miércoles, 11 de diciembre de 2013

ELEANOR PARKER: FUEGO EN LA CELOSÍA

Dedicado a ella. Inolvidable. Grande. Injustamente olvidada.

Un día, cuando el poeta que hay en mí quiso ser príncipe, escribí un verso sobre alguien a quien amé diciendo que su pelo era "negra celosía de los pensamientos". Dejando aparte la más que discutible calidad literaria de aquel poema, el pelo de Eleanor Parker era un celosía de fuego en la que habitaban las actitudes más dulces, los deseos más ocultos, los interiores más turbios, las posiciones más severas, las pasiones más desatadas, los peligros más profundos, las emociones más intensas y los sueños más ocultos.
Actriz de una versatilidad extraordinaria, portadora de belleza y encanto, Eleanor Parker permaneció un tanto aparcada en la estantería del olvido cuando en su trabajo cabían desde el registro más desenfadado hasta el sentimiento de la tragedia pasando por toda una obra maestra de la interpretación femenina como fue Sin remisión, de John Cromwell, donde el público salía maravillado al comprobar con cuánta facilidad esta mujer esplendorosa ofrecía un retrato de dulzura y esperanza que sólo era una máscara sujetada en los resortes de la debilidad humana...
Ella, con su celosía de fuego, hacía que deseáramos ser espadachines de leyenda refugiados en el teatro para defender su honra; conseguía que gritáramos a Kirk Douglas lo equivocado que estaba al rechazarla por haberse sometido a un aborto; removía nuestro interior cuando nos dimos cuenta de que un puñado de marabunta hacía que el retrógrado de Charlton Heston cambiara de opinión porque ella no había sido mujer de un sólo hombre. Ella era así, siempre, en todos sus personajes. Por debajo de una espesa capa de ternura yacía una mujer perseguida por fantasmas que, en unas ocasiones, conseguía derrotar a base de perseverancia y, en otras, se dejaba vencer por ellos llevada, tal vez, por un carácter débil que solamente ganaba en fortaleza cuando engullía el espíritu de algún otro.
Así conseguía que un músico se sumergiera en los precipicios de la droga y apenas pudiera volver a escalarlos en El hombre del brazo de oro, de Otto Preminger...quizá porque así le era más fácil devorar sus entrañas; o, incluso, en Sonrisas y lágrimas, de Robert Wise hacía que deseáramos con fervor que Christopher Plummer no se sometiera a la dictadura del alma que ella representaba para irse con una Julie Andrews que escalaba los siete peldaños de las notas musicales para ganarse con cariño a unos niños que deseaban querer...aunque no sabían a quién.
Y sólo ella podía sacudir el corazón de un Robert Mitchum poderoso y desencantado, olvidado de lo que es la vida, en Con él llegó el escándalo, de Vincente Minnelli, haciendo que el fuego ocupase nuestro recuerdo en un lugar de honor para aquellas mujeres que, con una sola mirada, eran capaces de dejar nuestro corazón secuestrado en una eterno latido de sobrecogimiento, de asombro y de toda una multitud de imposibles escondidos...

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