viernes, 17 de mayo de 2013

HOUSE OF GAMES (1987), de David Mamet

La noche es atrayente y oscura. Se mueve como una serpiente buscando víctimas propiciatorias que buscan, en lo prohibido, una razón para dar sentido a su existencia. Son personas grises que se rodean de una falsa apariencia de estabilidad y éxito y desean, en el fondo, vivir noches de riesgo, de perderse en los adentros del tabú. La noche es atrayente y oscura. Es una baza de un juego de cartas en las que el as más inesperado puede salir antes de cortar.
Lo malo es que, buscando ese vicio de turbiedad, se puede llegar a desear que la noche no acabe, que todo sea un continuo engaño porque el placer de ser parte del juego es demasiado excitante. Basta con mirar en la dirección apropiada y quedarse enganchado en la distracción para que, por otro lado, se pierda. El ingenio, sin duda, es también un arma para conquistar y para atraer y la noche tiene esa arma bien cargada. Solo las bombillas y los neones son testigos de una nada que se puede transformar en un todo o, mejor aún, en un más. Hay que andar con ojo con tipos que se las saben todas y que pueden captar un cante con la facilidad de un mero chasqueo de dedos. Pero lo prohibido…ese mundo del que uno se mantiene con la suficiente distancia como para no contagiarse…es demasiado misterioso, demasiado intrigante, demasiado sensual. El engaño, dice una vieja máxima, solo puede dar resultado si la víctima también quiere ser engañada.
David Mamet dirigió su primera película con el aire independiente y seguro de quien sabe lo que quiere contar. Puso a su entonces esposa, Lindsay Crouse, y rescató a un secundario de la categoría de Joe Mantenga para dar cuerpo y densidad a esa noche que se alza sobre la turbiedad que todos y cada uno de nosotros guardamos en el centro de nuestra alma. Todos nos hemos sentido tentados de traspasar la línea de lo correcto y dar rienda suelta a nuestro más íntimo granuja. Cuando una mujer lo hace, entonces parece que la noche envuelve con su manto las motivaciones y solo queda la certeza de que todos, en realidad, somos ladrones. Y, en cierto modo, Mamet conseguía poner un espejo delante de todos nosotros porque también hemos deseado engañar a alguien y quedarnos con un mechero, o con unos pocos billetes que, sin duda, nunca nos sacarán de pobres pero el placer es lo que cuenta y por eso se hace. Hasta que, naturalmente, llega un momento en que no solo se es instrumento de la trama sino también objeto de ella. Y cuando todo el engaño pierde el encanto, es cuando aparece lo peor de nosotros. Furia, depredación, desprecio, odio, venganza. Uno no suele ser lo suficientemente hábil como para urdir y ejecutar el truco, solo ser parte de él. Y eso se nota. Mamet era el jefe y nosotros, desde entonces, le hemos seguido. Más que nada porque él sabe poner el gancho para que todos piquemos. Es un maestro del guión, del teatro, de la dirección y del ensayo. Y yo estoy sumergido en esa noche que él ha sabido enseñarme desde el mismo momento en que se plantó delante de mí y me dijo cuál era mi cante.

No hay comentarios: