jueves, 11 de julio de 2013

FARGO (1995), de Joel Coen

Con este artículo, con aires de algo de frescor en un verano que casi no deja respirar, vamos a irnos de vacaciones. El año ha sido largo y difícil y hay que mirar un poco a la línea del horizonte para colocar pensamientos y enfocar todo con una cierta serenidad. Hasta ahora hay 851 artículos en este blog y más de 4000 comentarios y ya han bajado las visitas porque todos queremos descansar. Creo que hay más que suficiente para recordar muchas películas, muchos momentos y muchos sueños. En todo caso, gracias a los me habéis acompañado. Retomaré la actividad de este blog allá por el martes 3 de septiembre. Mientras tanto, recuperad todo aquello que no hayáis visto, intentad mirar hacia adelante y nunca hacia atrás y haced que la vida, en sí misma, sea un enorme plano secuencia con final feliz. Hasta entonces, pasad un gran verano y un abrazo.

En el desierto helado, la sangre es aún más roja. Y lo es cuando la estupidez es el arma más arrojadiza de todas. El frío intenso hace que los pensamientos salgan a cuentagotas y parece que ayuda a que los planes se tuerzan con mayor facilidad. Hay demasiados intereses en juego que desembocan todos en el mismo lugar: en el congelado interés propio. El marido que quiere secuestrar a su propia mujer para poder salir de los apuros que tiene debido a una estafa continuada. Los matones que se contraponen entre la charla continuada y el silencio amenazador y que intentan timarse entre ellos por unas cantidades que se antojan ridículas. El suegro que quiere controlarlo todo, incluso la muerte que merecen los que se han llevado a su hija. Por último, la policía del Medio Oeste que, con su barriga de embarazada, parece más tonta que ninguno y que, sin embargo, utiliza una aguda inteligencia para dar en el clavo con toda la trama. Solo dinero. No hay nada más.
Retrato de los descendientes de la emigración sueca en Minnesota, hogar de los Coen, Fargo es un cine negro nuevo y fresco que, mucho más allá de los incontables paseos extravagantes aunque igualmente valiosos de Quentin Tarantino, se hunde en los caracteres de los personajes, espléndidamente trazados como un muestrario de tonterías supinas que están irremediablemente condenadas al fracaso. Solo triunfa aquel que tiene una vida tranquila, ordenada, que se conforma con lo más pequeño porque eso también posee su importancia. El paisaje desolador, gélido e implacable parece que ofrece sus vastas llanuras blancas para ser el lienzo perfecto de la violencia y del engaño más fatuo. Más que nada porque así es el ser humano. Pura nadería que ni siquiera es válida para llevar a cabo las maldades peor pensadas, lo cual, por otra parte, ofrece una inocencia que lleva a la simpatía, a querer, en el fondo, que los responsables sean apresados pero no demasiado castigados. Peor es el empresario que intenta, sin ambages, apoderarse del negocio de su propio yerno, sin prestar atención a posibles lazos familiares. Es un delincuente con maletín y guardaespaldas financiero. Su palabra es única y su intención es la misma: robar. Cuanto más, mejor.
Hay que reconocer que los Coen hicieron una película atípica, totalmente fuera de los cánones en cuanto a los personajes con una trama negra que se congela por momentos. Para ello, es evidente que cuentan con la complicidad de una serie de actores que no solo están maravillosos, sino que saben coger el punto exacto a los roles que tienen encomendados. William H. Macy como el tonto que no lo es más porque no se entrena, Frances McDormand como la policía que usa su inteligencia lenta pero sin ningún énfasis y mezclada con las náuseas propias del embarazo, Steve Buscemi como uno de los facinerosos más estúpidos que se han visto en el cine, Peter Stormare como el asesino sin escrúpulos, prisionero del silencio, que sabe decir mucho más con cualquier mirada que con diez mil palabras y Harve Presnell como el suegro implacable, que prefiere quedar por encima a pagar un rescate por su propia hija. El dinero, como siempre, quedará en algún lugar perdido, en ninguna parte para que, algún tiempo más tarde, cuando el frío sea solo una bala extraviada, un caminante, un granjero o un excursionista den con un maletín lleno de maldades encerradas en algún lugar de una Siberia llena de restaurantes.

miércoles, 10 de julio de 2013

LA MEJOR OFERTA (2012), de Giuseppe Tornatore

La vida es como una obra de arte. Hay que participar en un proceso creativo lleno de inspiración para alcanzar la grandeza. Tiene que ser un reflejo de lo que ocurre a nuestro alrededor. No puede basarse en una mera actitud de observación porque eso no se parece, ni siquiera lejanamente, al arte. Eso podrá ser un signo ostentoso, arrogante, perfecto y algo grotesco de un estilo de vida que no es más que una pose. El arte, sin duda, también sirve para eso pero no se puede confundir el fin con el medio. Y, por supuesto, también es susceptible de soportar algunas falsificaciones que solo podrán ser identificadas usando algo que cada vez se halla más en desuso: la inteligencia.

De vez en cuando, en una tarde de otoño en la que se hace muy evidente el rechazo a cualquier rastro de procedencia humana, te hacen una oferta. Se basa principalmente en la sorpresa, en ofrecer una obra maestra a través de una puerta. No se puede ver, no se puede tocar, pero se puede intuir. Más que nada porque la voz es capaz de atraer con la misma facilidad con la que lo hace el trazo más preciso. Primero, habrá un atisbo de curiosidad, más tarde, surgirá el verdadero interés y, por último, aparecerá el inevitable amor. Siempre esquivo, siempre disfrazado, nunca evidente. Quizá sea el único sentimiento que tiene miedo a mostrarse. Y eso no hace más que espolear las ganas de alcanzarlo.
Y esa voz escuchada a través de la puerta, esos mensajes casuales dejados en lo que parecen ser simples esbozos de lo que vendrá después, consigue el milagro de bajar al suelo toda la arrogancia acumulada, todo el desprecio combativo que se ha agolpado con fuerza entre los pliegues del traje de alta costura, todos los miedos que se han ido escondiendo detrás de las oportunas cortinas del fingimiento y de la falsedad. Debajo de la pintura del tinte, tal vez, haya la obra de arte que solo el tiempo es capaz de pintar, con colores plateados en las sienes, con los surcos de pintura negra dibujados sobre un rostro que ha empezado a ajarse, con la nada equivocada de los mejores restaurantes, de los más impresionantes lujos y de la más demoledora soledad. La naturalidad asoma su irresistible cara y esa belleza que siempre se ha perseguido entre cuatro paredes atestadas de rostros femeninos inmortalizados en el lienzo se tiene ahí mismo, al alcance de la mano. Es la mejor oferta que se puede hacer a un marchante de arte.
Geoffrey Rush da toda una lección de saber estar en todos los registros que requiere su personaje. Es grotescamente elegante, es cómicamente curioso, es torpemente conquistador, es alucinantemente ingenuo, es abrumadoramente versátil. Él es la principal razón para ver una película que Giuseppe Tornatore dirige con un notable dominio de las situaciones y del uso de la música que acompaña a tanto trazo genial, simple subrayado de una vida que se vacía, se llena y se vuelve a vaciar.
No todas son virtudes puesto que, en algún momento, la película se encalla, se resiste a avanzar, tal vez para trasladar las sensaciones propias de un observador que se sienta delante de una obra de arte y deja pasar el tiempo escrutando todas y cada una de las pinceladas del autor pero no cabe duda de que la propuesta es inteligente, ligeramente previsible pero llevada a un terreno creíble desde la ilógica que irradia toda la historia. Quizá como las piezas sueltas de un engranaje que no quieren decir otra cosa que el tiempo es el enemigo al que hay que vencer, que cuando queremos tener el triunfo en la mano, él se encarga, con su insultante tic-tac, de recordarnos de que ya no queda más para seguir viviendo que el uso de la imaginación, que la quimera del deseo, que la soledad cada vez se hace más profunda, más insistente y más imbatible. Y esa es la auténtica firma de una vida que jamás quiso ser una obra de arte. 

martes, 9 de julio de 2013

TODOS ERAN VALIENTES (1965), de Frank Sinatra

El tiempo parece detenido mientras allá afuera, al otro lado del mar, se libran cruentas batallas que tiñen las aguas de rojo y las almas de gris. El trabajo ennoblece, dice el viejo honor nipón, pero también lo hace un baile, unas risas compartidas, un poco de relajación en un lugar que carece de cualquier interés militar. Todos los soldados japoneses, apenas un destacamento, que se hallan allí sueñan con volver a casa, con abrazar de nuevo a sus familias, con rezar en la soledad de un templo budista, con volver a trabajar en sus sencillos oficios de carpintero, de albañil o de mozo de carga. Incluso, para que no falte de nada, también está el típico energúmeno que quiere combatir para mayor gloria del ejército japonés.
Una batalla aérea y ocurre lo inesperado. Unos cuantos marines americanos caen en un aterrizaje forzoso. Son novatos salvo el capitán piloto del avión, un resabiado sargento pendenciero y un médico que ya probó de todo y nada llegó a gustarle. No tardan en enfrentarse con el enemigo en ese absurdo terrible y ensañado que es la guerra. Soldados de unos y otros caen. Hay heridos. Una pierna gangrenada en las filas japonesas. Ellos no tienen médico. Los americanos, sí.
Los jefes hablan y pactan. Agua potable a cambio de los servicios del médico. Una tregua para que todos puedan regresar a casa. Un error dispara la tensión. Una tormenta tropical exige que trabajen juntos, codo con codo. Los enemigos se salvan unos a otros. La grandeza del ser humano no está en el heroísmo de la batalla. Está en el heroísmo de la paz. Y ahí es donde el hombre se hace grande, inalcanzable, único y solidario. El objetivo es la supervivencia pero el valor está en el trabajo conjunto. Todo se romperá porque el mundo sigue girando, las balas se disparan, los odios se convierten en obligación. Morir es el destino. Vivir es solo el viaje.
Al final, habrá una playa teñida de sangre. La voz de un muerto clamará por el amor abandonado en alguna colina ideal donde yace, agonizante, una historia que no tiene fin. Los rezos serán inútiles. La muerte tiene que imponerse porque el hombre nació para matarse. Y una frase, sentenciosa y definitiva, sustituye todo posible final. “Nadie gana nunca”. Tal vez porque en la vida, en la guerra, y en cualquier cosa que se propone el hombre solo puede haber perdedores.
Frank Sinatra dirigió esta película, con una impecable banda sonora de un jovencísimo John Williams, con errores propios de principiante pero con una claridad narrativa diáfana, sin adornos, con sencillez, contando simplemente una historia para alejarse de heroísmos grandilocuentes y adentrarnos en motivaciones de hombres que sienten igual, que se inquietan igual y que mueren igual. Sobre todo porque, en la muerte, todos somos iguales. Vietnam comenzaba a recrudecerse y Sinatra quiso dejar bien claro que allí, a muchos miles de kilómetros de distancia, como también en la esquina de abajo, nadie gana nunca. Y su interpretación del médico que ya está de vuelta de todo es el claro ejemplo de que no suele haber triunfadores a pesar de las apariencias, más que nada porque nadie salvo los valientes merecen la belleza.

lunes, 8 de julio de 2013

PACTO TENEBROSO (1948), de Douglas Sirk

Un tren parece que quiere devorar a la noche mientras avanza por los raíles del sueño. La luz cegadora de la máquina aterroriza como una enorme boca blanca que quiere engullir a los que van sin rumbo y una mujer se halla perdida, totalmente ignorante de haber comprado un billete, de haber cogido el tren y de tener un destino pensado. La policía interviene y averiguan sus orígenes. El marido ya fue herido porque ella le había disparado. Solo que no se acuerda de nada. No es que tenga amnesia. Es que, últimamente, tiene episodios traumáticos que son borrados instantáneamente de su memoria. Es como si las tinieblas se cernieran sobre ella, amenazantes, y luego se disiparan sin dejar rastro de lo que ha ocurrido entre medias. Ella es rica.
El hilo comienza a ser desmadejado cuando un extraño comienza a sentirse irremediablemente atraído. El entrometido de turno, vaya. Una boda china para relajar el ambiente y una sospecha que flota en el aire. Un extraño hombre que dice ser un psiquiatra y que se esconde detrás de unas gafas gruesas de concha y que aparece y desaparece. Todo es tan confuso. Todo es mitad sueño, mitad realidad. El marido. El chocolate. El dinero. El extraño. Los chinos. La amiga cotilla. La amante pérfida. Todo se confabula para que la confusión se agrande. El pacto entre sueños. El acuerdo entre realidades. Nunca la verdad. Es la noche que sigue estando ahí, inquietante para quien no sabe si es la entrada al mundo de los muertos.
Douglas Sirk dirigió esta película que es una rareza dentro de su filmografía. Muy lejos del melodrama, Sirk dio muestras de un particular estilismo en blanco y negro, con planos muy lejanos, intentando narrar los rincones de la noche como una selva llena de trampas que parecen aún más peligrosas teniendo en cuenta que se juega en los territorios de la hipnosis y de las drogas. Claudette Colbert es la dama confundida, que no sabe lo que ocurre y que ni siquiera llega a saberlo cuando todo el entuerto se deshace. Don Ameche es el marido encantador, algo distante pero endiabladamente listo. Ese tipo que siempre se adelanta cuando el contrario intenta una jugada astuta. Y el encanto, la exquisita educación es una de sus armas. Solo flaquea cuando alguien con melena larga y largas piernas pide resultados inmediatos. Y eso es difícil de asumir cuando se cree que la inteligencia es imbatible. Robert Cummings es el entrometido y aventurero que se enamora de una mujer que no puede poseer. Tiene humor pero también perseverancia. Y no le falta valor. Sobre todo, para moverse entre tinieblas. Más que nada porque todos sus años en países exóticos le han servido de campo de entrenamiento. Ya no hay más jungla que los caminos abiertos por el asfalto en la gran ciudad, pero las personas son las mismas, los misterios son idénticos y la nada está a la vuelta de la esquina igual que a la vuelta de un árbol. Son los que firmaron el pacto tenebroso para que la comodidad sea un medio y no un fin. Sirk lo sabía. Por eso se disfrazó, durante unos instantes, de Hitchcock.

jueves, 4 de julio de 2013

LA GUERRA DE MURPHY (1971), de Peter Yates

Agua y sangre. Balas y desesperación. El asesinato a quemarropa en medio de una gigantesca matanza como la guerra. La razón ahogada. El horror instalado. Murphy ha sobrevivido a la terrible caza de un submarino alemán que torpedeó su barco y comenzó a disparar a todos los supervivientes. No hay cuartel contra ese enemigo. Hay que destruirlo. No importa lo que cueste. Incluso si lo que hay que pagar es la vida.
En estado de choque, contempla el refugio que busca el submarino en plena desembocadura del Orinoco, en la costa Atlántica de Venezuela. Su agotamiento no le impide pensar en la dulce venganza. Para eso él es un buen irlandés de nacimiento. Nadie se ríe de un discípulo de San Patricio. Ni mucho menos un maldito nazi. Y si hay que hundir al submarino con las propias manos, pues se hace y ya está.
No cuenta con mucho Murphy. Apenas un hidroavión remendado que pertenecía a su barco y una gabarra-grúa que se cae de vieja. Un francés sin mucho que ganar o perder le va a echar una mano. Pero lo que realmente azuza las ganas de Murphy de acabar con esos alemanes del demonio es la locura y la venganza. Está obsesionado. Quiere destruirlos con cócteles Molotov arrojados desde el aire, arrollándolos con la barcaza, dejando caer en sus mismas cabezas un torpedo perdido. Y lo va a hacer a pesar de que llegan las noticias de Europa de que la guerra ha terminado, de que Alemania se ha rendido, de que la paz ha llegado. Eso no son más que tonterías. La guerra…su guerra acabará cuando él venza. Nunca antes. Tiene a unos cuantos compañeros flotando en el agua que pueden atestiguarlo. Ni siquiera hay tiempo para una mirada al interior de sí mismo. Eso es para los débiles. La doctora que anda por ahí cuidando a los nativos es atractiva pero ella no es beligerante, no interesa. Más vale reparar su tremendo arsenal de guerra y arremeter contra los chicos de la cruz gamada. Esos truhanes jamás supieron lo que significaba el honor.
Peter O´Toole, atormentado y obsesionado a partes iguales, es Murphy, ese hombre que sobrevive, siente y muere pensando en la victoria de su ansia. Para él no existe ninguna otra connotación posible en la guerra. Más que nada porque ha pasado a ser un asunto personal. Él no era más que un mecánico muy aplicado de un barco pequeño que fue torpedeado cruelmente. Y los alemanes han hecho que entre en guerra. No hay prisioneros. No hay piedad. Pero, para ello, tendrá que enfrentarse a la muerte absolutamente solo. Sin nadie que le haga compañía, sin nadie que le permita la calma después de la locura. Solo hierros desvencijados, furia desatada, sentimientos apartados, venganza sin más razonamientos. Son los horrores de un hombre que entra en guerra no solo contra un enemigo que se resiste a ser vencido, sino contra sí mismo. Y todo acabará en un remolino de aguas turbias que, con su espuma de ira, acabará dictando sentencia cuando ya no haya más guerra.

miércoles, 3 de julio de 2013

AFTER EARTH (2013), de M. Night Shyamalan

Un padre no es solamente el hombre que te ha dado la vida. También es el ejemplo a seguir, el que es capaz de quererte sin perder la objetividad, el elegido al que se magnifica sus hazañas por el mero hecho de compartir sangre, carne y rasgos de carácter. Es el hombre al que te gustaría parecer, el icono parlante de todas las verdades y de todos los peligros. El guía que te abre caminos como si viera cada una de las pisadas que vas dejando en un mundo que él no quiere mostrarte. Es el valor que te encantaría tener. Es el mañana que te gustaría vivir.
Es posible que, en algún momento, reniegues de él porque, en el fondo, sabes que jamás se enfadará del todo aunque pueda parecer que no te va a perdonar pero, sin embargo, es la fuente a la que siempre vuelves porque sus palabras sacian, sus frases no traicionan, sus verdades suelen cumplirse y su futuro, también lo sabes, eres tú. Con todos los pensamientos típicos que hemos tenido creyendo que le faltaba comprensión, que sus puntos de vista pertenecen a otra época, que sus conceptos, otrora impecables, ahora se han vuelto caducos, ciertamente rígidos, irremediablemente trasnochados...al final uno se da cuenta de que es el punto de referencia fundamental de todos los que nos hemos sentido perdidos, abandonados y dispersos en una tierra hostil, evolucionada para odiar, involucionada para matar todos los valores que creíamos intocables. Solo así, echando a volar y demostrando que la cobardía es algo que es inherente a la condición humana, podremos sorprender en sus cimientos, destruyendo absurdas creencias de padre amante y serio, a todas las ideas que anidan en el interior de una generación que cree que el miedo es algo reservado a la inmadurez.
Las situaciones límite son el mejor campo de pruebas para poner en juego las debilidades y las fortalezas que pugnan por salir cuando se quiere demostrar algo de forma permanente. Los animales no piensan, no ven apenas, solo sienten el miedo que es lo único que puede delatar el falso movimiento, que puede descubrir la fragilidad de la que estamos hechos y que no es más que un mero mecanismo de autodefensa que elegimos como opción porque está asentado en unas suposiciones que ni siquiera sabemos con certeza que se vayan a cumplir. Ése es el auténtico desastre al que nos enfrentamos en esta Tierra que nos ha tocado vivir. El miedo nos paraliza, nos inutiliza, nos hace prescindibles en esta selva cruel que se afana en destruir al más débil, al que menos tiene y que, inevitablemente, también tiene que luchar contra una Naturaleza que, poco a poco, se va dando cuenta de que el elemento más dañino para su propia existencia es el hombre. Hay que luchar para demostrar. Hay que demostrar para vencer. Hay que vencer para seguir.
Es cierto que esta es una película que pertenece más a Will Smith y a su hijo Jaden que a M. Night Shyamalan aunque haya algunos toques que definen la presencia de este cineasta. La obsesión por agarrarse al instante del ahora para ser consciente de lo que nos rodea, la mirada infantil hacia un mundo en el que se intuyen demasiados terrores, la continua presencia de una aventura que, en algún momento, puede caer en una incoherencia pero que también renuncia a sus sellos de identidad basados en el truco final con el objetivo de sorprender y hacer del pánico un juego del escondite que a algunos agrada y a otros molesta. Sin embargo, siendo una película que apuesta por el entretenimiento ecológico con un cierto matiz espiritual, tiene un buen ritmo, continuamente están pasando cosas, unas más acertadas que otras pero, en ningún momento, molesta o merece ser vapuleada. Bastante ha hecho ya con ponernos delante de un buen montón de miedos, hacernos saltar un par de veces de la butaca y decirnos, bien a las claras, que un abrazo siempre es preferible a cualquier elogio en público. Sobre todo si procede de un padre. Porque no sentir miedo no significa, en absoluto, que no se sienta amor. 

martes, 2 de julio de 2013

MOTÍN EN EL PABELLÓN 11 (1954), de Don Siegel

La fiebre de los motines carcelarios se extiende por todo el país como un río de pólvora. Los presos no están contentos con el trato, con la mezcla heterogénea de reos que incluye desde desequilibrados psíquicos a simples delincuentes comunes con todo el abanico de asesinos, psicópatas, violadores y sicarios entre medias. No pueden recibir ni siquiera la noticia de que han sido padres o cualquier otro evento que les afecte personalmente. Así que ya basta. Hay que rebelarse. Coger al guardia de turno que ha creído que las galerías son su reino y hacerle pasar un mal rato dejándole sin aliento. La negociación tiene que ser implacable y no con un cualquiera. Tiene que ser con el Gobernador del Estado. Para asegurar que no haya otro chupatintas que se cargue lo que llegue a firmar con ellos. La tensión crece. Los errores por parte de unos y otros se suceden. El alcaide de la prisión se muestra dialogante, no tanto el enviado del Gobernador. Al fin y al cabo, esa gente tiene que pagar por lo que ha hecho y está donde tiene que estar. No hay inocentes salvo los guardias que retienen como rehenes. Pero el gatillo es fácil de accionar, la moral es demasiado flexible, la palabra de honor se convierte en palabra de horror y las paredes de esa galería rebelde se estrechan hasta hacer el aire irrespirable. Las decisiones hay que tomarlas con prontitud o los nervios traicionarán a cualquiera. Hay que evitar que el motín se extienda por toda la instalación. Bastante es que un pabellón haya decidido levantarse y gritar que no. Y no es una palabra que tienen prohibida.
Don Siegel dirigió esta película con fuerza, con una tremenda valentía, porque puso en la picota no solo al sistema penitenciario que hacía tabla rasa con todos la gama de delitos posible y condenaba a la convivencia a la gente que, tal vez, había cometido una equivocación en su vida con auténticos criminales que no pestañeaban a la hora de matar. Además de eso, hurgaba a conciencia en la conciencia política, falsa y cicatera, a la hora de reconocer los derechos básicos inherentes a cualquier ser humano. Es cierto. Tal vez habría que pensar que esos mismos individuos que se pudrían entre cuatro paredes habían arrebatado los derechos a sus víctimas llegando incluso a quitarles la vida. Pero no es menos cierto que ellos ya habían perdido el derecho a la libertad, un derecho sin el que, prácticamente, no se puede vivir. La sociedad no puede ser ella misma un delincuente. Los políticos y dirigentes tienen que mirar hacia los rincones de su propia corrupción para reconocer que hay otros que, con mucho menos, pagan mucho más. Y Siegel consiguió hacer pensar sobre eso en una época en la que ni siquiera se planteaba.
Al final, habrá fuego, ira, destrozos, mentiras y medias verdades para conseguir…que todo siga más o menos como el principio. La soledad en una celda durante treinta años es algo muy difícil de aceptar. Incluso para aquellos que creen que un ser humano considerado inmundo por la justicia, merece siempre un respeto y, quizá, otra oportunidad.

lunes, 1 de julio de 2013

EL POLÍTICO (All the king´s men) (1949), de Robert Rossen

Todo empieza con la más vieja razón del mundo: la honestidad. Un periodista que busca algo en lo que fijar su mirada, muy desencantada por haberse criado entre burgueses acomodados que no tienen otra cosa que hacer que criticar todo lo que les rodea. El periódico le encarga que siga a un pequeño candidato a la tesorería del estado en un lugar a doscientos kilómetros. Allá va. Y se queda prendado de ese hombre. Tal vez porque destila simpleza y verdad, o quizás porque los prohombres del lugar se esfuerzan por silenciar su voz. El tipo pierde. El periodista, desencantado, intenta organizar su vida. Una chica, una relación algo más fácil con su familia…Sin embargo, el honesto y sincero ciudadano que quiere cambiar las cosas no se rinde. Estudia Derecho. Ejerce. Y los mismos que le hundieron en su día traman una jugada política con el fin de dividir el voto contrario. Le utilizan. La candidatura es para el gobierno del Estado. El tipo, pierde. El periodista, también. Comienza a vagabundear sin destino. Unas líneas en algún periodicucho local, algún trabajo de publicidad mal pagado. El tipo se vuelve a presentar pero algo ha cambiado. Para ganar, tiene que jugar sucio, igual que lo hicieron con él. El fin es loable pero los medios para lograrlo son reprochables ética y políticamente. Las amistades. La lujuria. El poder. El tipo gana. El periodista, se vende.
Y poco a poco, con muchas palabras de por medio, con muchas construcciones que sirven de fachada perfecta para frases que llegan al mismo corazón del pueblo como “la voluntad de la gente es la ley de este Estado”, el tipo va ganando enteros en el juego político. Maneja voluntades. Corrompe almas. El medio, peldaño a peldaño, se va comiendo al fin. Y ya nada es loable. Todo es un maldito juego que tiene atrapado a todos los que trabajan alrededor del tipo. El periodista es el encargado de investigar feos asuntos para utilizar contra sus rivales. La secretaria, ambiciosa y de perversa inteligencia, cree que el tipo merece la pena y también opina que el fin justifica los medios. La chica del periodista comienza a corromper sus sentimientos. El poder es demasiado atractivo. La gloria es un reclamo fácil. Todo se derrumba porque comienza a haber intenciones ocultas detrás de todo logro para la gente. Especulaciones, chantajes, mentiras, mentiras, mentiras…No es la gente la que es mentirosa. Es el poder el que convierte a los políticos en meras figuras grotescas incapaces de recordar que, un día, tal vez, tuvieron ganas de hacer algo por los demás.
Robert Rossen dirigió esta película con un impresionante Broderick Crawford en el papel del hombre que quiere llegar a lo más alto apoyado en la drogadicción del poder. John Ireland es el periodista que reniega de su débil personalidad porque vende sus ideales a cambio de un trabajo bien pagado. Mercedes McCambridge, siempre innovadora en sus expresiones, es la difícil secretaria que sabe que tiene que corromperse con el hombre al que defiende. Joanne Dru pone tanta belleza que resulta imposible creer que traicione todo por defender un proyecto político basado en el engaño. Incisiva, decisiva y feroz, esta película alertaba del peligro que suponía trabajar para un rey que solo era capaz de mirarse las palmas de las manos recogiendo los vítores del pueblo que lo eligió. Para que haya un político sumergido en la corrupción, muchos tienen que ser los que beban de esa agua fecal que contiene los más bajos instintos del poder político.