viernes, 27 de septiembre de 2013

R.I.P.D (DEPARTAMENTO DE POLICÍA MORTAL) (2013), de Robert Schwentke

No cabe duda de que todos morimos dejándonos cosas por hacer. Aunque solo sea vengarse del tipo que nos asesinó. Somos humanos, humanos muertos, pero humanos. La pena es que dejas detrás un buen puñado de sueños, de momentos irrepetibles al lado de quien tiene toda la ternura de tu corazón devorado por los gusanos. Habría que inventarse algún método para volver a la vida, cuando menos. Eso es algo que los muertos no entendemos demasiado. El túnel es solo de ida y dan ganas de dar la vuelta al centrifugado para que también sea de regreso. Bah, la vida es solo un trámite. Ahora que estoy muerto, estoy seguro de eso. La eternidad es lo que cuenta. Solo que no nos damos cuenta de que tenemos instantes de esa eternidad mientras estamos vivos.
Desvelar el verdadero rostro de los malos no es solo un trabajo para los que llevan placa y pistola mientras existen. También es tarea para los que no existimos. Claro que detener a gente que ya está muerta tiene su error porque elimina el riesgo. Yo ya estoy muerto así que, aunque me caiga un coche encima, voy a salir ileso, un poco dolorido tal vez, pero ileso.
Lo peor de todo es bajar a la tierra de los vivos y que la gente no vea tal y como eres. Puedes ser una chica  buenorra y ser realmente un rudo sheriff del viejo y lejano Oeste, veterano en mil lides muertas y que maneja el arma como nadie. O un chino decrépito que arrastra los pies mientras que, realmente, eres un joven policía que murió por una mano pretendidamente amiga. Esto es un baile de disfraces en el que la mayoría va con disfraz de monstruo.
Robert Schwentke ha optado por mezclar fórmulas y ha hecho este híbrido con elementos escogidos de Red y de Más allá del tiempo y así tenemos unas cuantas dosis de acción espolvoreadas con la típica y tópica historia romántica de chico muere, chico quiere volver porque le gusta chica, chico ve que es imposible volver porque la Naturaleza así lo dispone…El resultado es muy irregular con un Ryan Reynolds entonado aunque sin mucha salsa en su personaje, con un Jeff Bridges que lo único que hace es repetir las maneras de su personaje de Valor de ley pero trasladándolas a la ciudad moderna, con asfaltos como desiertos y aceras en lugar de tablones de madera y, por último, con un Kevin Bacon, como siempre desaprovechado, que sigue siendo uno de los actores con el físico más inquietante y que se refugia en papeles que están muy por debajo de su valía. Nada nuevo bajo el sol. Salvo la muerte.
Los disparos se suceden, el tiempo se queda suspendido en alguna parte mientras se hace el tránsito al otro lado y hay que prescindir del sentimiento para poder esperar a lo que se ama en la eternidad aunque, de vez en cuando, los plomos de Asuntos Eternos quieran meter las narices en el trabajo de un policía. Y es que, sencillamente, y como ley de muerte, no se puede tener todo.

jueves, 26 de septiembre de 2013

RUSH (2013), de Ron Howard

Yo fui uno de aquellos que disfrutó de la Fórmula 1 en la época en la que se disputaban los primeros puestos algunos pilotos de leyenda como James Hunt, Niki Lauda, Jody Scheckter, Jacques Laffite, Clay Regazzoni, Carlos Reutemann o Mario Andretti. Incluso fui uno de los que se sintió estremecido por el terrible accidente que tuvo Lauda en Nürburgring, atrapado en un infierno del que le salvó Arturo Merzario. No quise imaginar todo lo que había sufrido ese hombre que se había destrozado la cara cuando era el número uno del mundo.
Supe, en aquellos años, que aquellos pilotos y aquellos coches parecían estar hechos de una pasta diferente. Se estaban traspasando las fronteras de lo permitido en aras de la velocidad y la competencia era, desde luego, feroz. Un año después del accidente de Lauda vino aquel otro, también espantoso, del sueco Ronnie Peterson en Monza y tuve la certeza de que esos hombres que se escondían tras el éxito, las chicas y los coches de carreras, se jugaban la vida y que se enfrentaban a ella con algo más que técnica.
Ron Howard ha hurgado en las vidas de Hunt y de Lauda, retratando dos caracteres contrapuestos que resultan algo descompensados. Lauda era el piloto profesional, que sabía lo que quería a cada instante, que conocía su coche mejor que su cuerpo, que sabía hasta dónde arriesgar y cuándo parar. Hunt, por el contrario, era el niño guapo mediático, siempre con la frase adecuada a punto, que se arriesgaba echándole valor pero que no estaba interesado en ser el mejor de la historia. El inglés solo quería demostrarse a sí mismo que era capaz de ganar al mejor piloto del mundo y, luego, disfrutar de una fama efímera, una fama que emprenderá una huida similar a la que él protagonizó del mundo de la Fórmula 1. Lauda era el verdadero campeón, que trabajaba su talento. Hunt era el niño bonito, acostumbrado al éxito, que lo descuidaba continuamente.
Entre medias, Howard nos coloca algo del trasiego habitual que rodea al mundo de los mejores motores, unas cuantas escenas para describir a la incansable prensa que buscaba el sensacionalismo a través de la sangre, una torpe mirada sobre las vidas privadas de cada uno de los pilotos y, por supuesto, unas carreras bien recreadas, con bólidos propios de los años setenta, con la estética casposa de aquellos años y con los rugidos inevitables a siete mil revoluciones por minuto. Tal vez la misma velocidad que alcanzaban los latidos de los protagonistas de aquel circo.
Y es que saber ganar, a menudo, es tan difícil como saber perder. En medio de la competencia a la que nos obliga la vida, hay que saber cuándo retirarse porque el triunfo no está en los laureles, en la fama y en la vida fácil. Está en saber conservar el instinto que solo habita en el interior de los campeones. De esa forma se puede ir en busca de un nuevo éxito, de una meta más difícil, de un objetivo nunca alcanzado. Conformarse con llegar el primero y obtener el reconocimiento de los demás durante unos meses no es más que un fantasma que se llama vanidad y que, por lo general, destroza a todos los que caen en sus redes. El cambio de marchas es necesario y cambiar las gomas en el momento oportuno es toda una táctica. Y hacer perdurar la victoria en un síntoma de ases. Niki Lauda fue un as, uno de los mejores de su tiempo, un hombre valiente y un deportista que supo dominar su ambición y su ego. James Hunt fue un tipo simpático y conquistador que caía presa de la vanidad con la facilidad con la que ganaba. Y todos, por alguna razón que está escrita en las grietas de la piel del austriaco, recordamos a Niki Lauda. Tal vez porque supo ver que la vida era más valiosa que el éxito y que buscar ese mismo éxito también era vivir.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

GUERRA MUNDIAL Z (2013), de Marc Foster

Pues sí, los zombies están de moda, qué le vamos a hacer. Series, libros, películas y hasta llaveros, que los he visto yo. Todo para enseñarnos un muestrario de seres no-muertos que se dedican a hacer ruidos muy raros (serán todo lo muertos que quieran pero deben de acabar con la garganta fenecida) y a morder todo lo que pillan por delante. Así que, después de nazis, narcotraficantes y noches de muertos vivientes… ¿por qué no hacer una película en la que la Humanidad se halla en guerra con los tipos estos de piel morada, mirada atravesada y dientes amarillentos? Si además de todo eso, ponemos a Brad Pitt en la piel de un señor que no se sabe muy bien a qué se ha dedicado pero se las apaña divinamente…pues ya tenemos la película.
Ojo, que hay metáfora en todo el asunto. Lo de comernos los unos a los otros ya lo estamos viviendo solo que la carne es de papel adornado con muchos ceros. Nos importa un bledo, seamos sinceros, que con un despido un señor se quede en la calle con ciento cincuenta obligaciones y responsabilidad encima…pues ya está, ya le hemos convertido en un zombie que hará cualquier cosa con tal de salir adelante. Uno más entre la multitud de muertos andantes que saltan a la yugular de lo primero que pasa para ser tan cruel como lo han sido con él. Lo que pasa es que incluso las metáforas tienen que estar bien trenzadas y aquí no se tiene ni idea de dónde han salido (como los zombies que ahora nos acosan y que salvarán su tren de vida antes que la vida de los demás), el héroe es un señor que se ha retirado pero que se dedicaba a algo muy importante en países dentro de zonas calientes, los zombies, como siempre, son tontos de solemnidad (pues chicos, para estar así, no-muertos y pateándose los unos a los otros…prefiero morirme) y la solución al embrollo no es que sea delirante, es que al guionista se le ocurrió mientras estaba en pleno viaje astral debido a alguna sustancia psicotrópica de nivel bastante alto.
A ver, a ver, sí, tiene usted toda la razón. Todo está armado con un aroma a serie B que huele a muerto (perdón por el chiste fácil). No cuesta ningún trabajo imaginarse esto mismo rodado a finales de los años cincuenta por algún director como William Castle o Roger Corman en blanco y negro y con las mismas premisas y los mismos trucos. Hombre, lo de que Israel fue capaz de preverlo es para nota, eso ni a estos dos lumbreras se les hubiera ocurrido, pero se quita a Brad Pitt y se pone a un Vincent Price o a un Boris Karloff y hubiese sido una cosita calcada a la de aquellos gloriosos años de la producción en dos semanitas con un presupuesto de risa desaforada. Y con la metáfora-crítica-moraleja incluida. Y así pues es cómo se hace una película taquillera que acaba con los espectadores abducidos y yendo en tropel para ver cómo un muerto viviente de esos hace unos ruiditos con los dientes que parecen las castañuelas de Lucero Tena con el tembleque puesto. Me quedo muerto, de verdad.

martes, 24 de septiembre de 2013

M.A.S.H. (1970), de Robert Altman

Atención, atención: la guerra no es cosa de broma pero hay unos cuantos galenos que se la toman a chota. Más que nada porque huir del horror siempre es sano. Tanto como hacer una carnicería en el quirófano con las vísceras de un soldado o poner un micrófono indiscreto para desvelar las perversiones del beato y el furor uterino de la oficial amante de las ordenanzas y del orden. Al fin y al cabo ¿qué es la vida? Es un continuo paseo hacia la muerte. Si en el camino te tomas unos cuantos Martinis bien secos, corrompes a un jovencito surcoreano, te pasas unas delicadas vacaciones en Japón con el pretexto de sacar un trozo de metralla al hijo de un Senador de los Estados Unidos y tienes un jefe que es un ejemplo de no intervención, pues eso será lo que te lleves. No hay nada más bonito que intentar ligar en una tienda de campaña, o levantar la falda de la tienda de las duchas para comprobar si, efectivamente, la enfermera-jefe se tiñe el pelo o no. Todo acabará en una ovación, en un montón de risas, en unas cuantas copas bien servidas, en un cachondeo irreverente y en una canción que repite una y otra vez que el suicidio es menos doloroso.
Y es que, a ver, por mucho médico que se sea. Jugar al golf relaja. Ver una película de Victor Mature, también. Bromear mientras se demuestra lo que se sabe en medio de una operación, es lo suyo. Ir a una casa de geishas a cuenta de un coronel…bueno, eso es una pequeña distracción. Todo por la patria pero sin la patria. El mundo entero sabe que la uve de la victoria se marca con las piernas abiertas y no con los dedos separados. Los dedos bien juntitos, ya se sabe por qué.
Ah, bueno, también está el dentista llamado “Sin dolor” y que tiene un equipamiento de primera clase y no precisamente para sacar muelas. Para ello, se monta una última cena estilo Da Vinci y así se hace sentir incómodo, una vez más, al páter, que nunca sabe qué hacer y dónde ponerse. Caramba, si incluso se mete en el quirófano para ver si se le necesita aunque nadie le haya llamado. Eso sí que es servicio. Luego vendrán los partidos de fútbol americano aprovechando que hay un par de médicos, “Okay” Pierce y “Trampero” McIntire, que saben algo de darle al balón ovalado. Se llama a otro neurocirujano que fue profesional y ya se sabe…dinero al canto, juerga asegurada, enfermeras, bebidas y la guerra a tres millas de allí. En el fondo, es una crítica pero bañada en una sonrisa llena de mala leche.
Robert Altman consiguió un éxito sin precedentes con esta película, sobre todo gracias a la colaboración de dos actores que sintonizaron a la perfección con lo que él quería como Donald Sutherland y Elliott Gould. Hay que reconocer que los enredos y los líos tienen otro sabor detrás de sus sonrisas socarronas, profesionales y cínicas. La guerra también es una chica a la que hay que ligarse y ellos lo consiguen sobradamente. Con muchos personajes alrededor, con mucha mirada desencantada, con el bisturí sacado.

viernes, 20 de septiembre de 2013

AVIONES (2013), de Klay Hall

Tal vez deberíamos aprender a competir con humildad, no deseando el hundimiento del compañero y demostrando, al mismo tiempo, que somos capaces de hacer algo más de aquello para lo que estamos hechos. Basta con saber y tener conciencia de que no a todos se nos han dado las cosas hechas. El éxito es siempre la consecuencia del esfuerzo. No el falso éxito, ése que solo da cosas tan falsas como el oropel, una cierta reputación o el reconocimiento de los más superficiales. Me refiero al éxito de verdad, el que da la estima de la gente porque se ha sido objetivo, se ha tenido la mirada siempre bañada en un halo de claridad, valorando positivamente el trabajo de los demás aunque uno lo haga de forma brillante. Los competidores, por lo general, no suelen ser enemigos, suelen ser compañeros. Lástima que no todos piensen lo mismo.
Claro que si todos estos pensamientos tan bonitos los trasladamos a la chatarra de unos cuantos aviones que se dedican a hacer una carrera alrededor del mundo, la cosa pierde sentido. Bah, sólo estamos hablando de unos ingenuos dibujos animados ¿no? En ese mundo de fantasía para niños todo es posible. Lo que se transmite a los niños es lo que el creador de tales delirios ha querido. Y luego los niños lo interpretan como les sale de la bolsa de palomitas con la sal propia que ponen los padres. Compite, hijo, compite. Sin hacer caso de estas bobadas. Prescinde de los sentimientos y sé el primero. Solo así me podré sentir orgulloso.
No cabe duda, esta película está muy lejos de ser una obra maestra. Solo se salva porque se han diseñado unas maravillosas coreografías aéreas que lo único que hacen es revivir las nostálgicas secuencias de tantas y tantas películas de aviones que pudimos ver hace muchos años en películas de guerra o de aventuras. A la memoria me vienen Solo los ángeles tienen alas,  o La escuadrilla del amanecer, ambas de Howard Hawks, o Los ángeles del infierno, de Howard Hughes; o Dos en el cielo, de Victor Fleming…y no pararía en esta lista. El caso es que, siendo un argumento más que visto y que, desde luego, toma su referencia en Cars, de John Lasseter, no deja de ser una aventura, con repeticiones de personajes o de alguna situación que otra, con un leve y agradecido encanto.
Su otra virtud es ése mensaje que se quiere transmitir, intentando que los más niños sean un poco mejores que sus progenitores. Un poco más aviones y un poco menos monstruos. Al fin y al cabo, cuando se llega a la meta lo único que queda es el cariño que te tienen los demás. El resto es efímero y prescindible. Y no importa el lugar en el que se haya quedado. Lo que realmente proporciona satisfacción es que el trabajo se haya hecho con entusiasmo, con la verdad y con un instinto de superación que es lo que nos diferencia. Lo demás…siento decirlo…es el rastro de la inútil vanidad.

jueves, 19 de septiembre de 2013

LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA (2013), de Daniel Sánchez Arévalo

No debemos engañarnos. Descubrir los secretos de una familia, de cualquier familia, siempre es algo divertidamente patético. Más que nada porque hay algo trágico en el afán por mantenerlos escondidos y algo cómico en la misma verdad. Tal vez porque nos empeñamos con insistencia en mantener nuestras emociones en un segundo plano porque ellas son las que nos muestran como seres vulnerables, prisioneros de una vida que, por lo general, no nos suele gustar. Y por eso, también, buscamos la emoción en las películas. Todos tenemos alguna que guardamos en algún lugar del corazón porque nos gustaría haber vivido esas vidas tan desenvueltas, tan desenfadadas y que, además, suelen acabar con un maravilloso final feliz. Lo que pasa es que la vida rara vez suele ser una película aunque en alguna ocasión hemos creído que era así. Como en aquella final de julio del año 2010 y aquel gol de Iniesta que nos hizo saltar a todos de la silla para ponernos la emoción a flor de piel. Sin embargo, no nos damos cuenta y no recordamos que, para que llegara ese gol, Xabi Alonso recibió la patada de su vida e Iker Casillas paró aquello que parecía imposible. Para ganar, casi siempre, hace falta sufrir, sudar la camiseta, correr más kilómetros que una gacela, jugar prórrogas y quizás, solo quizás, llegue el gol al final, en los minutos finales. Es el premio por haber hecho precisamente aquello que se tenía que hacer.
Y así, en esos minutos de partido tan duros, hay un buen montón de frustraciones, de jugadas brillantes, de rencores por entradas, de gritos desaforados al árbitro pidiendo una expulsión que nunca se produce...Pero el partido hay que jugarlo y hay que jugarlo lo mejor posible porque si no, al final, llegarán los arrepentimientos y las seguridad de que se tenía que haber actuado mejor, de que el triunfo siempre asoma la cabeza y que hay que atraparlo con la rabia con la que se dispara y la disciplina con la que se defiende. Y no estoy hablando de fútbol.
Las decisiones que se toman demasiado pronto suelen ser erróneas, presas de un descontento que se adelantará en venir. La admiración es peligrosa porque se puede convertir en una inferioridad técnica que no sirve para recoger el trofeo final. El impulso juvenil es una jugada no pensada, no ensayada, no duradera. La inocencia y la ternura suelen arrancar sonrisas cuando parece que están todas sentadas en el banquillo. La búsqueda de un papel en el equipo no tiene más salida que la confusión. Y así todos los hermanos de esta gran familia terminan por abrazarse en ese gol que, muy posiblemente, jamás se repetirá. La vida es así. Las cosas, por lo general, solo pasan una vez.
Daniel Sánchez Arévalo dirige con agilidad esta comedia de ojos entornados y mima a sus actores arrancando interpretaciones creíbles (con especial mención a Roberto Álamo y Antonio Latorre), haciendo un especial hincapié en esa irritante vehemencia con la que muchas veces hablamos los españoles para llevar la razón incluso cuando el lío es por causa nuestra. Antes de aquel día, nunca fuimos campeones del mundo porque era muy difícil que tanta gente se pusiera de acuerdo. Después ya no lo seremos porque somos expertos en deshacer lo hecho y nos gusta empezar desde la desesperación. Y olvidamos que el cariño es el motor de nuestras vidas, que tenemos un miedo terrible a quedarnos solos desde que tenemos edad para pensar y que amar suele ser sinónimo de dar. Como aquel gol de Andrés Iniesta que nos dio un sueño, una esperanza, una alegría, un nuevo comienzo, una seguridad en el abrazo del que estaba al lado, una tremenda compañía, una sensación irrepetible, un salto de júbilo, unas lágrimas de emoción, una voz quebrada y un leve pensamiento por los demás. Iniesta de mi vida...

miércoles, 18 de septiembre de 2013

ASALTO AL PODER (2013), de Roland Emmerich

La verdad es que hay días en los que las ideas deberían irse por el sumidero. Vas a la Casa Blanca de visita, para disfrutar un poco de la historia y para inyectarte en vena unas cuantas dosis de patriotismo y te encuentras con un montón de tíos armados hasta los dientes con entrenamiento militar que quieren lanzar unos cuantos misiles nucleares…por razones personales. Y es que hay algo que no se nos ha ocurrido pensar: igual que hay políticos, militares y artistas con el perfil muy bajo…caramba, los terroristas también pueden serlo. Eso sí, mientras esta panda de resentidos de tres al cuarto se dedica a destruir todo lo que tocan y demás tópicos vistos hasta el pus, resulta que tenemos a un presidente (negro, por supuesto) que tiene mejores intenciones que los cuarenta y cinco presidentes anteriores juntos, que posee siempre la palabra exacta y el gesto justo y van los cuatro aguafiestas de siempre porque han perdido a unos cuantos parientes en cualquiera de las guerras en las que los americanos están invariablemente involucrados.
Lo más curioso de todo es que el director de todo esto sea Roland Emmerich, alemán de nacimiento y muy conocido porque su pasatiempo favorito es destruir la mansión presidencial estadounidense. Aún recuerdo cómo aplaudía la gente en el cine cuando los marcianos lanzaban un rayo letal sobre la misma cúpula de la residencia del primer mandatario y explotaba todo en mil pedazos en Independence day. Sorprendido me quedé cuando comprobé que había dirigido una cosa que se llamaba Anonymous que tenía la ínfima pretensión de ser algo de cine lo que pasa es que la cosa no funcionó porque no pudo incendiar el Palacio de Buckingham ante las palabras del Shakespeare que quería homenajear En Asalto al poder aún quedan los cimientos de la Casa Blanca pero tiene secuencias que son para ponerse de pie y aplaudir con ganas, eso hay que reconocerlo.
Una de ellas es esa en la que los malos y el bueno se ponen a perseguirse con unas limusinas todo-terreno en los jardines inmaculados del mítico palacio. Y lo hacen, así con dos balas, alrededor de una fuente y se monta un tiovivo de acción de tres pares de narices. Si a eso añadimos las consabidas y ridículas frases patrióticas que no hacen sino exaltar el espíritu e invadirse del sentimiento de lo grande que es su país, el resultado es, no nos engañemos, el que espera cualquier hijo de vecino que se acerque al cine para verla. Acción, muchos tiros, unas cuantas explosiones para maltratar un poco la pintura y paz para el mundo.
Lo increíble es que, antes de meterse en faena, Emmerich tarda casi hasta media hora en plantearnos la historia y describir a los personajes y hace actuar a un porrón de gente durante todo ese tiempo. Hasta sorprende encontrar a nombres como James Woods, Richard Jenkins o Maggie Gyllenhaal en el reparto. Incluso en algún momento interpretan algo de lo que les cae en suerte. Poderoso caballero es Don Dinero, sin duda. Hasta Channing Tatum, habitualmente menospreciado por el que suscribe, exhibe algún gesto convincente (aunque es aislado y remoto) y Jamie Foxx parece que se va a arrancar en cualquier momento con alguna canción de soul para decirles a esos machotes que se vayan, que a la democracia no le gana ni unos cuantos cohetes anti-tanque y que todo el que resiste, vence. Yo, viendo esta película, tengo que reconocerlo, me sentí muy derrotado. Y dando vueltas alrededor de la fuente con un todo-terreno. Eso impacta. Y hace daño.

martes, 17 de septiembre de 2013

ELYSIUM (2013), de Neill Blomkamp

Imaginemos un futuro en el que solo tienen derecho a la sanidad aquellos que pueden permitírselo, en el que la paz, la tranquilidad y el mismo futuro pertenecen a los que tienen un número de ceros suficiente en el banco como para disfrutar del mismo paraíso. Podrá ser la promesa de la relajación total para ellos pero también será una especie de pesadilla porque, a pesar de que el hombre nunca aprende sus lecciones, sus condiciones de vida serán deseadas por los parias que trabajan, son tiranizados y son sistemáticamente despreciados por quien tiene la obligación de cuidar de ellos. Al fin y al cabo todo el que trabaja, por ínfima que sea su labor, tiene derechos. Claro que puede que tampoco eso sea así. Se puede trabajar y no tener derechos, solo obligaciones. Eso se consigue ahogándolo todo, exterminándolo todo, dejando al espíritu domesticado y encarcelado en las necesidades de la supervivencia.
Pero es que aún puede ser peor porque se levantan fronteras entre los paraísos y los infiernos y eso da lugar al sueño de la emigración para buscar que las cosas no estén tan desequilibradas. Incluso se sacrifica la libertad con tal de conseguir la curación. Y aún así, habrá algún guerrero de la ambición que quiera ir un poco más allá y profundizar en el abismo de la separación entre sociedades, entre derechos. Se convierte a la emigración en algo furtivo, casi pecaminoso, algo que solo ocurre en los despreciables lugares donde la marginación crece allí donde hace tiempo que la Naturaleza dejó de crecer.
Ya sabíamos que el gran defecto de Neill Blomkamp como director (puesto sobradamente de manifiesto en Distrito 9) era su nerviosismo con la cámara, justificado allí con la invención de un documental que daba lugar a ese enredo sobre la marginación. Aquí ya no tiene justificación narrativa ninguna pero sigue con el tembleque y con su amor por la cámara al hombro lo cual hace que la parte meramente aventurera de la película quede francamente desdibujada, más que nada porque no fija el objetivo en ningún sitio y lo mismo da que mueva el aparato en un plató que en un cementerio de coches porque es tan absurdo como caótico. Y es una pena porque el argumento es atractivo aunque junte tópicos de varios títulos anteriores para conseguir una parábola sobre el mundo al que nos dirigimos sin remisión posible. Si Blomkamp consiguiera dominar ese pretendido dinamismo para ofrecer imagen, tal vez, estaríamos hablando de una película épica en forma y contenido pero es imposible hacerlo cuando el argumento queda tan lejos de la realización. Sin embargo, sí es capaz de sembrar una semilla de inquietud porque esa Tierra apocalíptica, destrozada y basurera  que nos retrata el director sudafricano puede llegar a ser real. Y algo en nuestro interior nos dice que sí, que eso es posible, que, al final, ganarán los que tengan el dinero y que los demás solo serviremos como esclavos, como blancos fáciles para desahogar la pereza e inapetencia de ese Nirvana al que solo llegarán los pudientes. Y, la verdad, si eso va a ser así, más vale comenzar a almacenar datos que hagan que, llegado el momento, todo vuele por los aires. Solo hay que pensar en el sufrimiento como algo permanente.

viernes, 13 de septiembre de 2013

GRU 2: MI VILLANO FAVORITO (2013), de Pierre Coffin y Chris Renaud

Ser malo es como todo. Es un estado de ánimo que puede tener perfectamente dos caras. Por alguna razón, siempre hemos imaginado a los malvados como seres de rictus habitualmente serio, cuando no adusto, ligeramente obsesionados con el mal, incapaces de sentir nada más allá de su propio egoísmo, poseedores de sueños de grandeza que intentan realizar de forma torpe aunque efectiva. Pero todos ellos tienen que tener otra cara. Una faceta de amabilidad que solo muestran en privado, un gesto de ternura que no osan mostrar en público para no aparentar debilidad, algún sentimiento de amor guardado en un rincón que suele ser ciego y al que no llega la luz. Y entonces nos damos cuenta de que ellos también tienen corazón. Incluso hay malvados que hacen notar su corazón con la realización de sus maldades. No es lo corriente pero existen. Debajo de una gran nariz, por lo general. Y toda esa faceta escondida se hace aún más evidente cuando una de las creaciones salidas de su más malvada imaginación es la de unas criaturas con menos cerebro que un mosquito, más gracia que un resbalón y más gamberros que un niño en un cumpleaños ajeno. Con ellos tiene que haber, por fuerza, un millar de carcajadas pugnando por salir a la luz. Desde ingenuidades bárbaras hasta sofisticadas bromas de ingenio comprobado, los Minions que han salido de tal mente obtusa, son los verdaderos protagonistas de una película que sube enteros cuando la trama principal se detiene en ellos y en sus idas y venidas. Así, un villano, por fuerza, tiene que ser un malvado favorito. Es cierto que ambas películas de Gru no son nada del otro jueves. Sus tramas son débiles y levemente infantiles, en algunos momentos, demasiado infantiles para un adulto. Pero tienen gracia, intentan y consiguen hacer reír. Desaparecida la sorpresa de que un tipo con vocación de villano tenga un corazón más grande que la Luna, ahora se trata de hacer que se enfrente, al mejor estilo Bond, a otro villano que no deja de tener gracia, que se esfuerza por parecer simpático a su estilo mientras Gru, preso de las frivolidades propias que corresponden a cualquier padre, intenta mantener un cierto orden en su familia, salvar al mundo, buscar pareja y, de paso, descubrir lo que es el amor. Buena música de fondo, dibujos de cierto carácter para ilustrar las peripecias aunque ligeramente pasados de tono en algunos pasajes, un héroe de personalidad contrastada, un poco de aventura, situaciones ridículas, chistes de paso y unos cuantos homenajes a películas como Alien, de Ridley Scott o La invasión de los ultracuerpos, de Philip Kaufman. Fórmulas fáciles de seguir, que funcionan, que hacen las delicias de pequeños mientras los mayores intentamos encontrar guiños reservados a los que ya perdimos la ilusión. Desde luego, este Gru consigue que, si no llega a ser mi villano favorito, al menos me caiga muy simpático.

jueves, 12 de septiembre de 2013

ATRAPADA EN LA OSCURIDAD (PENTHOUSE NORTH) (2012), de Joseph Ruben

Las tinieblas son el ambiente que rodea a aquellos que no pueden ver. Esto sería una afirmación demasiado obvia si no fuera porque esas tinieblas también se refieren a aquellas turbiedades que hacen que la gente sea peor, más obtusa, más resabiada, más viva y más oscura. Al fin y al cabo, la oscuridad es su entorno natural y saben perfectamente cómo moverse cuando la luz se pone en fuga. Exactamente igual que un tipo que tiene la mirada ciega de venganza, de odio y de ganas de hacer daño.

Lo cierto es que todo suena demasiado a tópico. La ciega que es poseedora de un secreto que no sabe, los malos que quieren recuperar algo indeterminado, el novio que esconde un pasado más oscuro que la ceguera de una fotógrafo que perdió la vista en pleno Afganistán...Es una puesta al día de Sola en la oscuridad, de Terence Young, con aquella inolvidable Audrey Hepburn reconvertida en una heroína de mayor resistencia y de muchas más agallas.
El resto está más que sabido: una rutina psicológica que ya comienza a ser pan rallado. Bien es verdad que no hay mucha elaboración en la supuesta investigación del secreto. Se entra por las bravas y a repartir cuchilladas. Al fin y al cabo, la ciega es una indefensa del quince y es fácil atemorizar a quien no se puede ver. Es una tía que ha vivido en el engaño pero tiene que saber dónde se esconde lo que quieren los desaprensivos de turno. Lo que no saben estos tipos tan duros es que los gatos siempre caen de pie. Y es que ella, la chica, la indefensa, la que no ve, es toda una gata con sus siete vidas incluidas. Puede lastimarse la visión o tener algún que otro traspié pero eso no menoscaba su ímpetu de supervivencia que consiste en ir hacia delante antes de que otro te eche hacia atrás. Eso, en parte, esconde las incoherencias de un relato que podría haber sido mejor sin llegar, en ningún caso, a la obra maestra, pero que adolece del empleo de una lógica que llega a pedirse a gritos. Aunque bien es cierto que la cosa no tiene demasiado sentido en algunos pasajes hasta que sabes cómo termina el embrollo. El gato sabe sobrevivir, ya lo creo. Sabe ver en la oscuridad, desde luego. Y sabe pasar de largo ante las amenazas porque él es el verdadero elemento amenazante. La esperanza era algo que podía palparse en el aire porque detrás de las cámaras estaba Joseph Ruben, un tipo especialista en películas de “acoso y te vas a enterar” como la mediocre Durmiendo con su enemigo o la más que notable El buen hijo, con aquellos dos hermanos interpretados con maestría por Elijah Wood y Macaulay Culkin. Pero, aún teniendo alguna cosita apreciable, todo el conjunto es de una mediocridad un poco vergonzante porque ni siquiera hay unas interpretaciones destacables salvo, quizá, la primera aparición de Michael Keaton, muy atinado en su vasto repertorio de gestos que se diluyen para amoldarse al cliché de turno según va transcurriendo la acción. Es lo que tiene jugársela con gatos, que al final te roban el protagonismo. Eso sí, la música de Mark Mancina es notable y el ático que resulta ser el escenario de gran parte del enredo es para mí en cuanto lo pongan a la venta. No hay nada más que reseñar. Solo, tal vez, buscar bien entre lo que disfraza la evidencia. Como un argumento consistente pero mil veces visto. Como un montón de tópicos ordenados uno detrás de otro que hacen que todo sea más previsible que el cuento del castillo con princesa encerrada con un dragón. Como un título más que es una prueba de lo poco que se puede llegar a trabajar cuando un actor y un par de entidades oficiales deciden poner pasta para producir algo tan insípido. Mejor cómprense un gato y comprueben si lleva la garantía de las siete vidas. Eso hará que sepan si merece la pena confiar en él.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL ÚLTIMO CONCIERTO (2012), de Yaron Silberman

En la armonía de la obra maestra, una cuerda deja de sonar. El peor de los males para alguien que se dedica a fabricar sonidos desde las mismas entrañas de genialidad aparece como el quinto intérprete de un cuarteto de cámara que no desea más miembros. Y entonces es cuando llega el momento de la retirada, el instante crítico en el que ese sonido que tanto ha costado conseguir puede convertirse en una severa estridencia que derrumbe la belleza, que acabe con algo que ha merecido la pena en la madera sonora que emite unas notas que solo caben en el mismo concepto de la inspiración.
La búsqueda del vibrato conjuntado se rompe con la extorsión de unas vidas que, tal vez, arrastren demasiadas frustraciones porque siempre se ha dado prioridad al arte, a la música, olvidándose de que la primera obra de arte es vivir. Los cuatro han conseguido cambiar la percepción de los clásicos en salas de concierto de todo el mundo pero han sido incapaces de captar la melodía interior que siempre lucha por salir en todo ser humano. Y tocar es como la vida porque es algo que hay que interpretar sin partitura, sin miedo, con un punto de riesgo, con una conjunción perfecta con aquellos que completan a cualquiera como persona. Es hacer música sin llegar a la coda porque, en el momento en que ésta llega, la melodía principal finaliza.
Es difícil hacer sobrevivir a un conjunto cuando las inquietudes personales y los problemas propios de cada uno intentan imponerse al academicismo más encorsetado. Las pasiones luchan unas contra otras, tratando de conseguir el sonido más afinado, más hermoso, más irrepetible. Lo importante, cuando se hace arte, no es dar satisfacción a los deseos más reprimidos, es conseguir que el cuarteto que ha hecho historia permanezca unido de forma que haya siempre un halo de eternidad flotando en el ambiente, si no, será una partitura inconclusa, un intento fallido, una cima demasiado efímera.
Llena de sentimientos encontrados, descriptiva en cuanto a la vida de aquellos que se dedican en cuerpo y alma a la música, vale la pena ver una película que nos regala las interpretaciones ajustadas e intencionales de Christopher Walken, de Philip Seymour Hoffman, de Catherine Keener y de Mark Ivanir. Todos ellos son totalmente creíbles en sus papeles, incorporando a divos con decepciones humanas, con ambiciones estúpidas que siempre están espoleadas por la vanidad, con frustraciones rodeadas de rabia porque han conseguido la perfección en la música y son personas incompletas, tullidas de sentimientos y con inseguridades banales. Son artistas que temen el momento final, ése en el que el instrumento se queda en el suelo, inutilizado por la vejez, esperando el consabido relevo generacional que solo puede significar que la música nunca muere, que siempre habrá alguien dispuesto a dar un rato de belleza incomparable con la firma de un nombre clásico.

martes, 10 de septiembre de 2013

RED 2 (2013), de Dean Parisot

No siempre una reunión de amigos para hacer una película resulta ser una juerga flamenca de aquí te espero. Esa fórmula a veces sale bien y, muchas otras, sale mal. La primera parte de Red fue un ejemplo de lo primero y esta segunda, sin tirarla del todo por la ventana, es un ejemplo de lo segundo.
Bruce Willis, John Malkovich, Mary Louise Parker, Helen Mirren, Brian Cox, Catherine Zeta Jones y Anthony Hopkins tienen encanto para dar y tomar pero, mirándolo con la suficiente frialdad, si en lugar de estos nombres ponemos otros cualquiera la cosa se caería con el suficiente estrépito para considerar que los que en la primera nos hicieron reír ahora se han caído con todo el equipo. Y el fallo está muy claro. Vamos a gastarnos una millonada en explosiones, acción, la consabida cámara lenta para coger el tono de lo imposible como si fuera la hazaña más fácil del mundo y vamos a olvidarnos de esos flecos argumentales que, al fin y al cabo, a nadie importan. Total, están ellos...¿qué más quiere el público?
Tanto es así que siendo John Malkovich el que tenía el papel más atractivo, zozobrado continuamente por su locura y por unas salidas excepcionalmente agudas y brillantes, aquí resulta alevosamente disminuido, dejando a su personaje solo un par de frase hilarantes que saben a muy poco en medio de la ensalada de tiros que Dean Parisot se ha atrevido a filmar. Otro de los errores es meter a un chino en el tema. Pues sí. Más que nada porque en el momento en que se introduce a un chino en una película de acción, la cosa deriva en las consabidas luchas a lo Jackie Chan, imposibles, coreografiadas a una rapidez mareante y con aún menos chicha de lo que parece, entrando así en un derrape en el que ya se tiene la certeza de que aquí, lo que menos importa, es hacer algo coherente.
Bien es verdad que la trampa está servida para el respetable. Se trata de hacer una historia ágil, que va a toda mecha porque así no hay muchos que se puedan preguntar los porqués y los cómos. Todo lo demás está visto y, eso sí, siempre resulta una gozada ver a un Anthony Hopkins que cambia de registro con una facilidad asombrosa y a una Helen Mirren que da igual la edad que tenga porque siempre tiene la elegancia necesaria que necesita cualquier francotirador con algo de clase.
Así que átense los cinturones los que sean poco exigentes. El lío suele ser adictivo y no dejan de pasar cosas. A los que han visto cuatro o cinco películas, ya les va a costar algo más pasárselo bien. No se confundan, la película da lo que se le pide, solo que se queda un rellano por debajo. Y ése es su mayor pecado porque ha tenido que competir contra un precedente que rozaba el notable con su primera parte. Lo demás es solo lo de siempre con caras de lujo. Lo cual, la verdad, es de agradecer. Sobre todo si no se piensa demasiado en conspiraciones comerciales para que la taquilla sea una perita en dulce.

viernes, 6 de septiembre de 2013

EPIC (2013), de Chris Wedge

Sumergirse en el mundo que circunda la realidad llega a ser una experiencia fascinante. Solo basta con fijarse bien en todo lo que nos rodea y allí encontraremos formas que nos recuerdan a hombres fusionados con verdes sueños, a sombras de ceniza que avanzan para hacernos llegar las garras del desierto, al milagro de la vida abriéndose paso por senderos de agua, al humor desbocado de unos animales con complejo de inferioridad que solo desean ser algo más... Es la épica de la Naturaleza, el secreto de la creación, que continua con sus noches, sus lunas y sus días. Es la pasión del descubrimiento.
Y es que los seres humanos no son más criaturas ridículas que destacan por su lentitud de reflejos y de movimientos frente a un mundo en miniatura que se preocupa de que el reflejo de la esperanza no falte en nuestra mirada. La investigación se torna vital y nos olvidamos, una y otra vez, de darle una pequeña mecha de credibilidad a lo que, visto hoy, nos parece imposible. Son soñadores que ponen en práctica los mecanismos necesarios para hacer que lo inalcanzable sea posible. Y, a veces, también esquivan la obligación de vivir.
Entre medias, un espectáculo prodigioso de texturas, de ambientes, de fauna y flora que se abre y se presenta como la principal protagonista del heroísmo que el medio ambiente debe alcanzar para llevar adelante su labor rutinaria. El nacimiento de nuevas vidas que sustituyan a las naturalezas arrasadas es tarea reservada para unos cuantos valientes elementos invisibles para el hombre...pero ¿desde cuándo no existe algo que no se ve?
Y así, en la aventura natural que se nos ha puesto como espectáculo delante de nuestras mismas narices, asistimos al verdadero valor de un cariño que se necesita y que se niega con persistencia, a la forja de un destino indescifrable que decae por linderos de inutilidad, al verdadero valor que nace de los sentimientos. Se podría decir que esta es una película en la que, de forma auténtica, se puede ver crecer la hierba...
El mensaje ecológico es claro y el humano, también. La conservación de la naturaleza es una obligación que está adherida al deber de investigar y preguntarnos a cada paso cómo se produce ese milagro, cómo es posible que todo sea un maravilloso fondo a nuestras vidas que se resiste a desaparecer, como un rompecabezas de agua, reacción y acción. Solo con amor podremos disfrutar de un paisaje en el que, divino o no, se ha vertido mucho amor.
Subirse a un pájaro para hacer que el salto sea más largo, quedarse extasiado por la apertura de un capullo de rosa que ruega por abrirse, fuerzas de increíble empuje que hacen que de la desolación nazca un mañana. Y es entonces cuando vemos que odiamos a la Naturaleza porque lleva la vida que nosotros queremos llevar. En un mundo feo, que nos hemos encargado a conciencia de hacer espantoso, no hay lugar para la hermosura...porque es el principal elemento que nos impide ser indiferentes a todo lo que nos rodea.

jueves, 5 de septiembre de 2013

MUD (2013), de Jeff Nichols

La infancia es esa edad en la que, casi sin quererlo, los sueños comienzan a tomar la forma de realidad pero siempre con la extraña sensación de que la felicidad puede estar ahí, muy cerca, en el siguiente recodo. También es el momento en el que los ojos parecen agrandarse y los sentimientos se agolpan porque se cree en cosas tan simples y tan inalcanzables como la amistad, el amor y la certeza de que todo es posible. El futuro está ahí delante y solo hay que agarrarlo con la suficiente fascinación por él.
Sin embargo, la infancia también es el tránsito inmaduro hacia la desgracia. Todo depende de un hilo que es demasiado fácil de cortar. La estabilidad puede romperse y eso parece el fin del mundo. La primeriza atracción por una chica está sustentada por unos románticos ideales que se forjan a través de la decepción. Y, sobre todo, hay un elemento perturbador de esa edad que se empeña en aparecer una y otra vez para hacer de lo inevitable, una pasada de largo: los adultos.
Por el contrario, hay adultos que se empecinan en conservar la ilusión de una infancia que hace tiempo que se dejó atrás. Los sueños de romanticismo son tan dulces, tan agradables que se hace muy complicado renunciar a ellos para afrontar las responsabilidades propias de la madurez. No es fácil ser niño pero tampoco es fácil ser adulto. Entre otras cosas porque los adultos caen en una enfermedad que se propaga como el fuego. Se llama mentira.
Y así, lo que parece una leyenda se transforma en una realidad, la fascinación por el sueño de la libertad no es más que un fantasma que se aleja río abajo. No queda más remedio que desahuciar esa infancia hecha de sueños y de romanticismos para dar paso al hombre. Ése mismo que sabe que debe haber unos valores para todos los que andamos, convivimos y respiramos. Es hora de bajar de la copa de los árboles e integrarse en la corriente que lleva tanta grandeza como suciedad. La vida es así. Hoy, la decepción. Mañana, tal vez, un guiño para la esperanza. Entre medias, una sacudida brutal.
Jeff Nichols es un director que ya hizo una película notablemente interesante con Take shelter y aquí sabe dar una vuelta de tuerca a las incoherencias del ser humano a través del espléndido trabajo de un reparto al que ha sabido mimar lo suficiente como para extraer lo mejor de él. Nichols no es precipitado, cuenta las cosas con paciencia, construyendo poco a poco el castillo de sensaciones que van a sitiar a sus personajes y los dota de un orden que siempre va precedido de una causa. El resultado es una película sólida, lúcida en su mirada al mundo infantil que tiene que aprender a base de decepciones y de iras, de cariños y ternura. Incluso cuando debe mirar a la personalidad más oscura de todas, hay un cierto trazo de comprensión. Tal vez porque el mundo es un pantano peligroso, lleno de islas y serpientes que se empeñan en cortar el paso a los sueños y, desde luego, en hacer que se elimine todo rastro de inocencia que pueda quedar en los seres humanos. De todas las edades. De todos los pensares.
Crecer, en contra de lo que todos creemos, es una tarea reservada para los héroes. La incomodidad de lo ingenuo es el paso previo a la seguridad del hombre bueno. Aunque, quizás, no todos podamos ser buenos y, de vez en cuando, haya que sacar algo de rabia interior cuando aquello en lo que se cree se vuelve un muro que muerde futuras libertades. Y nadie es libre del todo. Bien que nos hemos encargado de ello. Por mucho que una mentira nos haga salir del paso o por más que la verdad se haya convertido en valor supremo para un niño. Al fin y al cabo, es un gran principio para alguien que tiene que crecer en un entorno que no quiere más que hombres infelices.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

TRES60 (2013), de Alejandro Ezcurdia

Siempre he dicho que la inverosimilitud es un privilegio casi exclusivo del cine. No importa caer en ella si se siguen las reglas que se establecen en la propia historia. Alfred Hitchcock sabía mucho de ello y en sus películas abundan las inverosimilitudes que formaban parte de su propia maestría porque, sencillamente, al público no le importaba que aquello no tuviera ninguna traza verosímil y como muestra es recurrente el ejemplo de Con la muerte en los talones y la famosa secuencia del avión intentando fumigar a Cary Grant. Citas a un fulano en medio de un cruce polvoriento de carreteras, más desierto que el cerebro de un político, y en lugar de pegarle dos tiros y dejarlo allí, mandas a un avión a ver si consigue asfixiarlo o, en su defecto...¡atropellarlo!
El problema es cuando abusas del recurso de la inverosimilitud para adentrarte ya en los terrenos baldíos de la ilógica. Y es un problema de grandes proporciones porque agarrándote a eso, lo que vas a conseguir es tener licencia para hacer lo que te venga en gana, sin ninguna justificación, solo por el hecho de que tienes un fondo de argumento bastante atrayente pero que, si no le das muchas vueltas, el asunto se convierte en una sucesión de absurdos que hacen que el público jamás pueda entrar en la historia. La solución que te has inventado resulta que forma parte del problema.

Todo eso se difumina aún más cuando la historia se resquebraja por culpa de unos diálogos que suenan falsos desde el principio. Tal vez porque la dirección de actores es más bien floja, o porque no se puede sacar de donde no hay. El caso es que no te crees esa declamación impostada que pretende ser natural y resulta pura dicción hecha de cartón. Los personajes, por otro lado, sin muchas vueltas. Niño pijo que ha conseguido todo lo que ha querido con solo abrir la boca y que ha perdido ligeramente el rumbo y que, de repente, es el tío más interesante del mundo porque practica surf, es un manitas impresionante con una habilidad que ya quisiera Super Mario y que además se liga a la tía más guapa y buenorra de toda la facultad. Amiguito algo menos pijo, con mucha menos personalidad pero que asume con agrado el rol de graciosillo de turno. Chica cañón que se pone más a tiro que el Papa en Brasil y que además es una artista en ciernes. Repelente niño Vicente que es listo como el diablo y, por supuesto, sabe de ordenadores más que Steve Jobs y Bill Gates juntos. Malos muy malos con la guinda de una Geraldine Chaplin haciendo de hombre y fingiendo una voz necesitada de un trasplante de cuerdas vocales y un médico incorporado por Joaquim de Almeida que es más plano que el encefalograma de algunos jugadores de fútbol. Y eso es todo amigos. Todo lo demás se sustenta por ese fondo que tiene un buen gancho para colgar el interés y por la estupenda banda sonora de Roque Baños que coge, con algo de lejanía, algunos fundamentos de Bernard Herrmann para traer aún más a la memoria la magistral sombra del tío Alfred.
Y es que la juventud suele ser muy osada y eso es algo que se olvida con facilidad. El atrevimiento es algo inherente a la mirada ilusionada por el amor y el tránsito a la vida adulta siempre es un paso difícil, incomprensible y preñado de decisiones que no apetece tomar. En algún lugar, en el interior de un joven, se está formando un hombre que está a punto de surgir en su propia naturaleza según sepa guardar el equilibrio entre las necesidades, las éticas, lo importante y, por supuesto, la propia educación. Pero hay mucho camino entre ese proceso de aprendizaje y el tráfico de inverosimilitudes a granel que puede desatarse con la excusa, muy débil, de que los jóvenes son imprevisibles, osados y valientes. A menudo, no lo son. Y, de hecho, no lo son siempre. El grado de individualidad determina la formación de una personalidad que parece que se escurre entre los años de indecisión. No vale todo. Y el triunfo está muy, muy lejos.

martes, 3 de septiembre de 2013

AHORA ME VES...(2013), de Louis Leterrier

La magia es esa ilusión que se crea a partir de una distracción. Esa frase esconde ya de por sí un truco porque muchas veces la misma distracción es el engaño que se pretende perpetrar. La magia también es esa forma de vida que algunos escogen para hacer mentiras creíbles. Y aún hay más. Puede ser incluso que la magia sea real. Basta con hacer un truco impactante, algo que llame la atención de los miles de incautos que se acercan a observar de cerca perdiéndose la visión panorámica de las cosas. Nos lo hacen todos los días en escenarios mediáticos cientos de políticos que se creen más listos que nadie. En realidad, el objetivo no es solo entretener. Es vivir del entretenimiento.

Y así nos encontramos con magos mediocres que se creen brillantes y magos brillantes que no consiguen salir de la mediocridad. Meros artistas callejeros que se dedican a impresionar con añagazas de explicación más sencilla de lo que imaginamos. Sin embargo, hay otros que son auténticos ilusionistas que creen que la magia es la misma realidad y ahí es donde hay que tener mucho cuidado porque van a exigir más del espectador, más del ejecutor, más del culpable y más, mucho más, del que osa desafiarles con las armas de la lógica y de la razón.
Aquí asistimos a un espectáculo que tiene un ritmo endiablado en sus primeros compases aunque luego se detiene para intentar contar algo de historia. La elegancia agresiva está presente porque, al fin y al cabo, los trucos que llevan estos magos cuidadosamente elegidos son cosas que desearíamos ver realizadas. ¿A quién no le gustaría que, por el precio de un espectáculo de magia, se acabara con cinco ceros más en la cuenta corriente? Que levante el dedo el primero que diga que no, porque ése, precisamente, será el señuelo que sirva de distracción.
Uno de los secretos de las cartas boca arriba, es la paciencia. Es idear el truco, diseñarlo y ejecutarlo mucho antes de subirse a un escenario apropiado. Los años son el mejor truco posible porque nadie tiene tanta quietud como para aguardar ver lo imposible. Ahora me ves, ahora no me ves…y lo peor es que aún estoy ahí, solo que no puedes verme. Ésa es una de las claves. Lo saben bien esos agoreros arrogantes que intentan descifrar los trucos porque creen que su inteligencia es insuperable. Y también están viendo todo desde demasiado cerca porque son incapaces de darse cuenta de que el engaño no está al final del brazo, está en la mente.
Louis Leterrier dirige con buen tino una película que se convierte en un juego de muñecas rusas que siempre esconde algún as en la manga. Reúne a un reparto eficaz, que sabe moverse con pericia dentro de las sorpresas que, una y otra vez, se suceden. Mucho más encajado Jesse Eisenberg que en sus intentos anteriores, muy irónico y socarrón Woody Harrelson, muy agobiado y perdedor Mark Ruffalo, muy sereno y observador Morgan Freeman, muy elegante y bella Melanie Laurent alejada ya de los Malditos bastardos de Tarantino, muy gozoso y temible Michael Caine, muy creíble y enamorada Isla Fisher y muy impulsivo y juvenil Dave Franco…y entre tanto “muy” ya les he colado el truco. Cosas de la magia de escribir.
Cartas boca arriba, porque entrar en el mundo de la fascinación y del encantamiento es tarea para gente que está más atenta de lo habitual. Por supuesto, los fallos de la película se esconden detrás del espectáculo, pero el rato se esfuma con unas cuantas palabras embrujadas. Basta con acercarse hasta el cine y dejar que el engaño se haga protagonista. Verán cómo no todo es tan fácil, ni tan explicable. Porque el enemigo diario se llama lógica. Es esa dama un tanto aguafiestas que se empeña en dar explicaciones cuando nadie se las ha pedido.