martes, 30 de abril de 2013

IRON MAN 3 (2013), de Shane Black

Debido al puente de mayo originado por la fiesta del trabajo y de la Comunidad de Madrid, vamos a dejar descansar el blog durante unos días. Retomaremos el ritmo habitual el martes 7 de mayo. Hasta entonces, id al cine, hablad con los amigos, dad un beso y vivid. No nos queda mucho más. Abrazos a ellos, ósculos a ellas.

En medio de toda esta ola de adaptaciones de los cómics de Marvel, siempre he pensado que las películas que hablan de esos héroes imposibles, de altísimo código ético, preocupados por la salvación de la humanidad, son mucho más divertidas para aquellos que hemos crecido con ellos desde algún lugar de nuestra estantería. No es fácil adentrarse en las obsesiones permanentes de esos tipos que, por una razón u otra, fueron bendecidos con algún don que les hacía diferentes, seres marginales que aprovechaban esa diferencia para demostrar que cualquiera podía ser capaz de realizar la hazaña de destruir a los más malvados enemigos que en el mundo han sido.
Ahora nos llega la última parte de este hombre de hierro que sigue con algunas de las constantes de la serie pero que, también, peca de sus defectos. Entre los aciertos, no me cansaré de destacar la perfecta adecuación de Robert Downey Jr. a su personaje, la poderosísima banda sonora de Brian Tyler, la atracción que ejerce el super-héroe por sí mismo y la imaginación desbordante derivada de la creación que se supone a un genio tecnológico del calibre del multimillonario y agente del bien Tony Stark. Por otro lado, hay giros ingenuos, que merecerían un calificativo más fuerte aunque son fácilmente disculpables; la actuación de Guy Pearce, histriónica y delirante, es para darle un suspenso cum laude; existe una cierta tendencia a que todo sea demasiado previsible a pesar de la originalidad que se ha impuesto a través de la inventiva del protagonista; y también, tal vez, hay un cierto aire de despedida por parte de Downey que llega a ser preocupante para los que deseamos verle otra vez en acción metido entre hierros inoxidables.
Así, tenemos una espectacularidad en la película que no se puede negar en ningún momento, unos diálogos chispeantes que llegan a arrancar carcajadas de estilo pero también un dibujo plano y sin gracia del malvado de turno que decae por momentos porque por ahí anda Ben Kingsley dando un par de lecciones de drama y comedia que hacen que él sea el auténtico villano. Por otra parte, Shane Black, competente guionista de películas de acción de las cuales podemos recordar El último boy scout o Arma letal, dirige con oficio, con seguridad en las escenas trepidantes en las que se ve envuelto el hombre de hierro, sabiendo lo que se hace y equivocándose solo en uno de los enfrentamientos, tal vez movido por el deseo de ofrecer algo diferente a lo que había hecho hasta el momento a lo largo de la película.
Por lo demás, entretenimiento de buen nivel aunque, sin duda, la mejor de la serie sigue siendo la primera y teniendo en el recuerdo la estupenda experiencia de Los vengadores, citada varias veces y vital para entender esa última sorpresa que se guarda Black en la manga después de los títulos de crédito finales. La gente sale satisfecha pero mucho más si se ha sido espectador de las dos primeras o lector asiduo de los avatares del hombre de hierro, un hombre que, más allá de tener el corazón roto, se dejó rodear de sus propios demonios para renacer, para darse cuenta de que la vida era mucho más que luchar por ella porque, a cada minuto, nos pide que la vivamos. Hay un estupendo sentido del humor que planea sobre todas las situaciones que no hacen más que beneficiar la narración. Más que nada porque el hombre de hierro (como así se llamaba originalmente en los cómics) es imprevisible en sus ataques pero aún lo es más en sus salidas de tono y en sus ironías medidas. Yo, la verdad, me siento mucho más seguro desde que han decidido llevarlo al cine. Tenía miedo de que, algún día, pudiera despertar para darme cuenta de que él, el gran tecnólogo, el tipo valiente y descreído, no era real. Durante algo más de dos horas, lo ha sido y eso me basta. 

viernes, 26 de abril de 2013

TESIS (1996), de Alejandro Amenábar

El cine es el ojo que todo lo ve, incluso aquello que no se quiere mirar. Es un instrumento de ocio que, como todo invento, puede llegar a ser perverso. El asesinato en directo es una consecuencia del morbo que nos invade y que nos hace ser más perros que espectadores. Y la brutalidad del hombre se puede intuir sin ninguna dificultad porque no hace falta que la tengamos ahí, delante de nosotros, a través del rostro que sufre lo indecible hasta que llega la muerte consoladora. Ya sabemos que el hombre es un animal que disfruta con la sangre, que es el mayor depredador de todos y que no tiene piedad porque hace tiempo que se le heló el corazón. Basta con que unos cuantos hombres sin alma decidan hacer dinero grabando la muerte en directo, el asesinato inmediato, la tortura instantánea. Así, y solo así, se logra saciar esa ansia que nos reconcome y que insiste, una y otra vez, en ver lo prohibido, lo que se cuece en otras casas, las personalidades de los extraños y, por supuesto, la bestialidad inherente a todo ser humano.
No siempre el tipo más atractivo que se sienta en el pupitre de al lado es precisamente quien posee más talento. Puede que, detrás de esa fachada bonita, de ese encanto natural, se halle una bestia feroz, deseosa de devorar todo cuanto toca. O, tal vez no, puede que ese fulano sea realmente un tipo con el estilo suficiente como para encandilar a todo el que se le acerca. Más bien, es preferible creer que aquel desarrapado, aquel desgraciado que va con camisetas negras de algún grupo heavy de moda sea el autor de lo más pornográfico que se pueda grabar en celuloide y que no es otra cosa que el asesinato lento, sádico y brutal. Aunque ese chico, de melenas y ademanes descuidados, puede ser solo un infeliz que trata de llamar la atención por una vez en su vida, uno de esos compañeros que todos los que, por una razón u otra, llegamos a pisar una facultad hemos tenido. ¿Quién sabe? Quizá detrás de cada director hay muchos mundos que se pueden llegar a descubrir o no, depende del genio que atesoren.
Sin apenas presupuesto, con una historia original y mucho entusiasmo, Alejandro Amenábar dio su primer golpe en el Festival de Berlín con esta película. Rabia propia de la envidia española aquella que reniega de su intento tan solo porque se encuadra dentro del cine de género. Tal vez fuera demasiado joven, demasiado arrogante, demasiado ambicioso. Eso es para los que les gusta devanarse los sesos con razones que exceden lo cinematográfico. Lo cierto es que supo crear un suspense que parecía más propio de Chicho Ibáñez Serrador en sus dos magníficas incursiones en el cine como fueron ¿Quién puede matar a un niño? y La residencia que de un joven estudiante de la facultad de Ciencias de la Información. Es verdad que no se puede hacer cine con cualquier cosa y eso es algo que Amenábar ha tenido que aprender con el paso del tiempo pero nadie puede dudar de que su rotura de cascarón fue algo más que una simple tesis estudiantil sin más interés que el de la mera curiosidad.

jueves, 25 de abril de 2013

LA CAZA (2012), de Thomas Vinterberg

Una pequeña mentira infantil, dicha por un despecho ingenuo y la vida cambia porque el hombre es un animal lleno de rencor. Las palabras de los niños están por encima de cualquier verdad y ese pequeña mentira, esa niñería, se vuelve más grande porque se prestan oídos deseosos de trascendencia. El dolor viene y se instala y entonces todo es ya imparable. Surge la histeria colectiva, la posibilidad de que esa pequeña mentira, tomada como verdad, sea un crimen de grandes proporciones. Mientras tanto, una vida se está destruyendo. Y a nadie le importa más que satisfacer el viejo, viejísimo instinto de la venganza.
Y ya no hay más verdades que escuchar porque esa histeria colectiva se vuelve odio irracional, rechazo sin paliativos, asco mezclado con la furia. Ya no valen las defensas, las excusas o la justicia que dictamina que no hay pruebas, ni motivos. La sociedad ha dictado su veredicto porque hay que dar salida a tanta frustración, a tanta nada revestida de comodidad. El vacío se hace insoportable. Las miradas se tornan acusadoras. La culpabilidad es evidente solo porque una niña, mezclando sensaciones e ideas ha dicho que alguien hizo algo. Y eso basta. El adulto tiene que ser condenado. Sin pensar en ninguna consecuencia posterior. Para empezar, una buena ración de soledad. Para seguir, una retirada inmediata de las amistades. Para terminar, una desconfianza permanente que el tiempo no podrá borrar. Así aprenderá el tipo a no ser un degenerado social, un estúpido al que todo el mundo conoce de toda la vida, un bobalicón del que nadie había sospechado nunca.
La duda se ausenta. No hay beneficio en ella. Solo la verdad ineluctable de una niña que, asustada por las proporciones del escándalo, se desdice. Pero eso lo hace porque tiene miedo. Igual que lo tuvo cuando ese maldito pervertido le puso las manos encima. Los interrogatorios torpes, las exposiciones parciales, las palabras que ponen a seres grises en el centro de la polémica son síntomas de una sociedad aburrida, enferma, que desea que ocurra algo aunque sea una mentira. Si eso cuesta una vida, con todos sus proyectos, sus ilusiones o sus traumas, al infierno. Si la presa no aguanta la caza, más vale que renuncie a esa vida. Lo demás son cuentos de adultos.
Thomas Vinterberg, director de esta demoledora película que tiene más de un punto de contacto con La calumnia, de William Wyler, tiene a un cómplice de primera clase en Mads Mikkelsen, pleno de mansedumbre en una situación que en ningún momento llega a dominar. Pero aprovecha para dar una bofetada y decir bien a las claras que estamos hechos de odio, de envidia, de absurdas inferioridades que tratamos de suplir con desprecios inútiles y protagonismos disfrazados de superioridad. El espectador se siente implicado en unos problemas que pueden estar cerca de cualquiera a poco que un niño abra la boca. Más que nada porque todos estamos dispuestos a creer barbaridades del que se nos ponga por delante. No hace falta que sea famoso. Basta con que sea uno de los nuestros. Y entonces causamos un dolor inmenso a aquellos que creen que son nuestros amigos. Porque estamos negando lo básico que necesita cualquier ser humano y no es otra cosa que la confianza, el tener la seguridad de que tendremos un apoyo cuando las cartas vienen muy mal dadas. Y aún es peor cuando aceptamos con impasibilidad los comentarios ignominiosos de la gente, suplicante de cotilleo y de tomar parte en el escándalo que nunca debió tomar forma. Eso es una caza sin cuartel, sin piedad. Disparamos hacia los que tienen sobre ellos una forma de sospecha sin más consideraciones. Y no deberíamos hacerlo. Porque no tenemos derecho, pero, también, porque no podemos igualarnos con los delitos que creemos que han cometido. No somos cazadores. No somos nadie si creemos que un niño siempre dice la verdad. Y hay muchos niños que ya son muy mayores.

miércoles, 24 de abril de 2013

CULPABLE SIN ROSTRO (1975), de Michael Anderson

Roja es la sangre esparcida en el campo de batalla, tiñendo la arena de color crueldad. Rojo es el sentimiento de la pérdida, del amigo mutilado, de la visión ante el cuerpo inerte de lo que antes fue un hombre. Rojo es el tono de la ira, que ciega los ojos y lleva a los hombres a conductas sin honor y sin razón. Rojo es el cinismo que se esfuerza en ocultar los relucientes uniformes sucios de degeneraciones impensables ante la convivencia diaria con el horror, con la tensión y con la muerte. Rojo es el desprecio ante la obligación de hacer una carrera militar que no se desea por una cuestión de simple tradición familiar. Roja es la lujuria que lucha por salir para desahogar las frustraciones de la disciplina militar, de la continua represión de los sentimientos. Rojo es también el vestido del deber, impuesto desde el fingimiento de los caballeros, de las reglas admitidas y no escritas, de las apariencias brillantes del heroísmo fronterizo. Roja es la locura de saber que se puede acabar como un muñeco roto en un lugar donde parece terminar el mundo y donde el deber se desdibuja peligrosamente en una obligación molesta e indeseada. Rojo difuminado es el color de las carreras que sirven como juego infantil a una serie de oficiales que disfrutan con la idea de pinchar a un cerdo indefenso. Rojo es el silencio estúpido por salvaguardar el nombre de un regimiento. Rojo es el impecable atuendo del honor.
Llanuras de rojo intenso en un puesto militar que se mueve entre la ofensa y el orgullo con la facilidad con la que se caza a unos cuantos insurrectos. Tinta roja sobre papel blanco para poner por escrito las conclusiones de un juicio que no es oficial para no hacer público el deshonor. Sables teñidos de rojo como testigos de las heridas humillantes a mujeres que ya probaron el intenso sabor a muerte que deja todo heroísmo. Amaneceres rojos de impolutas instrucciones militares que muestran desfiles de hipocresía acrecentada por las buenas maneras y los protocolos sin sentido. Lacres rojos que sellan sobres que contienen órdenes secretas e imperiosas que nadie extraño debe leer porque, al fin y al cabo, a nadie importa el tono del rojo que flota en el ambiente del cuartel. Rostros lacerados por el rojo de la vergüenza que supone una muestra de desfachatez tan insensible que intenta ser lavada por la mercenaria rigidez moral. Todo es rojo. Todo es desidia y desprecio.
Michael Anderson dirigió esta película de espectacular reparto que hoy permanece como una joya escondida. Resulta sobria en sus formas, apasionante en sus diálogos, escandalosa en sus conclusiones, eficaz en su intriga. El crimen también se puede dar entre adornos de oro, donde no se concibe el insulto, donde la dejadez es castigada con severidad, donde la mediocridad no tiene cabida. Y es que, tal vez, no haya suficiente luz para ver con claridad la maldad de la muerte en un lugar donde hay más finales que principios, donde el honor se intenta mantener a salvo y está permanentemente pisoteado por la contradicción que supone ser custodiado por unos hombres que están en guerra. Por eso, rojo es el color de las sombras.

martes, 23 de abril de 2013

LA TRAMPA DE LA MUERTE (1982), de Sidney Lumet

Tener un fracaso cuando se es adicto al éxito es la misma muerte. Por eso hay que elaborar trampas. Para conseguir que el éxito se quede, aunque solo sea una vez más. El dinero es un problema y, quizá, quien se tiene más cerca es quien tiene la pasta. Un romance, un convencimiento y los mecanismos del crimen se ponen en marcha porque, al fin y al cabo, el corazón es débil. Débil para pararse. Débil para resistirse a la vida cómoda y sin preocupaciones. Solo que el problema no es ése. El problema está en que quien ha huido de verdad no es el éxito. Es la inspiración.
El crimen es un compañero habitual del éxito. Pero por mucho que se planee el siguiente paso, algo puede salir mal. Y suele salir mal porque hay un invitado que no se suele tener previsto. Se llama ambición. Y entonces lo que era una trampa para evitar problemas, se convierte en un deseo incontrolable de hacerse ficción. Realidad en ficción. Está ahí y parece un chiste. Una vidente, mitad farsante, mitad verdad, es la encargada de sentir que algo terrible está ocurriendo. Mucho humor en un asunto serio. Y es que da igual enamorarse de un hombre o de una mujer. Da igual que alguien demasiado cercano esté empeñado en tentar a la misma fama. Es fácil entrar en el juego de equívocos. Yo no soy pero soy. Tú eres pero no mucho. Ella es pero de ninguna manera va a ser. Ella fue y ya no va a volver a ser. El dinero aprieta. El amor aprieta. La ambición aprieta. La videncia extrasensorial aprieta. Y las esposas no están bien prietas.
Juego teatral de enorme efectividad porque combina la humillación inherente a la persecución desaforada del deseo más inútil con el humor más descolocado del invitado que no se espera, La trampa de la muerte llega a ser una charada de inteligencias nubladas por la razón. El plagio, señores, es el camino más corto para llegar al éxito. Solo hay que tener la certeza de que aquello va a funcionar. Plagiarse a sí mismo es rizar el rizo pero hay que ser un buen peluquero para que no se note que ese mechón ya ha sido tocado. Michael Caine urde la trampa. La muerte tiene que llegar, inevitablemente, implacablemente, como una infantil consecuencia de la mente.
En torno a él, Sidney Lumet supo crear el ambiente lúdico con fondo negro. Los personajes son trágicos porque todos ellos están hambrientos de éxito. Y están inevitablemente condenados al fracaso. El escenario es acogedor porque la levedad no está reñida con el drama. Todo es una recreación. Todo es un enorme rompecabezas de desprecios que no tienen desperdicio. Ira Levin lo supo escribir en una obra de teatro. Y los pobres espectadores que tenemos que ser testigos de la estupidez del propio crimen somos los principales acusadores que deseamos que, por una vez, el éxito se convierta en un fracaso indeleble. Es lo que tienen los grandes estrenos. Con un aplauso o con un abucheo, asesinamos la obra. Así de sencillo. En una cámara de torturas. En un salón de té. En el teclear nervioso de unas letras que se resisten a ser recreadas. Como éstas.

viernes, 19 de abril de 2013

TIPOS LEGALES (2013), de Fisher Stevens

Sí, amigo, la noche es joven. Salir de la cárcel merece una celebración por todo lo alto y más aún si quien te ha ido a buscar es tu mejor amigo, aquel viejo camarada de disparos y desmanes que compartió contigo todos los momentos buenos que, en aquel entonces, no supisteis apreciar. Pero ahora es diferente. Las arrugas son vuestras cicatrices. Las miradas siguen siendo agresivas pero ya tienen una sombra de cansancio, de que ya no vale escrutar con aquella intensidad que os hizo tan apreciados en la profesión. Carga la pistola y dispara. Lástima que, después de salir del trullo, tu amigo tenga el encargo de acabar contigo.
Pero son demasiados años de silencio cómplice y no es tan fácil apretar el gatillo que acabe con ese sentido del humor tan especial, con esas ganas de beberse la vida aunque la ancianidad esté apareciendo tan a traición. Aún conocéis esos trucos que os hicieron diferentes. Y es fácil acabar con un tipo. Lo que no es tan fácil es acabar con la amistad de tantos, de tantísimos años.
Así que lo mejor es ir a buscar a otro viejo compañero, aquel que llevaba el volante en las huidas de la policía y que les daba esquinazo con solo un volantazo. La edad tiene una ventaja. Puedes decir lo que quieras y de la forma que quieras porque, total, nadie te va a decir nada. Y si te lo dice, pues te lo ha dicho...¿qué más da? Mañana mismo una bala va a llevar el nombre del desgraciado y ya no habrá nada que decir. Pero antes habrá que ir a aquel prostíbulo tan particular para darle un poco de alegría al manubrio. Claro, que veintiocho años en la trena son demasiados y el manubrio está oxidado así que cojamos el atajo de los estimulantes. Es divertido. Eso, por lo menos, añade una arruga o dos a los viejos rostros. Ojos que se hunden en la noche porque ése ha sido el territorio de su propiedad. Las luces de neón no tenían secretos. Las cafeterías abiertas hasta las mil y gallo son los descansos obligados. Las rameras que piden un poco de justicia merecen un último esfuerzo. Vamos, hombre, no seáis carcamales y divertíos un poco. Os hace falta. Como la última bala.
Andanzas de una noche interminable y única. Es una juerga de despedida. Es un duelo más. Y no se sabe quién es más duro. Christopher Walken no puede aguantar la mirada sincera de su compañero y disfrutas con su billete de vuelta. Al Pacino parece desubicado después de salir de la cárcel pero, poco a poco, va cogiendo el punto a la oscuridad y a las luces de neón. Alan Arkin tiene que respirar hondo para ser aquel chófer de primera que hacía las delicias de los vendedores de neumáticos. Son unos tipos legales, desde luego. Y merecen una noche más. Incluso alguna que otra mirada de atención para recargar ánimos y afrontar la madurez con algo más que serenidad.
Así que hay una buena ración de nostalgia porque estos tipos no nos dicen muy claramente qué es lo que hacían antes pero solo mirar sus rostros ya es suficiente pista. Tal vez porque saben expresar que hubo mucha sangre pero también mucho aprecio. O porque a alguno que otro se le escapa un gesto que indica que hubo una chica que corrió detrás de un tercero y que, en el fondo, piensan decididamente que vivir y morir es el mismo verbo conjugado con pólvora. Pero no se confundan. No se siente piedad. Se siente simpatía. Se siente compañerismo porque entiendes lo que piensan, entiendes lo que sienten y entiendes lo que quieren. Aunque aún queden nuevas arrugas que trazar. O un par de balas que disparar. O, incluso, alguna que otra sorpresa que guarda la edad traidora que nunca quiere decir cuál es su capacidad. Tipos mentirosos. Tipos de cuidado. Tipos asesinos. Tipos amigables. Tipos románticos. Tipos irrepetibles. Tipos de talento. Tipos de pasión. Tipos con cariño. Tipos de vuelta. Tipos de matar. Tipos de morir. Esos son los tipos legales.

jueves, 18 de abril de 2013

OBLIVION (2013), de Joseph Kosinski

Mundos perfectos creados a partir de la catástrofe nuclear que han motivado unos intrusos que quisieron invadir el mundo. La Luna en pedazos porque, tal vez, el destino de la humanidad tiene que ser la destrucción. Los nuevos principios solo pueden empezar cuando ya nada queda en pie. No hay rastros de pisadas. No hay monumentos que recuerden que, un día, el hombre estuvo allí. Solo un planeta que lucha por ser desértico. Solo un desolado paisaje árido con la ceniza como suelo y la soledad como día.
Incluso en la perfección hay alguna nota discordante que indica que algo no está del todo encajado. La insistencia en ser un equipo eficaz, los buenos días cordiales, la mejor de las sonrisas para inaugurar una jornada de trabajo que será muy dura. Otro día en el paraíso. Lástima que no haya más días y que ya no exista el paraíso. La automatización de las mentes parece el objetivo perfecto. Un borrado de memoria para eliminar los recuerdos incómodos y ya está listo un ejército de técnicos capaces de reparar todas y cada una de las defensas necesarias para extraer toda la energía que queda. El agua es vida. Y, por tanto, es una amenaza. Pero también es una fuente de energía. Y la energía es oro. El día siguiente es exactamente igual que el anterior. Una luna de Saturno puede ser el nuevo Edén. Aunque el Edén intente vivir cuando todo está arrasado. El vacío por doquier. La nada por norma.
El enemigo se mueve con rostro de depredador. Implacable. Preciso. Son blancos perfectos en la negrura de la tierra. Nada es lo que parece y, sin embargo, hay algo que se intuye como auténtico. El amor es solo un espejismo lleno de agua. O quizás un recuerdo incompleto. La compensación como motivación de la verdad. Dios redujo todo a cenizas. Polvo al polvo. Igual que hizo un tal Stanley Kubrick hablando de una odisea en el espacio y con un omnipotente ojo rojo dando a entender que la tecnología es la nueva criatura del hombre. Dios. El cielo. La Tierra. La mentira. La mentira piadosa.
A veces, hay que luchar consigo mismo para empezar a descubrir los misterios que sitian la razón. Y también hay que construir un remanso de paz y de olvido para tener vivos los sueños. El hombre tiene que destruirse a sí mismo para que haya un nuevo hombre. Porque está permanentemente manipulado por inteligencias superiores que saben colocar las mentiras convenientes para dejar todo el planeta como un erial. Quizá el hombre, en el fondo, prefiere creer esas mentiras y vivir en la ceguera. Solo los recuerdos nos atan a nuestras inquietudes, a nuestros deseos, a nuestras quimeras, a nuestras satisfacciones. Si se elimina todo eso, lo que queda es ceniza.
Impresionante en el manejo de los escenarios, sobria en su dirección y ligeramente fácil en su conclusión, Joseph Kosinski sabe poner en imágenes sus pesadillas gráficas, haciendo que el público quede absorbido por una historia que solo puede acabar donde siempre terminan las dudas. Los efectos especiales funcionan, el espectáculo está servido. La amenaza es algo latente y puede alcanzar al espectador en cualquier momento. La ambición de la propuesta, más allá de su comercialidad, es evidente pero también es algo ingenua. No importa. La ambientación es la mayor baza de una película que habla, que piensa, que dice y que expresa pero que también calla porque no es tan fácil imitar lo que hizo del 2001 un año mágico. La Naturaleza de Dios no es tan apasionante como la capacidad del hombre por salir de su estado de ignorancia crónico y llegar donde nada ni nadie ha llegado antes. Y lo peor de todo es que el hombre no es consciente de ello. Le basta con la comodidad, la seguridad, el progreso hedonista y el modo de vida confortable que proporciona la única preocupación de ser un mero vigilante de un grupo de máquinas. Dios lo sabe bien.

miércoles, 17 de abril de 2013

DOMINGO NEGRO (1976), de John Frankenheimer

Un instante de vacilación que trae consecuencias impensables cuando un comando israelí entra en una pequeña fortaleza en Beirut para desarticular a una célula terrorista de la organización Septiembre Negro es la piedra de base para desarrollar toda la preparación de un atentado terrorista. Sin ese error, muchas vidas habrían sido salvadas, mucho dolor habría sido evitado. Y es que es la eterna guerra que no tiene fin. Judíos y árabes enfrascados en sus luchas crueles, que no se detienen ni en la dignidad, ni en la libertad del hombre. El mayor Kabakov del Mossad ha dejado todo el pasado enterrado en algún lugar de tanta guerra. La activista Daliah Ivad ha desarrollado un futuro cargado de odio, de venganza, de rencor que no parece tener precio. No importa lo que ella haga con su cuerpo, con sus sentimientos o con su vida. Matar es la única respuesta para conseguir la libertad de su pueblo oprimido. El piloto Michael Lander sufrió un lavado de cerebro en Vietnam, luchó por su país, fue condecorado y después, simplemente, fue a parar a las corrientes del olvido. Su mujer le abandonó y su país también. Él no es que tenga odio. Lo que tiene realmente es dolor. Y quiere apagarlo haciendo algo que su país no olvide. Aunque eso signifique la muerte de unos cuantos miles. En realidad, todo da igual. El aire se lo lleva todo. Incluso la intención.
La gente se vuelve loca en un estadio de fútbol. El espectáculo, la adrenalina, la excitación, el unir la voz a un solo grito…Todo eso forma parte de la cultura occidental que siempre se ha destacado por su despilfarro, por su conciencia lavada a base de lujos acusadores. No importa que unos pocos sufran y que no haya paz en algún rincón árido del mundo. Lo que importa es que en el rectángulo verde, los jugadores se empleen a fondo, luchen por una pelota, marquen más que el contrario. Así, más tarde, habrá unos cuantos días de buen humor si la victoria ha sido el resultado. El triunfo efímero de una nada disfrazada de competición vale más que unas cuantas vidas humanas. El público inocente merece morir.
John Frankenheimer dirigió con un gran pulso esta película basada en el best-seller de Thomas Harris, más tarde uno de los más famosos autores del mundo con sus libros sobre el asesino Hannibal Lecter. Las motivaciones psicológicas de los personajes parecen poblar toda la preparación y persecución del atentado terrorista que va a tener lugar en la final de Super Bowl y la cronometrada aventura de la última media hora es una muestra de la firmeza de un cineasta que sabía hacer secuencias de acción con los ojos cerrados siempre que tuviera un buen material de partida. Discutible la elección de un reparto que incluía a Robert Shaw como el militar de la inteligencia israelí, a Marthe Keller como la terrorista árabe y a Bruce Dern como el piloto trastornado pero, aún así, el brío se impone por encima de los nombres y, por un instante, parece que un dardo se va a clavar en medio de la multitud para acallar los voces de un mundo que, mientras le va bien, siempre se empeña en mirar hacia otro lado.

martes, 16 de abril de 2013

EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS (1965), de Carol Reed

- ¿Cuándo lo terminarás?
- Cuando lo acabe.

Y allí, en el cielo de una capilla, se abría paso la creación, la belleza divina, el éxtasis de la contemplación de la obra de arte de un escultor que no quería pintar. Miguel Ángel sufriendo, sintiendo la necesidad de dar algo a Dios que fuera digno de su grandeza. Hacer del techo, un lienzo. Del pincel, un dedo. De la magia, una rutina. Y su creación llega a la leyenda porque se hizo en un tiempo difícil, de guerra y muerte, donde las enfermedades crecían, el hambre sitiaba, la fe se ponía en entredicho desde la figura combativa y demencial de un Papa que empuñaba las armas para salvaguardar la iglesia. El tormento de la creación era el signo de rebeldía de un artista que quiso crear y traer un pedazo del paraíso a un fresco donde Dios hizo evidente el acierto del hombre. Porque ese hombre sereno, sin miedo, inocente que él modeló con su fuerza divina era capaz de lo mejor aunque se empeñara, una y otra vez, en hacer lo peor.
Miguel Ángel consigue su inspiración, como no podía ser de otra manera, en alguna cumbre, muy cerca de las nubes. Cree que la perfección es posible aunque la obra sea ingente e interminable. El Papa Julio II, sin embargo, teme no vivir para llegar a ver el éxtasis que produce el arte en un techo de Dios. Tiene que plantar batallas y justificarse. Debe velar por una fe que ni él mismo está seguro de poseer. Sin embargo, el techo es el reflejo mismo de la mirada de Dios. Es la seguridad de que sí, de que Él tiene que existir porque si no, no habría dotado a un hombre de tanto talento, de tanta fuerza, de tanta eternidad en sus manos. La pintura es la escritura de la belleza. Es la modernidad y la revolución de los esquemas ajados. Es Dios.
Mucho se podría hablar en esta película de la interpretación de Charlton Heston como Miguel Ángel o de la poderosa encarnación de Rex Harrison como el Papa Julio II. Sin embargo, hay que reivindicar a ese maravilloso director, no siempre recordado, que fue Carol Reed. En su mirada, hay un inmenso amor por la obra que nos describe, la seguridad de que ahí, en la pintura de Miguel Ángel Buonarotti , está todo el cine que se ha hecho después porque en esa obra maestra hay toda una concepción visual del movimiento a pesar de sus imágenes estáticas. Carol Reed sabía que Miguel Ángel, en realidad, estaba dirigiendo una película en la que describía la creación en sí misma, con sus actores principales, con su tema recurrente, con su verdad propia y con una fuerza que impactaba directamente a los ojos de quien alzaba la mirada hacia el techo de la Capilla Sixtina. Fue cine en estado puro lo que pintó Miguel Ángel. Carol Reed solo contó la historia de una pintura que fue tormento durante los años que duró su creación, pero que ha sido éxtasis durante siglos. Y lo seguirá siendo, mal que le pese al hombre que es capaz de lo peor.

viernes, 12 de abril de 2013

LA EVASIÓN (1960), de Jacques Becker

El olor a cemento pobre está ahí mismo, en las alcantarillas. La rutina parece hecha de cartón y los días se suceden a la espera de más días. Hay que tener callos en las manos para llevar adelante una fuga que resulta más apasionante mientras se intenta horadar las paredes, serrar los barrotes, esconderse en una imposible pirueta tras las columnas que por el mismo hecho de largarse. Los cepillos de limpieza son palomas mensajeras. Los cepillos de dientes son chivatos que delatan la presencia de los guardianes. La cadena del excusado es perfecta para ajustar las cuentas a los aprovechados. Todo está medido y milimetrado. La libertad está ahí. El problema es que los cinco reclusos que desean fugarse no sabrán muy bien qué hacer con ella.
El extraño aparece, el buen chico, sin cara de haber roto un plato. La desconfianza flota en el ambiente pero no hay más remedio que hacerle partícipe de los planes. Demasiados secretos bajo los cartones. Compartir es el único modo de poder sobrevivir en la reducida libertad de una celda para cinco pensada para uno. La comida es inspeccionada hasta la humillación. Nada sabe igual. El chico parece noble. El trabajo es duro y una mano más tampoco vendrá mal. Hay que golpear con saña para conseguir que el duro cemento se ablande y deje paso a la grava. Parece que el sudor salpica. Parece que las manos se entumecen con la pata de la cama convertida en martillo y la minúscula lima se empeña en corroer los hierros que impiden el paso. La habilidad transformada en arte a través del ingenio. Y la constancia. Golpear, golpear. Cada golpe es un paso más hacia la libertad. Y cada golpe también es un desahogo más para dar salida a la saña que también yace encerrada en la cárcel. El chico colabora. El chico.
La traición es algo que no se puede medir. Eso escapa en los planes de los cinco futuros evadidos. Hay que evitar las inspecciones rutinarias, los revoltijos imposibles que dejan los guardias cuando quieren rebuscar entre las ropas, entre los cigarrillos, entre el azúcar. El exterior no existe. Solo el interior. Solo la certeza mayúscula que todo dependerá de lo que cada uno de ellos guarde dentro de sí. Uno de ellos guarda la traición. Y no la traición fría y calculada. La traición más dolorosa. La traición más despreciable. Darlo todo a cambio de nada. Dar la amistad que nace del esfuerzo en común a cambio de un buen montón de bajeza moral. Pobre chico. Ya no le quedarán más salidas que la soledad. Tendrá su propia celda para él solo. Tendrá la libertad que jamás será vigilada. Solo. Triste. Perdido y evadido de sí mismo. Es lo que pasa cuando las fugas se empeñan en ser muros de cemento tan difíciles de derribar. Siempre hay un elemento que no está previsto. Ese elemento, por una vez, fue la amistad.
Obra maestra del cine europeo, Jacques Becker firmó la que fue su última película como un tratado de la minuciosidad de una huida. Él se quedó, dos semanas después del rodaje, encerrado en su propio cuerpo enfermizo. Pero nos dejó la que, posiblemente, es la mejor muestra de hasta dónde se puede llegar cuando los hombres unen sus esfuerzos para conseguir un objetivo común y cómo ése objetivo se diluye cuando uno de ellos pierde su orgullo y su ética de hombre.

jueves, 11 de abril de 2013

TESIS SOBRE UN HOMICIDIO (2013), de Hernán Goldfrid

Todo aprendizaje lleva consigo el desafío inherente de una partida de ajedrez entre maestro y alumno. De un lado, las negras, manejadas por el docente, dispuestas a jugar con movimientos empujados por la experiencia, por la sabiduría que dan los años, por los errores y también por la propia vida. Del otro, las blancas, esperando ser movidas por el pupilo con armas letales como la osadía, como la astucia azuzada por el ímpetu, como el descaro que da la presencia constante de una arrogancia que no hará más que disiparse con los años. El vencedor de esa partida siempre será una incógnita.
Lo que también es cierto es que en esa mismo reto hay un componente de locura, de ver hasta qué punto el profesor puede estar obsesionado con resolver los enigmas planteados sobre el tablero y, por ende, hasta dónde puede llevar la insolencia el discípulo. Los detalles son importantes porque pueden ser la pista que lleven a la predicción del siguiente movimiento y de la naturaleza del mismo desafío. Solo hay que dejar que se produzca el inevitable fallo humano que, por otra parte, puede provenir de uno u otro lado. Más que nada porque uno de ellos lucha con su pasado en contra y el otro, con su futuro enfrente.
Tal vez, aunque la aventura del triunfo puede ir por otros derroteros, se llega a tener la estructura mental suficiente como para que las pistas de la partida guarden un orden lógico buscado en lugar de algo premeditadamente caótico. Basta con tener los suficientes resortes legales y perversos como para escapar del reflejo que supone tener al otro lado del tablero a alguien que ha asimilado todos los conocimientos que se han podido transmitir. El alumno como reflejo del profesor. Y entonces, esa partida se convierte en un plan urdido hasta lo grotesco con la única finalidad de poner en ridículo al oponente. El ajedrez está planteado. Las fichas comienzan a ser devoradas. Y solo el peón prescindible es la ficha que puede estar incrustada en las filas del enemigo.
Razón e informe de todo el homicidio con sus consecuencias es Ricardo Darín, que sigue siendo una de las mejores miradas del cine actual, intenso cuando debe serlo, elegante cuando se pide presencia, profundo cuando se solicita argumento. Él solo lleva el peso de toda la película porque le sobran cualidades para hacerlo y es totalmente creíble en cada una de sus motivaciones, difusas para cualquier otro intérprete y que aquí se presentan tan claras como un vaso de buen whisky al trasluz.
Por otro lado, no cabe duda de que las intenciones del entramado se encaminan a demostrar que, efectivamente, la misma película es una tesis sobre un homicidio. Quizá un ejercicio aplicado de un alumno aventajado que quiere dar una lección al profesor y que es el mismo espectador. Algo repetitiva en algunos instantes, sorprendente en su desenlace pero inteligente en su desarrollo, Tesis sobre un homicidio es pura verdad dentro de su propia hipótesis. Apasionante en más de una ocasión y también obsesionante con el crimen que plantea, único móvil posible para seres que han perdido el equilibrio en unas vidas que se supone que están prisioneras de unas circunstancias que apenas saben dominar. No hay opción para solucionar un caso que, sobre el papel, pide el juicio del público y que traerá como inevitable consecuencia la visión distinta de todos y cada uno de los que hemos visto la película.
Demasiado fácil es este pequeño ejercicio de tesis. Tal vez sean ustedes lo suficientemente indulgentes como para ponerme una nota que me sirva para seguir ejerciendo detrás de una mesa, escondido del mundo, refugiado de mis sentimientos, derrotado en mis vanidosos desafíos. No quiero aburrirles. Solo comprueben si mi tesis es posible. Con eso y con un vaso de etiqueta azul, me daré por contento.

miércoles, 10 de abril de 2013

SEÑALES (2002), de M. Night Shyamalan

En homenaje a José Luis Sampedro. Porque su sonrisa etrusca siempre me acompañará en el río que nos lleva y me deja un rastro de inspiración, de lucidez, de razón y de humanidad. Seguro que él me asesinaría al leer algo como este artículo, pero su ética se le impediría. Gracias, maestro. Nos vemos.

Unas frases dichas en un momento en el que se pierde todo, incluso la vida. La desconexión entre el orden normal y el orden natural. La tristeza que no quiere irse. La vida que parece detenida, posada, desnuda y maniatada. Los días repetidos. La nada hecha rutina. De repente, señales en el maizal. Molestos intrusos que se dedican a alterar la aborrecible brutalidad de la pérdida. El sufrimiento. No creer. Mucho pensar.
Y, sin embargo, todo guarda un extraño encaje universal. Hay gente que ve señales en todo. Hay otra, en cambio, que piensa que la casualidad es el factor decisivo de la vida. En un momento dado, un coche, un paseo nocturno, un cansancio inoportuno, un accidente…y todo sufre una transmutación, un cataclismo. La moral se extravía. El miedo también se instala. Por eso, tal vez, cuando el miedo de verdad se hace presente, la extraña tranquilidad de los derrotados es el peor enemigo para una invasión.
Un bate exhibido como un trofeo. Un golpe perfecto que voló 507 pies en un partido inolvidable. Agua por todas las habitaciones porque el punto intermedio entre juego y obsesión es inherente a los sueños de una niña. Un inhalador que se ausenta y provoca el cierre de unos pulmones. Y, al final, la fe. Esquiva, estúpida, vengativa, débil, despreciable, acabada, exterminada. No hay oraciones que sustentaron toda una vida. No hay creencia. No hay nada.
La respuesta, por supuesto, viene del mismo cielo. Luces que parecen divinas para anunciar que no estamos solos, que estamos bajo una amenaza permanente. Orden universal para un planeta que se sumerge en la relatividad de las creencias, en la superficialidad de las ideas, en la engañosa información de los medios. Un milagro que conduce a la muerte. Unos extraños en el caos. El aire se envicia. El ataque es inminente. La guerra comienza. El poder es inmenso. Solo hay algo que puede evitar la masacre. Nosotros mismos. El ser humano. El ser nada.
“Batea fuerte” y la madera cruje, el agua fluye, el caparazón se abre, la sangre no sale. El ser humano se ha adaptado a todas las dificultades aunque no de forma inmediata. Tienen que pasar muchas cosas para recuperar un poco de ese todo que se había perdido. Tiene que haber una lucha. Tiene que salir el amor. Debe estar ahí. Los visitantes furtivos tal vez se queden solo para satisfacer el más viejo deseo del universo como es la venganza. Dos dedos cortados. Una noche amputada. Hay que respirar. Hay que vencer, al menos, una vez. Y cuando el triunfo está ahí, el bateo es espectacular. Las bases corren hacia la vida. La fe vuelve porque hay un milagroso encaje. El día se abre hacia un futuro con sentido. O hacia un futuro consentido. Las lágrimas cesan. El mensaje fue sabio. Batea fuerte. Rompe el bate. Deja agua por todas partes porque está contaminada. Sufre tu asma. Sufre tu pérdida. El partido será tuyo. Para vivir, primero hay que morir.

martes, 9 de abril de 2013

LA CAJA DE MÚSICA (1989), de Costa-Gavras

Conocí a Sara Montiel allá por el año 1978 en la casa del Cónsul español en Curitiba (Brasil). Yo era un niño y estaba fascinado por tener la oportunidad de conocer a alguien que había trabajado con Gary Cooper y Burt Lancaster. Conmigo fue encantadora, dulce, elegante y muy alejada de la imagen que, luego, fue su seña de identidad. Un par de días después, volví a encontrarme con ella en una paella multitudinaria que organizaba el Centro Español de la ciudad y, cuando acabó la comida, se me acercó a mí, con muchísima ternura y me dijo: "No dejarás que me marche de Brasil sin que tengamos una foto juntos ¿verdad?". Ahí está, en casa de mis padres, con mi hermano también. La verdad es que luego quedé sorprendido porque mintió más que un político en sus memorias pero tengo que reconocer que quedé fascinado por su encanto y su cercanía. Y prefiero quedarme con ese recuerdo, Sara. Un beso. Nos vemos en Veracruz.

El pasado de los seres queridos solo se puede intuir. Muchas veces, todos nosotros nos hemos preguntado cómo fue el primer encuentro de nuestros padres, de qué cosas se tendrían que avergonzar, cuáles fueron sus errores y sus aciertos, de dónde vinieron y hacia dónde pretendieron ir. Lo peor de todo es que, detrás de ese telón implacable que todos forjamos a nuestro alrededor, podamos saber que nuestro padre o nuestra madre no es esa buena persona que siempre hemos pensado que era, que hay un pasado teñido de sangre pesando sobre ellos, que todo, incluso tú, has sido una mera coartada para que no llegásemos a averiguar que un asesino se escondía detrás de los cuentos, de los rostros afables, del sacrificio que tanto hicieron para que tuviéramos una infancia feliz. La música comienza a sonar. Y siempre trae los aullidos de dolor de las víctimas.
Todo comienza con el convencimiento de que aquello no puede ser, que debe de haber un error de bulto en las autoridades que afirman, sin sombra de sospecha, que tu padre colaboró con los nazis y se convirtió en uno de ellos, que ejerció el poder sobre la vida y la muerte de unas cuantas personas de la manera más cruel y retorcida. No, aquel no puede ser el hombre que me tuvo y me crió. Es un error burocrático. O, simplemente, un error.
Más tarde, toma forma la sombra de la conspiración. Al fin y al cabo, quizá él haya cosechado unos cuantos enemigos por sus ideas políticas, porque se ha opuesto a otro régimen injusto que azota su país de origen. Todo es un ardid orquestado desde las altas esferas para que reciba un castigo por decir un “no” inoportuno. Sí, eso debe ser. Papá fue un trabajador, pero también fue un hombre valiente. No quiso las dictaduras convenientes para la justificación personal de muchos. No fue partidario más que de la paz y de la familia. Conspiradores del poder. Política. Puro asco.
Sin embargo, de repente, hay una sombra de duda. Tal vez papá no fuera solo un oficinista de la policía. Tal vez pecó, al menos, con el silencio en aquella ocasión. La música suena. Las cicatrices están ahí. No se pueden disfrazar. Unas fotos terribles emergen de la oscuridad para decir, bien a las claras, que papá fue un asesino sanguinario, un hombre que empuñaba una pistola para ejecutar y torturar. Y además con un arrogante gesto impregnado de orgullo. Papá es su pasado.
Y al final, la certeza de que sí, de que su voz de mando aún resuena en su interior. Sus gritos son los alaridos desazonados y brutales de un verdugo. La orden suena imperiosa, tajante, única. Y eso solo se puede asumir a través de la verdad. Una verdad escondida en unas notas. Una verdad que permanece aún oculta en las oscuras aguas del Danubio azul que fue rojo.
Impresionante Costa-Gavras. Lacerante en su denuncia de pasados encerrados con grilletes. La mentira usada como forma de vida. Como forma de muerte. Hijos de asesinos. La nada vuelta en inéditos conocimientos. El horror de ser carne de tanta sangre, de tanta osadía, de tanta tiniebla. La oscuridad. La música.

viernes, 5 de abril de 2013

COWBOY DE MEDIANOCHE (1969), de John Schlesinger

Dos perdedores en medio de la gran ciudad. El asfalto y el cemento se comen sus fracasos. Uno, en su ingenuidad, quiere ser el vaquero que cabalgue sobre los vientres de damas que necesitan compañía. El otro, en su cuesta abajo salpicada de tisis y de derrota, solo quiere ver el sol de Florida. Los sueños son islas diminutas en medio de la gigante maquinaria que nunca se para, hecha de rutinas, de deseos engullidos, de nada disfrazada de gris y de contaminación. No cuentan para nadie. Y están rodeados de una basura que les recuerda a cada minuto que no hay más instante que el siguiente.
La amistad (o el amor) es un bien escaso en una ciudad sin piedad, que no duerme y que no deja dormir. Y entre ellos, a pesar de ese intenso olor a fracaso, nace ese bien tan preciado y tan pequeño. No tienen otra cosa. Son opuestos. Son la nada y el peor. Pero llegan a ser amigos. Tal vez porque, incluso en las peores condiciones para soñar, hay un sitio para que el corazón se conmueva por algo, aunque sea tan insignificante que, a buen seguro, nadie les recordará. En esa ciudad de polvo y mugre, de basura y de degeneración moral, la medianoche parece ser un estado del tiempo permanente. Nunca es de día porque no hay amaneceres de sol. Solo nubes y humillación. Solo ellos dos. La nada y el peor.
La herida, realmente, no está en ellos sino en quien los mira porque, en el fondo, se ha permitido que seres así pueblen las grandes ciudades. Puntos minúsculos e insignificantes que pueden ser atropellados en cualquier momento sin que nadie se vuelva para ayudarles. La decepción de la juventud era el resultado de quien veía esta película, tal vez porque el futuro se presentaba ya prostituido. No había consuelos para quien quería asomar un poco la cabeza. El entorno era hostil y ni siquiera era una jungla. Era un cúmulo de frustraciones juntas que ofrecían una vida sin alicientes, sin más rincones que aquellos que estaban llenos de basura. Como los personajes de esta película. Basura. Basura sobrante.
Y es que la soledad, en ocasiones, aprieta tanto, es tan fuerte, tan sólida, tan impenetrable que llega a acabar con todo. Los deshechos de la sociedad se vuelven así en ideas un tanto lejanas que hacen pensar que ni sienten, ni padecen. La medianoche les envuelve así que da igual. Ellos se lo han buscado. Lo peor de la sociedad no es que los rechacemos, o que los tratemos mal. Lo peor es la indiferencia. No tiene la menor importancia que deambulen por la ciudad en busca de un dinero fácil, o que sean ratas en busca de comida. Nadie se preocupará por el cuerpo inerte de un enfermo que ha exhalado su último suspiro en un autobús. El sudor empapa su camisa floreada. La muerte es el conductor de ese vehículo que lleva, por fin, al sol. Limpio y claro. Sin dobleces, sin mentiras y sin dificultades. La muerte es lo que hace que, al fin, la medianoche escampe y el día se abra con muchas promesas que jamás cumplirá.

jueves, 4 de abril de 2013

LOS ÚLTIMOS DÍAS (2013), de Álex y David Pastor

El egoísmo es el motor de nuestras vidas. Cercados por las ambiciones y los miedos, nos movemos para satisfacernos, para vivir con comodidad sin preocuparnos de los demás salvo algún que otro detalle para quien comparte nuestra existencia. No nos conmueve nada que no sea la primicia falsamente informativa de una televisión que se empeña una y otra vez en hacernos consumir basura, en transformar nuestras mentes en callejones sin salida que no ven más allá de la manera de satisfacer el momento siguiente. Somos criaturas que quieren permanecer carentes de compromisos. Sin ataduras. Sin darnos cuenta de que el mismo egoísmo es el que provoca el pánico que nos consume.
Somos incapaces de salir a la calle porque el futuro es una incógnita que es constante en su escondite, paralizados en los sentimientos porque vemos caer a compañeros en el trabajo y no se nos remueve ni la más mínima entraña porque, sencillamente, eso no va con nosotros hasta que no nos toca. Puede haber amenazas rondando, puede haber incertidumbres que asumimos con cierta pasividad pero nos importa un bledo lo que pase al vecino, al amigo e, incluso, a quien más nos quiere. Tal vez porque nos da miedo enfrentarnos al mismo miedo. Y la cobardía se asienta demasiado fácilmente en todos los espacios abiertos.
De pronto, es posible que tengamos aliados en enemigos de antaño, que estemos obligados a pelear en una jungla de oscuridad y supervivencia al límite porque solo nos mueve esa brizna de cariño que aún anida en nuestro interior. Ése quizá sea el primer paso para superar el pánico que nos embarga, que nos impide afrontar el futuro, que no nos deja dar el siguiente paso en la fría calzada de una ciudad que, poco a poco, muere para convertirse en un espectro de cemento y desolación. Barcelona en llamas para asegurarnos sin ninguna duda de que la luz no se halla en el exterior sino en el interior de las personas.
Y así comienza una odisea homérica por las alcantarillas que es el verdadero espacio natural del hombre. Porque, en el momento en que todo falla, comenzamos a dejar la humanidad de lado y nos transformamos en bestias hambrientas que luchan como fieras por un pedazo de comida o por un vaso de agua. Todo muere porque lo hemos matado.Ahí es donde nos conmovemos y es donde las entrañas se rebelan con violencia porque el hombre solo tiene un miedo mayor que la muerte y es el miedo a la soledad.
Realizada con pulso, con un notable trabajo de José Coronado en la piel de un ejecutivo encerrado en su último cariño, con una demasiado intensa réplica de Quim Gutiérrez como el informático desesperado por seguir teniendo una razón para vivir y recuperar el terreno perdido, Los últimos días no duda en hacer homenajes explícitos a Cadena perpetua, de Frank Darabont; a El último hombre vivo, de Boris Sagal; o a El ángel exterminador, de Luis Buñuel, porque la libertad es un bien que estamos perdiendo todos los días al no estar mirando más que a nuestra seguridad y no a las desgracias que ocurren a nuestro alrededor. Puede haber voces que quieran erigirse en conciencias exaltadas e indignadas pero no son más que meras poses que tranquilizan pensamientos propios y condenan a la inercia. Hay que saber dónde estamos para saber hacia dónde queremos ir y mirar de frente, defendiendo lo que de verdad es importante. Y eso recoge todas las debilidades que acosan a los que nos rodean, causando lágrimas, ideas derrotadas, finales inmerecidos, días sin mañana, desesperaciones rutinarias, desmayos al sol, pobrezas vergonzantes y dolores que no acaban. Somos incapaces de vivir unos con otros y, mientras no asumamos eso, vamos directamente a presenciar los últimos días de la vida tal y como la entendemos.

miércoles, 3 de abril de 2013

LA HUÉSPED (2013), de Andrew Niccol

 Confieso que fui esperanzado a ver esta película más que nada porque tras las cámaras se hallaba el nombre de Andrew Niccol, el tipo que dirigió las excelentes Gattaca y Simone, películas que hablaban de forma brillante sobre la automatización de los destinos y del control exhaustivo de los sueños en una sociedad demasiado avanzada, demasiado perfecta y demasiado impersonal. Vieja lección es aquella de que hasta los mejores hombres se dejan corromper y, en este caso, no podía ser menos.
Es cierto que también tenía ciertas reticencias porque el asunto estaba basado en una novela de Stephenie Meyer, autora de la archimillonaria saga de Crepúsculo pero podía ser que el tipo en cuestión hubiera adaptado con  personalidad una historia ajena y, tal vez, la sorpresa podría haber dado lugar a una cinta, cuando menos, interesante. No ha sido así. Más que nada porque ya empieza a cansar el tan manido tópico de realizar películas para el público adolescente apelando a psicologías propias de la pubertad tales como la seguridad de que cada uno de ellos son únicos, como que están llamados a hacer cosas importantes por muy pequeños que se sientan, como que su carácter es el más tesonudo que existe y como que son capaces de aguantar carros y carretas con tal de demostrar que pueden amar como el más apasionado de los adultos. Y eso es exactamente lo que nos da La huésped.
Bien es verdad que hay valores salvables como la interpretación meritoria de Saoirse Ronan intentando dar salida a quien es y a ese otro yo cuya voz tanto resuena en las mentes adolescentes y, desde luego, la serenidad que impone William Hurt, con miradas de sabiduría que hacen de su personaje una mezcolanza de aventurero, genio y loco. Por otro lado, es destacable la excelente banda sonora de Antonio Pinto que se convierte en uno de los puntales de la historia que tiene aciertos y también errores evidentes y que resulta una especie de continuación de aquella genialidad que se llamó La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, bastante más inspirada que ésta.
El estancamiento de la trama encerrando a los personajes en una cueva que es el paraíso terrenal ante las invasiones extraterrestres resulta sintomático porque intenta, sin éxito, trazar una serie de relaciones personales que resultan tópicas y desaprovecha algunos resquicios. Lo que podría haber sido una historia de ciencia-ficción con toques de terror y humor se transforma peligrosamente en una descripción de la Tierra tomada por los alienígenas con un irritante poso de asepsia, de aseo absoluto, de blanco virginal solo manchado por los brillos deslumbrantes de un plateado hortera de discutible estética. En el otro lado de la moneda, preocupan más los amoríos entre ninfas y efebos, el presentimiento de que el mundo adulto no es tan estupendo como esa etapa de confusión y granos y la aventura y el suspense se quedan enterrados, secuestrados por almas benditas que juegan a la guerra y a la trascendencia fingida sin más futuro que, a la postre, resulta plagado de esperanza.
Detrás, por supuesto, se halla la parábola de la dominación de una oligarquía de dirigentes que pretenden que nos movamos y sintamos como autómatas, preparados para una misión que debemos llevar a cabo sin preguntarnos por qués ni cómos. El llamamiento a la rebelión, algo que enciende pasiones juveniles, está claro y además con la moraleja del entendimiento como arma. Solo se puede amar al ser humano si se convive con él y se descubre lo maravilloso que puede llegar a ser. Si no, no es más que depredador sin conciencia, un torpe inútil que intenta desentrañar los misterios del alma por la fuerza, un calamitoso ente que tropieza en la compasión y, sin embargo, mata por placer. No hay que dejarse dominar, adultos del futuro, por esta apatía y por el conformismo disfrazado de sinceridad. Hay que sacar esa fiera que lucha por salir y dejar bien claro que podremos cometer errores pero que nunca se nos podrá dominar por completo. Y solo entonces podremos ser felices con inigualables puestas de sol en el horizonte.

martes, 2 de abril de 2013

MANOS PELIGROSAS (1953), de Samuel Fuller

Las calles de la ciudad están manoseadas por individuos que quieren destruir el sistema. Pero hay un factor sorpresa en todas y cada una de las pisadas que resuenan en el frío asfalto. Se trata de un don nadie. Un simple ratero que se dedica a limpiar las carteras de los incautos que confían en el rutinario apretujamiento del Metro, en el ir y venir sin mucho sentido de la muchedumbre, en la seguridad de que el anonimato les protege de sus intimidades, de sus vergüenzas y de sus secretos.
Skip McCoy es un tipo listo pero sin mucha suerte. Sus golpes de mano en los bolsillos ajenos solo le dan para vivir el día siguiente. Vive en una húmeda cabaña al borde del río. Con maderas podridas de agua y cervezas que reposan en un cajón en el fondo. No quiere más y no desea más. Solo la distracción oportuna del primo de turno. Suficiente como para que él saque lo necesario. Tiene corazón pero también está a la altura de la cartera del otro. Tiene que robárselo a sí mismo si quiere sacarlo a la luz. La ética del ratero está de más. La delación está permitida. Esto es un negocio, nena. Así que si me tienes que denunciar a la policía, hazlo. Pero date prisa porque mi apellido es escurridizo.
La amenaza se presenta cuando McCoy roba algo demasiado valioso que, en ningún momento, se sabe muy bien lo que es. Los comunistas lo quieren para llevar a cabo sus objetivos de conspiración. Ellos son los auténticos malos porque utilizan a los inocentes para que el sistema se desestabilice. Y, claro, McCoy no está ni con unos, ni con otros. Él está consigo mismo. Quiere dinero. Contante y sonante. El resto le da igual. Solo una mujer le remueve algo en su interior. No se confundan. No está enamorado de ella. Es una vieja que solo quiere un lugar hermoso para ser enterrada. Es confidente. Vende corbatas. Vende un poco de su vida también con tal de ahorrar para una tumba decente. Ya que no lleva una vida honrada, al menos que su sepultura lo sea. Ella es Thelma Ritter y aquí está en clave de gran actriz.
Samuel Fuller vuelve a dirigir con brío en esta maravillosa película. Más allá de mensajes reaccionarios, claramente anticuados aunque efectivos en la época, quizá todo sea una mera excusa para poner al carterista en una posición difícil porque le obliga a elegir entre hacer lo correcto o venderse como siempre ha hecho. Para ello cuenta con Richard Widmark, enorme, en el papel principal. Con esa doble cara de buen chico y, a la vez, de cierta corrupción en un rostro que emana ángel y diablo a partes iguales. Las manos peligrosas son las de Fuller que, en apenas una hora y cuarto, contaba una historia en la que no dejan de ocurrir cosas. La policía tras el ratero. El ratero que, a pesar de no haber tenido demasiada suerte, exhibe algo de inteligencia. La chica utilizada como peón y que es zarandeada por unos y por otros, en busca, tal vez, de un hombro que le sirva de cobijo. La vieja que sabe morir. El comunista que, al final, desciende a los bajos fondos para salvar su propia vida. Manos peligrosas las de todos ellos. No solo las de un ladronzuelo que abre bolsos y extrae trozos de vida con algunos ceros detrás.