miércoles, 24 de abril de 2013

CULPABLE SIN ROSTRO (1975), de Michael Anderson

Roja es la sangre esparcida en el campo de batalla, tiñendo la arena de color crueldad. Rojo es el sentimiento de la pérdida, del amigo mutilado, de la visión ante el cuerpo inerte de lo que antes fue un hombre. Rojo es el tono de la ira, que ciega los ojos y lleva a los hombres a conductas sin honor y sin razón. Rojo es el cinismo que se esfuerza en ocultar los relucientes uniformes sucios de degeneraciones impensables ante la convivencia diaria con el horror, con la tensión y con la muerte. Rojo es el desprecio ante la obligación de hacer una carrera militar que no se desea por una cuestión de simple tradición familiar. Roja es la lujuria que lucha por salir para desahogar las frustraciones de la disciplina militar, de la continua represión de los sentimientos. Rojo es también el vestido del deber, impuesto desde el fingimiento de los caballeros, de las reglas admitidas y no escritas, de las apariencias brillantes del heroísmo fronterizo. Roja es la locura de saber que se puede acabar como un muñeco roto en un lugar donde parece terminar el mundo y donde el deber se desdibuja peligrosamente en una obligación molesta e indeseada. Rojo difuminado es el color de las carreras que sirven como juego infantil a una serie de oficiales que disfrutan con la idea de pinchar a un cerdo indefenso. Rojo es el silencio estúpido por salvaguardar el nombre de un regimiento. Rojo es el impecable atuendo del honor.
Llanuras de rojo intenso en un puesto militar que se mueve entre la ofensa y el orgullo con la facilidad con la que se caza a unos cuantos insurrectos. Tinta roja sobre papel blanco para poner por escrito las conclusiones de un juicio que no es oficial para no hacer público el deshonor. Sables teñidos de rojo como testigos de las heridas humillantes a mujeres que ya probaron el intenso sabor a muerte que deja todo heroísmo. Amaneceres rojos de impolutas instrucciones militares que muestran desfiles de hipocresía acrecentada por las buenas maneras y los protocolos sin sentido. Lacres rojos que sellan sobres que contienen órdenes secretas e imperiosas que nadie extraño debe leer porque, al fin y al cabo, a nadie importa el tono del rojo que flota en el ambiente del cuartel. Rostros lacerados por el rojo de la vergüenza que supone una muestra de desfachatez tan insensible que intenta ser lavada por la mercenaria rigidez moral. Todo es rojo. Todo es desidia y desprecio.
Michael Anderson dirigió esta película de espectacular reparto que hoy permanece como una joya escondida. Resulta sobria en sus formas, apasionante en sus diálogos, escandalosa en sus conclusiones, eficaz en su intriga. El crimen también se puede dar entre adornos de oro, donde no se concibe el insulto, donde la dejadez es castigada con severidad, donde la mediocridad no tiene cabida. Y es que, tal vez, no haya suficiente luz para ver con claridad la maldad de la muerte en un lugar donde hay más finales que principios, donde el honor se intenta mantener a salvo y está permanentemente pisoteado por la contradicción que supone ser custodiado por unos hombres que están en guerra. Por eso, rojo es el color de las sombras.

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