver si tenía suerte. Claudia Cardinale fue la mujer soñada, la prostituta de hierro que se agarró a su última oportunidad y consiguió agarrarse de nuevo. Y es que el amor es la más volátil de las sensaciones. Ataca fuerte. Se bate en duelo. Y a menudo pierde. En una tierra sin más ley que la del camino de hierro, morir es acabar con una agonía que se antoja demasiado larga.

jueves, 29 de noviembre de 2012

GOLPE DE EFECTO (2012), de Robert Lorenz

La vida es como el béisbol. A menudo, hay un lanzador que, para conseguir el triunfo, tiene que lanzar una bola con efecto, curvada y muy certera. Un hombre que tiene ya el pie en el estribo intenta hacer lo que siempre ha hecho bien. Salvo una cosa: ejercer como padre. Porque cuando le tocó lanzar se dio cuenta de que no, que no era un buen jugador, que la bola que lanzó en su día por poco parte la cabeza a otro, que a partir de ese momento, su brazo se encogió, su precisión fue solo un gesto, su día fue una permanente noche.
Por el camino, un reguero de amistad de la buena, una experiencia que entorna los ojos cuando las cosas salen como deben salir y el eterno error de creer que lo mejor es no hacer sufrir porque, quizá, así se está negando el verdadero futuro. Y es que el futuro acaba por terminarse. No tantas gradas altas y más asientos a pie de campo, no tantas ambiciones y más apasionarse por lo que se hace porque hay muy pocos mortales que se dedican a lo que realmente les gusta. Hablar sin descanso, desnudar la emoción. Eso es la esencia de todos y ya empezamos por negarla desde el principio.
Por supuesto, qué duda cabe, también hay enemigos que están enfermos de la enfermedad más común de nuestros días. Se llama “ir de sobrado” y sus síntomas se hacen evidentes a través de un cierto enganche a la ciencia de la mentira, a la ventaja tecnológica, al fundamento de los números sin pisar la verde hierba de la experiencia ni tocar la blanca bola de la razón. Por ahí, el afecto busca un lugar donde posarse. Porque la bola se vuelve a lanzar. Y esta vez, la eliminación está muy cerca.
No hace falta ser un ojeador permanente del cine para adivinar cuál ha sido la jugada de esta película. Es muy difícil que haya una sola compañía de seguros en todo el mundo que se arriesgue a cubrir la dirección de un hombre como Clint Eastwood, con ochenta y dos años bien cumplidos. Así pues, se encomienda la dirección a Robert Lorenz (solo de nombre) recurrente director de la segunda unidad de muchas de las películas del gran director como Million Dollar Baby, Mystic River o Medianoche en el jardín del bien y del mal y convenientemente sindicado según las leyes laborales norteamericanas, el propio Eastwood produce bajo el mítico sello Malpaso y se rueda según un guión que incide en sus obsesiones como la tortuosa relación entre un padre y una hija o la entrada de la vejez inoportuna en una vida que aún merece la pena. O que quizá no la merezca. El caso es que el invento delata una estupenda interpretación de esa actriz llamada Amy Adams,, un gozo de acompañamiento bajo el maravilloso y corto papel de John Goodman y una leve repetición del personaje del propio Eastwood que ya se vio en Gran Torino, un buen puñado de situaciones muy previsibles pero que funcionan con eficacia y, sobre todo, la sensación de que se ha visto una película que te deja buen cuerpo, una media sonrisa y la seguridad de que quien tuvo, casi siempre, retuvo.
Por otro lado, la dirección es sobria, insistiendo en los golpes y caricias que se prodigan en el juego y en la vida los protagonistas, corriendo desaforadamente hasta las bases que asienten todas sus entradas porque, por lo general, la felicidad no se halla en la cúspide, ni siquiera en la ascensión, y mucho menos en la competición. Se encuentra en el cariño por las cosas que se hacen, en la vida que realmente se quiere elegir y no en apariencias cómodas o en cuentas corrientes que evidencian tantos ceros como mediocridades. La bola tiene que estar bien lanzada para eliminar a los inútiles, a los que no sirven, a los que desean escalar sin mérito, a los que quieres subir solo a golpes, sin ninguna caricia para nadie. Es batear sin más objetivo que acertar en medio del éxito. Y eso no lleva a ninguna parte a no ser que en el bolsillo interior se lleve la satisfacción personal de haber hecho algo que dé de comer al espíritu y no solo a la ambición.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

SOLO EN LA NOCHE (1946), de Joseph L. Mankiewicz

Estás solo en la oscuridad. Tan solo que no hay luz. Tan oscuro que no hay compañía. Abre los ojos y verás que no eres nadie. Tu pasado es un misterio. Tu futuro es una incógnita. Tu presente ni siquiera existe. El recuerdo es un sueño. El sueño es un velo que se interpone en la identidad. No sabes quién eres. Y lo peor de todo es que tienes miedo de saberlo. Así empieza todo. Cuando ya ha terminado.
Una nota en una cartera, una cartera en una consigna. Frío acero con gatillo. Hay que buscar a un culpable. Y el culpable, amigo, eres tú. Búscate a ti mismo si tienes valor. Descubre lo que fuiste. Tal vez ahí, en donde no llega ni una brizna de memoria, hallarás a un tipo sin alma. Qué más da. Ahora casi eres un alma sin tipo. Quizá la guerra te hizo algo mejor. Porque no sientes atisbo de maldad en el interior. Un poco de ira, puede ser. Pero es lógico teniendo en cuenta que ni siquiera te acuerdas de tu nombre. No dejan de pasar cosas cuando no sabes de dónde vienes. Y, en realidad, tampoco sabes a dónde vas. Te dejas zarandear en los muelles, en los callejones e, incluso, un poco en el corazón. Sí, una chica. En qué momento. Así por las buenas. Cuando no sabes lo que eres, una chica se fija en ti. Los amigos no lo son tanto. Los nuevos amigos lo son aún menos. Los amores no merecen ni ser nombrados. Las irritantes galletitas de la suerte de un chino pueden ser tan premonitorias como embusteras. El equívoco te sobrevuela, amigo. Una palabra de más y delatarás que no te acuerdas de nada. Una de menos y ya no tendrás que recordar porque los muertos no tienen memoria.
La ciudad mira a través de esas farolas blancas de fría humedad. Ellas no dejan ver otras luces que se encienden. Una maleta olvidada puede ser la respuesta que no quieres conocer. Solo los buenos detectives pueden encontrar a las personas desaparecidas. Y los policías llevan siempre el sombrero puesto para poder desenfundar el arma cómodamente. Es un mundo muy sucio, amigo. El sombrero en la cabeza es un mal síntoma. Y puede que no te deje ver mucho más allá de la línea de sombra que se yergue en tu mente como algo insalvable. El misterio atenaza. La negrura sobrevive. El agua empapa demasiado. Y la chica te sigue mirando.
Es lo que tiene cuando se es personaje de una película de Joe Mankiewicz. Que muchos te miran y que construir una historia bajo distintos puntos de vista puede llevar a saber lo que fue tu vida anterior y lo que va a ser tu existencia futura. Al fin y al cabo, dos millones de dólares devuelven el recuerdo a cualquiera. Incluso a los maleantes. Vaya tipo el tal Mankiewicz. Sabía de cine desde el principio. Sabía atarte a la butaca desde el comienzo. Con él sí que estabas solo en la noche ¿eh? No dejes que el ruido de los disparos te distraiga. El blanco y negro es tan fascinante que a veces uno se mira la mano y no recuerda quién es.

martes, 27 de noviembre de 2012

ATRACO PERFECTO (1956), de Stanley Kubrick

Las últimas oportunidades suelen venir a lomos de un caballo demasiado veloz. Basta con reunir a unos cuantos desesperados, que están pasando situaciones que son secos golpes en el estómago y hacer que todo encaje como un mecanismo de relojería. El tiempo es vital. Los movimientos deben estar medidos a la perfección. La maniobra de distracción debe ser perfecta y tumultuosa. Dinero en el saco. El saco por la ventana. El coche sin sospecha. Suave como el mecanismo de un revólver bien engrasado. Lástima que el eslabón más débil suela ser el que rompe la impecable sucesión de acontecimientos. Y es que hay lechos que son la muerte vestida de seda.
Y solo es eso, una última oportunidad, un último viaje a ninguna parte para que el mundo se olvide de que alguien existe. Hay veces que la felicidad no es más que una furcia que se ofrece, pasa de largo y, con una ráfaga de viento, se esfuma. Y es entonces cuando ya nada importa, cuando da igual que te cojan, te juzguen y te pudras en una cárcel. Ya no eres prisionero detrás de unos barrotes. Eres derrota detrás de la decepción. Las lenguas largas te traicionan. Las armas cortas te asesinan. Los sentimientos cercanos te hacen parecer un perdedor total. Las puertas se cierran y se abren con la misma facilidad con la que el dinero corre. La exactitud no sirve. Sirve la destrucción.
Stanley Kubrick dirigió esta película con tanta precisión que Orson Welles llegó a decir que “Es falso que Atraco perfecto tenga tantos puntos en común con La jungla de asfalto, de Huston. John es muy amigo mío pero Atraco perfecto está hecha con mucho más talento”. En ella se da la profesionalidad de unos tipos que prevén hasta el más mínimo detalle de un golpe que flaquea por la debilidad humana. Todo es de una seriedad tal, que el espectador llega a sentirse parte de ese equipo y de esa trama relatada desde diversos puntos de vista con una frialdad casi documental. Quentin Tarantino rinde homenaje al maestro en Jackie Brown. Y es que Kubrick, con apenas veintiocho años, hizo correcciones de forma sorprendente al veterano director de fotografía Lucien Ballard para coger todos los elementos del cine negro, ensamblarlos con maestría y conseguir el atraco perfecto, el pesimismo imposible, la verdad inédita del hampa.
Más allá de eso, Sterling Hayden realiza una interpretación pétrea, sólida como una roca, creíble como una máscara con unos secundarios magníficos como Timothy Carey (en palabras de Kubrick “muy mal actor pero capaz de dar estupendas texturas a una película”), el ya mítico Elisha Cook Jr., Ted de Corsia, Vince Edwards y el fordiano Jay C. Flippen y, por supuesto, el luchador profesional Kola Kwariani, espléndido en su papel de forzudo provocador de peleas que sirve a Kubrick para incluir una de sus eternas obsesiones que es la lucha cuerpo a cuerpo.
Y ahora voy a escribir este mismo artículo, pero bajo el punto de vista de mi editor. Tal vez, así, consiga dar con todas las facetas de una película tan maestra como fascinante.

viernes, 23 de noviembre de 2012

LA PAREJA CHIFLADA (1975), de Herbert Ross

“¡Entreeeeee!” y todas las fuerzas del infierno senil se desatan cual cana recién acabada de levantar. El tiempo pasa y hacerse viejo, seamos sinceros, no tiene ninguna gracia. La gracia estuvo en compartir escenario con alguien como tú durante cincuenta años. Aunque resultara insoportable estar al lado de aquel tipo que medía el humor en segundos exactos y en palabras intocables. Las calles ya no están donde estaban. Las palabras del mundo moderno ya no tienen esa chispa. Y por toda la eternidad, te seguirá golpeando ese irritante dedito en el hombro, punto redondo de la chanza que fue tener pareja y no soportarla.
Pero quien fue grande, siempre será grande. No importa que los años hayan pasado por encima de las bromas como una breve auscultación médica. Una broma es una broma. Y “pimpollo” sigue siendo una palabra graciosa. El caso es seguir en activo, seguir sintiendo que se hace reír, seguir vivo. Y el majadero que tuviste como compañero te mata poco a poco. Caramba, al fin y al cabo, soportar una lluvia de babas con sus “tes” y sus “eses” pone a prueba la paciencia de cualquiera. Y ahora, además, con años encima. Hay que repetir las cosas cien veces para que entre en la memoria retentiva. Hay que revivir los años dorados en que las carcajadas eran pura música para quien hace chistes. Hay que odiar de nuevo para hacer reír otra vez.
Y por el camino, pues hay que chinchar todo lo posible al otro, para qué nos vamos a engañar. El individuo ése que decidió deshacer la pareja no me va a abandonar otra vez. Porque la soledad es muy mala. Aunque bien pensado, que se quede en su casa, con sus nietos y su hija. Pero, claro, dejarme estuvo muy mal. ¿Por qué hacía reír a todo el mundo menos a mí? Era el mejor. Era el peor. Le quiero porque fue mi hermano. Le odio porque era un auténtico plomo. Lunático. Perverso. Cansino. Impaciente. Eso tú. No, eso tú. Pues estamos apañados. Ni en la cama me dejas morir en paz. Y lo peor de todo es que ellos no saben que no pueden morir. Nunca. Son inmortales. Porque quien hizo reír durante cincuenta años, no puede morir. Siempre habrá un chiste, un nicho (no, hombre, un dicho),  una cuita o un comentario que reviva el espíritu de lo que fue irrepetible aunque se repitiera hasta la saciedad. Las parejas son así. Se unen, Se hartan. Se pelean. Se separan. Se reconcilian. Y el cariño…ése es el verdadero chiste que permanece.
Maravillosa de principio a fin. Radiografía sonriente de la ancianidad, con sus manías, sus paranoias, sus maldades, sus acercamientos y sus alejamientos y, sobre todo, sus tronchantes contradicciones, Walter Matthau y George Burns nos dibujan una risa a cada metro de película. Porque sabían hacer reír. Porque en sus peleas, eran graciosos. Porque en sus uniones, tal vez no lo eran tanto. Porque sabían que siempre habrá alguien dispuesto a aflojar la cara y partirse el labio de risa. Risa, qué palabra tan maravillosa…y tan vieja.

jueves, 22 de noviembre de 2012

EN LA MENTE DEL ASESINO (2012), de Rob Cohen

El dolor dice mucho sobre las personas. Es la llave que abre todos los secretos. Es la respuesta al acertijo de la sabiduría. Es el límite al que se puede llegar cuando todo parece oscurecerse. Es el paso anterior a la nada. Es la seguridad absoluta de estar vivo aunque la muerte golpee con toda su violencia. Es el final de las ilusiones, de los planes, de la luz del día siguiente, de la resistencia. Es la exteriorización de la pena, sea cual sea su origen. Es el todo a punto de convertirse en trizas. Es lo más fascinante de ser observado. Es la intimidad puesta a prueba.
Un asesino anda suelto. Es duro como el pedernal. Su mirada está ausente de vida porque hay demasiado dolor instalado. Por eso matar es tan fácil para él como para otros ponerse un abrigo. La piedad es una palabra desconocida. La verdad es un instrumento más para que su trazo de crimen y angustia sea terrible. Destrozar es su lema. Hundir es el objetivo.
Al otro lado de la acera, un grupo de policías intenta detenerlo. Uno de ellos es el mítico Alex Cross, aquel policía-forense-psicólogo que interpretó de forma magistral Morgan Freeman en sus casos de El coleccionista de amantes y La hora de la araña, películas mediocres con actor excelso. Sabe mirar donde nadie mira. Incluso en el interior de las mentes. Pero la felicidad es el lado más débil de los héroes. Cuando todo va bien, la visión parece que se torna más leve, más intrascendente. Se desea que lo grave sea disminuido. Se quiere respirar un poco sin adentrarse en el cerebro retorcido y maligno de un hombre que todo lo arrasa, que todo desprecia, que todo esconde.
Así se forma un combate de inteligencias en el escenario de una ciudad que parece en pleno proceso de desmontaje, con las esquinas mordidas por el uso, con las piedras que siempre dicen algo silenciadas por el yeso aniquilador del frío y de la locura. Una iglesia es un cuadrilátero. Un teatro es un aparcamiento. Un metro de superficie es una atalaya. Un médico es un policía. Un asesino es un recadero.
Aciertos y errores se reparten por igual en esta investigación que no llega a desvelar nada de lo que promete su título. La dirección de Rob Cohen es tan torpe en algunas secuencias que dan ganas de quitarle la cámara de las manos y estrellársela contra la calva. Hay personajes burdos. Hay situaciones mal resueltas. Pero también hay un personaje apasionante como el del policía-galeno (interpretado aceptablemente por Tyler Perry) y por el trazo musculoso, durísimo y, a ratos, absorbente, del psicópata encarnado con eficacia por Matthew Fox. La trama no nos lleva por los caminos del gozo porque, al fin y al cabo, el malo es universal, ese malo que a todos nos coge por la cartera y que sin gritar ni salir del despacho te quita lo que más quieres y no hay ni una visita a la negrura que merece el asunto salvo en la piel de muchos personajes.
En el curso de esta caza sin cuartel que se emprende contra una bestia en libertad, hay referencias nada veladas a Seven, de David Fincher; a un puñado de tópicos vistos en mil películas que se quedan depositadas con urgencia en el olvido; a algún que otro error de reparto como el de Jean Reno, visiblemente incómodo cada vez que aparece. La historia empieza mal, como la peor de las aventuras de Van Damme y, poco a poco, va adquiriendo un cierto interés, con elementos que siempre funcionan, pudiendo ser el descifrado apasionante de una mente enferma de sangre que se queda en un mero apunte al carboncillo, hecho con oficio en algunos tramos, que provoca, de vez en cuando, alguna ceja arqueada, como una señal de sorpresa y de incredulidad que acaba aceptando todo lo que ocurre. Más que nada porque es un caso virado hacia una venganza y entramos en el resbaladizo entorno de la justicia sin ley. Como queriendo imitar a Picasso teniendo solo un folio y un lápiz. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

LOS OJOS DEJAN HUELLAS (1952), de José Luis Sáenz de Heredia

Quizá hubo un día en que el idealismo estaba presente. O tal vez no. Tal vez fuera tan solo el deseo íntimo de la envidia, de querer vivir mejor, con las mejores mujeres, con vajilla de porcelana, con una cabaña de caza donde ir un fin de semana sí y otro no. El caso es que la caída fue demasiado dura. Desde un bufete hasta la misma calle, con una cartera llena de muestras de perfume y alojado en un cuchitril que asustaría a un mendigo. Ahí es cuando la mirada murió. Porque dejó de haber esperanza. Porque los sueños se acogieron al exilio. Porque se quiso trepar y no se pudo llegar.
De repente, un antiguo amigo de la Facultad de Derecho. Un pesado, un diletante, un tipo caprichoso que dirige su ánimo de veleta a la dirección que toca. Una mujer que hace recordar que un día pudo tener chicas con clase, con estilo, con dinero. Una de esas que hace con una mirada lo que no pueden hacer otras veinte a la vez. El amigo tiene un plan. Pero los planes se tuercen. Más que nada porque siempre hay alguien que es más listo.
Las calles de Madrid son oscuras y viejas. Su olor a polvo de acera parece incrustarse en las ropas cansadas. El irritante sonido de las copas de los bares de tres al cuarto indica el trasiego de la decepción cuando cae la noche piadosa. Todo está lleno de historias que a nadie interesan, de oídos que solo escuchan sus propios pasos, de ojos que solo quieren cerrarse a la espera del día siguiente. Hasta el plato desnudo, tapado con una tenue cortina de sopa, parece gritar su desesperación. Solo la astucia puede sacar del hoyo al que es de todo menos mediocre. Pero siempre hay alguien que es más listo. Siempre hay una mirada que te supera en decepciones, en desolaciones, en cansancios vitales, en nadas acumuladas. Y lo peor de todo es que ese alguien no tiene ningún reparo en arrastrarte.
José Luis Sáenz de Heredia dirigió esta espléndida película según el guión del gran Carlos Blanco, demostración evidente de que el cine de género también tuvo su sitio en España, de que se podía hacer y de que se podía hacer muy bien. Raf Vallone otorgó cuerpo y derrota a ese personaje que quiere estar arriba y que, sin embargo, pertenece a muy abajo. Listo, astuto y refinadamente ladino, el abogado que vende perfumes baratos de puerta en puerta parece un reflejo deformado de todos nosotros, que tanto ansiamos escalar posiciones por el mero egoísmo de sentirnos triunfadores. Y detrás del triunfo, siempre se halla algo turbio, algo no demasiado honesto, algo que se convierte en soportable porque se olvida el punto débil y reprochable en el que se apoyó la ambición. El relato negro de un crimen bien planeado es el ejemplo perfecto para decir a la cara de todos que el éxito no depende necesariamente de alcanzar lo que no se tiene, sino de apreciar lo que te rodea. Por eso, porque hay ojos que siempre quieren más y hay ojos que solo quieren quedarse, los ojos dejan huellas.

lunes, 19 de noviembre de 2012

EL CUERVO (1943), de Henri-Georges Clouzot

La turbiedad de las personas es como las alas de un cuervo en una ciudad de provincias. Se despliegan con la maldad y la maledicencia. Son traicioneras y oscuras. El cuervo observa y emite su graznido de desprecio hacia la hipocresía. Todos tienen algo que esconder. El cuervo quiere destapar todo eso porque no tiene nada que perder. Quiere poner en evidencia que incluso las mentes tan respetables de los poderes fácticos son vergüenzas mordidas por el diablo. La gente se escandaliza y murmura. Las cartas envenenadas con la firma del cuervo parecen murales grotescos en la escritura y la expresión. Hay ironía en todas ellas. Siempre un adjetivo que significa justamente lo contrario. La gente susurra por los rincones. El gris se impone en una ciudad que tiene demasiados secretos. El cuervo lo sabe todo. El cuervo lo mata todo.
Solo un médico parece estar empeñado en descubrir quién se esconde tras el ave. Tal vez porque tiene demasiado dolor a cuestas y los sentimientos están blindados. Nada puede hacerle daño. Da igual quién sea el culpable de esta revolución silenciosa, de este silencio a gritos que corroe las entrañas del vecindario. No importa que sea su amante, su paciente, su alumno o su maestro. Hay que desenmascarar la misma hipocresía que se esconde bajo las plumas negras del desprecio. Más que nada porque está seguro de que el cuervo tiene algo que ocultar, como todo hijo de vecino, como todo mentiroso instalado en la rutina.
Sin embargo, entre todas las letras de infamia que surgen de la verdad, siempre hay algo que se escapa, que no está previsto. Quizá el eslabón más débil y el más inesperado sea el único capaz de hacer justicia. Quizá sea una sombra que se desliza por las paredes de cal inundadas de sol y de envidia, de inquina y de soberbia. Se arrastra por los adoquines duros de la indiferencia y también hay mucho dolor en la nada que queda. Es terrible que, detrás de todo ello, haya un gesto de desidia, de desinterés, de misterio que a nadie importa, de lujuria deprimida, de espantapájaros movido a capricho por el viento.
Henri-Georges Clouzot dirigió El cuervo en plena ocupación alemana de Francia. Muchos le han acusado de hacer una película, que a través de una brillante parábola, veía con buenos ojos la ocupación nazi. La Resistencia parecía ser puesta en solfa a través de los anónimos que denuncian a los colaboracionistas. Y no les faltaba razón. Y aún así, un cineasta tan alejado del nazismo como Otto Preminger dirigió años después una versión bajo el título de Cartas envenenadas porque sabía que Clouzot había hecho una obra maestra. Y es que, si nos fijamos con detenimiento, podríamos llegar a la conclusión de que también valdría la lectura contraria. El pueblo francés contra quien acaba con la libertad, forma parte de la misma hipocresía que envuelve a los protagonistas porque el mayor asesino, el que no tiene piedad, el pájaro que picotea el sembrado de la honradez siempre turbia es el mismo cuervo. Basta con mirar de otra manera.

viernes, 16 de noviembre de 2012

EL CASO DE LOS DEDOS CORTADOS (1945), de Roy William Neill

Es tarea casi imposible rechazar lo que es una invitación al asesinato en toda regla. Sobre todo si uno de los invitados es Sherlock Holmes en compañía del bienintencionado Doctor Watson. Alrededor de ellos se mueve una inquietante atmósfera de penumbra e interrogantes difíciles de responder. Parece incluso que el blanco y negro son los colores ideales para dibujar las sombras del crimen que, en esta ocasión, se halla agazapado en más de una esquina. Y esa incertidumbre se halla siempre rasgada por el saludable sentido del humor de Watson, portador de ideas sin formular que riega, de vez en cuando, el demasiado ocupado cerebro del más célebre de los detectives.
Como es habitual en sus películas, Sherlock Holmes nos plantea, nos razona y nos resuelve el misterio en apenas 68 minutos. Y al acabar parece que uno quisiera que estas películas (que llegaron a ser catorce) hubieran sido más trabajadas, más inmersas en la neblina de la creación porque, luego, saben a poco, a muy poco. Y no porque la trama, el argumento, los protagonistas o la puesta en escena anden por el camino del error sino porque uno desearía que se prolongara un poco más el suspense y se nos concediera algo más de tiempo para ponernos a la altura del tipo de la pipa y del razonamiento impecable.
En esta ocasión, además, hay algo que juega muy a favor de la película y es la inspiración directa de la novela de Arthur Conan Doyle  La casa vacía, algo que no ocurría con todas las películas de la serie y, en este caso, hay un cierto estilo a la hora de llevarnos al salón de nuestras casas el crimen, el misterio y el castigo en el que Holmes se mueve como inglés bajo paraguas. Entre pista y pista, se halla el increíble deleite de comprobar que es una historia apta para todos. Para los niños que sueñan con ser policías, para los padres que sueñan con ser niños, para las madres que sueñan seducir y para los abuelos que sueñan con el sueño siempre escapista. Así que aquí dentro, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo, hay entretenimiento grabado en planchas de suspense trepidante, hay diversión asegurada en medias sonrisas de agudeza, de listeza y de inteligencia de salón, hay un malvado Profesor Moriarty interpretado por Henry Daniell que puede ser la perfecta encarnación de la maldad más recalcitrante y hay agujeros en el dilema que pasamos por alto porque, al fin y al cabo, aquí lo que importa es atrapar al culpable. Y es que todos soñamos con poseer la inteligencia como para ser respetados por ella. Es una sensación que siempre me ha acompañado viendo todas las películas del insigne personaje.
Ah, y no levanten el dedo para decir nada. Puede que pasen a formar parte de un puzzle de carne y hueso. Es el precio de ser un testigo demasiado hablador para un crimen.

jueves, 15 de noviembre de 2012

EN LA CASA (2012), de François Ozon

La ficción es ese alumno equívoco que hace que seas parte de una fantasía. Es ese paraíso donde se confunde la realidad con la invención y caminas entre las letras deseando saber qué es lo que pasa en el siguiente capítulo. Es esa mirada que alguien que escribe te dirige directamente a los ojos, te hace transitar por un mundo que puede ser verdad o mentira, que puede fascinar o aburrir, que puede gustar o decepcionar pero que siempre va a estar ahí. Por la sencilla razón de que siempre, siempre, va a haber un autor dispuesto a contar una historia que está pasando justo enfrente de tus narices.
Y puede que lo que cuente sea de una banalidad mundana insultante. Puede que sea una imposible mezcolanza entre Verano del 42, de Robert Mulligan, de Teorema, de Pier Paolo Pasolini, de El sirviente, de Joseph Losey y de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Porque, al fin y al cabo, escribir es un reflejo de nuestras pasiones trasladadas, de nuestras inquietudes acusadas, de nuestras perturbaciones más escondidas, de nuestros deseos más sucios, de nuestra voluntad nunca confesada de mirar más allá de las paredes de las casas ajenas y saber que ahí dentro, en la normalidad, hay tantas frustraciones como posibilidades. La realización se alcanza escribiendo y, tal vez, solo tal vez, la locura se halla latente en la lectura.
Así se van destapando las mediocridades, la dureza de vivir, la irrefrenable tendencia a soñar, la valentía de adentrarse en el terreno de lo prohibido, el sexo como recurso, la turbiedad como sueño, las ganas de quedarse en un delicado equilibrio rodeado de lo que no se puede decir y el acomodo burgués. Las heridas se abren con la desolación del fracaso al fondo. Sí, el fracaso. Es difícil de aceptar esa palabra. Más que nada porque siempre se esconde detrás de la normalidad.
De mirada profunda, de intensidad en lo increíblemente cierto que es lo falso, de escepticismo ante la falta de compromiso, de enganche en la vulgaridad que lleva, inevitablemente, hacia el enaltecimiento del tópico, François Ozon consigue una película inteligente, a ratos vibrante, de pensamiento oscuro bañado en tinta de letra recién impresa. El arte, cuando deja de serlo, es solo una inutilidad a la que se confunde con la grandeza. El arte es la vida. Lo demás es solo unos ojos que miran, que cuentan y que, en la forma de contar, se da una opinión. Así, todas las casas tienen una llave que está deseando ser girada, un ambiente que merece ser descubierto, una banalidad que a lo mejor se reserva para ser escuchada. Es la rutina convertida en literatura, llena de motivaciones, de rellenos apasionantes, de capítulos que quieren ser continuados.
Y entonces, cuando la ficción nos domina, es cuando la enseñanza queda anulada. Es cuando todo es una página que aún está por escribir. Es cuando nos damos cuenta de lo mediocres que somos porque nuestra opinión, nuestra visión, nuestro sentido queda oculto en la sombra por quien ha aprendido por el camino que en un gesto, está la proyección de la historia; que en una palabra, está la clave de un desenlace; que en una caricia, está la nada derruida de una vida oscura, triste, gris e inútil. El intercambio de papeles está muy presente, como un espectro que se abate sobre la capacidad de imaginar. Todos queremos ser algo diferente a lo que somos. Quizá queramos formar parte de una familia que, en apariencia, es pura normalidad. O puede que hayamos pensado alguna vez que esa madre tiene la piel suave, el cuerpo lleno de promesas incumplidas y el aburrimiento asumido. O aún mejor. Puede que ese compañero con el que hemos compartido mesa, consejos, ratos y risas se esconda en la seguridad de un hogar imperfecto para no mostrar sus auténticas debilidades. Solo es necesario sentarse en un banco, en una terraza o en un autobús...y mirar. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

CUATRO TÍOS DE TEXAS (1964), de Robert Aldrich

Siempre he sospechado que esta película, más que una película, fue una juerga. Nacido como proyecto personal del jefe del Rat Pack, Frank Sinatra, parece como si él y Dean Martín hubiesen querido rodearse de bellezas de quitar el sentido como Anita Ekberg y Ursula Andress y pasar una buena temporada interpretándose a sí mismos, echándose unas risas, cogiendo con ganas arrogantes cuellos de botella y tirando unas cuantas carcajadas como signo inequívoco de que tampoco se tomaban a sí mismos demasiado en serio.
Lo más extraño de todo esto es que cogieran a un director como Robert Aldrich para dirigir la fiesta cuando estaba recién salido de un éxito de talla como el de ¿Qué fue de Baby Jane? y que, además, no poseía dotes cualificadas para hacerse cargo de lo que, en principio, parecía una comedia basada en el encanto de sus intérpretes y con un dorado disfraz de película del Oeste.
Sin embargo, Frank Sinatra podía ser muchas cosas pero de ninguna manera era tonto. Trasladó esa rivalidad que existía en la vida real (parece ser que el único miembro de su pandilla de amigos que no se plegaba a sus deseos era Dean Martín y eso hacía despertar la admiración de Sinatra hacia él, a la vez que una cierta envidia) a la historia que nos cuentan en esta ocasión y nos encontramos con un par de amigos que, con agudeza y arrebato, se enfrentan en el juego y en las mujeres (y qué dos mujeres) y, sin más armas que el encanto, sale una película agradable y ciertamente civilizada, con momentos realmente divertidos en los que parece que somos los encargados de la barra mientras mezclamos cócteles, encendemos cigarrillos ajenos y reímos chistes de sonrisa irónica delante de un espejo en permanente estado de peligro. Eso, por otra parte, conlleva también la crítica de la autocomplacencia en la que cayeron ambos protagonistas, creyendo que su estilo de vida era el más codiciado por el resto de la humanidad y que su  humor era tan irresistible como las curvas de esas dos mujeres que, por una vez déjenme ser hombre en el peor sentido del término, hacían que la vista fuera el más preciado de los sentidos.
No hace falta señalar que, siendo uno de los proyectos que Sinatra llevó a cabo en compañía de sus amigos, carece de la clase que emanaba el que, tal vez, fuera la mejor película que hicieron juntos como La cuadrilla de los once, de Lewis Milestone; pero a esa falta de elegancia, se la suple con unas cuantas jarras bien tiradas de testosterona, que, llevadas al límite, nos llevan a la certeza de que tanto Sinatra como Martín rodaron unas cuantas escenas con unas copas de más. Pero eso ¿qué importa? Lo importante es abrir los ojos con el sonido despertador de unos cuantos cubitos de hielo y darse cuenta de que, aunque se esté al servicio de otros, siempre hay una sorpresa en los paquetes que nos regalan el gato y el ratón. El problema es diferenciar uno de otro. Yo me pido ser Dean Martín.

martes, 13 de noviembre de 2012

ALARMA EN EL EXTREMO ORIENTE (1957), de Ronald Neame

En esta ocasión, nos encontramos ante una interesante película británica, dirigida por el hábil artesano Ronald Neame (director, años después, de aquel inusitado éxito que supuso La aventura del Poseidón), que es un impactante drama en el que se nos describe el matrimonio de dos personas que tienen puntos de vista totalmente opuestos sobre la vida y el mundo, todo ello aderezado con una trama política que a algunos puede parecer superflua pero que confiere una estimable textura a una historia que dominan de principio a fin sus intérpretes principales: el gran Peter Finch y la habitualmente muy desaprovechada Mary Ure.
Lo cierto es que es una película que nos habla de la inocencia de un hombre y de un pueblo que resultan cogidos por las turbulencias políticas de fácil respuesta que no son más que salidas hacia el futuro más próximo de toda una nación. La combinación con la diferencia de miradas hacia la vida entre dos personas que se aman irremediablemente hacen que la historia se nos presente como algo que sentimos lejos pero también muy, muy cerca. Por lo demás, la dirección de Neame destaca a través de las excelentes escenas de masas, el uso efectivo de la banda sonora y en un inesperado humanismo en todos los caracteres que jalonan este drama de sospechas, realismo social y amor desacompasado que hace que nos alistemos de forma obligada para tomar partido.
En el corazón de la película, late una vocación documentalista reflejada en las sensaciones que podemos tener al verla. No es la típica película con típicas soluciones adecuadas a nuestros sentimientos. No habrá catarsis. No habrá respuestas satisfactorias. Quizá la intención es reflejar más la vida real que una ficción realista que convierte nuestra visión en una pregunta que nos guía a través de la búsqueda de la verdad con la que convivimos todos los días de nuestra existencia.
La conciencia, en muchas ocasiones, no deja de ser un enemigo a batir y luchar por lo que se ama sólo es un duelo con nuestra propia conciencia. Ahí está el punto central que sugiere un film que está bien hecho y que no deja de entrometerse en nuestro pensamiento planteando un dilema de incomodidad. Tal vez, Malasia, allí donde el mundo da la vuelta, sea una metáfora perfecta para decirnos que la sensación de intentar hacer lo correcto también puede arrinconarse en lugares muy extremos, en el mismo oriente de los sentimientos.
La película no deja de interferir en el curso normal de los acontecimientos que rodean a este médico atrapado en medio del caos, de una enfermera nativa (excelente la actuación de Natasha Parry) y de su propia esposa. Y, en ocasiones, la diplomacia de un hombre que no entiende demasiado bien el cerco de lo que ocurre no es suficiente para resolver unos problemas que se antojan pequeños para lo que está sufriendo el mundo.
Es posible que sea el momento de mirar hacia una película que, sin ser una obra maestra, invita a ser espectadores de una historia que hace que echemos un vistazo a nuestro propio interior. Puede que, incluso, lleguemos a regiones inexploradas en rincones que creíamos desiertos y que están habitados por algunos sentimientos que siempre están presentes a la hora de tomar decisiones. Al fin y a la postre, esos sentimientos son los que nos hacen querer ser hombres grandes o criaturas muy pequeñas. La elección está ahí.

jueves, 8 de noviembre de 2012

SKYFALL (2012), de Sam Mendes

Cuando un trabajo falla porque ocurre algo imprevisto, se cae en desgracia. La confianza parece que huye en busca de los incompetentes. La duda se abate sobre el nombre y toda estrella, por muy brillante que haya sido, comienza a declinar. La mentira y la insidia son las armas habituales para echar tierra sobre la fama. La leyenda ya no es tal y entonces aparecen las debilidades del superhombre. Ya no se está tan seguro. El músculo se vuelve falible. La caza invierte los papeles. No todo es tan perfecto. Quizá, para eso, más vale estar muerto.
Pero las venganzas suelen ser planes trazados sobre un mapa de rabia y la furia inicial, la impenetrabilidad en la mente malvada solo puede ser resquebrajada por quien conoce bien su oficio. Los muertos vuelven para demostrar que quien tuvo, posee. Las luchas a contraluz parecen coreografías de muerte donde el cielo acaricia la arquitectura. Los reflejos de las luces anuncian que el vacío llama a sus víctimas con colores de neón. Un Martini con vodka agitado, no removido. Una mujer con ojos de vértigo y transparencias intuidas,, un paisaje desolado, un insinuante malvado que cree tener todos los ases en la mano. Y los tiene. Salvo uno. La burocracia se abre paso. El aprecio permanece. El pasado, también.
Y por el camino queda el agente Ronson, con nombre de mechero, que agoniza porque, tal vez, el más famoso agente secreto de todos los tiempos ya no fuma. Agujereado yace un Aston Martín que ha funcionado siempre como una tabla de salvación. Una lucha sobre un vagón con cadena incluida remite a aquella otra entre Lee Marvin y Ernest Borgnine en la estupenda El Emperador del Norte, de Robert Aldrich. Se visita con breves guiños a otros clásicos de la serie Bond, James Bond. La renovación se avecina. El círculo se cierra. Y hasta la sombra de Batman parece alzarse antes del final. Ése es 007. Un tipo con agallas, sin sentimientos y que ya se olvidó de llorar.
Por un lado, ya se sabe. Este Bond del siglo XXI, violento y brutal pero que surge más como ser humano que como el agente sin tacha ni moral. Por otro, un villano refinado, sutil, de diálogo brillante y gesto imprevisto bajo el rostro de Javier Bardem que consigue, en sus momentos iniciales, robar plano al hombre del smoking en un cruel juego de ratas. En segunda fila, ese amor de mujer que es Judi Dench y ese actor con mirada de hielo que es Ralph Fiennes. Y, para colmo, detrás de las cámaras se halla un tipo que da coherencia al conjunto, con cierta seriedad y algún que otro desliz como Sam Mendes. El cielo, esta vez, sí que se cae.
Y es que, sin duda, en esta ocasión tenemos una de las mejores entregas de toda la serie del agente al servicio secreto de su majestad. Porque los diálogos están muy pulidos, llenos de dobles sentidos, mordientes y cínicos. La acción...hay de todo. Secuencias mejores y peores. Errores de una cámara que desea ser contemplativa en manos de Mendes y pide un poco más de perspectiva pero eso, sin ser piadoso, se puede olvidar en un expediente que sorprende, que decae hacia el final, que entretiene sin sombra de traición, que quiere mirar atrás sin dejar de hacerlo hacia delante. Bond tiene que resucitar. Al fin y al cabo, ése es su trabajo.
Atrás del todo, con barba, escopeta y en Escocia, aparece un viejo amigo como Albert Finney ayudando con cariño y dureza a Bond. Y me juego el anillo de boda que ese papel fue escrito pensando en el único y auténtico agente secreto que no es otro que Sean Connery. Lo que pasa es que el terco escocés no quiere volver a visitarnos. No quiere ser mito. Siempre quiso ser actor. Lo de Daniel Craig, aquí, es al revés. Pero ¿qué se le va a hacer? No se puede tener todo. Ni siquiera un Q en condiciones. Londres espera. Bond vuelve al trabajo. Siempre vuelve. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

SEIS BALAS, UNA VENGANZA, UNA ORACIÓN (1977), de Gianfranco Parolini

Hablemos en serio. ¿Qué se puede esperar de una película que se titula Seis balas, una venganza, una oración, pretende ser un western envuelto en spaghettis, la dirige un tipo que se hace llamar Gianfranco Parolini y se rueda con premeditación y alevosía en Israel? No me contesten, no me contesten, que me imagino la respuesta. El caso es que algunos mimbres para ser una buena película sí que tenía. El argumento era atractivo, el reparto, sin ser de campanillas, es más que solvente con nombres como los de Lee Van Cleef, Jack Palance y Richard Boone pero la incompetencia de algunos de los que estaban detrás de la cámara echaron a perder lo que podía haber sido una película del Oeste capaz de competir con los mismos clásicos de Sergio Leone.
Por otro lado, es baladí intentar explicar una película que tiene ese título. Ya se imaginan ustedes que aquí hay asesinatos a sangre fría, la agobiante necesidad de saciar la sed del rencor y un componente místico que mezcla  con cierta torpeza a Satán con Dios como dos caras de la misma moneda falsa. Para acompañar a las arenas del desierto habrá algo de depravación, vientos amorales y una imparable fascinación por la maldad. Lo cierto es que todo resulta tan poco unido que dan unas ganas enormes de cargar bien el tambor del revólver y hacerlo girar junto a la sien.
Así que delante justo de nosotros, tenemos una historia que atrae por pintoresca, no por calidad. Más que nada porque todo está tan falsificado que llega a ser teatro de acción mal rodado. Locura en paisaje estéril. Algún diálogo que merecería la pena rescatar y una ligera impresión de que estamos ante algo que es encantadoramente malo son las sensaciones que asaltan ante tanta mala ejecución y tanto ángulo perversamente religioso. Incluso hay misterio en todo ello. El que emana de unos cuantos tipos que no tenían mucha idea de lo que estaban haciendo.
Jugando un poco a la presunción, me atrevería a sugerir a los profesores de las escuelas de dirección cinematográfica a que enseñaran esta película a sus alumnos para que cayeran en la cuenta de todo lo que no se debe hacer durante un rodaje. Los planos son inadecuados, el sonido es de traca, la fotografía merecería estar en un museo de los horrores, las mezclas inducen a la confusión y, la verdad, si se intenta hacer un spaghetti-western habría que tener mucho cuidado con el queso que se añade a tanta pasta.
Siéntense con tranquilidad esta noche. Pongan la mano cerrada apoyada en la mejilla sosteniendo la cabeza y dejen que se adormezca por el peso. Pongan expresión en la cara de “que me la echen” y déjense llevar por la oración, por la venganza y por las balas. Ninguna va a herirles. Sólo van a atravesar el aire caliente del panorama desolado y puede que alguna de ellas les alcance en la comisura de los labios. Así, es posible que lleguen a esbozar alguna sonrisa por lo que están viendo. Es más, ya en el colmo de la repetición, van a tener a Lee Van Cleef por partida doble. ¿Se imaginan lo que puede ser eso? Puede que haga algo más atractiva la velada. Al final, seguro que se quedan con la boca abierta.

martes, 6 de noviembre de 2012

AHORA ME LLAMAN SEÑOR TIBBS (1970), de Gordon Douglas

Al rebufo del éxito impresionante que supuso En el calor de la noche, con el personaje del eficiente Inspector Virgil Tibbs dando una lección a unos cuantos sureños con prejuicios racistas y métodos brutales, no tardó en surgir una secuela que, lógicamente, se preocupó de mostrar más el día a día de ese agente de la ley en pleno San Francisco, ciudad de cuestas y puentes. Siendo inferior a la primera, hay cierto entretenimiento inteligente escondido bajo la gabardina del racional detective que, aún estando en una ciudad más civilizada, también tiene que hacer frente al color de su piel, a un matrimonio que poco a poco va deshaciéndose y a los inevitables problemas fuera de toda ciencia que supone educar a un chico que va haciéndose hombre a marchas forzadas. Después de todo esto no hace falta ser ningún artista de la criminología para adivinar que el mayor activo de esta película se halla en su protagonista Sidney Poitier.
Lo cierto es que, a pesar del oficio que en muchas ocasiones ha demostrado su director Gordon Douglas, hay ciertos errores de continuidad que evidencian una pausada desgana tal vez motivada porque Douglas venía de hacer varias películas de parecida temática al lado de Frank Sinatra con resultados muy apreciables como fueron Hampa dorada, la anticuada La mujer de cemento y El detective. En todo caso, hay giros de guión interesantes y, sobre todo, una fascinación por el personaje protagonista que utiliza la inteligencia como arma de acoso para encontrar al auténtico culpable de un crimen que parece apuntar a un conocido político local.
Más que inspirarse en su primera parte, Ahora me llaman Señor Tibbs, parece querer sumarse a la moda de la época en la que todas las películas que hablaban sobre policías tenían una semejanza curiosa con Bullit, de Peter Yates, y quizá ahí radique uno de sus mayores errores porque teniendo entidad propia como personaje era algo que no le hacía ninguna falta. De cualquier modo, esta película contiene elementos de encanto en su descripción del inicio de los años setenta, en el ambiente de fotografía de grano grueso que parece inundar San Francisco con sus barrios de luces rojas, la soltura con la que Tibbs-Poitier se mueve en su propio territorio, el gozo de escuchar la banda sonora de Quincy Jones, el inicio del desarrollo de unos estereotipos liberales que dominaron el cine americano durante aquella época y, por supuesto, el ingrato trabajo de un inspector experto en homicidios que intenta hallar algo de razón en una brutalidad vista a diario.
Así que no esperen ninguna obra maestra. Está bien, mata el rato con ligereza. Se deja ver con el añadido de un gran actor que sabe dimensionar un personaje que llegó a ser mítico en la década de los sesenta y la trama es eficaz pero con un asfalto de leve torpeza en la narración. El valor de esta película reside en ese inspector encargado del caso que se sitúa fuera de los clichés típicos instaurados por Clint Eastwood o Steve McQueen.