viernes, 26 de diciembre de 2014

EL HOBBIT: LA BATALLA DE LOS CINCO EJÉRCITOS (2014), de Peter Jackson

Con este artículo quiero desearos a todos un feliz año nuevo. Que la aventura continúe con la certeza de que, al final, encontraremos el triunfo sin olvidar que la mirada serena y el pulso firme son las principales armas de la libertad. Gracias por seguir viniendo y prestarme vuestros ojos durante un par de minutos cada día. Ésa es mi verdadera aventura.

La mirada cambia cuando el oro es el móvil. El heroísmo deja paso a la cobardía, la amistad se vuelve amargo resentimiento, la nada comienza a abrirse paso con tanta fuerza que acaba devorando el furor de una codicia que parece convertirse en una moneda lanzada al aire. No valen ya los antiguos motivos, solo el presente tiene valor y, en realidad, está a precio muy rebajado. Porque ya no se combate cuando se debería luchar con rabia, porque ya la fortuna termina por ahogar cualquier otra intención. Todo ideal noble es susceptible de corrupción y quizá quien menos es capaz de batirse es el más cualificado para ver la verdad con todas sus consecuencias.

El fuego lo destruye todo salvo la solidaridad. El oportunista resulta aplastado con furia. Los elementos se confabulan para que sea inevitable el enfrentamiento. Solo un enemigo común puede unir a los que han nacido para ser aliados y basta el intento de sumergir la tierra en un baño de sangre para que vuelvan a resurgir las verdaderas naturalezas de las distintas razas que tienen la misma carne, la misma inquietud de paz, el mismo afán porque la justicia no sea la última palabra de unos pocos iluminados, sino el auténtico cimiento de una paz que huye cuando el miedo enseña sus dientes.
Más allá de eso, hay que reconocer que el espectáculo bélico está servido con sus abundantes toques de fantasía desbordada. Y, sin embargo, entre tanta lucha falseada por pantallas azules pixeladas hay una cierta sensación de que se está contando muy poco, que el argumento se sostiene con unos alfileres estancados en la espectacularidad y que todo es lo mismo pero un poco más pobre en la parte más ardua. Contar una historia no es fácil y, a menudo, se olvida narrar lo importante para centrarse en el fuego de artificio, en el estremecedor ruido de las espadas afiladas, en la multiplicación del personal para dar la impresión de que todo es grande y único. Y el cansancio aparece porque solo hay duelos en una leyenda que se ha estirado demasiado.
Incluso hay secuencias de la película en la que se puede apreciar el truco. Transparencias no del todo completadas, que se disfrazan con la confianza de que el espectador está a favor de una saga adictiva que solo apela a la ansiedad de un poco más con un poco menos. Hay hazañas demasiado increíbles, demasiado dimensionadas, también hay detalles interesantes e historias ligeramente descolgadas. Lo cierto es que el tesoro se encuentra, se restituye el orden efímero, se encuentra un paréntesis en el caos que se precipita sobre pueblos que quieren tener el derecho de existir, de tener algo por lo que morir, de conservar un orgullo que es inversamente proporcional al tamaño del corazón. Y los héroes se despiden, se cierra el círculo a conveniencia y los enanos que avanzan con la verdad y el equilibrio son los que realmente merecen una paz que siempre se ve turbada por el oportunista de turno. Es el sino de los que pierden sus nombres en una historia tan legendaria que va perdiendo el sentido. El director Peter Jackson ha sido la flecha que derribaba dragones y también la falacia que cansó nuestras visiones. El resto es solo el brillo fingido de un veneno llamado codicia.


viernes, 19 de diciembre de 2014

LA JUNGLA DE CRISTAL (1988), de John McTiernan

Con este artículo, vamos a poner en suspenso el blog durante unos días. Es Navidad y todos estamos mirando más los escaparates que una pantalla de cine. En cualquier caso no estará del todo cerrado. Los estrenos se publicarán puntualmente el viernes 26 de diciembre y el viernes 2 de enero para ya coger el ritmo habitual el 7 de enero. Por lo demás, feliz Navidad a todos. Es maravilloso sentir que, de vez en cuando, hay gente capaz de jugarse el pellejo por ti. Y todos los que visitáis este blog lo hacéis. Gracias a todos. Ése es mi verdadero regalo.

Es Navidad y el día cae de calor en Los Ángeles. Es así de sencillo. Como un policía de Nueva York dejándose caer por allí para ver si arregla de una vez sus problemas familiares. No confió en su mujer, en sus posibilidades y la separación fue inevitable. Ella allí, donde el sol y las palmeras forman un cuadro imposible. Él aquí, donde el invierno es un delincuente más al que hay que perseguir con el vaho en la boca y las suelas desgastadas.
Por alguna razón desconocida, siempre se ha creído que los lugares soleados son inmunes a las fuerzas malvadas que corrompen y destruyen todo cuanto tocan. Sí, algunos delincuentes, palizas, robos…eso pasa en todas partes. Pero los terroristas no pueden llegar al paraíso. Eso todo el mundo lo sabe. Pero ocurre. Más que nada porque los terroristas son unos rateros a lo grande, quieren llevarse lo grande, quieren matar al grande y quieren comérselo grande. Es hora de ensuciarse la camiseta, John. Y vas a tener que reptar por los suelos embarrados de moqueta, entre las lianas de las irritantes patas de las sillas de oficina, agazapado en las sombras de una noche que parece que nunca quiere acabar. Y tu mujer está ahí, en medio de la selva, sabiendo que estás haciendo de las tuyas porque, sencillamente, este puñado de terroristas que no se lo piensan dos veces antes de apretar el gatillo, han tenido la mala suerte de encontrarse contigo en un edificio que hubiera sido una balsa de aceite si no llegas a ir a ver a tu mujer por Navidad.
Navidad, Navidad, dulce Navidad…Papá Noel riéndose en una camiseta porque ahora tiene una ametralladora, regocijándose porque consigue un poquito de explosivo plástico en una bolsa colgando de un cuello roto, saltando de júbilo porque la policía viene a estropearlo todo. Sí, porque no quieren hacer caso de las pistas que el bendito barbudo les va soltando por el walkie-talkie. La sangre llega a los pies, es cierto. Pero ¿qué es eso cuando se está delante de un héroe?

La jungla de cristal fue una maravillosa película de acción que aupó a Bruce Willis al Olimpo de los héroes bajo una diestra dirección de John McTiernan. Más tarde se han hecho múltiples secuelas que llegan hasta el día de hoy, a pesar de que el protagonista ha envejecido veintiséis años y ya no es ningún jovencito y de que todas y cada una de las películas posteriores han ido degenerando hasta hacer casi irreconocible la intención inicial. Y es que colocar a un héroe tan cínico en medio de una situación crítica no era fácil si no se quería resultar ridículo. John McClane fue ese héroe que necesitaron los ochenta para revitalizar a una juventud que se había perdido dulcemente en el látigo de otros y no tenía ningún agarradero contemporáneo. Por eso nos gusta tanto, porque nos dio unas dosis de rebeldía, de inconformismo, de diversión y de entretenimiento como pocas veces se había visto en una película de evidente vocación comercial. Y lo hacía cercano, imposible y, al mismo tiempo, real. El resto, ya se sabe, es solo la historia de un tipo que cabrea a unos terroristas de una forma tal que tuvimos todos la certeza de que hasta los tipos fríos cometen errores al tener a un mosquito rondando los oídos. Y eso merece que uno se arrastre junto a John McClane por esos suelos encerados, esos cristales interminables, esas luces blancas que presagiaban el sueño de grandeza de un capitalismo que solo fue valiente durante cinco segundos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

ST. VINCENT (2014), de Theodore Melfi

Hay momentos en la vida en los que uno puede estar cansado de dar y de no recibir. Quizá no sea culpa de nadie, quizá solo sea un maldito giro de la propia vida que se empeña en castigar a alguien que ha sido generoso, que ha cuidado de los que le rodean, que ha significado algo cristalino en la existencia de otros. Y en determinado punto ya todo da igual, solo un par de referencias para no perder por completo la razón y al diablo con el resto. Con el carácter, con la tranquilidad, con el nerviosismo, con las buenas maneras, con la moralidad y con el fondo de un vaso de whisky barato para que la salud pegue el aviso definitivo. La vida, señores, no devuelve nada.

¿O sí? Puede que en algún momento de la más pura desidia haya alguna luz que tenga algo de significado. Una última buena obra, una última pequeña ilusión. Eso sí, sin renunciar demasiado a la vida disipada y terriblemente incómoda que se lleva. Las deudas acucian, algunas incluso peligrosas. No hay dinero para tanto gasto porque quien más quieres ya no recuerda quién eres. El pasado es una incógnita y el futuro es una pesadilla. Ya basta. Las razones, tal vez, haya que encontrarlas en el fondo de los ojos de un niño, lleno de ingenuidades e inocencias, repleto de timideces, asaltado de temores. Y a lo mejor, solo a lo mejor, es posible enseñarle un par de cosas antes de que la vida se empeñe no solo en no devolver nada sino en quitarlo todo.
Y por el camino…también aprender un par de cosas. Por ejemplo que nunca se debe despreciar una amistad, que también hay personas que lo están pasando peor, que un gato siempre será un gato y que no hay nada mejor que echarse en una tumbona en el erial que se posee como jardín y cantar desafinadamente una canción que sonaba hace cuarenta años. La vecina gorda, la prostituta de corazón, el compañero del niño que esconde un tremendo complejo de inferioridad…la vejez es pura basura pero, a veces, otorga una mirada superior. Y todo ello sin renunciar pero sin ser. Es la maldición de los que han cumplido más años de los que pueden contar.
Bill Murray resulta maravilloso en el papel de un hombre que ya está de vuelta de todo pero que tiene que recibir un último homenaje de la vida cicatera. Sus contestaciones son majaderías de anciano, sus manías son callejones donde esconder toda la inmensa frustración que arrastra, sus miradas son poéticas y arrolladoras, sus motivos son misterios resueltos y aún así siguen siendo misterios. La película es él, domina todos los registros, se acomoda a todas las circunstancias y lo mejor de todo es que resulta creíble en todas sus reacciones. Alrededor de su interpretación se mueven cómodamente Naomi Watts y Melissa McCarthy y la dirección de Theodore Melfi resulta sobria, ligera, adecuada, dando a todo el conjunto una risa sincera, que se adentra tímidamente por el drama pero que no deja de ser el reflejo de una vida alejada de la existencia porque la confianza hace tiempo que se fue en busca de una satisfacción que murió enterrada en algún lugar de la lógica. 


martes, 16 de diciembre de 2014

TESTIGO SILENCIOSO (1978), de Daryl Duke

Todo el mundo sabe que Papá Noel no puede ser un ladrón pero, esta vez, en un banco de un centro comercial, parece ser que, necesitado de fondos, atraca a un banco. Ni siquiera el bueno de San Nicolás es perfecto y el atraco tiene su aquél. Sí, porque comete un error de bulto y es vigilar el movimiento de la sucursal durante algunos días antes de perpetrar el asalto. Eso no tendría mucha importancia en circunstancias normales. Al fin y al cabo, Papá Noel es un anciano con barba, vestido de rojo, con una risa bonachona y siempre rodeado de niños. Es uno de tantos. Sin embargo, hay un tipo muy listo que comienza a darse cuenta de esas rondas de vigilancia, un cajero de banco cansado de ser ninguneado por todos y harto de una vida rutinaria que decide tomar parte en el asunto. ¿Quién es más listo? ¿Papá Noel o el gris oficinista? Eso lo tendrá que juzgar la policía…si se entera de quién es realmente el que se lleva el dinero.
Ah, pero Papá Noel tiene una enorme virtud. Es ubicuo. En Navidades te lo puedes encontrar en cualquier parte repartiendo caramelos, paseando por la calle o simplemente viendo la televisión. Y se da cuenta de que, después de un atraco que ha tenido un éxito más bien mediocre, siempre hay alguien que le debe dinero. Así que se dedica a buscar a los que pueden pagarle. Él no corre peligro. El único testigo del crimen no puede hablar porque tiene, a buen seguro, poderosas razones para no hacerlo y, sin embargo, es el que más sabe. Así que hay que coger a Rudolph y al resto de ciervos e ir a buscarle y, si por el camino, dejamos un par de muertos…pues qué se le va a hacer. Hay niños que merecen carbón y adultos que más vale que se conviertan en fiambre.

Estupenda película, llena de suspense, en un juego ingenioso de gato y ratón que delatan a Elliott Gould y Christopher Plummer como contrincantes de cuidado, Daryl Duke dirigió esta película con un guión de  Curtis Hanson, sabiendo hacia dónde quería ir y cómo sorprender al público. Todo funciona dentro de la trama. La tensión, la frescura, la idea. Los personajes no son lo que parecen y nada es lo que quiere ser. Tal vez porque hay muy pocas oportunidades para dar un golpe que merezca la pena, que te haga pasar por inocente y, al mismo tiempo, te proporcione un futuro lleno de seguridad. Siempre que se sepan sortear los obstáculos impuestos por la crueldad, por la irritante policía y por todos aquellos que una y otra vez se obstinan en etiquetar a las personas por lo que hacen y no por lo que valen. El silencio es el botín y la demostración de inteligencia se deja para quien tenga imaginación. Basta con darse cuenta de que hay un testigo que, realmente, no dice nada aunque parezca todo lo contrario. Y lo único que hay que hacer es tener cuidado, mucho cuidado, de que no te corten el cuello con un cristal. Hay muertes que se quedan grabadas. Como la cantidad de un botín que no cuadra demasiado con la realidad. Como el deseo de salir de una mediocridad que permanece hasta que llega el momento oportuno de asesinar esa horrible sensación.

UN REFLEJO DE MIEDO (1972), de William A. Fraker

Si tenéis ganas de saber todo lo que nos batimos para hablar sobre "Los siete samurais" en "La gran evasión", podéis hacerlo aquí. Todo un pueblo se levantó en armas.

 No es fácil intentar rehacer una vida después de demasiados traumas. Una niña que nace, un amor que es imposible, una madre que lo acapara todo…Son elementos que se tornan gigantes cuando solo quieres llevar una existencia normal, en algún sitio bonito de la costa canadiense, intentando creer que es posible mirar hacia delante y que el odio no es algo que deba concentrarse en el género humano. El mundo está lleno de peligros y, con toda seguridad, a todos los padres nos gustaría resguardar a nuestros hijos de cualquier turbación de la vida, de cualquier desviación del camino…sin darnos cuenta de que nosotros mismos somos la razón de una nada que se abre como un enorme abismo oscuro. Ante eso, solo queda la evasión, la huida hacia otro lugar, aunque solo sea mentalmente. Así se da salida a todo lo que queda reprimido, escondido, prohibido. El mundo es un lugar lleno de peligros pero hay que enfrentarse a ellos, si no es imposible asumir las responsabilidades y, aún peor, aceptarse tal y como se nos ha creado.
Las olas no dejan de llamar a la puerta con novedades que alteran una calma que parece ideal. No es necesaria la escuela porque lo que se aprende allí, se puede aprender entre los muros elegantes y algo vetustos de una casa que parece hablar. Todo, menos las habilidades sociales, la capacidad de relacionarse con los demás de una forma normal, natural, sin apariencias, sin secretos rondando a la lengua que pugna por soltarse y contar, por una vez, la verdad. Los fantasmas acechan y el desdoblamiento de personalidad, por una vez, no ocurre solo en la mente. La luz se difumina en los rincones más polvorientos de la locura. El regreso es solo un inconveniente que hay que resolver. La libertad es pánico. Hay que quitar de en medio los obstáculos que impiden que el cariño vuelva a fluir con naturalidad. Las voces no callan. La crueldad aparece.

Fábula de terror psicológico, que hurga con paciencia en las heridas que se levantan cuando nos empeñamos en construir la vida de los demás a base de deseos no realizados, Robert Shaw, profundo y perplejo, se adentra en la selva de una casa en la orilla del mar para recuperar el tiempo perdido junto a su hija para encontrarse, como es habitual, con la frialdad y el rechazo de una esposa de la que no se ha divorciado a pesar de llevar muchos años separados y la conspiración continua de una suegra que ha decidido reducir el mundo al olor a madera vieja, al crujido continuo de unas escaleras quejosas, a la cerradura echada hacia un mundo que no le interesa y del que no ha recibido más que decepción. Más allá de eso, Sondra Locke es la víctima inocente, con la que no se ha dejado de jugar y que hace de la locura su rutina. Una repetición constante que deja fuera a todo elemento extraño que solo quiere hacerle daño para que se enfrente a una realidad terrible y acongojante, austera y falsa, terrible en su verdad y escalofriante en su mentira. Una película desconocida, de ritmo muy lento y reacciones humanas que se arrojan desde lo alto de un acantilado de fondo de espuma y viento.

viernes, 12 de diciembre de 2014

VIGILANCIA EN EL RHIN (1943), de Herman Shumlin

Siempre es triste una huida. Más que nada porque es imposible no pensar en lo que se deja atrás. El idealismo juvenil que hizo que se dejara hasta la profesión tan duramente estudiada ha dado paso a una vejez que es el definitivo signo del declive del pensamiento. Aquellos jóvenes que iban con pancartas, que luchaban por un país mejor, se han convertido en seres grises, muy heridos, demasiado torturados porque han puesto siempre los ideales morales por encima de los intereses personales. El fascismo se instala en Europa y ya no hay sitio para las voces disonantes si no es en la clandestinidad. Tal vez sea el momento de pensar en la familia, de buscarles un sitio seguro y cómodo donde pasar unos cuantos años tranquilos, alejados de todo aunque siempre con un ojo encima de los titulares de prensa que vienen de una guerra que va a ser mucho más larga de lo que todos vaticinan. Unos pocos en Alemania presagiaron lo que iba a venir con Hitler. Se sacrificó la libertad para vencer a la carencia vital y eso es muy peligroso. Tanto que los hombres que aún mantienen la mente libre ya no tienen sitio en ningún lugar de un continente en proceso de derrumbe.
La resistencia debe tener un asidero firme e inquebrantable. Esa es la importancia de saber elegir a una buena mujer que es la mejor madre y que es capaz de entender la misión terrible de su marido. En sus lágrimas hay más amor que en miles de besos y juntos son capaces de convencer a todo el mundo de la justicia que falta en Alemania, del horror que se está viviendo y de la importancia que tienen los hombres pequeños. Y esa es la condena. Tomar el mando cuando la nave marcha a la deriva y organizar un asalto para rescatar a quien verdaderamente importa. La despedida es triste pero, sin duda, las manos también estarán más libres para luchar y, tal vez, morir.
Incluso en los países que más presumen de libertad se hallan los traidores que solo quieren ascender pisoteando a los de abajo. El dinero y el lujo son vicios nada fáciles de curar y la delación de alguien de renombre se paga muy bien en un país que cuenta sus victorias por traiciones. Malditos americanos. Dando lecciones de democracia creen colocarse un peldaño por encima de la moral de los europeos y solo son unos frívolos aburguesados. Sin embargo, todo hombre, por muy débil que sea, tiene en alguno de sus rincones un lugar reservado para su idea de justicia y ahí es donde el ser humano es capaz de sorprender y de jugar para ganar. La apuesta está muy alta pero el momento es ahora. Mañana…bueno, tal vez sea solo el día de una fiesta de cumpleaños cualquiera con juegos y música. La verdad y el idealismo (que no la ideología) tiene que estar por encima del hombre que solo vive por el dinero. Las ambiciones están escondidas en las trincheras porque una ambición aún mayor es capaz de tapar todo lo demás. Y solo los hombres pequeños, cansados, experimentados pero rotos son capaces de hacer frente a los asesinos de la libertad.

Paul Lukas, extraordinario en su papel de defensor de los más elementales derechos, domina está película basada en un éxito teatral de Lillian Hellman y adaptado al cine por Dashiell Hammett. Tres razones de mucho peso para no perderse toda una lección de moral y de deber. 

jueves, 11 de diciembre de 2014

MAGIA A LA LUZ DE LA LUNA (2014), de Woody Allen

Que Dios no exista no quiere decir, ni mucho menos, que no existan los milagros. Y el mayor de todos ellos es el amor. Lo tenemos delante todos los días, sabemos que está ahí pero nos negamos a reconocer que es el hecho más irracional de todos los que podemos realizar. No obedece a razón alguna, es caprichoso, es arrogante, se va con quiere y vuelve cuando le da la gana…Parece que Dios se olvidó de decirnos que hay algo en lo que creer y no es precisamente en Él.

Y es que la magia es ilusión y el resto es farsa. La magia, dentro del engaño que comporta, tiene algo de realidad mientras que la probabilidad de comunicarse con los muertos no es más que una entelequia absurda que sirve para dar esperanza. O también para que haya un cierto deseo de que todo ello fuese verdadero. Pero, sin duda, no sirve para hacer que la vida tenga otro sentido. No es real lo que se cree, no es real lo que se dice, lo único que es real es lo que se siente.
El entorno invita a pasear y a dejar salir emociones porque la belleza es preciosa y efímera, ambos adjetivos sinónimos de la vida. Quizá ser tan escéptico, tan racional no es más que un obstáculo para que el resto te considere un estúpido engreído de dimensiones desconocidas. Por todas las candilejas, ni siquiera sabes declararte, estúpido. Las mujeres desean sentirse protegidas, seguras de que han elegido bien, cómodas mientras dejan sus sentimientos pasearse al cálido sol del Mediterráneo aunque eso sea más improbable aún. Lo que impresiona aún más es que sea posible. Como la pretendida comunicación con el más allá. Como esa sonrisa que te niegas a ver en el fondo de tu corazón. Como la sabia conversación de una tía que, diciendo cosas negativas y absolutamente lógicas, te sobrecogen el alma y te permiten hacer caer todos los velos de protección que has erigido a tu alrededor…como si fueras un truco barato de un teatro de variedades chino.
No cabe duda de que esta película no es la mejor de Woody Allen, pero tampoco es la peor. En esta ocasión, ha recogido algo por el camino para demostrar que también sabe contar una historia romántica, de sonrisa leve, de lógica aplastante y de hermosa imagen. Por allí, por detrás de los setos verdes y acrisolados están Ernst Lubitsch y Preston Sturges, con su sonrisa de pillos, compartiendo broma con el mismo Allen. Una vieja dama también se acerca por detrás y parece que se llama Agatha Christie. Todo se deja ver, te entretiene, te mantiene y te sostiene. No es fácil hacer algo tan intrascendente y, a la vez, con algo de magia en cada una de sus escenas. Y Allen es perro viejo de salón de té y citas misteriosas.
Para ello cuenta sobre todo con un actor sobrio, contenido, brillante y elegante como Colin Firth, que eclipsa a todo el resto del reparto con su sola presencia y hace que lo difícil parezca muy fácil. Como un amor que resulta imposible porque está basado en lo que se desea creer, en la razón y no en el corazón. En la insoportable verdad que supone intuir que Dios no existe salvo en los ojos y en los labios de aquella persona que te secuestra el sentimiento y lo utiliza para una sesión de espiritismo a base de golpes de sí o de no. Es precioso y efímero, como la vida…incluso como la muerte.

martes, 9 de diciembre de 2014

LA PÍCARA PURITANA (1937), de Leo McCarey

Ni contigo ni sin ti pero siempre los dos. Es lo que tienen estas parejas modernas. A base de tanta libertad al final se cogen el brazo y lo que viene después. Él dice que se va a Florida y se queda en su club pegándose la gran vida y dándose baños de lámpara de infrarrojos. Ella va a una fiesta y pasa la noche con un tipo tan almibarado que viene chorreando azúcar. Y eso, además de ser una muestra de mal gusto, es una prueba irrefutable. Total, que cada uno por su lado.
Claro que está el problema de Mr. Smith. El matrimonio no ha tenido hijos pero ha tenido perro y eso son palabras mayores. Especialmente cuando ella ha conseguido un ligue más cortito que las mangas de un chaleco tártaro y él va a visitar al perro para jugar un rato con el perrito. Todo es un juego de picaresca que lleva al mismo sitio. Sí, porque todos los caminos, nos pongamos como nos pongamos, llevan al corazón. Algunos dan la vuelta más que otros pero qué se le va a hacer. Las mujeres no serían tan deliciosamente complicadas y los hombres no podrían tener un poco de cordura en sus vidas. Equilibrio y hecho. Fórmula compleja para quienes confunden la libertad con la real gana.
Cary, oh, Cary. Tan elegante, tan distinguido, tan conquistador y luego te pones a cuatro patas para jugar con un perrito. Todo para reírte de tu ex esposa. O, más bien, para que ella se dé cuenta de cuán ridículo es todo, incluso el noviete ese que le ha salido procedente de algún lugar de Oklahoma y que tiene menos clase que un triciclo de carreras. Eso sí, baila de maravilla, ¿verdad, Cary? Y tú te ríes como un gamberro porque ves que eso, a tu ex esposa, no le va nada. Pero nada nada nada…
Irene, oh, Irene. Tú en cambio, eres más bien estiradilla. Eres guapa pero tienes un punto cursi que no puedo con él. Incluso cuando te pones a hacer la gamberra en una fiesta de alto copete parece que eres tan fina como una hoja de papel puesta sobre el fregadero. Y confiésalo, lo del paleto de Oklahoma es para darle en las narices a tu señor ex marido que también se las trae. Lo malo es que estás a punto de meter la pata hasta las enaguas ¿verdad, Irene? Querida, eso pasa hasta en las mejores familias.
Ralph, oh, Ralph. Ni clase, ni elegancia, ni distinción, ni nada que se le parezca. Dinero, eso sí. A espuertas. Pero siento comunicarte que el estilo no se compra con dinero. Es una de esas pocas cosas de este mundo que no dependen de tu madre, ni del concurso de baile de Oklahoma City, ni de los pozos de petróleo que encontraste por casualidad y que te convirtieron en el nuevo rico más impresentable de la historia financiera. Tú quieres a Irene porque tiene lo que tú no tienes y es posible que, estando a su lado, se te pegue un poco. Pero ni por esas. Vuelve con tus botas y tus vaqueros a la taza de polvo de tu tierra y bebe un buen whisky para olvidar.

Leo, oh, Leo. ¡Qué divertida película dirigiste! ¡Qué fantástica guerra de sexos con la libertad como fondo! Y todo para decirnos que la libertad, la verdadera libertad, es el amor con la mujer de tu vida. Risas en cóctel y delicadeza en botellas bien etiquetadas de champagne. ¿Me das un poco?

LOS SIETE SAMURAIS (1954), de Akira Kurosawa

Si tenéis ganas de sumergiros en el turbio universo de Roman Polanski, aquí está el enlace del último debate de "La gran evasión". Sexo, mentiras o verdades y la tentación a la vuelta de la cubierta.

 El barro y la lluvia se pegan en los ojos mientras la sangre sale a borbotones de ese maldito ladrón al que han degollado. Todo se hace más difícil y las piernas arden entre tanta carrera y tanta furia. Los campesinos merecen la defensa y los samuráis, la muerte. Tal vez porque ellos tienen un trozo de tierra al que agarrarse y los mercenarios de la espada son espíritus errantes que pueden estar vagando por las montañas o por las nubes. Morir es fácil. Lo difícil es sobrevivir entre la pobreza.
La sangre de las espadas se lava con la fuerza de la lluvia y el sueño parece diluirse entre tantas gotas mientras se permanece alerta. Los ladrones quieren víveres para el invierno y los campesinos los quieren para comer. No es lo mismo, aunque lo parezca. Las habilidades para matar son muy pequeñas, apenas nada, al lado del trabajo duro que saca lo imposible de la tierra ingrata. Hoy diluvia, mañana hace un sol de justicia y la comida vuela como un pájaro que no se posa en rama. Si hay que morir, más vale hacerlo luchando por lo que más quieres, por lo que merece realmente la pena. Y si dejas un rastro de ira y de combate más allá de la extenuación, mucho mejor.
Obra maestra del cine de aventuras que te arrastra y te conmueve, que te coloca en medio de un duelo a cámara lenta para que el dolor sea más tangible, que te extrae el aire de los pulmones para que el espectador pueda notar que el cansancio es un enemigo al que hay que batir. Hay momentos en que el cine se eleva por encima de las almas y de los pensamientos y de todo lo bueno que hay en el hombre para demostrar que esa historia nos descubre mucho más de lo que nos enseña a primera vista. Tal vez porque todos hemos deseado coger alguna vez una espada de filo bien forjado y defender al más débil solo porque es lo más justo. Es así de sencillo.
Complicidad con unos actores que físicamente dieron más de lo que tenían, hacer de la Naturaleza un personaje más que todos debían vencer, luchas airadas de furia desbocada para demostrar el valor de la verdad que se defiende…Akira Kurosawa sabía que el cine era algo más que un simple arte de exposición y lo convertía en una sublimación de sentimientos agarrotados, crispados, explosivos y agresivos que desvelaban una verdad tan profunda como hiriente, tan maravillosa como afilada, tan miserable como épica. Y estamos ante la vida misma expresada con los ojos rasgados y el corazón goteante.

Después de todo, de tanta poesía y de tanta hazaña, tampoco quedará tanto. Quizá aquella sensación de desconfianza hacia unos tipos que han hecho de matar su profesión. O puede que unas orgullosas espadas en lo alto de una colina que recordarán que unos desconocidos vinieron a dar su vida sin más razones que probar un poco de honor. O, tal vez, incluso, habrá una mirada de desprecio hacia todos aquellos que hicieron correr la sangre en medio de las calles cuando podría haber otras soluciones más civilizadas…

viernes, 5 de diciembre de 2014

MORTADELO Y FILEMÓN CONTRA JIMMY "EL CACHONDO" (2014), de Javier Fesser

Esta vez sí. Esta vez Javier Fesser sí que ha encontrado el tono y el medio adecuados para dar carne a estos personajes tan difíciles como Mortadelo y Filemón y para recrear el universo de locura y mamporrazo de Francisco Ibáñez. Lo anterior había sido desafortunado, olvidable e, incluso, de baja calidad. Pero ahora, Fesser ha cogido el toro por los cuernos y ha conseguido que nos creamos las voces, lo que hablan, lo que dicen, lo que sueñan, lo que se mueven y lo que consiguen estos dos espías desastrados que hacen que la vida sea un poco mejor por las sonrisas que son capaces de levantar.

Y es que en ese mundo grotesco de Ibáñez no había cabida para el chiste escatológico, para la escapada soez, para la encarnación de unos personajes que eran pura goma y, ahora, nos vemos trasladados justo al meollo de sus virtudes. Así te crees que a Filemón le hagan un “aquello”, que Mortadelo se disfrace de perro, que el SuperIntendente Vicente tenga el humor de alguien que ve cómo un hipopótamo baila en su ombligo, que el Profesor Bacterio sea el perfecto antónimo de genio loco y que, por una vez, acierte y, por supuesto, que Ofelia sea la secretaria con las más vertiginosas curvas almohadilladas con neumáticos Michelin. No hay ese barroquismo visual tan cansino que se ponía al servicio de las intentonas de imagen real que, en dos ocasiones, Fesser había puesto en liza. El acabado visual es claro, reconocible. Los personajes son los mismos compañeros que están en tantas y tantas noches antes de apagar la luz de nuestros tiempos escolares. Los detalles en una esquina están presentes como mini-chistes brillantes que el gran dibujante español no se cansó de reflejar. La crítica actual también anda por ahí intentando cargarse a alguien a base de cachiporra. Incluso hay homenajes al mejor cine como ese, cargado de buen gusto, que Mortadelo sabe hacer a Stanley Kubrick y a su ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.
Los bultos en el adoquinado irregular de los suelos de las calles parecen burbujas de ingenio y todos y cada uno de los tópicos de esta singular pareja de espías están dentro de la película. Las entradas secretas, las comunicaciones marca Matutano, el cameo del otro personaje preferido de Ibáñez como es Rompetechos; la chapuza inherente a la condición de español, el humor negro, la violencia como reflejo de una sociedad que hace mucho que ha dejado de funcionar, la socarronería propia de unos ciudadanos incapaces de ver la viga en el ojo propio, el chiste dejado y recogido con gracia. Las persecuciones imposibles, los sueños de grandeza, las ganas de que algo cuadre en un universo caótico y las dietas incobrables pululan en la pantalla cual gato harto de comer raspas de pescado. Y es que Ibáñez, y ahora Fesser, han sabido agrandar los defectos del españolito medio hasta hacerlos tan evidentes que solo pueden terminar en carcajada. En el fondo, todo es un espejo deformante, diabólicamente paródico, que nos muestra tal y como somos y además lo hace con furia y sonrisas al mismo tiempo. Nada fácil, jefe.

Así que es tiempo de coger el zapatófono y sintonizar los gruñidos del Súper. No hay que ceder a las pretensiones del loco científico que, como siempre, quiere probar sus inventos en las partes bajas de estos dos atolondrados elementos. Ofelia, usted siéntese porque va a ver cómo se van a dejar de mover esas mollas que tiene en las lorzas. Y todos unidos contra el cachondo de Jimmy y con la ayuda de ese maravilloso personaje que es el Tronchamulas. Es así de sencillo. Usted hace de Mortadelo. Yo hago de Filemón. O vice-versa. Qué más da. Todos somos vecinos de 13, rue del Percebe y no hay que dejar que lo absurdo sea el común denominador de todas nuestras locuras. Y que lo diga, jefe. Socorro. 

jueves, 4 de diciembre de 2014

TRASH (2014), de Stephen Daldry

Es muy fácil decir que la revolución empieza en un vertedero. Solo basta hacer que los pobres se decidan a luchar por unos derechos que les son arrebatados sistemáticamente todos los días. Es una vergüenza para cualquier país tener a niños recogiendo plásticos entre montañas de basura porque eso da una idea de lo que vale tener el poder. Brasil es el país con mayor desigualdad social del mundo y la corrupción es una compañera más de cualquiera que quiera arañar un cargo público. Es así de sencillo…sino ¿por qué nadie querría meterse en algo tan engorroso y falso como es la política? ¿Por el bien común? No nos riamos, por favor.

Y así quizás podamos darnos cuenta de que el cambio, el verdadero cambio, viene porque la mentalidad es otra, porque el dinero ya no es lo primero sino que la honestidad impera en todos los actos de nuestras vidas. Unos niños dan una lección porque hacen lo correcto a pesar de que no tienen ni para comer un buen trozo de pollo con arroz. Y es que siempre pasa lo mismo. Los más solidarios son los más pobres. Los que quieren mandar, lo quieren hacer porque el dinero llueve, porque ya no tendrán que preocuparse nunca más, porque si se conocen diez casos de corrupción es que hay otros noventa que no se descubren. Es así de sencillo. Y en esa impunidad es donde se mueve el ansia de poder. Como dice John Acton “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Como dice la necesidad “la pobreza enseña, la pobreza absoluta enseña absolutamente”.
El director Stephen Daldry ha puesto en juego sus viejas armas para construir una historia que no pasa de ser una fábula entre chabolas, que, a pesar de su vocación realista, nunca se llega a creer del todo. Parece como si, en algún lugar del guión, se hubiesen perdido algunas explicaciones aunque Daldry intenta ponerle truco a todo acudiendo a los sentimientos. Escondido tras una trama que lleva al espectador en volandas hay demasiados giros poco creíbles, que no llegan a apasionar en ningún momento salvo en uno y es claramente insuficiente para que llegue a calar intensamente esa rabia que tanto puede entrar en el espectador al ver cómo la desgracia se ceba con la pobreza. Cuando no es el hambre, es la indiferencia; cuando no, la humillación y, por si fuera poco, la brutalidad policial al servicio del poderoso que, como una máquina que todo lo arrasa, extermina al mismo pueblo que le aupará al poder. De ese modo la ironía se completa en un círculo que solo se romperá cuando nuestro comportamiento deje de ser egoísta, deje de buscar el propio beneficio y deje de pasar de largo ante los problemas de los demás. Más que nada porque un día el problema será de todos.
El idealismo de la película se diluye en el cuento de hadas. Daldry no puede evitar la tentación de hacer que la infancia triunfe para que el espectador no se sienta estafado. Al fin y al cabo, los pobres son los que hacen a un país. Si ellos bailan, el país sigue el compás. Si ellos ríen, el país se alegra. Si ellos festejan, el país se cuelga guirnaldas al cuello y eso hay que conseguirlo entre todos. Entre ese cura que lucha hasta la extenuación porque haya algo de justicia social, entre esa cooperante que es capaz de aguantar sin pestañear una noche en una cárcel que es toda una ratonera, entre ese preso que está envilecido y que es capaz de hablar a un niño con una dureza que espanta, entre ese espectador que está a favor de la historia pero que no se acaba de tragar algunas cosas que ocurren en ella. Es fácil, solo hay que desterrar al corrupto. Ése que estafa cientos de millones. Ése que también traiciona por unos cuantos billetes que no van a ninguna parte. Porque no hay diferencia entre ellos. Son distintos peldaños de una misma escalera. Son los que verdaderamente tratan de disfrazar a la democracia de asesinato.

martes, 2 de diciembre de 2014

DUELO EN EL ATLÁNTICO (1957), de Dick Powell

Un inmenso tablero de ajedrez con el agua como tabla. Dos jugadores experimentados, muy curtidos en las batallas de la mente y del ataque. El ajedrez no se trata solo de intentar aplastar al rey sino de adivinar el siguiente movimiento del enemigo. El barco americano parte con una leve desventaja porque es visible. El submarino alemán desafía a la muerte haciendo una guerra moral que desconcierta al contrario. Héroes anónimos que tratan de hacer su trabajo de la mejor forma posible pero despreciando cualquier tipo de ideología que se halle instalada en sus respectivos países. Las ventajas se suceden, los accidentes ocurren, el agobio se aposenta tanto en las profundidades como en la superficie. No es una guerra en la que solo cuenten las cargas de profundidad y los torpedos. Es un conflicto de inteligencias.
Robert Mitchum encarna al Capitán Murrell, algo fatigado por el combate pero profesional de la navegación. Sabe que su labor es la de ser un perro de presa en el océano. No es fácil porque tiene que atacar y, al mismo tiempo, protegerse. Sus hombres son la prioridad pero también arrastra la certeza de que está ahí para acabar con el enemigo que se encuentra ahí abajo. No hay mucha más profundidad en su carácter salvo la de la experiencia de haber ganado y, también, de haber perdido. Al fin y al cabo, ese es el casco del que están hechos muchos navíos. Él empieza a pensar como lo haría un barco de guerra. Lo mueve en zig-zag, ofrece un flanco, es un lince en la previsión del siguiente movimiento. Y tiene un acierto incuestionable porque guarda un enorme respeto por el hombre al que se tiene que enfrentar. Esa es la noción básica de todo buen oficial. Y el Capitán Murrell lo es. El mar lo sabe muy bien.
Curd Jürgens es el Capitán Von Stolberg, cansado ya de tanta doctrina y de tantos sueños de grandeza que se le han vendido en forma de victorias que no existen. Sabe que su labor es la de huir y sorprender, hacer que el americano se desespere, que vea que las cargas de profundidad no son un problema, que siempre tiene una salida aún más brillante, aún más ofensiva que la simple resistencia. Sus hombres son la prioridad pero también arrastra la certeza de que está ahí para acabar con el enemigo que se encuentra ahí arriba. No hay mucha más profundidad en su carácter salvo la de la experiencia de haber perdido mucho más que haber ganado. Al fin y al cabo, ese es el caso del que están hechos muchos submarinos. En sus manos, el submarino se mueve, se revuelve, se camufla, se esconde, se prepara y dispara cuando tiene que hacerlo. Y tiene un acierto incuestionable porque guarda un enorme respeto por el hombre al que tiene que vencer. Aunque solo sea una vez más, aunque el sabor de la victoria sea tan fugaz que apenas dé tiempo a retenerlo en los labios. El Capitán Von Stolberg es un buen oficial. Las profundidades saben que lo es.

Dick Powell dirigió con acierto una película que se centra básicamente en el hecho bélico y en la capacidad profesional de unos hombres que estaban en una guerra encarnizada que les obligaba a sacar lo mejor de sí mismos aunque su labor fuera matar. El duelo en el Atlántico se produce porque es fascinante enfrentar dos inteligencias que pugnan por un atributo básico del ser humano como es la simple idea de la supervivencia. Hay ritmo en ese mar. Hay vigor en esas acciones. Hay sentido en sus tácticas. Y, también, una última esperanza en sus actitudes.

LUNAS DE HIEL (1992), de Roman Polanski

Si hay ganas de hacer un viaje a California desde la taza de polvo de Oklahoma, el debate que sostuvimos sobre "Las uvas de la ira" en "La gran evasión" lo podéis escuchar aquí. Para que siempre estemos allí...

 Quizá no haya nada más allá del deseo. El deseo absoluto, el deseo opresor. Por el camino se visitarán muchos grados de deseo. El deseo inocente, el deseo caníbal, el deseo imaginado, el deseo sugerido, el deseo humillado, el deseo degradado, el deseo acobardado, el deseo sometido…pero más allá del deseo solo existe la muerte. Demasiadas degeneraciones de un sentimiento que puede que, en algún momento, haya rozado el amor pero nunca vino para quedarse. Seres humanos que confunden el amor con el sexo y juegan alrededor de esa confusión hasta perder la razón marchan a la deriva en un barco que nunca llegará a su destino. Quizá la última lección del deseo sea el aprecio hacia lo que se tiene, porque se tiene gracias al deseo pero se pierde por culpa de la ambición sexual.
No hay nada como contar a un extraño las bajezas del espíritu de la pareja. Las humillaciones son tan enormes, tan innombrables que, dichas en voz alta, parecen descargarse un poco sobre los hombros del otro. Pero la humillación es un afrodisíaco para quienes no la padecen. Es el último peldaño del placer total. Una mujer, con una sola mirada, es capaz de atraer todo lo que un hombre puede soñar. Dentro de ella, lleva la lujuria, el olvido, la soberbia, la ira, el desprecio…sobre todo, el desprecio. Y eso es lo que hace que sea un animal peligroso, uno de esos que pone la trampa para que el cazador se entretenga cuando su objetivo, en realidad, es otro. El juego de la seducción nunca debería de acabar. Solo la mirada hacia dentro del mayor perdedor es capaz de poner fin al juego. Basta con apretar el gatillo y hacer que todo acabe. Igual que todo empezó. Con un relámpago.
Y es que, en ocasiones y sin saber muy bien por qué, una mujer, sin ni siquiera dirigirte la mirada, levanta en ti pasiones que creías escondidas o muertas y sueñas con el roce permanente de su piel, con el ambiente hechicero de su perfume, con el olor a sexo húmedo en algún lugar de su aire. Y eso no se puede dejar escapar. Hay que buscarlo con ahínco porque, si no lo haces, otro se te adelantará y podrá comprobar que lo que te has perdido es mucho mayor que lo que te has jugado. En cualquier caso, es una derrota. Inexplicable y definitiva. Total. Como el deseo que sentiste.

Roman Polanski vuelve a sus obsesiones agobiantes a pesar de ser una historia con algunos espacios abiertos y lo hace con una mirada de voyeur hacia las interioridades de una pareja que, a través del sexo, juega a destruirse a cada momento. Sobre todos los intérpretes, destaca Peter Coyote, como ese escritor frustrado, engullido por la mediocridad y que cree haber encontrado platino puro en su devenir vital cuando experimenta hasta dónde puede llegar en la obsesión en el sexo y en el sexo como obsesión. Al fin y al cabo, es muy duro tener que convivir todos los días con alguien que baila con tanta fiereza que la mente, cada vez que mira tal demostración, no hace más que masturbarse al son del tintineo de los hielos de un vaso de whisky y bajo el ambiente de un cigarrillo que nunca se apaga. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

VORÁGINE (1949), de Otto Preminger

Adentrarse en el alma de una mujer no es una cuestión de parapsicología, es solo una demostración de inteligencia. Hay una tendencia a pensar que el malvado de cualquier historia, sea real o imaginaria, tiene rasgos que le hacen inferior y siempre se le puede vencer. Nunca he creído que fuera así. La gente mala, que hace daño desde su posición de poder o de dominio, suele ser bastante inteligente porque esa maldad no es producto de un momento de inspiración. Es algo pensado y metódicamente creado con la vista puesta en los objetivos que esa persona persigue, por muy lejanos que parezcan o, incluso, peregrinos. Otra cosa es que nos gustaría que fueran tontos para tener una jugada de ventaja pero eso, tristemente, no es así.
Decía que adentrarse en el alma de una mujer es una demostración de inteligencia porque las mujeres, más que ninguno de los otros seres de la creación, están sometidas a los vaivenes de la moral, de las apariencias e incluso de los ingenuos idealismos de una vida ordenada. Es verdad que es muy peligroso sondear sentimientos en esos abismos porque la mujer, como los malvados, son muy inteligentes, mucho más que el hombre y los recovecos de su pensamiento pueden ser muy complicados e, incluso, impensables para el sexo débil, que es el masculino. Así, un extraño puede ganarse un rincón de su interior y un marido permanecer fuera en una dulce ignorancia que solo puede ser apagada por un choque que, muy a menudo, no pertenece a la razón.
Si además el malvado que quiere, por todos los medios, violar la intimidad de la mujer es un tipo que domina otras habilidades como puede ser la hipnosis, entonces todo se complica porque ya estamos en un campo de batalla que muy pocos entienden y que en el que muchos no creen. Quizá, eso sí, ése sea el único estado en el que se pueda obligar a una mujer hacer algo porque si ellas, por poca personalidad que tengan, no quieren hacerlo en estado consciente, no hay forma de obligarlas.

Otto Preminger sabía todo esto y más y puso en juego una historia que resulta apasionante en el desarrollo de ese aprovechado sin escrúpulos que interpreta José Ferrer con clase y paciencia, con unas dotes de observación impresionantes y una corrupción moral implacable. La víctima, como no podía ser otra, es Gene Tierney, un tanto obsesionada por el carácter frío de su marido que busca un escape a la presión diaria en una pequeña debilidad que acaba por ser su talón de Aquiles. Richard Conte es el hombre que lo racionaliza todo, que analiza cada uno de los movimientos de su mujer y que, en el fondo, fracasa en su vida de pareja porque cree que basta con ofrecer una posición cómoda y una seguridad más que aparente. Todo se desmorona cuando el asesinato hace su aparición y la vorágine de la culpabilidad comienza a invadir todos los aspectos de unas vidas que van a la deriva con demasiada facilidad. El malvado, el listo, se aprovecha de esa zozobra vital que azota a unas mujeres que hacen de la duda todo un estilo de vida. Y el cine negro psicológico es una apasionante pesadilla de la que es muy difícil despertar.

jueves, 27 de noviembre de 2014

LOS JUEGOS DEL HAMBRE: SINSAJO (parte I) (2014), de Francis Lawrence

Toda rebelión debe tener una cara visible, alguien con quien la gente pueda identificarse sabiendo que una parte de lo que siente cada uno está dentro de esa cara que es capaz de unir la rabia de un pueblo oprimido con el heroísmo de una edad temeraria. Para esa persona elegida no es fácil convertirse en el líder de una oposición a un régimen autoritario. Las vacilaciones y los cambios de opinión son flechas que no tardan en clavarse en un alma poco hecha, habitual en una sociedad superficial. La propaganda debe funcionar porque eso es lo que hace que la gente se convenza. Y hay que hacer anuncios publicitarios que parezcan auténticos.

Así que nada mejor que poner a esa cara en el ambiente propicio para que saque la ira que el pueblo necesita. Al fin y al cabo...lo que se vende, por muy justo que parezca, puede que no sea todo lo justo que debiera ser...pero eso ¿qué más da? Lo importante es ese grito que desahoga a la multitud que cree que la rebelión es el futuro por mucho que contenga gestos que presagian que todo va a seguir igual con una estética diferente. Pero, de momento, la lucha es lo importante. La chica elegida tiene carisma, es atractiva, es una guerrera y es humana. Tiene todo para triunfar.
Lo malo de todo es que los juegos ya han pasado a la historia. Ahora de lo que se trata es de contrarrestar la brutalidad inherente a un sistema que ha optado por la política de tierra quemada para imponerse. Y a cada nuevo desafío, sube un peldaño más en la escala de violencia sin contemplaciones. A esos discursos dichos con el rostro amable de un dictador hay que combatirlos con la cara angelical y retadora de un ángel con flechas, a la única que tiene alas para que todo el mundo crea que la libertad existe. Nadie se plantea el problema de que la propaganda suele ser un dechado de mentiras.

Con Jennifer Lawrence de nuevo entramos en la recta final de la saga de Los juegos del hambre con la trampa formal de alargar la historia en dos capítulos para hacer que los adolescentes que se entusiasmaron con las novelas y con las películas sean ya hombres y mujeres de piel curtida a los que hablar a la altura de los ojos. ¿Se lo han creído? ¿No? Pues tienen razón. La taquilla es lo que manda y si se puede alargar artificialmente el asunto, mejor que mejor. Y es difícil escribir sobre la tercera parte de una trama que solo se muestra en su mitad porque, desde luego, todo queda por cerrar y, de alguna manera, se ha renunciado a la acción que embelesaba a los púberes para encerrarlos en una especie de túnel vertical donde la política entra en juego a la vez que la revolución. ¿El resultado? Eso da igual. Ni mucho, ni poco. Ni blanco, ni negro. Los personajes están ahí, evolucionando de una forma, a menudo, incomprensible y vacilante como recalcando, una y otra vez, que la edad de los protagonistas dista mucho de la madurez. Se canta un himno bonito, hay dos acciones de guerra y una de ellas es casi testimonial, la heroína no sabe si va o viene, los que detentan y quieren el poder juegan un poco a lo mismo, se explican las cosas de aquella manera y ya está. Tampoco vamos a pedir unas peritas a los juegos del hambre. Como ocurre con las dos primeras partes, Donald Sutherland es de lo mejor, ver por última vez a Philip Seymour Hoffman resulta un ejercicio de amargura, Julianne Moore navega con maestría entre la antipatía y la eficacia, Woody Harrelson sigue poniendo aire de desastre a un personaje que podría ser mucho más interesante y, por supuesto, Jennifer Lawrence gana mucho en el primer plano con un traje favorecedor pero pierde enteros en cuanto se luce en sus movimientos más bien torpes de arquera decidida. Todo esto son detalles ínfimos que no cuentan para nada. Lo importante es hacer que el jovencillo de turno se crea único y genial pero me da a mí que esta primera parte se queda un poco corta para las expectativas que generan tales edades impulsivas. Aunque, naturalmente, esto lo dice alguien con una cierta edad así que no tiene ningún valor.

martes, 25 de noviembre de 2014

HEAT (1995), de Michael Mann



Rápido, Neil. Tienes que ser mejor y estar despierto. Los golpes que planeas son relámpagos en la frente de los policías. Llegáis, hacéis el trabajo y os largáis. Fácil y limpio. Sin más consideraciones. Quizá no sabes vivir de otra manera y, por eso, aunque en apariencia has dejado todo sin atar para que puedas abandonar al instante tu vida, sabes que eso no va a ocurrir. Por eso te detienes en lo que no debes. Por eso te gusta una chica que nunca pensaste que ibas a tener. Y lo peor de todo. Sientes una conexión con el hombre que te persigue.
Rápido, Vincent. Tienes que ser mejor y estar despierto. Has detenido a muchos y has invertido muchas horas en pararles los pies a los malos. Ahora, delante de ti, tienes a un profesional de primera clase, un tipo que sabe lo que hace y, lo que es más, en su terreno es tan bueno o mejor que tú en el tuyo. Quizá hay demasiadas distracciones en tu vida. Un matrimonio que no funciona como debería. Una niña a la que adoras y que, a pesar de tus constantes ocupaciones, compadeces porque se siente muy sola. La calle te espera con sus noches de diseño y la amargura está en tu rostro. Nadie te lo nota. Solo, tal vez, un hombre al que persigues. Un ladrón. Un tipo que solo mata si lo ve absolutamente necesario. Sientes una extraña conexión con él.
Esa conexión que Neil y Vincent sienten es la seguridad de que en otra vida, en otro tiempo, tal vez, esos dos hombres podrían haber sido hermanos.
Y eso quedará reflejado en sus rostros cuando ambos se encuentran en una cafetería de carretera, uno de esos sitios impersonales. Los dos se cuentan lo que sienten en apenas cinco minutos y también se echan a la cara la promesa de una muerte segura si ven que es necesario. Sin embargo, se miran con amistad como si, de verdad, hubiera habido algo entrañable entre ellos. Algo así como una simpatía íntima, una certeza cómplice, una verdad que solo ellos dos saben leer en el otro.
Mucho se ha escrito sobre una película en la que coincidieron dos actores de la talla de Al Pacino y Robert de Niro. Una leyenda circuló acerca de que ninguno de los dos quiso rodar ninguna escena con el otro. Y eso fue mentira. No solo porque años después rodaron una película, muy inferior a ésta, en la que compartieron más de una escena como Asesinato justo, sino porque hay imágenes de cómo se hizo esta película y se ve a los dos sentados en esa mesa de cafetería intentando encontrar el punto justo a ese encuentro que marca el momento álgido de una película diferente sobre policías y ladrones. Algunos años antes, cuando Al Pacino recibió el Premio del American Film Institute, Robert de Niro le envió un mensaje grabado que decía así. “Mucha gente dice que no somos amigos y tú y yo sabemos que sí lo somos. Soy muy afortunado por tener tu amistad y, no solo eso, sino que sabes que te admiro porque eres el actor más brillante de tu generación…si me exceptúas a mí, claro”.

Y así fue cómo se encontraron, cómo hicieron algo muy parecido a una película de acción de caracteres que, enfrentados por las circunstancias, consiguen ver en sus vidas algo parecido a un compañero. Algo que siempre es de agradecer.

LA MANO (1981), de Oliver Stone

Si tenéis ganas de perder un rato escuchando lo que pudimos decir sobre ´´El", de Luis Buñuel con dos actores en el estudio la podéis hacer aquí. Vamos con más monstruos surrealistas.

La imaginación suele ser un arma muy poderosa. Tanto es así que se puede convertir en algo maligno, sucio, agresivo, mortal. Quizá no haya nada peor para un dibujante de cómic que perder una mano en un estúpido accidente. Y esa mano nunca se recupera. Se torna en una especie de criatura que se arrastra por el suelo, usando los dedos como patas y la mentira como coartada. Esa mano tiene vida propia porque su propietario está siendo humillado y no permite que eso ocurra. Su mujer está decidida a abandonarle. Su editora sugiere la posibilidad de que su creación, su criatura dibujada, pase a otro. El resto de su entorno muestra su lado oscuro mientras él lucha cansinamente por no sacar el suyo. Sin embargo, es como si esa mano que perdió atesorase las peores intenciones de su yo más profundo. Lo que pasa por su mente es realizado por su mano. Es una simple ejecutora de sus voluntades. Es, en el fondo, un miembro cercenado que sigue obedeciendo las órdenes de su dueño.
Y así el dibujante ve cómo se va quitando de en medio todo lo que puede estorbar sus deseos. No tiene más que pensarlo y la mano se arrastrará por la maleza para llegar a sus objetivos. La mano aprieta, la mano desgarra, la mano lucha, la mano aparece. Incluso un mendigo de rostro conocido se le acerca para pedir una limosna para seguir bebiendo y la mano, a modo de experimento, se lanza sobre él sin piedad, dispuesta a inaugurar su rastro de sangre y de odio. Ésa es la clave: el odio. Sin odio, la mano no tiene móvil. La mano, al fin y al cabo, es un trozo de carne que, muy posiblemente, esté siendo devorada por miles de insectos que se están dando un festín sobre la piel que, un día, dio salida al talento del dibujo y de la creación. La mano lo es todo. El dibujante, sin su mano, no es nada.

Oliver Stone dirigió esta película adentrándose por los parajes del terror con la colaboración de Michael Caine, traumatizado por la pérdida de su más querido instrumento corporal porque, con esa mano que él pierde, podía trabajar, podía expresar cariño, podía ser un hombre. Sin ella, sencillamente, no lo es. Ha extraviado su hombría en algún lugar del rencor que guarda en todos los rincones de su cuerpo y al perder una de las partes, ese rencor aún existe en esa extremidad vital que se transforma, misteriosamente, en una rabia incontrolable, en una sigilosa ejecutora, en un instrumento más del infierno. Más que nada porque el infierno está en el interior de todos nosotros, en nuestro lado más turbio, en ese cuarto vacío y blanco que habita en algún lugar de nuestra personalidad y en el que vamos amontonando todas nuestras cuentas pendientes, nuestros desprecios, nuestras verdades ocultas, nuestra saña y nuestra más íntima locura que nos impulsa a querer lo impensable, a vivir en el engaño más pacífico y a esconder nuestra auténtica naturaleza.

viernes, 21 de noviembre de 2014

THE SCORE (2001), de Frank Oz

Un último golpe y a vivir. Aunque eso signifique saltarse una de las reglas sagradas como es no trabajar en la ciudad donde vives. Ya son demasiados planes, demasiadas preocupaciones, demasiada inestabilidad. No se debe nada, todo está en orden. El último golpe merece la pena y habrá que aprovecharlo. Un cetro real retenido en la aduana canadiense. La sonrisa sale y el colmillo reluce. Demasiado dulce como para rechazarlo. Hay que dejarlo, Nick. Y ésta es tu oportunidad.
Un último golpe y a pagar las deudas. Aunque eso signifique el fin de la asociación con Nick pero la situación es realmente apurada. Dinero prestado de unos tipos poco recomendables y la trampa llega al cuello. Hay buena información y nada puede salir mal. Claro que nada puede salir mal siempre y cuando Nick realice el trabajo. Sin él, no hay asunto. Solo esta vez para mantener la casa con piscina cubierta y sauna. El resto ya tiene que ser una renta vitalicia. Hay que dejarlo, Max. Demasiadas pistas conducen al dinero. Y ésta es tu oportunidad.
Un primer golpe y el futuro se abre. Aunque eso signifique que la traición tiene que estar bien urdida. Basta con tener la suficiente información desde dentro y no cabe duda de que la actuación es una de las virtudes del ladrón moderno. Ya basta de golpes de tres al cuarto y hay que ascender a la primera división. Esos tipos que me rechazan porque creen que soy un advenedizo arribista se van a llevar su merecido. No hay duda. No confían en quien les abre las puertas de la opulencia. Pues aquí el más listo es el que se va a llevar el botín. Claro que Nick es el mejor. Sin él, no hay asunto. No merece más que desprecio pero el muy cerdo sabe hacer su trabajo. Un golpe sencillo, limpio, rápido y con mucha coordinación. Hay que empezar, Jack. Y ésta es tu oportunidad.
El juego comienza y tres ases manejan la baraja. Tres tipos con intereses muy diferentes y a cada cual más listo. ¿Nick sabrá hacerlo? ¿Max repartirá el dinero entre tres? ¿Jack se rendirá al código ético no escrito del ladrón de guante blanco? Es un partido en el que el marcador está muy igualado y que se saldará con una derrota apabullante. Y el que pierda, lo perderá todo. Así de claro y de simple. No hay piedad para los vencidos.

De Niro, Brando y Norton perpetran un golpe maestro en el que sale perjudicada la interpretación de Angela Bassett, un carácter claramente incompleto y poco desarrollado, en un juego de inteligencia y en el que tiene más importancia lo que no se dice que lo que se expresa. El atraco es pura matemática. El reparto es oportunismo. El silencio es la pista. Sin esos elementos, nada es posible y ellos tres, mal que pese al amante del cine moderno, consiguen hacer creíble la historia de un robo que les convierte en reyes y competidores a partes iguales. Eso sí, con la sonrisa y los ademanes suaves siempre a punto. Es un golpe maestro y esta película es mejor de lo que parece y de lo que se dijo en su momento. Basta con ser un espectador y darse cuenta de que todo, absolutamente todo, está pensado desde el principio.

jueves, 20 de noviembre de 2014

MATAR AL MENSAJERO (2014), de Michael Cuesta

Cuando un periodista honesto decide contar la verdad, todo el sistema se tambalea. Solo porque la verdad es el verdadero instrumento de la democracia y porque también es el instrumento de expresión que descubre gobiernos, condena injusticias y destapa escándalos sin ningún tipo de connotación partidista o social. La verdad, pura y simple, es la auténtica finalidad del periodismo. Sin ella, no es más que una profesión vacía, que cualquiera puede llevar a cabo, vendida al mejor postor y un medio para la injuria, para la tendenciosidad, para seguir aumentando el volumen de mentiras, falsedades, medias noticias y como ejemplo de la más perfecta prostitución profesional.

Cuando algo verdaderamente importante y certero es contado por un periodista, el poder más oculto se echa a temblar porque lo siguiente no será más que un cúmulo de insultos, de dudas esparcidas como bombas de racimo, de amenazas veladas y de petición de pruebas para rebatir una verdad que pone al desnudo todas las carencias del sistema. Es difícil ser ese periodista que siempre dice la verdad y que, además, tiene un compromiso con ella porque tiene plena conciencia de que, sin verdad, no hay periodismo, solo hay propaganda, timo, nada. No vale que desde el otro lado se esté diciendo por activa y por pasiva que la democracia está en peligro porque alguien ha abierto la boca. Está en peligro porque el poder, cuando se manifiesta, se mueve y se esmera en perjudicar a alguien deliberadamente para callarlo, se llama fascismo. Y de eso tenemos la prueba todos los días.
Lo que sí es cierto es que no todos los periodistas están dispuestos a asumir ese compromiso. Al fin y al cabo, un trabajo es un trabajo y no están los tiempos como para dejar escapar un sueldo seguro y una cierta admiración generalizada sin caer en la cuenta de que, al estar al servicio del gobierno, de la tendencia política o de la venganza social se convierten en un elemento más de esa enorme maquinaria invisible que engulle todos los derechos y, con ellos, todas las verdades. La verdad tiene que estar por encima de todo, por encima de los intereses, por encima de los que pretenden auparse a lo más alto diciendo solamente lo que los ciudadanos quieren oír, por encima de la mal llamada dignidad personal que solo desea vengarse de unos políticos sinvergüenzas que deberían tener más presente las necesidades de un pueblo que clama por unos dirigentes que se dejen la piel por el bien común y no por ellos mismos. No se puede construir nada en común si no contamos con el otro. Lo demás es solo política, una palabra que, poco a poco, ya se va convirtiendo en un insulto.
Y así asistimos a la corrupción generalizada en los sucesivos gobiernos que acceden al pacto con las más despreciables mafias con tal de mantener el poderío internacional, con tal de seguir apropiándose de la imagen impoluta de defensores de la democracia cuando, en realidad, no están dispuestos a ceder nada a la gente que más lo necesita. Todo lo contrario, se crean necesidades terribles entre esa gente para llevar a cabo sus deleznables propósitos. Asesinos de una verdad que ningún periodista se atreve a salvar más allá de su cómoda silla asalariada y de su cómodo trabajo prostituido.

Excelente interpretación de Jeremy Renner en una historia que engancha desde el principio pero que adolece de fuerza, como si no se quisiera contar toda la verdad alrededor de la posibilidad de que el gobierno de los Estados Unidos introdujera droga en el país para financiar a la Contra nicaragüense. El desenlace es un poco difuso, indeterminado, resuelto torpemente con unos carteles que nos cuentan el resto casi con una sensación de hastío en sus letras cuando, en realidad, la película cuenta con un reparto muy atractivo, una trama que puede ser apasionante y una verdad que merecería algo más de atención. Aún así, se puede intuir la enorme soledad de un periodista que, aunque sea con la más estúpida de las noticias, es un defensor comprometido de la verdad. Porque todos merecemos saberla. Porque todos necesitamos tenerla. Incluso los titulares de esos medios escritos que ponen sus ideologías por encima de las necesidades de un país bajo sospecha.

martes, 18 de noviembre de 2014

LLAMADA PARA UN MUERTO (1966), de Sidney Lumet

La vida, a veces, es demasiado gris como para ser contada. Trabajar en el servicio de contraespionaje no es ninguna ganga porque no deja de ser un trabajo de oficina en el que tienes que lidiar con unos cuantos jefes sin muchos escrúpulos. Se intenta aclarar el pasado algo revolucionario de un funcionario del servicio. Una locura de juventud, sin duda, que siempre está dominada por un idealismo condenado a morir. Todo aclarado. Pero, sin embargo, al día siguiente aparece muerto. Y el servicio investiga estas cosas. Más que nada para comprobar que no haya habido fugas, ni algún comentario fuera de lugar. Londres es testigo de esa investigación. Con sus días fríamente soleados y sus noches lluviosas donde las sombras del pasado saben confundirse. Algo rutinario pero no del todo claro. Ya se sabe. Asunto de espías. Sin inventos fantásticos, ni cosas raras. Solo personas.
Tanto es así que es difícil llevar una investigación a cabo cuando en casa hay problemas. No falta amor pero hay cosas que no se pueden comprender. Quizá es mejor hacerse daño y estar juntos que estar mentalmente sanos y separados. Las piezas están muy lejos de encajar pero todo encaja, como un rompecabezas que estaba destinado a no ser resuelto y, sin embargo, ahí está, con todas sus partes entrelazadas de forma lógica. Basta con tirar del hilo y hacer del pasado, una clave. El resto consiste en esperar a que se muevan los implicados. Y observar cómo todo se resquebraja con un patético y aburrido aire de normalidad. Muy fácil. Muy triste.

Tal vez esta sea una de las mejores adaptaciones que se han hecho de una novela de John Le Carré, con un James Mason enorme, dibujando en su rostro de madurez los estragos de una vida de descontento apagado, de melancolía asumida y de fascinante discreción. A su lado, Maximillian Schell, viejo amigo de viejas épocas, de cuando los espías solo tenían una cara para ofrecer y algún cariño motivado por el roce propio de la profesión. Un poco más allá, Simone Signoret, herida por el tiempo en su piel hermosa que llega a ser comprendida en su posición porque el dolor ya se ha instalado en su rostro de porcelana huida. En el hogar, Harriet Anderson, una de las musas de Bergman, que pierde sentido en su ninfomanía, acuciada por una soledad que no se molesta en comprender porque precisamente ahí es donde más daño puede sufrir. Tras las cámaras, un Sidney Lumet paciente y sabio, que no duda en esbozar las esquinas de un Londres gris y burlón, que ofrece vida a quien ya no tiene ganas de seguir adelante porque las experiencias se acumulan en un buen puñado de decepciones. El asunto mortal es muy raro, es peligroso, es sucio y es, también, una nueva decepción. Basta con mirar alrededor y comprobar que ninguno de los personajes que intervienen en esta farsa de apariencias y fingimientos grisáceos tienen nada a lo que agarrarse. Solo un funcionario discreto del MI5 que intenta coger lo que es suyo con la última uña de sus dedos.

ÉL (1953), de Luis Buñuel

Si hay ganas aún de dirimir un último duelo con la luz del crepúsculo, podéis escuchar el debate que sostuvimos la semana pasada en "La gran evasión" alrededor de "Duelo en la Alta Sierra", de Sam Peckinpah aquí.

Yendo y viniendo. Yendo y viniendo. Como un pensamiento que no se va de la cabeza. Ella es infiel. Ella es infiel. Es lógico que se piense eso. Yendo y viniendo. Al fin y al cabo, un hombre que jamás ha sido amado no sabe muy bien en qué consiste eso del amor y los celos obsesivos son una muestra de amor bajo su punto de vista. Yendo y viniendo. Tanto es así que la quiere solo para él. No quiere compartirla con nadie. Cualquier hombre que la mira, aunque sea por una simple cuestión de educación, ya es un conquistador nato que quiere llevarla a la cama. Yendo y viniendo. De la cama a la mesa. De la mesa a la cama. Yendo y viniendo. Y nadie se ríe de Francisco Galván. Faltaría más. Él procede de una familia de rancio abolengo y nadie puede quitarle lo que legítimamente es suyo. Yendo y viniendo. Como si fuese tan fácil. No saben con quién se las están viendo. Y esa zorra…voy a tener que coser la puerta de entrada para que nadie llame al deseo. Yendo y viniendo.
Yendo y viniendo de la iglesia al dormitorio. Y es que es así. El éxtasis religioso por los pies hasta el embelesamiento sexual por los pies. Yendo y viniendo. De arriba abajo. Desde los cielos hasta los zapatos. Es tan fácil enamorarse de unos pies que caminan y que están enfundados en unos atractivos zapatos negros que van y vienen… Yendo y viniendo. Como un aviso de que a la mujer hay que servirla, mimarla, quererla y cuidarla pero yendo y viniendo como van es casi imposible. El ingeniero que la mete en su coche. El licenciado abogado que baila con ella como si la conociera de toda la cama. El impresentable individuo que les sigue allá por donde van en plena luna de miel. Se va a enterar ese fulano. Le voy a pegar un puñetazo que no va a saber si va o viene. Yendo o viniendo. Como un puño surcando el aire. Como una propiedad que se quiere arrebatar. La mujer es mía y nadie puede remediar eso. La voy a coser y así esa boca insaciable se va a callar definitivamente y ya no va a llamar a más machos cabríos. Yendo y viniendo de su habitación a la mía. Hipócritas. No saben lo que es el amor. Y Francisco Galván sí que lo sabe.

La bipolaridad paranoide acaba por pedir un recogimiento. Pero no se deja de ir y de venir. La oración es una plegaria que va y el aliento de Dios es una ilusión que no viene. Yendo y viniendo, qué tontería. Dios nunca viene, siempre va. Igual que ella con sus zapatos negros de tacón alto y su altanería sofisticada. Yendo y viniendo por las calles como si no tuviera a nadie en este mundo. Y tiene a Luis Buñuel que da forma a sus atractivos igual que moldea las obsesiones de él. De él. De él. Que solo va y viene. Yendo y viniendo. Con aguja en el bolsillo, algodoncillo para secar la sangre y la mirada trastornada. Yo creo que ya viene y que ha dejado de ir. Yendo y viniendo la obsesión se queda. Buñuel se queda. El sexo se evapora en los celos. Los celos mueren con el amor. El de verdad. El resto es solo un ir y venir que nunca acaba por un camino estrecho asfaltado de gravilla que merece ser pisada. Yendo y viniendo, naturalmente.

viernes, 14 de noviembre de 2014

CENA DE ACUSADOS (MARIE-OCTOBRE) (1959), de Julien Duvivier

Una cena de antiguos camaradas. Una célula de la Resistencia que se dedicó al sabotaje, a la conexión con los Aliados a través del Canal de La Mancha, a la financiación de diversos grupúsculos de provincias. Todo parece rutinario. Algunos años sin verse y la gente cambia. Ahora han dejado de ser aquellos jóvenes impulsivos e idealistas y se han convertido en hombres de negocios, carniceros, abogados, médicos e, incluso, uno de ellos ha abrazado los hábitos. De entre todos ellos, una mujer. Hermosa y única. Irrepetible. Centro de las miradas. El tiempo ha hecho que su belleza madure y su mirada sea serena y lúcida. Y se reúnen porque ella, en colaboración con el segundo de aquel grupo, quieren saber quién les traicionó ante la Gestapo costando la vida a su jefe, un hombre inigualable, lleno de ilusiones por la libertad, pleno de confianza ante un pueblo que vivía oprimido ante el invasor. El misterio está servido.
Poco a poco se van revelando sus motivaciones para entrar en la Resistencia. Unos quisieron ser coherentes, rechazando lo que significaba la aceptación nazi, otros desearon estar al lado de sus amigos, llenos de razón y de fuerza. Incluso algunos, simplemente, se jugaron la piel porque estaba ella, María Octubre, la única persona capaz de dar sentido a sus vidas. Después de eso, las motivaciones para matar al jefe van saliendo de sus entrañas. Pueden ser unos, pueden ser otros. Unos afirman, otros desmienten. El misterio se embrolla aún más porque la noche de la traición fue confusa, todos corrieron a refugiarse, huyeron como pudieron y no miraron atrás. Y atrás se quedó su jefe, recibiendo las balas que estaban destinadas a acabar con la Red Vallance de la Resistencia parisina. Más tarde, el olvido cayó sobre los hechos acaecidos. Pero ella no olvidó porque también perdió el corazón aquella noche de disparos y de mentiras.

Julien Duvivier dirigió maravillosamente bien esta película con una serie de actores impresionantes dando vida a un pasado al que han enterrado sin cerrar todas las heridas. Entre el reparto hay actores verdaderamente grandes como Paul Meurisse, Serge Reggiani, Danielle Darrieux, Bertrand Blier o Lino Ventura y, sobre ellos, hay culpabilidades, embustes, apariencias, reproches y rencores que se convierten en personajes que también están invitados a esa cena de antiguos camaradas que tiene el destino de una tragedia que quedó suspendida en el aire, atrapada en el silencio porque, cuando huyeron, no solo no miraron atrás, sino que se negaron a recordar. Pero ella, la conciencia del grupo, la que les dio forma y un objetivo común, la que hizo que todos bajaran la mirada a su paso, avergonzados por sentimientos que también se reunían clandestinamente en sus interiores, hará que el pasado vuelva, que el jefe de aquella célula vuelva a estar de pie ahí, al lado de la chimenea, dirigiendo miradas acusadoras a todos los compañeros por los que dio la vida y por los que sacrificó la felicidad de los que realmente le apreciaban. Y es que, muy a menudo, la traición arrasa con muchas vidas que se tocan, se juntan y se acarician en la noche. 

jueves, 13 de noviembre de 2014

INTERSTELLAR (2014), de Christopher Nolan

“No entres dócilmente en esa noche tranquila,
la vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día.
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz”.

Y cuando la Humanidad está en trance de desaparición hay que sacar la rabia que solo el hombre guarda en su corazón para que haya una luz que, débil, todavía guíe nuestra ida en un mundo que muere. Un corazón que late en busca de más tiempo, quinta dimensión que se escapa inexorablemente en un espacio que se yergue como la única esperanza sin explorar. Las estrellas y sus ojos abiertos tienen todas las respuestas que no son interrogantes de un ser supremo sino las consecuencias de nuestras propias obras. Y allí, donde el cosmos termina habrá una vuelta atrás, un mensaje cifrado que tiene que atravesar todos los momentos para darnos cuenta de que, en realidad, solo el amor puede perdurar a través del reloj, por muchas horas que pasen, por muchos años que nos empeñemos en malgastar, por muchos principios que nos neguemos a empezar.
Allí, en los minúsculos y ajenos picos de datos que ofrecen la prórroga de la especie, el entendimiento se puede torcer de la misma manera en que el tiempo se convierte en el peor enemigo del explorador más intrépido. Y así se entabla una lucha sin cuartel entre el bien colectivo y el deseo individual de supervivencia y la víctima siempre es la misma raza humana. El progreso, al fin y al cabo, no es más que una estafa que ha hecho que olvidemos los principios fundamentales de la misma esencia del hombre, fácil de hallar si queremos encontrarla. La historia pervertida para dar una información errónea que nos ayude a llevarnos en otra dirección no es la solución, ni siquiera es el auxilio que la raza humana necesita. Tal vez porque así también somos incapaces de darnos cuenta de los múltiples errores que hemos cometido. Tal vez porque, de alguna manera, nos empeñamos en cegar la percepción de lo conseguido y querer siempre más. La rabia anulada contra la agonía de la luz.
No, no hay que entrar dócilmente en la noche tranquila. No debemos conformarnos con un destino que se empecina en llegar al final porque el amor es capaz de cambiar todo lo escrito. El conocimiento será la salida. Racional y tranquilo. Comprensivo. Batallador y decidido pero también sin manipulación posible, sin prometer lo imposible. La espera, en muchas ocasiones, se hace eterna pero tendrá un sentido si nos sentimos amados, apoyados, acompañados, encontrados. Las tormentas de polvo en todas sus formas se irán cerniendo sobre nosotros si nos limitamos a esperar guarecidos en la comodidad. Hay que transformar la gravedad si eso nos ayuda a encontrar la verdad que está encerrada en cada uno de nosotros, porque eso hará que estemos con los pies en la tierra y la cabeza sobre los hombros. Solo la imagen de un futuro mejor, abundante y pleno, tiene que guiar nuestro progreso. El espacio lo espera. Las luces de la galaxia parpadean asombradas ante el empuje que nos impide entrar con la mansedumbre como insignia. El amor perdura. Lo demás es propiedad del tiempo.

Christopher Nolan ha elaborado una película que no se conforma con la aventura y se arriesga a ir más allá para llegar a lugares que antes habían visitado otros directores como Stanley Kubrick, Franklin J. Schaffner o Robert Parrish y despliega talento, sentido visual y profundidad. El resultado puede no agradar a los amantes de la acción o, incluso, a los que esperan que la filosofía dé sus argumentos en una historia que invita a la contemplación pero no cabe duda de que Nolan no resulta pretencioso, ni tampoco incapaz. A su servicio hay un gran reparto con algún que otro error pero la sensación al salir del cine es que, de alguna manera, el tiempo se ha detenido porque se sale un poco más sabio, un poco más auténtico, un poco más cerca de las respuestas a las eternas preguntas que nos condenan a un final antes de que lo hayamos dado todo. Y, pese a quien le pese, eso tiene mucho mérito.