viernes, 14 de diciembre de 2012

OPERACIÓN CICERÓN (1952), de Joseph L. Mankiewicz

El arribismo como forma de espionaje. No está nada mal. Un simple criado, un ayuda de cámara, un habitual don nadie que, por una vez, desea ser alguien. Y lo hace aprovechándose de los nazis, de los británicos, de los polacos y de todo el que se ponga por delante. Al fin y al cabo, Turquía es un lugar ideal para estas lides. Y además, seamos sinceros, ¿a quién le importa lo que uno crea? Da igual que los nazis parezcan ganadores o que los británicos tengan capacidad de contraataque o que…Da lo mismo. Lo importante es lo de siempre. Y lo de siempre es el dinero. Con el dinero, uno puede comprar paz, tranquilidad, comida delicada, delicados trajes de etiqueta e incluso…sí, incluso uno puede tener un ayuda de cámara, otro simple criado, otro habitual don nadie. Un tipo que, estoy seguro, se pondrá las batas de su señor cuando éste se halle ausente. Dinero, dinero, dinero. Billetes nuevos, contantes y sonantes. Ese sonido del papel chocando cuando se pasa rápidamente el usado repliegue de las hojas. Maravilloso. Tan maravilloso como una carcajada inacabable. Una carcajada que se va con el viento, desplegando sus alas, como el dinero.
Todo hay que verlo tan nítido como la brillante luz de una lámpara fotográfica. Con rapidez y limpieza. Movimientos precisos, querido Diello, albanés que no traiciona porque no trabaja para nadie salvo para sí mismo. Lo que pasa es que no se puede tener todo. Espiar, ganarse a la chica, coger el dinero y correr hacia el cono sur americano. A algo hay que renunciar. Porque los sentimientos no tienen cabida. Ni los falsos patriotismos. Ya se sabe aquella famosa frase de Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. Y estamos demasiado acostumbrados a eso. A canallas patriotas. Coge el papel, cambia la luz, guiña el ojo, ordena, guarda y dale a la ruleta de la cerradura. La operación está hecha. Solo queda que los de la cruz gamada paguen. Y pagan, solo que con reticencias. Y es más listo quien más tima.
Maravillosa película, con unas gotas bien cargadas de cinismo del peor, atravesada de parte a parte por una interpretación antológica de James Mason, tan encantador como turbio, culto hombre de servicio vestido de etiqueta que rechaza a la clase aristócrata porque está cansado de planchar, de ordenar y de obedecer. Quiere mandar, vivir y reír. Y al final…solo consigue lo último. Más que nada porque sabía que, detrás de la cámara, había un director legendario como Joe Mankiewicz, que conocía al dedillo el mundo de las debilidades humanas, la capacidad avasalladora del arribismo social más feroz y la seguridad de que la ética se halla un poco más allá del dinero porque nadie tiene ética si no hay dinero de por medio ¿verdad? Mírense ustedes la cartera y a ver si ahí encuentran unos cuantos billetes de moral sin demasiadas arrugas…Luego, ríanse, ríanse bajo una brisa marina en una noche llena de estrellas que acusan y cazan.

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