miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL ÚLTIMO CONCIERTO (2012), de Yaron Silberman

En la armonía de la obra maestra, una cuerda deja de sonar. El peor de los males para alguien que se dedica a fabricar sonidos desde las mismas entrañas de genialidad aparece como el quinto intérprete de un cuarteto de cámara que no desea más miembros. Y entonces es cuando llega el momento de la retirada, el instante crítico en el que ese sonido que tanto ha costado conseguir puede convertirse en una severa estridencia que derrumbe la belleza, que acabe con algo que ha merecido la pena en la madera sonora que emite unas notas que solo caben en el mismo concepto de la inspiración.
La búsqueda del vibrato conjuntado se rompe con la extorsión de unas vidas que, tal vez, arrastren demasiadas frustraciones porque siempre se ha dado prioridad al arte, a la música, olvidándose de que la primera obra de arte es vivir. Los cuatro han conseguido cambiar la percepción de los clásicos en salas de concierto de todo el mundo pero han sido incapaces de captar la melodía interior que siempre lucha por salir en todo ser humano. Y tocar es como la vida porque es algo que hay que interpretar sin partitura, sin miedo, con un punto de riesgo, con una conjunción perfecta con aquellos que completan a cualquiera como persona. Es hacer música sin llegar a la coda porque, en el momento en que ésta llega, la melodía principal finaliza.
Es difícil hacer sobrevivir a un conjunto cuando las inquietudes personales y los problemas propios de cada uno intentan imponerse al academicismo más encorsetado. Las pasiones luchan unas contra otras, tratando de conseguir el sonido más afinado, más hermoso, más irrepetible. Lo importante, cuando se hace arte, no es dar satisfacción a los deseos más reprimidos, es conseguir que el cuarteto que ha hecho historia permanezca unido de forma que haya siempre un halo de eternidad flotando en el ambiente, si no, será una partitura inconclusa, un intento fallido, una cima demasiado efímera.
Llena de sentimientos encontrados, descriptiva en cuanto a la vida de aquellos que se dedican en cuerpo y alma a la música, vale la pena ver una película que nos regala las interpretaciones ajustadas e intencionales de Christopher Walken, de Philip Seymour Hoffman, de Catherine Keener y de Mark Ivanir. Todos ellos son totalmente creíbles en sus papeles, incorporando a divos con decepciones humanas, con ambiciones estúpidas que siempre están espoleadas por la vanidad, con frustraciones rodeadas de rabia porque han conseguido la perfección en la música y son personas incompletas, tullidas de sentimientos y con inseguridades banales. Son artistas que temen el momento final, ése en el que el instrumento se queda en el suelo, inutilizado por la vejez, esperando el consabido relevo generacional que solo puede significar que la música nunca muere, que siempre habrá alguien dispuesto a dar un rato de belleza incomparable con la firma de un nombre clásico.

No hay comentarios: