viernes, 31 de mayo de 2013

LAS SIETE OCASIONES (1925), de Buster Keaton

Correr puede convertirse en una obra de arte. Basta con ser pobre y, de repente, recibir una herencia de ensueño. Te salen novias desde debajo de las piedras. Lo malo es que es literal. Casi, casi, como que es preferible enfrentarse a una avalancha pétrea que a una legión de mujeres deseosas de desposarse con un tipo con los bolsillos llenos, el entusiasmo repleto y la condición de pasar por el altar para convertirse en un nuevo rico. Corre, muchacho, corre. Quizá la chica de tus sueños, aquella que no le importa que seas rico, pobre o pordiosero, te esté esperando.
Una tortuga en la corbata mientras se corre, vaya, todo son inconvenientes. Siete proposiciones de matrimonio para llevarse siete decepciones. Las ocasiones son eso, decepciones, porque la tortuga no es tortuga, amigo, es tortura. Corre, muchacho, corre. Corre sin parar. Tanto que te vas a emborrachar de correr. Vas a bajar una ladera dando volteretas, huyendo…o, tal vez no, lo que estás haciendo en realidad es correr en busca de la felicidad. Y, de paso, te disipas esa timidez, ese miedo que te ha hecho perder tantas veces y estar a punto de cometer la locura de casarte con las diez mil primeras que se presenten. Corre, muchacho, un ejército de mujeres te persigue.
Por la mañana, en el club, con tu socio que aspira a saldar las deudas con esa herencia imprevista y ese encantador y feísimo notario que desea fervientemente que encuentren una novia. Por la tarde, dormido en la iglesia, agotado de tanta negativa pero que terminará arrasado por tanto sí. Con una valla enganchada a la pierna, un perro mordiéndole, un reloj presuroso, la victoria estará ahí. Una hora maravillosa para correrla, nadarla, revolcarla, huirla, encontrarla, maldecirla y zarandearla. Una hora que parecen cinco. O cinco horas que se transforman en una. Según se corra en una dirección u otra.
Es lo que pasa en el cine cuando los gestos de todo un cuerpo se dirigen en contra de la voz. No tendría ningún sentido hacer esta película con palabras. Serían siete ocasiones desperdiciadas. Buster Keaton puso su cara de palo para actuar con un cuerpo que, por sí mismo, ya sonreía. Y todos, con él. Todos corrimos para huir de la horda furiosa de mujeres salvajes que se pelean por un dinero que es prisionero del amor. Pero… ¿a quién le importa el amor? Cada vez a menos gente. Tal vez solo a algún idealista estúpido que pretende compartir su fortuna con una persona con la que quiere envejecer. El resto es solo juego, es una carrera imposible, es un muestrario de monstruos que, lejos de la imagen virginal y sumisa del sexo femenino, es capaz de las mayores vilezas con tal de llegar a la comodidad eterna distinta de la muerte. Así que volvámonos todos, hagamos frente a la tormenta de piedras y que los que quieran aprovecharse de nosotros se queden con dos palmos de narices. Con sus velos y sus lágrimas de cocodrilo.  

jueves, 30 de mayo de 2013

LA VENGANZA DEL HOMBRE MUERTO (DEAD MAN DOWN) (2013), de Niels Arden Oplev

La muerte se presenta en vidas normales cuando se está en el sitio equivocado y en el momento menos oportuno. Unas balas arrancan de cuajo la pequeña parte de felicidad que le corresponde a un hombre e, incluso, puede que, de algún modo, él ya haya muerto cuando decida comenzar su venganza. Solo así el sufrimiento crece, se hace un compañero inseparable cada uno de los días en los que rumia el pago que el destino le debe y se instala en el ánimo con una mirada desencantada, un gesto de amargura permanente y una cerrazón en el lugar donde se guardan los sentimientos.
De pronto, alguien aparece con un buen puñado de heridas físicas. También ha dejado parte de sí misma en la tierra de nadie y el dolor es tan rutinario que apenas se le presta atención. La burla de los niños ante las llagas es solo un pago más que la vida exige para llegar a alguna compensación escondida en el rencor. Las miradas se encuentran, el encuentro se materializa de balcón a balcón. Algo por lo que luchar de nuevo. Algo por lo que perder otra vez.
Sin embargo, el dolor sigue ahí, golpeando con insistencia y envalentonando las ansias de venganza. Los que causaron ese sufrimiento deben morir. Sin piedad, sin razonamientos, sin más consideraciones. Pero el interrogante se halla al final del camino, desafiante, solitario. ¿Cesará el dolor después de consumar la venganza? ¿Habrá por fin alguna recompensa donde la moral y el ánimo puedan descansar? ¿Y después qué? ¿Qué será de esa felicidad que vuela furtiva por el aire y no se deja atrapar? ¿Se posará mansamente de nuevo aunque sea por un instante? Demasiadas preguntas que solo pueden obtener respuesta cuando la sangre haya corrido, cuando el fuego haya disipado los horrores, cuando el enfrentamiento sea un hecho, cuando todavía quede algún rastro de humanidad en la sed del día siguiente.
Niels Arden Oplev dirige con buen tino durante gran parte del metraje poniendo una especial atención en algunas escenas donde sabe mantener con cierta garantía la tensión del momento y en la intensidad de las interpretaciones entre las que destacan las de Noomi Rapace (esta vez sí) y las de ese mafioso sin dimensiones que encarna Terrence Howard y que, no obstante, es capaz de dotar de aristas en medio de su cobardía evidente y de su irritación desorientada. El desenlace, por otra parte, resulta algo delirante y definitivamente previsible cuando, en realidad, hemos estado ante una historia que merecería algo más, con aciertos relevantes como el comenzar la narración un poco después de su auténtico inicio, lo que obliga al espectador a ponerse al día. El resultado final es una película algo desequilibrada, con buenos momentos aunque no magistrales, con alguna que otra concesión a la más descarada comercialidad y con un Colin Farrell que da el tipo, lo domina y lo ajusta a su particular estilo.
Y es que las soledades son siempre lo suficientemente profundas como para coger a los personajes y hacer que sean piezas fundamentales de las motivaciones del dolor. Porque el dolor es sabio y también es temerario. El dolor es único y también es una consecuencia del amor. Cuando hay dolor, en la mayoría de las ocasiones, es que también ha habido pasión y, sobre todo, unas gotas inolvidables de felicidad. Procedentes de la risa de un niño o del inconfundible olor de unas galletas recién hechas. La mejor celebración es la perfecta normalidad y, cuando esa normalidad se ve alterada por los caprichos demenciales del destino, es cuando hay que tener cuidado porque el hombre muerto se puede volver a levantar, puede armarse de furia y comenzar a impartir la misma justicia que a él se le ha negado. Y solo podrá descansar cuando se vea reflejado en los ojos de una persona que vuelva a ser capaz de amarlo.

miércoles, 29 de mayo de 2013

EL SUEÑO ETERNO (1946), de Howard Hawks



-         Me gusta usted.
-         ¿Sí? Pues aún no ha visto lo mejor. Tengo una danzarina balinesa tatuada en el pecho.

Y así es cómo se ladea un poco el sombrero, se van recogiendo armas, se huele la basura en los bajos fondos y se limpian los trapos sucios de un coronel que se va consumiendo poco a poco por el comportamiento díscolo de sus hijos.  Claro que siempre está la chica. Sí, ésa que te intenta liar con una mirada y sientes que la gabardina se queda tan estrecha como una bandolera con su pistola. Al fin y al cabo, detrás de cada rincón, puede agazaparse un tipo dispuesto a romperte la crisma con un par de frases de propina. Y yo no estoy para rollos. Tengo que seguir husmeando en callejones para que esta ciudad sea un poco respirable pero eso no incluye tener que soportar las verborreas de tipos que tienen menos letras que una bala. Lo siento, nena, viene en la página diez de “Cómo llegar a ser un buen detective”.
Tampoco soy muy alto aunque yo hice lo que pude. El caso es que me apasiona meter las narices en negocios poco claros o esperar en la librería de enfrente con una chica que hace pensar que el día se vuelve noche y que no todo está en los libros. Tal vez esté bien besar al peligro pero eso tiene sus inconvenientes, sobre todo si no tienes una armadura para la espalda porque esas chicas son capaces de dejártela como una red de pesca. Todas ellas son sueños eternos. Porque son chicas de ensueño, pero también te dejan sumido en la eternidad.
No hay demasiadas palabras que decir cuando las cosas están bien hechas, eso es verdad. Un director que se las sabía todas, un guionista cuyo nombre deja sin habla y un actor de gesto amargo y de ojos que no se cansan de observar. Así es fácil hacer una película, no cabe duda. Si además el material de origen es de un novelista que supo hacer que el relato negro se convirtiera en un juego interminable de sombras y cinismo, entonces ya no hay error. A partir de aquí, nena, el viaje será entre trajes oscuros, sombreros de ala ancha, cigarrillos de humo sólido y un par de directos a la mandíbula.
Y me importa tanto que se metan con este artículo como que se coman la sopa con tenedor. Tratar a la gente como si fueran focas amaestradas es mi especialidad así que dejen que recoja esos juguetitos que les aprietan por debajo de la axila y luego, tal vez, nos tomaremos un par de copas. La noche es una mujer a la que hay que conquistar todos los días y es más fácil si tú me acompañas pero si quieres ir por otro camino…moriré, pero te aseguro que no será por amor. Los buenos tipos escasean y yo no es que lo sea, pero sé mirar a través de la sombra cuarteada de unas persianas. Allí fuera, en la ciudad, las luces de neón me llaman con cantos de sirena. El resto, cariño, es solo un juego de ruleta en el que suelo apostar a negro cuando sale rojo.

martes, 28 de mayo de 2013

EL MAESTRO DE ESGRIMA (1992), de Pedro Olea

Don Jaime de Astarloa, reputado maestro de esgrima, caballero de una época que ya está más que sobrepasada, solitario encubierto tras una vida de aparente orden, tiene muchos secretos guardados en la cazoleta de su espada. Un golpe secreto, magistral, que solo enseña a sus alumnos más aventajados y que revela la increíble destreza de un hombre que ha dedicado su vida a las armas y a mirar la vida a una prudente distancia. A su alrededor, la España de siempre, confusa, furibunda, airada, inútilmente revolucionada, intentando hacer caer la monarquía aburrida y promiscua de Isabel II. Aún así, don Jaime no se inmuta. Ni siquiera opina. Él solo tiene la compañía del más noble acero, la esporádica gracia que le provoca Agapito Cárceles, un tipo que cree que todo el que defiende la corona merece la guillotina al más puro estilo francés y que se proclama incorruptible cuando solo es un hombre más. Con eso basta. No necesita de ágiles movimientos de cintura para sobrevivir porque sabe que es el último de una estirpe. Sabe que el golpe final vendrá con la inevitable vejez.
Pero don Jaime se equivoca. El golpe final siempre viene del mismo lado. Una mujer aparece, misteriosa y enigmática, y don Jaime se apresta a enseñarle todo cuanto sabe. Pero él no está preparado para la defensa. Esa mujer le atrae, le seduce aunque su comportamiento en ningún momento deja de ser el del caballero que siempre ha sido. Y esa mujer, esa tentación escondida en pudorosos velos, le arrastra a tomar partido en la turbulenta situación del país. Tiene que decantarse, tiene que defender a los pocos amigos que le quedan. Tiene que tomar el acero en una época de pólvora y estampido. Don Jaime, en el fondo, sabe que, haga lo que haga, el resultado será la derrota.
Así, se tiene que enfangar las manos intentando descubrir el asesinato de un amigo, de un hombre mujeriego pero que posee secretos vitales para la política española. Malditos políticos que obligan a tomar decisiones que corresponden a otros. Maldita vida que, en un giro genial en tercera posición de defensa, obliga a batirse en duelo con una espada de entrenamiento. Y no hay más. Se trata de demostrar, una vez más, que se ha sido el mejor con el acero en la mano y que la estocada final, la definitiva, no solo ciega sino que rompe el corazón acomodado de don Jaime. Pobre España. Pobre época.
Basada en una novela de Arturo Pérez-Reverte y con un reparto que incluía nombres como Omero Antonutti, Assumpta Serna, José Luis López-Vázquez, Joaquim de Almeida, Alberto Closas y Miguel Rellán, El maestro de esgrima es una película que dirigió con extremada pericia Pedro Olea al tenérselas que ver, con un presupuesto ínfimo, en medio de una ambientación difícil y de una historia que siempre suele repetirse. Por eso, quizás, ha caído demasiado pronto en el olvido, porque nos recuerda a cada paso los errores que ya hemos cometido. Y a nadie le gusta que le digan que hemos tenido la mala costumbre de estar equivocados. El cine habla para recordarnos la Historia. Con mayúsculas.

viernes, 24 de mayo de 2013

AMADEUS (1984), de Milos Forman

      Yo soy un hombre vulgar, pero os aseguro que mi música no lo es.

Y así comienza a forjarse una leyenda basada en melodías que, de tan solo oírlas, el espíritu humano se engrandece y toma forma. Tal vez en una serie de imágenes fúnebres, con un oscuro coche de caballos tirado por guardianes del infierno, o con una máscara imposible que esconde la risa tras lo adusto y la seriedad tras lo hilarante; o con el éxtasis de un teatro entero, abarrotado, con asistencia real, que aplaude a la genialidad y la olvida en el momento de salir por la puerta. Salieri busca la perfección para alejarse de la mediocridad, ignorante de su propia valía. Mozart es un mediocre dotado de perfección, ignorante de la responsabilidad que emana de su privilegio aunque arrogante hasta la irritación. Y ahí es donde se entabla una batalla entre estos dos hombres. El camino de la genialidad, la absurda creencia de la intervención divina en el reparto de dones, la seguridad de que esa música, inigualable, única, emocionante y anímica, irá a pasar a las futuras generaciones como arte…La envidia como estilete punzante que acabará por estrangular la genialidad. El deseo del plagio convertido en una noche febril de confusión y verdad. La música como placer. La música como dolor. La certeza de no ser nada al lado de los gigantes.
La humillación es un paso más dentro del sendero de la creación. Una melodía arreglada hasta el infinito con solo una escucha. Ser mágico cuando los demás son solo humanos. La insidia llevará a la pobreza. Pero la inspiración es algo que lucha con denuedo por salir a la luz. Solo así se podrá apreciar la limpieza, la sutil y quebrada sucesión de corcheas, el jugueteo travieso de una música que, desde el mismo momento en que sale de la pluma, es eterna. Más allá de envidias que no perduran. Más allá de soberbias que son solo deseos impuestos para recoger el halago y la vanidad. Más allá de la inmediatez del éxito. No hay premios para el segundo. Solo bendiciones bienintencionadas que acaban por minar el espíritu y ahogar el alma.
Milos Forman puso en juego a otro de sus locos admirables y, sin embargo, con un matiz reprochable para decirnos que toda genialidad tiene sus compensaciones pero también sus desprecios. Quizá Wolfgang Amadeus Mozart supo que Dios estaba de su lado pero no quiso hacer música para Él sino para los hombres. Quizá Antonio Salieri fue todo lo contrario. Él supo que Dios estaba del lado de Mozart y no quiso hacer música para los hombres sino para Dios y así se perdió el honor de esta vida, el honrado parecer de la aristocracia musical y también la estima sobre sí mismo. Y cuando un hombre pierde esa estima, solo le queda el camino de la locura, de la absoluta mediocridad, del reconocimiento grisáceo de haber sido un mero comparsa en una época que otro dominó.

jueves, 23 de mayo de 2013

EL GRAN GATSBY (2013), de Baz Luhrmann

El amor es esa excusa escondida que se resiste a salir a la luz para no desvelar la debilidad, es ese motor que pone en movimiento todas las motivaciones y se encarga de poner esperanza en todos los sueños, es el exceso que la misma vida regala para poner el acento en la memoria y volver al último beso, a la última pasión y a la última oportunidad. El amor es el pasado que se resiste a volver y que, sin embargo, quiere ser repetido una y otra vez y, también, es la contracorriente que se empeña en alejarnos de una luz que se antoja más lejana y más invisible, como oculta en la niebla, como difusa en la visión.
Y así la vida se llena de excesos, enormes fiestas para demostrar que la atracción está en el disfrute que se halla extraviado, maravillosas mentiras que idealizan una vida que nunca existió, sonrisas amplias que delatan la opulencia de la desgracia. La burla del destino es, de nuevo, el enemigo y solo la verdad podrá abrirse paso entre las burbujas del champagne, la música histérica y los vestidos brillantes y efímeros.
Tal y como es la historia, así es como dirige Baz Luhrmann, con algunas ideas interesantes en el plano visual pero tendente siempre al mismo exceso que intenta retratar. Sustituye sin vergüenza alguna a los años del jazz por los momentos del rap, adultera a Gershwin para poner melodía de fondo a unos fuegos artificiales que mueren detrás del rostro de Leonardo di Caprio, coloca a los personajes en un plano grotesco, como marionetas de la fortuna, cuando debería haber realismo y algunas dosis de inteligencia. El lujo no es suficiente para desvelar la intriga de un personaje fascinante que nace de la pluma de Francis Scott Fitzgerald y, desde luego, Tobey Maguire se encuentra muy lejos de ser el trasunto del gran escritor.
Y uno de los errores más fundamentales consiste en acertar con la elección de Carey Mulligan para dar vida a la atormentada Daisy Buchanan y no querer ahondar en sus motivaciones ni en sus lágrimas y es presentada como una niña caprichosa que cambia de opinión a los dictados de su marido, el también excesivo Joel Edgerton. No se puede explicar a Gatsby, el hombre conquistador y misterioso que exige cuentas al pasado para vivir el gran amor que tiene pendiente, sin explicar también el objeto de sus deseos,
la mujer que ocupa todos sus pensamientos, el horizonte que perfila sus amaneceres a pesar de la evidente oscuridad que le rodea. Sin embargo, Luhrmann, autor también del guión, se empeña en explicar al marido, un personaje que, siendo fundamental, ocupa siempre un segundo plano. El resultado es una película superficial, muy desequilibrada, con largas secuencias combinadas con un montaje nervioso que no deja disfrutar del instante del lujo que resulta uno de los principales atractivos de una historia que debe y tiene que caminar entre el dinero. Ser trepidante no quiere decir que haya que ser necesariamente rápido y conducir un coche de primera extra no puede ser una exhibición de efectos visuales mientras se está dando una de las claves del argumento que gira en torno a la mentira, igual que ésta película.
Así pues prepárense para apurar sus copas mientras el charleston huye despavorido a los sones de mucha música moderna, mientras el vestuario comete el tremendo error de poner pantalones de pitillo en una época en la que las pinzas y la pernera ancha era lo habitual. Modernidades que pasan por ser tan innecesarias como signos evidentes de querer subrayar el exceso. Y la historia no debe estar nunca al servicio de esas obsesiones estéticas sino a la inversa. No es una lección demasiado difícil aunque, quizá, sea algo complicado de asimilar entre tanto ruido, tanto corte, tanta marioneta y un montón de razones para salir decepcionado tras la enésima versión de esta historia que se queda en nada.

miércoles, 22 de mayo de 2013

TIEMPOS MODERNOS (1936), de Charles Chaplin

Tú aprieta, que yo golpeo. El único que tiene voz es el jefe así que si tienes que comer y trabajar al mismo tiempo, ya sabes. Grasa y sudor. Y da las gracias porque tal y como están las cosas te quedas sin trabajo y lo mismo acabas en el trullo por agitar una banderita roja. Allí, claro, tendrás tiempo de soñar, de conocer nuevos amigos y de tener una vida placentera pero la calle siempre te estará esperando como un sicario de la vida. La orden es acabar contigo porque eres el piojoso indecente que necesita comer. ¿No tienes casa? Pues vives en la calle. ¿A duras penas mantienes tu dignidad? Pues date por contento. Solo eres una más de las piezas del engranaje que no deja de girar para que manden los de siempre y obedezcan los de nunca. El derecho a protestar está prohibido. Bastón, zapatones, chaleco y, hale, a vivir en una chabola. Y todos felices. Nosotros con tu dinero. Y tú, con ninguno. Fórmula fácil y asequible para asegurar que no haya piedad, para que los hombres se maten como fieras pero los potentados podamos mirar con aire arrogante y reírnos de ese circo moderno en el que, en lugar de gladiadores, hay trabajadores peleándose por un puesto que no querría ni un perro. Eso es. Perros. Maravillosos tiempos modernos.
Claro que siempre hay un arma para hacer que la vida sea menos feroz y es el ingenio. Ese pequeño detalle que al de arriba se le escapa y el de abajo se empecina en buscar. Quizá unas cuantas risas sean el antídoto perfecto para pensar que no todo va tan mal, que el humor está ahí para utilizarlo cuando las preocupaciones e, incluso, el peligro están a la vuelta de la esquina. Pero no sirve para superar las dificultades, solo para sobrellevarlas. El ingenio, en cambio, es el único instrumento que hace saltar muros, que coloca en lo más alto al hombre, que considera que la dignidad es lo último que una persona debe perder. Dignidad… ¿cuántos la han perdido en estos tiempos modernos?
Y así puede que haya una canción con la letra imaginada y el gesto narrativo que haga que el dinero caiga del cielo y la felicidad y, sobre todo, la tranquilidad estén sentados en una mesa, sonrientes, esperando a pagar la cuenta. O que la noche en unos grandes almacenes sea el lienzo negro donde van a parar los sueños de, simplemente, tener una vida mejor. El camino se abrirá ahí delante, delante mismo del vagabundo de siempre que es un poco todos nosotros y que jamás pierde la caballerosidad, que no admite la humillación como pago, que desea con fervor que la honestidad sea el código de conducta para él y para los demás, que pide un lugar para vivir, con una pequeña compañía, sin grandes comodidades pero que en alguno de sus rincones haya un consuelo, un pequeño asidero donde agarrarse y decir en voz bien alta que aún sigue siendo un hombre. Charlie Chaplin conjugó todo esto en cada una de sus películas. Porque él era ingenioso y nosotros, no. Así él salió de la pobreza más miserable, hizo reír, conservó la dignidad y no dejó de hablar de un buen bombín de problemas para que nadie, ni siquiera el poderoso que paga las nóminas y ordena y siente placer en la misma orden, pudiera mirar hacia otro lado.

lunes, 20 de mayo de 2013

LA FIERA DE MI NIÑA (1938), de Howard Hawks

Enseñar el trasero en público es algo, cuando menos, embarazoso. Ahora bien, el tratado de las buenas maneras permite taparlo con una chistera e incluso arrimarse con el paso acompasado para que no se vean las vergüenzas. Claro que si en la ecuación metemos a una chica que está como una moto sin frenos, a un guepardo y a un hueso de dinosaurio entonces lo que tenemos es ya una multiplicación del absurdo, concepto matemático altamente utilizado. La fórmula es fácil. Ser gracioso sin ser graciosillo. Ser fino sin ser melindroso. Ser brillante sin creer que eres el rugido de un león en celo. Ser romántico pero con la llave de la carcajada en la cerradura. Incluso, si place, ser absurdo sin llegar a ser ilógico. En el equilibrio está la virtud. Tanto es así que cuando uno pierde el equilibrio, el esqueleto se derrumba, el amor se construye y la comedia loca, loca, loca, no pierde comba porque, total, para una vez que se enamora el muchacho…
El caso es que todo empieza con una partida de golf…No, no. Todo empieza con una clavícula intercostal de un bicho prehistórico…No, no, tampoco empieza ahí. Todo empieza con un arañón en el guardabarros del coche…Pues no, la verdad. Todo empieza con un matrimonio en el que el trabajo va a ser el valor máximo…Ahí, ahí. Y, claro, ese enlace va a ser una prueba del nueve contra el aburrimiento. Más que nada porque ahí no va a haber otra cosa más que el estudio minucioso de las porosidades de los fósiles antediluvianos y el tema va a ser, apuéstense lo que quieran, monótono, insulso e insignificante. Lo que necesita un científico es divertirse, cantar aquello de “todo te lo puedo dar, menos el amor, baby”  y mientras, como quien no quiere la cosa, la chica se va adentrando en el corazón de ese paleontólogo de corazón conservado en formol. Una locura por allí, una risa continua, un intento ininterrumpido de colocarse en el ridículo más espantoso mientras toda la gente de alrededor es aún más espantosamente ridícula. Aunque hay que ser muy ciego para no ver el encanto que tiene esa chica llamada Kate Hepburn incluso con un tacón de menos y dos tornillos perdidos.
Y aún estoy preguntándome qué diablos he hecho yo para parecer una piltrafa sin gracia ni estilo cuando me pongo un salto de cama y ese individuo aburrido, Cary Grant creo que se llama, resulta que es lo más elegante del mundo incluso vestido de mujer. Es adorable hasta en el despiste más delirante. Además de ser el mayor seguidor de perros de la historia del cine. Tanto es así, que siento que mis huesos de dinosaurio se desarman, se desatornillan y tiemblan cual escalera balanceada de lado a lado porque, sencillamente, vivir con la ilusión de amar a alguien tan desaforadamente divertido hace que la vida, esa gran timadora, comience a ser apasionante después de tanto libro, de tanta racionalidad y de tanta compostura. Es lo que tiene traerse la juerga a casa, que nunca te cansas de ella. ¿Verdad, Howard?

viernes, 17 de mayo de 2013

HOUSE OF GAMES (1987), de David Mamet

La noche es atrayente y oscura. Se mueve como una serpiente buscando víctimas propiciatorias que buscan, en lo prohibido, una razón para dar sentido a su existencia. Son personas grises que se rodean de una falsa apariencia de estabilidad y éxito y desean, en el fondo, vivir noches de riesgo, de perderse en los adentros del tabú. La noche es atrayente y oscura. Es una baza de un juego de cartas en las que el as más inesperado puede salir antes de cortar.
Lo malo es que, buscando ese vicio de turbiedad, se puede llegar a desear que la noche no acabe, que todo sea un continuo engaño porque el placer de ser parte del juego es demasiado excitante. Basta con mirar en la dirección apropiada y quedarse enganchado en la distracción para que, por otro lado, se pierda. El ingenio, sin duda, es también un arma para conquistar y para atraer y la noche tiene esa arma bien cargada. Solo las bombillas y los neones son testigos de una nada que se puede transformar en un todo o, mejor aún, en un más. Hay que andar con ojo con tipos que se las saben todas y que pueden captar un cante con la facilidad de un mero chasqueo de dedos. Pero lo prohibido…ese mundo del que uno se mantiene con la suficiente distancia como para no contagiarse…es demasiado misterioso, demasiado intrigante, demasiado sensual. El engaño, dice una vieja máxima, solo puede dar resultado si la víctima también quiere ser engañada.
David Mamet dirigió su primera película con el aire independiente y seguro de quien sabe lo que quiere contar. Puso a su entonces esposa, Lindsay Crouse, y rescató a un secundario de la categoría de Joe Mantenga para dar cuerpo y densidad a esa noche que se alza sobre la turbiedad que todos y cada uno de nosotros guardamos en el centro de nuestra alma. Todos nos hemos sentido tentados de traspasar la línea de lo correcto y dar rienda suelta a nuestro más íntimo granuja. Cuando una mujer lo hace, entonces parece que la noche envuelve con su manto las motivaciones y solo queda la certeza de que todos, en realidad, somos ladrones. Y, en cierto modo, Mamet conseguía poner un espejo delante de todos nosotros porque también hemos deseado engañar a alguien y quedarnos con un mechero, o con unos pocos billetes que, sin duda, nunca nos sacarán de pobres pero el placer es lo que cuenta y por eso se hace. Hasta que, naturalmente, llega un momento en que no solo se es instrumento de la trama sino también objeto de ella. Y cuando todo el engaño pierde el encanto, es cuando aparece lo peor de nosotros. Furia, depredación, desprecio, odio, venganza. Uno no suele ser lo suficientemente hábil como para urdir y ejecutar el truco, solo ser parte de él. Y eso se nota. Mamet era el jefe y nosotros, desde entonces, le hemos seguido. Más que nada porque él sabe poner el gancho para que todos piquemos. Es un maestro del guión, del teatro, de la dirección y del ensayo. Y yo estoy sumergido en esa noche que él ha sabido enseñarme desde el mismo momento en que se plantó delante de mí y me dijo cuál era mi cante.

jueves, 16 de mayo de 2013

OBJETIVO: LA CASA BLANCA (2013), de Antoine Fuqua

Uno no puede evitar preguntarse qué es lo que lleva a un tipo como Antoine Fuqua, director de algo tan aceptable como Training day, con un más que razonable éxito de crítica y de público, a dirigir cosas como éste panfleto patriótico de saldo sobre lo buenos que son los americanos, lo malos que son las potenciales naciones enemigas como Corea del Norte y la que se arma cuando hay un héroe que no da puntada sin hilo para frustrar los planes de los malos malísimos malotes. De todas formas, ésa pregunta no tiene más que una respuesta y ustedes ya saben cuál es.
Claro que, buceando un poco en esas razones, también podemos encontrar una cara que puede, incluso, llegar a la polémica. La trama, al menos aparentemente, pone a los americanos como una nación unida, sin fisuras, que toma el asalto a la mansión presidencial como si hubieran entrado en sus casas y que desemboca en algo aún peor para el orgullo estadounidense como es conseguir el debilitamiento militar y estratégico del país más poderoso del mundo, por supuesto con el consabido tópico de general inútil que da la orden impaciente de entrar por las burras y cargarse a todo bicho viviente para acabar con el vil chantaje de las fuerzas comunistas. Todo esto, lo repito, es, al menos, la apariencia.
Pero luego podemos vislumbrar, sin demasiada claridad, que el Presidente de los Estados Unidos (Aarón Eckhart) es un tipo de cierta valentía cuya otra cara es que ha sido uno de los principales responsables de la globalización y del empobrecimiento general del mundo y que su hombre de confianza, caído en desgracia, es un bruto de tres pares de narices que no se lo piensa dos veces a la hora de cargarse al más pintado. Es decir, es tan bestia como los asaltantes, tan asesino como el que más, no se anda con tonterías. Si hay que disparar a bocajarro, por la espalda y sin ninguna consideración moral, lo hace y punto pistola.
Claro que a esta conclusión solo se puede llegar si se hila muy, muy fino porque la película no es más que una sucesión de situaciones límite, sin mucho orden y menos concierto, al amparo de los usos y modos terroristas de sacrificar sus propias vidas con tal de castigar al demonio imperialista, sin darse cuenta, desde luego, de que ellos no son angelitos de la caridad precisamente,
Tópico tras tópico, con más de un parecido con La jungla de cristal, la buena, o sea, la de John McTiernan, pero en versión mala disfrazada de espectacularidad a raudales, uno se va dando cuenta de que no, que esto destila bastante menos inteligencia que aquella otra película llamada Independence day, de Roland Emmerich, donde también se mandaba por donde amargan los pepinos a la mítica Casa Blanca. Al menos, puede formar un díptico con ella en cuanto a nivel de inteligencia.
No vale la pena malgastar ni una neurona en intentar salvar algo de este engendro. Así que no sé qué estoy haciendo. Quizá, si todavía quieren hacer una visita a este delirante argumento (que está conducido por unas trampas que harían reír a un niño pequeño), pueden disfrutar de la aparición de viejos conocidos y a los que, tal vez, hayan perdido la pista como la maravillosa Ashley Judd, o el soso Dylan McDermott, o la intensa, breve y totalmente innecesaria Radha Mitchell, o la poderosa Angela Bassett, o el ladino Robert Foster junto con figuras sobradamente conocidas como Gerald Butler, Morgan Freeman o Melissa Leo. Ahora, eso sí, no me pidan que haga valoraciones de sus trabajos no sea que me vuelen la cabeza sin contemplaciones. Esto es lo que es y sería de tontos creer que se va a ver algo mucho más profundo que High School Musical. Aunque, claro, allí por lo menos bailaban. Dios les bendiga a todos.

martes, 14 de mayo de 2013

DOS HOMBRES EN MANHATTAN (1959), de Jean Pierre Melville

Dedicado a Constantino Romero, porque hay voces que nunca deberían morir.

Mañana, día de San Isidro, intentaremos disfrutar del día. El jueves día 16 volveremos con el estreno de la semana.

La ética parece una presa fácil para las luces de la noche. En los anuncios luminosos, en los faros de los inquietos vehículos, hay muchas razones para perderse y vivir la vida soñada. Quizá unas cuantas chicas, quizá alguna que otra información pagada, un par de fotos para vender al día siguiente y ya está. La ciudad no protestará porque solo se ha encargado de poner el neón de un éxito que se antoja muy lejano. Es fácil caer en el sensacionalismo periodístico cuando todo se ha basado en el tintineo de unos cubitos de hielo en un vaso lleno de olvido. Pero todo tiene sus límites.
Un delegado francés de las Naciones Unidas desaparece y un periodista tiene que buscarlo en la noche. No se sabe si se ha ausentado por causa de fuerza mayor o porque, simplemente, no ha querido asistir a una votación trascendental para admitir a un nuevo país en la Asamblea. Y ahí está la noche. Hay que husmear en los rincones más escondidos. Entre las plumas de las cabareteras, entre las cajas de polvos de maquillaje de chicas sin más mañana que el que proporciona su propio cuerpo. Un fotógrafo se une en la búsqueda, tal vez, porque siempre ha sido amigo de la noche. Sabe que el tipo en cuestión no era ningún monje y Manhattan tiene muchos atractivos con las formas sinuosas de la mujer. Una amante, una secretaria que no tiene ningún interés por los hombres, un ligue ocasional, una prostituta, una chica con demasiadas bombillas en su espejo. Por momentos, parece que la noche exhala una carcajada, viendo la odisea de estos dos profesionales que solo buscan una breve respuesta.
La información debe tener su frontera en la ética. Más que nada porque toda información es susceptible de ser manipulada. Quizá el tipo estaba en una posición nada decorosa o se encontraba haciendo algo contrario a la pudorosa moral de una sociedad que quiere leer los periódicos con la tranquilidad que da la lejanía. Tal vez el delegado de Francia en las Naciones Unidas era un héroe nacional, que había jugado un papel fundamental en la Resistencia y, a veces, es preferible no derribar a los mitos. No importa. Sea cual sea la razón de la noticia alterada siempre hay que echar una mirada a las alcantarillas de uno mismo y saber si somos capaces de transportar toda la suciedad que estamos dispuestos a arrojar sobre los demás. La honestidad es algo muy escaso y un puñetazo puede ser un precio muy bajo para salvaguardar la integridad. La risa se pierde en el amanecer. La noche pasa. Y no emite juicios. Solo ha sido testigo de una búsqueda y de un dilema moral en el que siempre se encuentra metido el dinero. La noche también ríe. El jazz de fondo indica que la diversión ha sido el reloj de su oscuridad. Las calles se han ofrecido y ya se repliegan avergonzadas a plena luz del día. Al fin y al cabo, ellas también han sido fotografiadas con admiración, con una cierta mirada hacia una jungla que esconde muchos secretos que no quieren ser descubiertos. Como la noche. Como dos hombres que caminan juntos por Manhattan. Como esta película.

viernes, 10 de mayo de 2013

PULP FICTION (1994), de Quentin Tarantino

- Ya sé que tengo cara de gilipollas...pero me jode la gente que se fía de las apariencias.
Y Germán Areta siguió andando mucho, durmiendo poco y no gustándole nada lo que veía. Se encontró con Paco el Bajo y se dio cuenta de que también podía ser él. Y, por el camino, le asaltó un bandido que se hacía llamar Fendetestas. Ahí es donde Areta "El Piojo" encendió un cigarrillo y sin inmutarse dijo:
- Alfredo no se ha ido. Todo lo demuestra. Está aquí mismo, con sus manos de mariposa y sus ojos que eran capaces de hacer llorar y reír. Hay algunos que no deberían morir nunca. Nos veremos, Alfredo. Tal vez en una tasca, alrededor de una caña y de un bocadillo de calamares y degustando de postre uno de tus cócteles que hacen que desenfundar una pistola sea un juego de niños. Nos veremos, Alfredo.
Y se fue silbando una canción. Con alegría. Es lo mínimo que merece Alfredo. Un abrazo, señor Landa. Este artículo va por ti.

 Esto es una historia…bueno, no son tres…no, mejor dicho, es una con forma de ocho. Eso es. Comienza sigue, forma otra figura, se cruza con otra y termina en el principio. Difícil pirueta para un guión impecable. Tanto como llevar a la mujer de un jefazo a cenar teniendo detrás la fama de que un masaje en los pies puede empujar al vacío. El surrealismo del hampa y la belleza del chute. Un batido de cinco dólares y un baile mágico. Un error pata negra. Y ya comienzan las prisas y el corazón se vuelve un loco perseguidor, un desbocado ejercicio de puntería, un traidor que no tiene más días que una noche. Claro que cruzarse con un boxeador a punto de perder su honestidad no tiene la más mínima importancia si no fuera porque es el tipo que te va a meter unas cuantas balas en el cuerpo. Sí, sí, ese mismo cuerpo que te pide con urgencia ir al baño y leerte unas cuantas historietas. Ah, y ese es otro error. Más que nada porque quien ansía la libertad deberá pasar un mal rato y el boxeador va a tener que vérselas con una pandilla de tipos que quieren un poquito de degeneración para alimentar sus perversidades y que acabarán pasándolo tan mal que un tiro al salir del baño no es tanto castigo si se piensa detenidamente. Y es que el error es humano. Para qué nos vamos a engañar. Eso es lo que resulta cuando uno se vuelve con una pistola cargada después del tiroteo más increíble de la historia y vuela la cabeza al pobrecito del asiento de atrás. El coche lleno de vísceras y de sangre. Y el problema no es ése. El problema es que va a venir la esposa del tipo que echa una mano y se va a encontrar con dos fulanos armados, llenos de sangre ajena, con un coche que parece una sala de autopsias y con la casa sin hacer. Para esos problemas, siempre hay un lobo, digo, un hombre. Y ese tipo piensa rápido, ordena sin vacilación y coloca a todos en el lugar que les corresponde. Después un desayuno y listo. Solo que en la cafetería hay un par de desgraciados a los que se les ocurre un atraco improvisado. También es mala suerte. Un atraco justo en el sitio en el que van a desayunar dos sicarios con pintas playeras, con un maletín que resulta bastante valioso y un par de pistolas ligeras que ya han disparado un par de cargadores. Ficción de papel de estraza, pura y simple. Un montón de novelas negras y delirantes para retratar un puñado de mentes que hacen del día a día, un asesinato.
Así de fácil es hacer una película con trazas de originalidad, con muchísima adoración por los antiguos enredos negros de serie B pero con un puñado de cine dentro. Drogas, lujurias, urgencias, ambiciones, tongos, apuestas, amores, huidas, regresos, disparos, degeneraciones, perversidades, perdones, casualidades, vísceras, sangres, excusas, resoluciones, iniciativas, más casualidades y un paseo por una de las jornadas más extrañas que se han visto nunca en un cine. Cuando las luces se apagan, la sensación de que todo ha funcionado según un plan firmado por un tal Quentin Tarantino. Un loco que alquilaba vídeos cerca de la casa de Harvey Keitel y que se le ocurrió escribir dos o tres guiones por si acaso la flauta sonaba en algún lugar cercano a la locura.

jueves, 9 de mayo de 2013

LA GRAN BODA (2012), de Justin Zackham

No sé si es que soy demasiado exigente o si es que tengo unas rancias creencias sobre esto del cine. El caso es que hay que ser muy, muy torpe, o muy, muy desgraciado para tener en una película un reparto con Robert de Niro, Susan Sarandon, Diane Keaton y Robin Williams y que salga algo tan carente de gracia, de sentido, de coherencia y de modernidad como esto. Claro que está basada en una película francesa que nunca se estrenó en España titulada Mon frére se marieé y me temo que era tan intragable como ésta. Así hay un honroso empate que nos dice bien a las claras que los europeos somos capaces de hacer películas tan malas como los americanos. Todos contentos.
Y es que este pretendido retrato de la clase alta americana, modernos hasta la estupidez, que no conceden demasiada importancia a un asunto de cuernos porque son chupi lerendi no es más que un muestrario de situaciones que tienen gracia solo en potencia y que se quedan en un ensayo de sonrisa por culpa de un guión plano, sin chispa, sin voluntad, que pretende tener una cierta originalidad por la libertad con la que se mueven todos los implicados en el enredo que, luego, no es tal. Y es que así, con la convivencia que se desprende de tres días previos a un enlace se descubre que el padre no es tan mala persona como parece, la madre se entregó a las alegrías mucho antes que el padre, el suegro es un estafador de aires ridículos que también cortó filetes, la suegra tiene cirugías estéticas hasta en el píloro, la hija tiene una sorpresita en el vientre y unos problemas afectivos del quince y el brillante médico que es el hijo es virgen por elección propia...Y así otro giro y otro y otro...hasta que ya da exactamente igual que se casen o no, que se divorcien o no, que se hayan puesto los banderines hasta en el turno de picadores y que el mensaje final sea el vivir la vida prescindiendo de los errores porque solo hay una y hay que pasar por todo ello.
Los actores, desde luego, intentan hacer todo lo posible para salvar la función pero su maravilloso carisma no es suficiente para sacar a flote una comedieta que estás deseando que cuente su primer chiste gracioso cuando salen los títulos de crédito finales porque, lo peor de todo, es que el público está de parte de la película. La gente acude ilusionada y se sienta con la sonrisa puesta y espera, espera, espera...y la historia termina y se sigue esperando. La gracia se la debieron dejar en algún lugar de la inspiración porque esto no se comprende ni con la indulgencia que pueden provocar los nombres de los protagonistas porque no se salva nada. Todo se esfuma en cuanto se sale por la puerta de emergencia del cine. Con un cierto enfado, eso sí, porque, al fin y al cabo, el director Justin Zackham se ha zampado unos cuantos euros sin haber currado ni una banda sonora decente.
Así que nada, guarden en el bolsillo todos esos secretos inconfesables que han estado escondiendo durante años y años y sáquenlos a relucir en los días previos a la boda de uno de sus hijos. Y díganlo con la ligereza propia de quien descubre que la sal es un condimento. Un leve gesto de sorpresa y a lo siguiente. Y lo siguiente, queridos invitados, es la vida. Es esa mujerona vestida de blanco que quiere ser la madrina de nuestros actos cuando ella es peor que andar sobre una acera de cristales. Eso sí, no se arrepientan de nada de lo que hacen. Más que nada porque todo ello forma las mentes de aquellos que nos toman como modelos. Seamos modernos que es joia, como dicen los brasileños que son los primeros que han abierto camino en ese sendero. Luego un baile, un par de verdades y todos volvemos a ser amigos. Incluso yo lo soy de este reparto por mucho que me reviente que hayan hecho este truño teñido de blanco, con leves tonos pastel y un insoportable aire de padres modernos y tal. 

miércoles, 8 de mayo de 2013

EL HOMBRE PERDIDO (1951), de Peter Lorre

Quisiera dedicar el artículo de esta pequeña joya del cine a Ray Harryhausen, un genio que hizo que yo soñara con caballos voladores, con criaturas imposibles y, sobre todo, con un batallón de esqueletos batiéndose a hueso partido con los argonautas de Jasón. En una época en la que no había efectos digitales, Harryhausen fue el mejor con su técnica del "stop motion", trasladándonos a mundos de fantasía y a aventuras inalcanzables. Gracias, señor Harryhausen. Se lo dice un niño que aún disfruta con su imaginación.

 Un asesinato a sangre fría en plena retaguardia del nazismo. El científico se siente espiado por una mujer a la que ama. Y el odio crece dentro de él porque no ha sido un hombre agraciado. Para él solo ha habido estudio, laboratorios, experimentos, probetas, vidas cortadas a medias, análisis continuos, desesperaciones por fórmulas inútiles. Y cuando, por fin, se decide a amar, tiene que perder. El ensañamiento de la guerra es la cortina ideal para que él dé rienda suelta a su propia furia. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que las autoridades encargadas de controlar su trabajo científico deciden hacer la vista gorda porque su proyecto es más importante que la justicia. Y él, aún secuestrado por la rabia, le coge gusto al arte de matar. Y mata. Porque, al fin y al cabo, está trabajando en algo que también va a matar. ¿Qué importa hacerlo ahora si lo va a hacer de todas formas? Hay que ahogar el grito. Hay que asistir al rostro azul, a los ojos desencajados, a la muerte en estado puro. Es otro experimento. Es otra ciencia.
La suerte también se alía. Suele ser esquiva pero las bombas caen donde él no está y así se borra todo rastro de haber pasado antes por allí. La derrota está cerca. Y estar oficialmente muerto es toda la fortuna que posee. Así que es mejor dedicarse a la medicina. Salvar vidas en medio de la destrucción. El hombre perdido tiene un atisbo de encontrarse pero aparece una sombra del pasado, un cobarde inútil que fue el culpable de muchas de las cosas que le atormentaron. La historia se repite. Hay que matar el pasado. Pero no solo eso. El futuro también tiene que ser eliminado.
Y es que el remordimiento por haber trabajado para unos criminales no es ningún consuelo para un asesino. Todo se ha perdido entre las ruinas que han dejado las bombas. El placer de matar ya no existe. Los refugiados se hacinan cerca de él y ése es el verdadero consuelo. Sus crímenes fueron tapados por el régimen. Vaya ironía. El asesino que estaba fabricando algo para asesinar era inocente. Más que inocente. Ni siquiera había existido. Y esa es la verdadera perdición. No tener la conciencia de haber sido algo importante en su trabajo, ni tampoco alguien importante para nadie. Solo un ser sucio, envilecido por la rabia y por el ambiente de la guerra que se precipita hacia un abismo de soledad y de sangre. Y buscado por él mismo. El hombre perdido con manos de científico y de asesino. El hombre perdido que salva vidas cuando los cañones han cesado de hablar. Una vida sin ningún sentido. Una vida llena de días grises.
Peter Lorre dirigió su única película con un cierto sentimiento caótico sobre la existencia humana que se erige como una pequeña joya del cine más escondido y que merece la pena volver a rescatar. En su historia, Lorre pone en primer plano el cinismo de la pesadumbre que significa dedicarse a exterminar cuando su vocación ha sido la creación de vida. Con pequeños saltos en la narración, con una leve mirada de compasión hacia su propio personaje, la película resulta más apasionante que certera y eso parecía ser el objetivo de aquellos que tenían demasiado dolor dentro como para poder contarlo.

martes, 7 de mayo de 2013

MARTY (1955), de Delbert Mann

¿Es que los hombres feos y gordos no pueden tener sueños? Son solo sueños sencillos, sin grandes ambiciones. Quizá ser propietario de una tienda, tener a una buena chica al lado, disfrutar de los domingos y, de vez en cuando, tomarse una cerveza con los amigos. Son sueños estúpidos, insignificantes, pura nada en medio de la ciudad. Pero lo difícil es encontrar a esa buena chica que rellene los enormes huecos vacíos de su vida. El hombre gordo y feo no sabe qué hacer los sábados porque ya ha sido rechazado demasiadas veces, ya ha llorado en silencio más de lo que puede aguantar, ya se ha sentido triste un sábado tras otro. Tal vez lo mejor es quedarse en casa, viendo la televisión, con una cerveza en la mano y una bandeja con la cena. Sin pensar en nada, solo dejando que los segundos transcurran uno tras otro y siendo el siguiente exactamente igual al anterior. Es el destino del hombre feo y gordo.
Y es que no hay nada más triste para un hombre alegre que sentirse triste. Está deseando reír, disfrutar de las aceras en largos paseos al lado de alguien que despierte su corazón aletargado y, lo que es más aún más importante, que él sea capaz de remover algo en otra persona. Querer y sentirse querido. ¿Hay algo más importante que eso? Una historia pequeña para hablar de sentimientos grandes. Con Ernest Borgnine hablando sin parar, sin freno, de su casa, de su ingrato trabajo como carnicero, de su madre, de la muerte de su padre, de su cuñado, de sus hermanos, de Italia que es de donde procede su familia, de sus tiempos en la escuela, de aquella oportunidad que tuvo de entrar en la universidad y que se truncó porque se puso a trabajar para suplir la falta de su padre, luego el ejército y el volver a comenzar con su madre siempre ahí, queriendo lo mejor para él pero también vigilando su propia soledad. La ciudad y los sábados. La tristeza. El hombre feo y gordo.
La chica aparece. No es tan fea pero es tímida. Es buena. Tiene sentimientos claros y limpios. También ha sido rechazada muchas veces porque no se viste a la moda, no puede tener la conversación intrascendente que se estila en la noche de los sábados y no se siente a gusto con nadie. Hasta que aparece el hombre feo y gordo. De repente, después de un rato de charla, se da cuenta de que sí, de que está cómoda, de que ese hombre que tiene delante es tan bueno como ella, de que tiene un corazón más o menos del mismo tamaño y de que, sobre todo, es tierno y algo ingenuo. El mundo cambia. Y la espera ya no tendrá esa mirada suplicante sobre el teléfono. Será un mirar lleno de ilusión. El hombre gordo y feo está hecho para ella.
Los amigos presionan, la madre presiona. Nadie quiere a la chica porque, al fin y al cabo, el hombre feo y gordo no debe dejar nunca de ser feo y gordo. Tiene que seguir siendo el errante vagabundo que se arma de paciencia para tener algo que hacer un sábado y que cuida amorosamente de su madre. Pero esa no es la respuesta. El hombre feo y gordo, pletórico de entusiasmo, como un niño que descubre que hay muchas salidas, golpea con el puño una señal de tráfico y corre, corre hacia la felicidad que muchos hombres guapos y delgados han ansiado antes.