martes, 22 de octubre de 2013

EL ATAQUE DURÓ SIETE DÍAS (1964), de Andrew Marton

Quizá la condición de la locura sea algo que se arrastra mucho antes de entrar en una situación que verdaderamente es desencadenante de la insania. Tal vez el tipo que se dedica, una y otra vez, a hacerte la vida imposible sea el fulano que, finalmente, te salve la vida. El miedo está ahí, antes de entrar en combate, de eso no cabe ninguna duda. Pero dentro del corazón del pánico hay también algo muy atrayente y es la misma capacidad de poder matar. Asesinar a enemigos con furia puede que contenga algo del mismo frenesí sexual porque tener sangre en las manos es un signo de la eyaculación de la crueldad. Disparar a quemarropa es parecido a la sensación de que la piel se eriza y se lanza en pos del deseo. Por eso es necesario tener una pistola. Es un arma corta que se hace ideal en el combate cuerpo a cuerpo. El riesgo es solo una sensación. Matar es lo que gusta. Matar es lo que pide el alma. Matar. Y si mueres…mala suerte, amigo.
Por eso, los actos de heroicidad son producto de ir un poco más allá dentro de un torbellino en el que tu mente se mueve con rapidez, tus movimientos son claros y precisos, sabes exactamente qué es lo que tienes que hacer y, aún más, sabes que el enemigo no se ha dado cuenta de que tiene un punto flaco justo por donde vas a ir. Así que te lanzas y vas, y haces, y dejas muerte a tu paso, con explosiones, disparos, salvamentos, piedades y dejas salir, eso sí, todo el mal que late peligrosamente en la ira contenida que has estado guardando por la mala suerte que tuviste cuando fuiste llamado a filas. El ataque durará lo que quiera pero la guerra va a acabar contigo.
Primera versión de La delgada línea roja, esta película se centra mucho más en la individualidad y en las percepciones de sus protagonistas que en la vocación mucho más coral de la versión de Terrence Malick. La guerra es mala, eso ya se sabe. Pero también son los mismos hombres los que la hacen mala. Porque, en medio de los disparos, de las minas y de los cañonazos, se despiertan los demonios interiores y se comienza a ser un asesino profesional de uniforme. Sin más sentido que liquidar a cuantos enemigos se pongan por delante. Los cascos caídos son el signo de la dificultad y más vale matar a un compañero a base de morfina que dejar que se desangre profiriendo unos alaridos que llegan a lo más íntimo y remueven ese pánico que no deja de estar ahí, avisando de su presencia pero conteniendo ese algo atractivo que mueve a apretar el gatillo con ganas, con verdaderas ganas, con auténticas ganas de matar.
Y así, quizá, la luz esté al final del túnel, quizá haya hombres por los que haya merecido la pena morir y quizá llegue un momento en el que ya no se distinga entre el enemigo que te quiere matar y el superior de varias estrellas en el uniforme que te envía para morir. Todos son enemigos cuando se quiere sobrevivir. Basta con disparar en todas las direcciones y todos caerán. Más que nada porque la locura es, además de todo, el motor perfecto para seguir adelante con esa sed que tiene el hombre de sangre, de muerte y de destrucción.

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