viernes, 31 de enero de 2014

BRIGADA 21 (1951), de William Wyler

Es una de esas comisarías de policía que huele a sudor seco y a ánimo pegado a las paredes. Sus mesas de madera parece que están agrietadas, esperando algún nutriente con las bocas abiertas tan solo para seguir sirviendo como apoyo a tantos puñetazos de rabia, a tantos arañazos de pensamiento, a tantas horas de desilusión de aire viciado. Allí, una chica que ha robado un bolso y que solo lo hizo por impulso, por hacer algo prohibido aunque solo fuera una vez. En el otro lado, un joven que ha ido a la guerra y ha vuelto con la mirada cansada y desencantada y que cree que el camino más fácil para llegar al corazón de una mujer es el lujo. Por ahí en medio, un par de rateros de tres al cuarto, que han entrado y salido de la cárcel, que no son inteligentes pero que tienen ya demasiada furia contenida, demasiada sangre caliente para esperar muchas horas con las esposas puestas. Por último, un médico muy listo que ha hecho barbaridades, que se ha arrogado el poder de hacer lo que no debe en las peores condiciones posibles. Muchos sueños rotos que acaban con el incesante tableteo de las odiosas máquinas de escribir de teclas grasientas.
Los policías parece que están allí siempre, como cualquier mesa o silla, o como la odiosa portezuela de la balaustrada. Unos aún tienen atisbos de humanidad y creen que un perdón a tiempo puede servir más que una condena que hunde. Otros son eficientes y hacen su trabajo a conciencia aunque saben que no va a tener ninguna utilidad. Y aún hay otro más: es un tipo que ha empezado a mezclar sus sentimientos con su trabajo y que deja que el odio domine sus inquietudes y ciegue sus pensamientos. Cree que tiene poder para decidir sobre el destino de los demás y no le importa utilizar la violencia si lo cree necesario. Dentro de él, hay un corazón que ansía amar pero un velo nubla su mirada y destroza todo lo que toca entre otras cosas porque no ve nada.
Así pasan las horas en las cuatro paredes de una comisaría que se convierte en un depósito de gritos, de arranques de ira, de frustraciones contenidas. En el suelo, se acumulan las colillas y el humo parece que entra en los pulmones con las intenciones aviesas de un delincuente. En todo ello, hay un homenaje a las horas perdidas, a las noches lentas de olor estancado. Quizá sea la sala de espera que conduce directamente al fracaso.

William Wyler dirigió esta película con sobriedad y firmeza poniendo a Kirk Douglas en el disparadero y rodeándolo de un soberbio reparto de secundarios en el que destaca, ante todo, William Bendix, voz de la conciencia que no se arredra cuando tiene que ser determinante. El cuadro resulta asfixiante y algo frenético. Tal vez porque los hombres que defienden la ley ya han ido mucho más allá de su límite y, sin darse cuenta, están a un paso de ser detenidos y prestar declaración con las esposas puestas.

jueves, 30 de enero de 2014

MINDSCAPE (2013), de Jorge Dorado

La memoria suele ser muy amiga de la traición. Los detalles que dan forma al recuerdo, en muchas ocasiones, no son tal y como están guardados. Nuestra mente adorna esos momentos que fueron verdad, con pequeñas variaciones que acaban por deformar la visión del instante almacenado. Cuando volvemos a un sitio, es más grande, es más pequeño, es distinto o es decepción. El recuerdo es la arena movediza del cerebro.

Tanto es así que ese recuerdo que se quedó grabado puede ser manipulado al antojo de terceros que, a lo mejor, han llegado a compartir el momento. El recuerdo es demasiado parecido al sueño solo que es heredero del realismo. Y todo el mundo sabe que lo real es bastante relativo.
Lo cierto es que, cuando hay que bucear en los recuerdos ajenos para encontrar las raíces del trauma, se corre el riesgo de contaminar la escena con nuestras propias frustraciones, nuestros propios miedos. El miedo tergiversa el recuerdo. La muerte es compañera inseparable del pánico que nos inunda en la realidad.
Cierre usted los ojos ahora. Ya no ve mis letras. Seguramente por delante de usted están pasando, a velocidad de vértigo, muchas sensaciones provocadas por los recuerdos. Aquella primera bronca de su padre. Aquella primera decepción amorosa. Aquella metedura de pata que le hizo quedar en ridículo delante de mucha gente. Aquella satisfacción pasajera. Aquel beso. Ya no puedo ahondar más en usted porque ése es un territorio absolutamente privado. Es la única satisfacción que le ha proporcionado vivir. Tener recuerdos. Instantes que mueren justo después de haber pasado se convierten en eternos, lugares a los que puede volver cuando usted quiera, en el momento en que usted quiera. Poco a poco, se van difuminando ¿verdad? Ya no parecen recuerdos, se parecen más a ensoñaciones. Ya no son días con huella, son espejismos de humo.
Jorge Dorado, después de su etapa como ayudante de dirección de Pedro Almodóvar o de Guillermo del Toro, ha dirigido su primera película con buen pulso, con una buena medición narrativa y con la complicidad de un actor de alto nivel como Mark Strong, al que ya hace mucho tiempo que estábamos deseando ver en un papel protagonista. En el rostro de Strong se dibuja sucesivamente la angustia, la extrañeza, la intriga, la ensoñación y la emoción que se ajusta a su personaje sacando adelante un meritorio trabajo como detective de la mente, como investigador del recuerdo, como origen y fin de una solución mental que huye por un bosque de memorias enramadas. Y es que nada es como se recuerda. Nada es solo recuerdo. Nada es solo real. Todo está salpicado de rojos y grises, de fotografías de grano grueso y de sensaciones manipuladas que la conciencia fabrica para que su huida sea efectiva. Es el día oscurecido. Es la noche sin la más pequeña luz. Strong lo sabe y pone su mirada al servicio de la historia. Y Dorado no se pierde porque conoce lo que quiere contar.

A destacar la música, con reconocible inspiración de Bernard Herrmann, que ha compuesto para la ocasión Lucas Vidal y que nos conduce por los pasillos de la mente esperando encontrar a Alfred Hitchcock detrás de alguna puerta. La verdad puede ser una mentira bien contada. O viceversa. Y esa partitura acompaña este viaje por los recuerdos de una mente enferma que, tal vez, sea simplemente la inocencia más adorable. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo, un cuento de suspense tiene sus altos y sus bajos y nosotros, los espectadores, asistimos impasibles sin poder intervenir y solo cuando acaba la película estamos preparados para terminar el trance  y volver a una realidad que, demasiado a menudo, deformamos para adecuarla a nuestras necesidades. Y es por eso, quizá, que no la solemos recordar.

martes, 28 de enero de 2014

FRENCH CAN-CAN (1954), de Jean Renoir

Ah…la Belle Époque. Sí, esos maravillosos tiempos en los que las chicas enseñaban las piernas y el veneno del teatro se introducía por las venas de un París que, por encima de todo, quería vivir. También era el momento en el que los celos se asentaban en medio de cualquier plaza y todo se convertía en un divertido juego de hoy contigo, mañana sin ti, pasado volveré. El Can-Can causaba furor y hacía falta un sitio donde bailarlo sin freno, donde todo el mundo pudiera divertirse y participar de la fiesta de unas chicas que pusieron el subrayado a la época. París…París…cuánto te hemos querido…
Para eso estaba Danglard. Un tipo tranquilo, inalterable, al que le gustaba amar y vivir bien pero que no sufría si las cosas venían mal dadas. Su calma se hizo sello y transmitió esa seguridad a cuantos trabajaban con él. No timaba. Decía las verdades y sin ningún cargo de conciencia. Él fue el que tuvo la idea de montar un sitio que se llamara Moulin Rouge, él fue quien se arriesgó, él fue quien convenció precisamente a las chicas que quería que formaran parte del espectáculo, fue quien pegó la oreja a cualquiera que cantara por la calle para convertir en estrella a un leve brillo arrabalero. También fue quien ofreció diversión a toda una sociedad, con una idea que merecería un monumento. Ofrecer el entretenimiento de la élite a las masas. Así de simple. El pueblo también tenía derecho a divertirse a lo grande y él lo consiguió. París ya no volvió a ser el mismo. Toda la ciudad se convirtió en un escenario en el que se podía ver al panadero vestido de etiqueta y al aristócrata borracho como una cuba en medio de los adoquines de la calle. Danglard, si hubiera más gente como tú, quizá aprenderíamos a no aprovecharnos de los más débiles. Basta con tener amor a lo que se hace y no a lo que se produce.
Claro que también hay temperamento español. Indómito y furioso. Pero eso es lo normal en una época en la que hay que aprovechar el momento. Lo importante es el color que lo inunda todo, con un gusto, una elegancia y una leve comedia sobrevolando el conjunto. Como un cuadro a punto de ser pintado, con la gama de tonalidades decidida y la melodía como telón de fondo. Contables que quieren ser cómicos, lavanderas que han nacido para bailar…París, París…solo tu nombre hace que aparezca la sonrisa en los labios. Y no hace falta recorrerte para sentirte. Basta con vivirte.

Jean Renoir rindió todo un homenaje a la época en la que vivió su padre con esta fantástica película, retrato desinhibido y festivo del espectáculo a ras de suelo. Para ello contó con un maravilloso e irrepetible Jean Gabin en el papel de Danglard, el hombre que lo arriesga todo por encontrar nuevas formas de hacer llegar el teatro a todo el público acompañado de una leona irascible como María Félix, con Françoise Arnoul, Albert Rémy, Michel Piccoli y multitud de caras conocidas dentro del cine francés. Con esta película, ver cine se convertía en una celebración, se homenajeaba a los que visualmente sentaron las bases de lo que vendría después, se resumía el espíritu de una época que ya no volverá y se decía bien a las claras que la honestidad es el mejor camino para el éxito, para el cariño y para el disfrute. Renoir…solo tu nombre hace que pensemos en arte… 

lunes, 27 de enero de 2014

DOGVILLE (2003), de Lars Von Trier

La mirada de Dios que todo lo ve y asiste impasible a la misma perversión de la bondad. El ser humano comienza a convertirse en una bestia animal cuando se le hacen indispensables cosas que son absolutamente prescindibles. Y así siempre puede haber una víctima propiciatoria, un cordero preparado para el sacrificio que sea explotado hasta la misma humillación a cambio de una esclavitud degenerada y disfrazada de libertad. Es la misma historia de siempre. El daño se hace porque hay un motivo justificable. Al fin y al cabo, ella, Grace, recibe más que el pueblo. El pueblo la ha acogido, ha permitido que se refugie, le ha dado una cochambrosa habitación y muchos quehaceres voluntarios que, sutilmente, se han convertido en obligatorios. Luego, claro, ya viene la mentira, la envidia y la sensación de poder. Sí, esa nueva sensación que permite que podamos mandar a nuestro antojo cuando nunca hemos mandado. Esa sensación que no tarda en enganchar el vicio de apretar la bota más y más hasta que ahí abajo, en la suela, los gritos de angustia se quedan apagados. Bah, son gritos sin sentido. Puro quejido. Vanagloria fútil. Nadie es imprescindible en este pueblo de perros. Y además esta chica está más a gusto de lo que quiere. Aquí está segura. Y si no está contenta la arrojamos al precipicio y listo. Claro que si se va ¿quién se va a ocupar de las tareas innecesarias que tan indispensables son?
La humillación la puede soportar cualquiera. El hecho de que la violen, tampoco es tan grave. Que se utilice su fuerza en un régimen de esclavitud, sin recibir ni un dólar, bueno…que trabaje que ya es hora. Sus manitas de señorita indican que mucho no ha trabajado. Que nos haga caso es lo mínimo. O sea, que vaya a casa del médico y le trate de sus hipocondrías o que haga ver y sentir un poco al ciego o, incluso, que siente en el trono a una inválida…eso es caridad. ¿No la recibe ella? Pues que ella dé un poco también. Y Dios no interviene. El único Dios que parece mover a los hombres es el rencor. Dios solo cuenta la historia.
Muchos son los que se muestran furibundos ante las películas de un director tan polémico como Lars Von Trier y debería haber muchos otros antes que él en esa cola. Von Trier se sitúa a la vanguardia, intentando encontrar nuevas formas de narración que encajen con sus obsesiones particulares en las que siempre destaca la maldad intrínseca del hombre, la perversión de las mejores intenciones y malvados egoísmos que rompen cualquier instinto de colectividad y la presencia de un Dios al que no se consigue ver ni comprender muy bien aunque, quizá, sí que está ahí, expectante y curioso por ver la auténtica Naturaleza de una criatura que debe ir por libre sin ninguna intervención divina. Y por eso mismo, Von Trier también se equivoca en sus envites aunque no en esta ocasión.

En cualquier caso cabría preguntar a todos sus detractores si esta misma película, rodada en escenarios convencionales y firmada por David Lynch caería también a los pies de los caballos, como Grace que solo es humillada mientras es buena y, cuando decide seguir su instinto y su verdadera naturaleza, arrasa todo lo que está a su alrededor…¿Demasiados reflejos?

viernes, 24 de enero de 2014

MANDELA, DEL MITO AL HOMBRE (2013), de Justin Chadwick

El largo camino a la libertad siempre está empedrado de demasiadas esquinas de dolor, de sufrimiento inundando las calzadas, de fracasos momentáneos en la moral que, en un principio, parecía tan inquebrantable. Y una de las condiciones indispensables para transitar por ese largo camino es que hay que pagar un peaje personal que, a menudo, se traduce en una mirada amarga, en un deseo de terminar con el cansancio que acompaña a la lucha, en una debilidad que todo un pueblo no se puede permitir.

Y, por allí, donde el sol sale, también huye el amor. Es tan fácil abandonarlo todo que no hay mucha distancia entre el mito y el hombre, por mucho que se haya intentado unir las dos definiciones en la figura de Nelson Mandela. La vida entre barrotes, cuarteada por el acero de la represión, a ritmo de un repetitivo martillo que golpea en la piedra más dura y que acaba por desgastar al propio corazón. Ahí es donde se mide la grandeza, en no desfallecer porque se tiene la conciencia de que un país tiene necesidad de un líder que sea un ejemplo en sus ideales. La paz no se gana con los brazos cruzados. A menudo, la paz se gana desde la cárcel.
Después de la aproximación a partir de un hecho concreto que hizo Clint Eastwood con Invictus, llega ahora esta película centrada más en la vida de Madiba, combinando aciertos y errores. Entre los primeros está la interpretación de Idris Elba, mucho menos creíble que Morgan Freeman, pero que hace un buen trabajo, alejado de efectismos e intentando sacar lo mejor de sí mismo. También se podría destacar algunos hechos que permanecían un tanto velados por el peso del tiempo o el intento de sacar la emoción en la historia de un hombre para la eternidad. Entre los fallos, las transiciones, un tanto bruscas. No se tiene información alguna de cómo Mandela sale de su aldea y, de repente, es un abogado trajeado que se dedica a defender a los más pobres. Ni tampoco de por qué, de repente, olvida sus principios pacifistas y se dedica a marcar con fuego sus creencias. O, aún más evidente, cómo se dibuja el personaje del alcaide, tan inútil como episódico. El resultado es un película algo plana, creíble, que se ve con simpatía y que se diluye en su intención de perdurable. Es, quizá, la diferencia entre Clint Eastwood y el director de ésta, Justin Chadwick.
Y es que, ahora que vivimos épocas de agitación y de deseos de alzar la voz en un intento de democracia imposible, invivible y adrenalítica, tendríamos que grabarnos en la mente el discurso que Mandela hizo ante las cámaras de televisión para conminar al abandono de la violencia. La ciudadanía debe hablar pero cuando tenga el turno de palabra sin dejar de lado el derecho de protestar. Para eso se inventó la democracia, para que los votos fueran el deseo, el envite, el desafío, el juicio y, también la verdad. Porque todo tiene su patria, todo tiene su yo y si cada yo alza la voz para que sea respetada, el caos y la anarquía y la dejadez y el engaño están a la orden del día. Es fácil escudarse tras una barricada y vociferar consignas más que sabidas. Lo difícil es acertar con el voto y tener la seguridad de que ese hombre y ese proyecto es lo mejor para la mayoría. Una mayoría que lleva muchos años en silencio a pesar del descontento, del sufrimiento, de las lágrimas y de las terribles decepciones. No es fácil ser ciudadano de una democracia porque eso implica unos derechos pero también unas obligaciones. Y la primera de todas ellas es el respeto a los demás. Mandela no creyó que fuera tan difícil porque confiaba en sus compatriotas. Y creyó en ello hasta que la muerte vino a visitarle.

Los mitos son construcciones mentales del resto de la gente. Detrás de cada uno de ellos, hay un hombre que, tal vez, haya tenido que pisar demasiados sentimientos personales por el bien de los demás y eso es algo que no todo el mundo está dispuesto a hacer. Renunciar a la ambición a favor del bien común es lo que hay que buscar en el interior de los que quieren administrar todo un mandato de la ciudadanía.  

jueves, 23 de enero de 2014

EL LOBO DE WALL STREET (2013), de Martin Scorsese

Martin Scorsese sabe perfectamente dónde hurgar para que las heridas sangren. Basta con remover un poco en los entresijos del sueño americano para darse cuenta de la fachada falsa, de la impostura esperpéntica que significa que unos cuantos paletos sin demasiada inteligencia cojan el dinero de los demás a manos llenas y se dediquen al exceso sin miramientos. Porque eso es precisamente de lo que habla esta película, de unos tipos que sabían juntar ceros hasta convertirlos en cifras impensables pero también de unos cuantos descerebrados que, como no sabían qué hacer con el dinero, se dedicaron a llamar la atención con sus absurdos manejos que delataban que, al fin y al cabo, también les faltaban unas cuantas neuronas.

Lo más triste de todo es comprobar cómo hay mucha gente que se ríe de forma muy gamberra al ver las evoluciones de estos ladrones de teléfono agresivo sin darse cuenta de que Scorsese no está haciendo una comedia, sino una crítica feroz a todo el sistema que se ha venido abajo por muchas causas pero que, una de ellas y no la más pequeña precisamente, es el abuso al que ha sido continuamente sometido. Y aún duele más cuando, entre risa y risa, uno se da cuenta de que ese abuso ha sido para nada, para que unos seres obtusos, sin más verdad que los billetes, vayan hacia el exceso más inútil, más decadente, más despreciable sin tener otros objetivos en la vida.
Y es que no hay nada como vender. La regla es bien sencilla: si quieres vender algo, haz que sea necesario. Si lo consigues, el dinero entrará a espuertas y además harás creer que el incauto de turno ha comprado algo útil, algo que realmente le reporta beneficios. Para ello, hay que tener insistencia, habilidad para soltar unas cuantas palabras estratégicas y mucho encanto. Y es que si a usted se le planta un asesor financiero experto en Bolsa con el rostro de Leonardo di Caprio...el próximo incauto será usted. Y lo será porque el trabajo del actor en esta película es fantástico, versátil, tocando registros de todo tipo, excesivo cuando la historia lo pide, sorpresivamente expresivo con todo su cuerpo, haciendo de la actuación todo un arte que le confirma como uno de los grandes actores de estos tiempos. Él domina toda la historia y le vende la acción, la obligación y la devoción. Puede apostar por ello.
Por otro lado, Scorsese desfragmenta la historia, la desmenuza, hace insertos, utiliza una banda sonora que podría calificarse como toda una antología de la música de los años noventa, dirige con acierto a sus estrellas invitadas como Matthew McConaughey, impresionante como el hombre que dirige sus primeras lecciones al protagonista, o como el director Rob Reiner que realiza un papel lleno de matices condensados para perfilar un personaje con poca cancha y mucha miga.
Por supuesto, habría que nombrar a Jonah Hill, que confirma la estupidez congénita de todos las malditas aves de rapiña que conforman la plantilla de Excesos S.A., o a Thelma Schoonmaker que vuelve a dar una lección con el montaje, sello de calidad imprescindible en cualquiera de las películas de Martín Scorsese. Pero es que, con ese ritmo, con esa marcha incesante de narración (especialmente en la muy brillante primera hora) hay algo dentro de cada espectador que se remueve queriendo ser uno de estos tipos que se dan la gran vida, que hacen el amor con las mujeres más guapas que uno pueda imaginar, que se compran los objetos más deseados, que se colocan con los trajes a rayas y con las rayas de cocaína y que tiran el dinero a la papelera porque están cansados de los lanzamientos de enanos. Y algún colmillo de envidia sale fantasmagórico entre el público. Porque luego, pagar todo ese exceso, es algo perfectamente asumible para los que han sido pobres desde siempre ¿verdad? Todo pobre lleva a un corrupto dentro...¿o es que se puede preferir ser pobre? 

miércoles, 22 de enero de 2014

UN DÍA EN NUEVA YORK (1949), de Gene Kelly y Stanley Donen

Ya lo decía Stanley Donen en su visión de lo que debía ser un musical: “Música, levedad y romanticismo” y aquí estamos con tres marineros con veinticuatro horas de permiso en la ciudad que nunca duerme. El chico bueno, el chico ingenuo y el chico gracioso. Y encuentran a la chica deseada, a la chica estudiosa y a la chica lanzada. Así, tan fácil como bailar un número inolvidable en un museo o montar un ballet bañado en la ensoñación. Al fin y al cabo, Nueva York es la ciudad donde todo es posible y donde hay muchos taxis amarillos y muchas calles mojadas.
New York  New York, es una ciudad maravillosa, la gente camina por arriba o también por abajo…No hay nada como sentirse joven y vivir. Solo de ese modo una ciudad gigantesca se puede convertir en un inmenso escenario de baile y diversión. Puedes contar conmigo, muchacho, no te deprimas. Nueva York es una caja de sorpresas. Incluso los esqueletos de los dinosaurios se pueden caer al son de una canción prehistórica.
No hay nada mucho más allá de una visión como la que ofrece la terraza del Empire State salvo la alegría de tener en tus brazos a una chica de ensueño, que canta, baila y está dispuesta a correr todo tipo de aventuras en una noche que parece interminable pero que tiene fin al grito de una sirena. Eso es. Sirenas en una bahía. Chicos marineros. El canto es irresistible para estos Ulises modernos que, además, se encuentran con Cenicienta. En el fondo, Nueva York es un embalse de sueños incumplidos y estos chicos…bueno, dejémosles que se vayan con la satisfacción de haber tocado tierra, de haber vivido muy intensamente durante un día entero, de haber probado unos labios que parece que también bailan en sus bocas, de haber hecho que una gran manzana sea un fruto que merece ser probado.
Stanley Donen y Gene Kelly dirigieron su primera película en las calles de Nueva York y sentaron las bases de lo que, más tarde, fue conocida como la Unidad Freed de los musicales de la Metro Goldwyn Mayer. Todo comenzó con una idea del coreógrafo Jerome Robbins para un ballet. Leonard Bernstein compuso Fancy free para proporcionar suelo a esos bailarines y, más tarde, Betty Comden y Adolph Green lo convirtieron en un musical poniendo canciones junto al propio Bernstein. De ahí al cine solo hacía falta el genio coreográfico y ecléctico de Kelly y la elegancia de Donen. De repente, todos nos vimos vestidos de marineros, soñamos con chicas que nunca aparecen, bailamos danzas que solo pueden ser sueños, nos dejamos llevar por una música que oscila entre el jazz y la melodía fácil que puede ser silbada en el metro y, como quien no quiere la cosa, nuestra ciudad pareció ser todo un plató para que nuestros deseos fueran realidad. “New York, New York, a wonderful town…”


martes, 21 de enero de 2014

ANNIE HALL (1977), de Woody Allen

Tal vez mirar a la cámara y contar una historia de amor sea como ir a un confesionario. El espectador sabe y el espectador entiende. Sin embargo, es lógico que el pobre Alvy no pueda sacarse de la cabeza a Annie. Quizá no supo vivir el momento o la complicidad que tuvo con ella. No quedan muchas mujeres como la mujer de tu vida. Eso está muy claro. Lo que pasa es que no te das cuenta hasta que la ausencia se apodera de tus días y lo que antes era divertido se ha convertido en algo sin gracia, sin espíritu, sin langosta.
Sexo, jazz, psicoanálisis y muerte. Ése es el cóctel judío que le gusta a Alvy. Ir de mirón a una librería y comprar unos cuantos libros que no pegan ni con cola simplemente porque crees que a tu pareja le gustarían. Eso es el amor. O también levantarse a las tres de la mañana para matar a una araña del tamaño de un coche y que ella pueda dormir un poco más tranquila. Claro que ella es un poco nerviosa y Alvy un poco neurótico. Pero eso son sensaciones pasajeras que siguen su camino si hay amor alrededor. Un amor parlanchín y analista. Un amor que solo se da una vez en la vida. Sí, ése es el peligro. ¿Cómo se reconoce el amor de tu vida? Es imposible. Es como una apuesta en la ruleta. Si pones los sentimientos en rojo y resulta que sale negro, estás arruinado. Si, por el contrario, aciertas, eres millonario…pero ¿cómo saberlo? La respuesta está en la ausencia. Porque ella no está y sabes que te falta algo ¿verdad, Alvy? Falta lo más importante. Es aquello que te ponía la sonrisa en la boca y la ilusión en el corazón. ¡Qué pocas veces escuchamos a nuestro corazón! ES un mentiroso compulsivo, y cuando dice la verdad, no le creemos. Es como un niño que no quiere comer nunca más y, de repente, salta con que quiere ponerse hasta las cachas. Maldito corazón, ya podrías crecer y ser más responsable.
Película clave en la filmografía de Woody Allen, donde comienza a mover intensamente piezas que luego serían claves a lo largo de su filmografía. Brecht en Nueva York, perdido en la gran ciudad mientras los sentimientos saltan y se empeñan en no aparecer, y cuando aparecen, en no llamar la atención; y cuando llaman la atención, en no hacerse costumbre; y cuando se hacen costumbre, en resultar indispensables. No hay quien les entienda. Con la fácil que sería llevar un cartel luminoso anunciando: “Soy el amor de tu vida”. Así, al menos, sabríamos cuándo dar la vuelta y decir que no y, claro, también cuándo decir que sí.
Y es que el caso es que Annie, a lo mejor, no sintió lo mismo. Se fugó al oropel y se refugió entre las luces de neón y el fulgor de las fiestas y el brillo de las copas y la charla intrascendente, vacía y pedante de los intelectuales que pretenden que todo sea lo más importante y que todo sobre lo que opinan está bien pensado y más que pensado. Hay que adorar mucho Nueva York para aguantar las colas. Pero Alvy, creo, solo las puede aguantar con Annie.


viernes, 17 de enero de 2014

LA GRAN REVANCHA (2013), de Peter Segal

Narices rotas con gesto ceñudo que nunca han disputado el combate de sus vidas. Tal vez porque siempre esperaron la cuenta hasta diez, o, simplemente, porque arrojaron la toalla con vehemencia después de que la sangre inundara sus rostros. Treinta años después, las arrugas, tan parecidas ellas, han reemplazado a las cicatrices y los ojos que antaño guardaban la mirada agresiva se han quedado en inofensivas ventanas del fracaso personal que se arrastra, implacable, sobre una lona que no supieron pisar. Lo cierto es que todo vale en una sociedad que convierte cualquier hecho en un espectáculo así que más vale que cualquier espectáculo se convierta en un acontecimiento.
No hay nada como disputar esa revancha pendiente en la que, por fin, se decidan a proclamar quién es más fuerte, quién aguanta más, quién ha ido un poco más allá en la ambición y en la pegada. Y la verdad es que nadie lo es, nadie aguanta y la ambición y la pegada han quedado retiradas en algún rincón de la experiencia.
Muchos podrían pensar que esta película es un intento de juntar a los dos actores que han encarnado dos tipos de boxeadores tan populares como opuestos, es decir, organizar un combate de fondo Stallone-de Niro para que se vea quién tiene mejor estilo y ver si lo que hicieron hace tantos años sigue encerrado entre sus talentos. Otros podrían pensar que, en realidad, es montar un duelo imaginario entre Rocky Balboa y Jake La Motta aún saltándose el detalle de que el primero fue un héroe de ficción y el segundo existió en realidad y que es algo que el destino no hubiese podido hacer pero el cine sí. Lo cierto es que, aunque el boxeador que encarna Stallone sí tiene algunos rasgos de su inmortal personaje, el que da vida Robert de Niro no tiene nada que ver con aquel toro salvaje que, ya para siempre, está en la mente de cualquier amante del cine que se precie. La confrontación interpretativa la gana de largo y por K. O técnico de Niro porque él crea de nuevo y sigue haciendo que, durante algunos instantes, nos metamos detrás de su piel y podamos sentir esa mirada que tantas veces nos ha cautivado y que sigue haciéndonos caer en la trampa. Como muestra, basta citar ese momento en que, ataviado con un batín verde, sale del vestuario para afrontar su último combate, concentrando toda la fuerza y todas las ganas en su mirada, que no es un primer plano, y que, entre sus movimientos de calentamiento, exhala verdaderas bocanadas de intensidad.

Por lo demás, la película no es una comedia, aunque tiene momentos de humor, sobre todo, a cargo de Alan Arkin, impagable en sus diálogos; hay un toque de elegancia con el placer de volver a ver a Kim Basinger, muy atractiva en su madurez y muy intuida en sus gestos; hay momentos muertos que hacen que la película no avance y no deja de ser un intento comercial basado exclusivamente en el atractivo de sus protagonistas. Stallone, sí, está un par de peldaños por encima de lo que suele ser habitual en él, probablemente espoleado por la altura de su oponente pero, sinceramente, organizar un combate de boxeo entre sesentones (de Niro ya tiene los setenta y Stallone los sesenta y siete) no deja de ser un ejercicio de crueldad que coquetea peligrosamente con el ridículo. Si, además, añadimos la circunstancia de que el instante más esperado de la película, que, naturalmente, es el combate, no está especialmente bien dirigido y parece más la retransmisión televisiva de Geriatria vs. Gerontología, con un actor de talento y otro que nunca lo tuvo. Y es que las revanchas nunca suelen ser buenas porque siempre hay alguno que queda decepcionado al comprobar que no era tan bueno como creía, que el tiempo es el verdadero enemigo y que es el espíritu, eso que nunca se arruga, ni sufre de los huesos, el que permanece incólume ante los ganchos del minuto. Y, a veces, ni eso. Maldita cuenta atrás...

jueves, 16 de enero de 2014

AGOSTO (2013), de John Wells

En medio de la llanura, donde no hay ondulaciones del terreno, donde el horizonte se pierde en un ensueño plano, es el lugar donde los sentimientos más ocultos salen a relucir. Y el más doloroso de todos ellos es el fracaso, la seguridad de que el amor ha acabado por rebelarse y convertirse en crueldad porque siempre se tiene la sensación de que no se ha amado lo suficiente, de que ha llegado desnaturalizado, descreído, desdeñoso. Es lo que tienen las llanuras, que se puede ver demasiado.

Y así el cansancio en el ánimo comienza a ser algo tangible que coquetea peligrosamente con la rendición. Nada de lo que se ha soñado se ha cumplido. Nada de lo que se ha cumplido se ha soñado. El desequilibrio es la única salida para aguantar un buen puñado de secretos que parecían rocas que se desmenuzaban en la moral. El amor puede llevar al odio. El amor es cruel. El amor es el preludio de la soledad.
Se intuyen los interiores de cuatro mujeres que han perdido el rumbo porque siempre han escogido los atajos más cortos. Sin embargo, una de ellas, es la única que se atreve a decir la verdad porque no tiene otra cosa que ofrecer. El cariño se quedó olvidado en alguna esquina azotada por el viento y el espíritu se ennegreció como la noche oscura que hunde los valores en el fango y siembra la permanente inquietud. Son demasiadas sensaciones agolpadas alrededor de la tristeza, son demasiados silencios que luchan por hablar. Es verano y el sudor empaña la visión aunque, tal vez, solo tal vez, puedan ser las lágrimas.
Una última reunión para que los extraños invadan, para que los tímidos se lancen, para que la felicidad vuelva a huir. Al fin y al cabo, nadie se va a despedir de ella porque todos están demasiado acostumbrados a la desgracia, a mirar hacia el lado equivocado y no apreciar lo que se posee. Una llanura. Un gesto contenido que solo pide ternura en un grito ahogado y agonizante. El recuerdo se diluye. Ni siquiera eso merece la pena.
Mucho se ha dicho sobre el pretendido duelo entre dos actrices de la talla de Meryl Streep y Julia Roberts. Y no hay nada de eso. Meryl Streep quizá es la más grande actriz viva y eso es muy difícil de vencer y Julia Roberts queda empequeñecida, sin demasiados recursos ante ese torrente de fuerza y sentimientos que despliega su oponente. Ella gana y los demás pierden si vamos a la comparación, aunque el reparto, en general, brilla a buena altura.
Lo demás son una sucesión de diálogos dolorosos, que hieren el corazón de una familia que hace mucho tiempo que dejó de serlo y que se prodiga en primeros planos bajo la dirección de John Wells. Todos tienen su momento de lucimiento porque es como subir al escenario y estar al lado de estos seres atormentados que buscan no morir en vida y no revolcarse en sus suciedades aunque les chorreen por los costados. Nada es tan bueno como el amor y, no obstante, ninguno de ellos ha sabido amar.

Las arrugas se empeñan en ahondar en la piel cuando nada ha sido como se ha imaginado. Allí, en lo alto, la madre y un par de peldaños más abajo, la hija fuerte, la hija débil y la hija atolondrada. Todas tienen algo en común en la llanura de su espíritu y es la frustración más desoladora. Ninguna ha querido como debía. Ninguna ha sido querida como debía. Y no se puede negar que, bajo esa capa de piel que se han construido, hecha de cicatrices y durezas, laten corazones de mujeres con ansia, con deseo, con días de viento refrescante porque quieren romper los lazos con un pasado que no les deja respirar. La solución para la falta de amor es encontrar unos brazos que sean acogedores y que se conviertan en el mejor rincón de la Tierra. Solo así se podrá encontrar la paz necesaria para que el espíritu quede dominado bajo lo único que tiene capacidad para ser lo más importante. Eso es el amor.

miércoles, 15 de enero de 2014

JOHN FORD: EL ÚLTIMO HURRA

Harry Carey Jr., dijo que lo último que dijo John Ford en esta Tierra fue cuando un sacerdote le estaba dando la extremaunción. En medio de la letanía del cura, el viejo maestro abrió los ojos y, tan fuerte como pudo, dijo: "¡Corten!"...y después murió.
John Ford no fue director de cine, fue un poeta que recitaba sus versos en imágenes, que hacía que se nos removiera la víscera de nuestra ternura para contarnos cosas privadas de unos personajes que se movían en el terreno de la épica con baldosas de leyenda. Aún hoy, en unos tiempos en los que, quizá, defender su cine esté dentro de lo políticamente incorrecto, no se ha hecho todavía una película tan demoledoramente obrera, tan preocupada por la miseria en medio de una taza de polvo como es Las uvas de la ira; ni a nadie se le ocurre pensar que El sargento negro se creó para defender al hombre de color dentro de una historia llena de racismo como es la de los Estados Unidos; y pocos, muy pocos se acuerdan de que El gran combate es, tal vez, el film más devastadoramente proindio que se haya hecho nunca asumiendo las culpas del hombre blanco y, sobre todo, de los hombres sin piedad que, por definición, agarran las riendas y el destino de una nación sin importarles quiénes son los auténticos propietarios de una tierra regada de sangre y de un otoño cheyenne que nunca estará en manos del piel roja sino en las del rostro pálido insaciable de ambición y masacre; y nadie cae en la cuenta de que Siete mujeres, posiblemente, sea la película más feminista de todos los tiempos al describir el heroísmo de unas protagonistas que se debaten en el dilema de elegir entre ética y religión con el sacrificio por salvar vidas de fondo y con esa valentía que sólo las mujeres son capaces de poseer.
No, algunos prefieren refugiarse en el Ethan Edwards de Centauros del desierto, como si Ford, al contarnos esa maravillosa historia de la búsqueda de una niña y de una razón para seguir existiendo cuando te han arrebatado todo lo que más quieres, incluida la cordura, nos dijera que la conducta del héroe es la ejemplar, que eso es lo que hay que hacer, que es un reflejo de sus ideas sobre el racismo cuando, en realidad, Ford no duda en castigarle y dejarle a la intemperie alejado de la institución familiar porque no tiene cabida allí donde hay cariño en ríos y amor en valles...O, mejor aún, cuando en Fort Apache, después de una matanza eleva a la leyenda a unos hombres que fueron a morir sabiendo lo que les esperaba cuando no duda en mostrarnos la enésima traición del invasor blanco ante los que creen en la paz basada en la confianza...cuando nos está diciendo que así se construye la historia...a base de leyendas que nunca fueron verdad...O, incluso, con ese retrato de la ambición aupada a través del embuste sobre El hombre que mató a Liberty Valance porque los grandes hombres son aquellos que mueren en la nada de un ataúd de pino y los hombres pequeños son los que aprovechan el resquicio de la mentira para aparentar una grandeza que nunca poseyeron...
Su amor a Irlanda quedó grabado en nuestra memoria a través de La salida de la luna y de El hombre tranquilo La madre de John Huston fue a verla diez veces al cine. Su hijo, extrañado, le preguntó por qué iba tantas veces a ver una película que ni siquiera era suya. La madre le contestó: “Es que me gusta ver a gente que conozco de toda la vida”.
 Y ahí nos damos cuenta de la inmensa pasión por una tierra que puede tener un contador de historias que nunca quiso hablar de su obra con un mínimo de seriedad pero que puso en los sueños que realizaba todo el cariño de quien quiere decirnos algo directamente al corazón...
Frank Capra dijo de él: “A Ford no se le puede definir ni analizar. Él era John Ford: mitad tirano, mitad revolucionario; mitad santo, mitad demonio; mitad posible, mitad imposible; mitad genio, mitad irlandés…pero era un director completo…y para siempre”. Elia Kazan llegó a conocerle bien y dijo que en una ocasión “le pregunté de dónde tomaba sus ideas en la preparación de las escenas. Me dijo que del escenario. No del guión, ni de los actores. Del escenario. Los escenarios que escogió ya eran pura poesía. Mejoraba la acción para que encajara. Le adoraba, aunque él odiaba que pudiera decírselo”. Stanley Kramer, por su parte, opinaba que “cualquier comentario sobre el cine de John Ford es gratuito. Sus películas hablan por sí solas. No hay nada que decir porque esas películas que hizo atraviesan nuestras vidas”.
Valor, dignidad, libertad, fortaleza. El lado sublime de lo cotidiano. Y aún así, no podríamos encontrar algo que definiera en toda su extensión a un hombre de cine como John Ford.
"Mi nombre es John Ford...y hago películas del Oeste"
Hip, Hip...

martes, 14 de enero de 2014

EL MANANTIAL (1949), de King Vidor

Un edificio es como una enorme escultura en la que nadie tiene que poner la mano. Tal vez porque la arquitectura no es un oficio sino un arte. Y pocos se dan cuenta de ello. Los amantes de la industria de masas, los mediocres, los potentados que prefieren ir sobre seguro son los que arremeten en contra de la creatividad y del individualismo. Todo tiene que pasar por el filtro de lo comúnmente aceptado. Así, adocenando las opiniones del pueblo, se puede controlar el brote revolucionario que siempre aporta lo nuevo.
No importa bajar escalones si con ello se consigue coger impulso para llegar más alto. Y la meta no es la mitad de la cúspide, ni la cercanía. Es la misma cima. Para ello, no hay más remedio que defender a muerte lo que uno cree que debe de ser el comportamiento humano cuando se tiene que crear. Una pintura no se modifica a gusto del espectador, una partitura no cambia sus notas porque a determinado crítico malintencionado no le guste la melodía. Un edificio tiene que asentar sus cimientos, elevar sus fronteras, clavar la personalidad del genio creador porque si no, no es más que una enorme masa sin forma, sin fuerza, sin intención...y eso es lo que distingue al artista, la misma intención a la hora de elevar su obra y permanecer ahí, para desempeñar una función pero también para recordar a todo el que mire que hay que sentir lo que se hace para transmitir la honestidad del trabajo que pretende ser algo más que oficio.

Mucho se ha hablado sobre la polémica novela de Ayn Rand, sobre la complaciente dirección de King Vidor, sobre los discutibles preceptos que esta película pone sobre la mesa pero lo cierto es que no deja de ser un monumento al individualismo más radical entendido como una forma de vida que debe presidir los movimientos del artista. Tal vez no se puede estar de acuerdo con algunas de las cosas que transmite, pero es verdad que es la película esencial y primaria de cualquier arquitecto que se precie porque el protagonista, Howard Roark, es ése hombre que lucha igual contra paredes de granito que contra la incomprensión y los intereses creados de cualquier forma de revelación artística. Y, ya se sabe, dentro de cada arquitecto, hay un artista, aunque muy pocos sepan verlo. Al lado de la trama principal, existe también el retrato de una historia de amor y un atípico dibujo de la mujer fuerte e independiente que sucesivamente pasa por los estados de destrucción, de seducción, de aprendizaje y de complicidad. Gary Cooper y Raymond Massey, quizá, sean los mejores de un reparto que se mueve entre diseños y decorados casi futuristas, entre miles de ventanas y toneladas de hormigón que directamente acusan a los mediocres, desprecian a los que se rinden sin luchar y arrojan su odio hacia los que pretenden influir en las opiniones ajenas. Aunque, claro, pensándolo bien yo no debería escribir esto porque estoy dinamitando mis propias obras. Cosas del ego.

viernes, 10 de enero de 2014

FUTBOLÍN (2013), de Juan José Campanella

Maldito fútbol que fabrica falsos ídolos a través de la falaz admiración, que transmite la idea de que el triunfo debe de ganarse mediante la humillación, que perder solo es algo reservado para los fracasados, que el éxito fácil está ahí a la vuelta de la esquina, esperando a que alguien llegue y se llene los bolsillos a base de carisma, suciedad moral y patadas un poco más arriba de lo normal. Ése no es el camino de la victoria.

Y ese es un sendero que no es fácil de ver. Puede que consista básicamente en jugar y estar de acuerdo con el juego, en algo tan sencillo como divertirse y dejar que el triunfo venga solo. Los dientes apretados como signo de la rabia propia de quien se cree el mejor son tres puntos que no valen. Ganar así no tiene ningún valor. Cualquiera puede hacerlo con un poco de suerte, con la mirada de algún que otro cazador de cabezas que quiere tener a su cargo a todos los que tengan el instinto de asesinos del área. El fútbol no es eso. Y si lo es, ya no es un deporte. Es un negocio que, inevitablemente, corrompe todos los principios basados en el concepto de equipo.
Un equipo es ese batallón que lucha hombro con hombro, poniendo la amistad por encima de los resultados. Es esa roca que no se puede arrollar porque cada uno sabe cuál es su función y que todos los demás dependen de que ese trabajo se haga bien. Es la certeza de que el balón está deseando ser acariciado por los pies de unos futbolistas que saben ser caballeros, que tienen humanidad en su corazón de hierba, que hacen que el viento sude para seguir su estela. Un equipo, si de verdad lo es, tiene que estar formado por once amigos que ponen su fantasía para un servicio común y que, si bien hay algunos que destacan más que otros, todo está en función del resto. Y esas son las  primeras banderas que se despliegan en busca del triunfo.
Juan José Campanella se ha lanzado a hacer su primera película de animación con entusiasmo, con interés y tratando de poner de manifiesto todos los valores positivos que se pueden abrazar rodando un balón. Aunque ha tenido algún error que otro, como dar excesivo protagonismo a un personaje que, luego, apenas tiene importancia, ha salido más que airoso del intento. Los caracteres son reconocibles en esos jugadores de futbolín que forman una camarilla de amigos y que es imposible que se lleven mal a pesar de los rasgos de ídolo que algunos guardan, o de que el líder también quiera destacar. Campanella tiene la inteligencia de decirnos que los jugadores galácticos también son humanos pero que no son útiles si no piensan en el equipo mucho, mucho antes que en ellos mismos. También se ocupa de demostrar, bien a las claras, que el fútbol es un negocio y, como tal, se reviste de ciertos aspectos oscuros que adulteran al deporte y que ahogan cualquier atisbo de valores que se quieran transmitir a la juventud. Fábula moral sobre tapetes verdes que resulta una jugada arriesgada, aunque bien ensayada, que resulta muy difícil de defender. Los engranajes funcionan y su equipo trabaja a la perfección, haciendo que sea mucho más interesante el partido que se disputa en el campo, sin público ni griterío, que el mucho más mediático y alienante que se dirime en un estadio. El fútbol, como cualquier otro deporte, ha crecido demasiado y ya no existen los sentimientos que se deberían tener hacia él, ya es solo un pozo de rabia, de adrenalina a chorro para quien lo practica y para quien lo ve, y así ya no sirve de nada.
Perder también es una forma de ganar cuando el objetivo no es el negocio, sino las personas. El balón puede que no quiera entrar, que la jugada haya sido un error o que los jugadores no sean, precisamente, los más indicados. Eso poco importa. Todo juego es entretenimiento y diversión, por eso es un juego. En el momento en que se convierte en negocio y humillación comienza a ser un circo que no tiene ganadores.

jueves, 9 de enero de 2014

A PROPÓSITO DE LLEWYN DAVIS (2013), de Joel y Ethan Coen

Las cuerdas de la guitarra ya están demasiado rasgadas como para seguir sonando. El frío aprieta y el fracaso permanece. El humo ciega los ojos y la oscuridad es solo un refugio pasajero, una invitación para sentir la música que nunca llegará a ser escuchada. Todo es un golpe que se repite, todo es una derrota que vuelve, todo es un simple deseo de descansar haciendo una pasión que se esconde. El retrato del perdedor. La instantánea de una noche que nunca acaba.

La oportunidad no existe porque no hay salidas rápidas hacia el éxito. Alguien se despide y, justo a continuación, otro se despide de otra manera y gusta más. Y no hay causas ni explicaciones. Solo es el triunfo que se va, como un gato callejero, con quien le da la gana. No tiene por qué ser el que más lo merezca. Basta con que sea el más escuchado. Y de ahí nacen los mitos. De la suerte y del aire que transporta los acordes al más indicado, en el momento justo, en el ambiente más favorable. Lo demás son solo viajes de ida y vuelta, darse contra un muro que se empeña en permanecer incólume, asumir la perplejidad de un entorno que es absurdo por sí mismo y que, cuando no lo es, uno mismo lo convierte en esperpento. Es como estar perdido en medio de una tormenta y empecinarse en nadar. Todo es inútil. La corriente se llevará todo y, al que menos puede, lo hunde hacia abajo.
La vida es un reflejo de esa música que merece tener un sitio, que nace con la vocación de decir algo bueno. Porque, como bien marca una partitura, habrá un principio que tendrá que ser tocado otra vez para finalizar, existirán notas sostenidas que quieran ser disonantes para que todo tenga un cierto sentido, habrá errores en la ejecución y claves de sol que busquen el fa. Subsistir con un pentagrama condenado ya es un éxito pero nunca es suficiente, no...nunca lo es. Porque cuando uno hace lo que le gusta desea un lugar allí arriba, bajo los focos, con el aplauso como compañía, con el reconocimiento como recompensa y durmiendo en una cama que hace mucho que ya huyó hacia mañanas más calientes.
Una vez más, los hermanos Coen han hecho una película excepcional a través de una radiografía de un fracaso que nunca llegó a ser ni el germen del éxito. Han conseguido que haya una cejilla en la cara del espectador que le obligue a una sonrisa esporádica incluso cuando la amargura es la tónica dominante. Han sacado lo mejor de Oscar Isaac para ofrecer a un actor que sabe en qué registro moverse y en qué momentos lucirse. Y, sobre todo, han dejado una mirada de cariño hacia todo ese talento que está ahí, en esas calles mojadas y frías y que nunca podrá ver la luz porque no hay nadie que quiera verlo, ni escucharlo, ni sentirlo, ni presentirlo. Dentro de ese Llewyn Davis al que da vida Oscar Isaac podemos atisbar la ilusión, el descuido, la tristeza, la rabia, la bondad, la ingenuidad, el aburrimiento, el cansancio, la verdad, la mentira, la humillación, el orgullo maltrecho, la nada repetida. Él es esa guitarra que se lamenta con una canción diciendo que ha caminado por todos los senderos y que más vale que le cuelguen porque ya no tiene a dónde ir, pobre muchacho, ya no tiene a dónde ir.

Y es entonces cuando nos damos cuenta de la belleza que posee el fracaso porque en él reside el instinto del que sabe que no importa que la cara se restriegue contra una acera mojada. La partitura está ahí y es lo que queda, aunque nadie se agache a recogerla, aunque nadie le dé más importancia que dos o tres minutos de sentirse bien gracias a unos acordes que han sonado para ganar por mucho que la vida se haya obsesionado con no conceder ni un respiro. El éxito, al fin y al cabo, viene y se va. El fracaso siempre vuelve en una interminable rueda del destino. Y aún así no hay que dejar de tocar esa melodía que a alguien, una vez, le hizo sentir diferente.  

miércoles, 8 de enero de 2014

EL HOBBIT 2: LA DESOLACIÓN DE SMAUG (2013), de Peter Jackson

Empieza a ser costumbre el hecho de que a Peter Jackson se le den bastante mejor las segundas partes que las primeras o las terceras. Es muy curioso porque, muy a menudo, las segundas partes tienen que bailar con la más fea. Son la continuación de las primeras y, además, tienen que sentar las bases de las terceras y, por si fuera poco, deben tener identidad propia. No quiero decir con esto que Peter Jackson haya hecho una película excepcional, no. Es más de lo mismo. Es una y otra vez volver al mismo universo para asistir a batallas, a escaramuzas, a coge la espada que yo cojo la flecha y vamos a armar la de San Elfo. Ahora bien, como tiene que explicar diversas cosas, el ritmo no es tan continuo ni tan abrumador, lo cual hace que la película sea un poco más llevadera, a pesar de su duración. Eso sí, se toma unas cuantas licencias con la inclusión de Légolas (Orlando Bloom tira mucho) y la historia de amor, bastante increíble, por cierto, mientras, por otro lado, maravilla con la puesta en escena, con la fantasía de los decorados y el uso de los espacios que siempre ha resultado uno de los fuertes de este director.
Por otro lado, muchas prótesis en las caras de muchos actores, Martin Freeman como Bilbo resulta mucho, mucho más aceptable que Elijah Wood como Frodo (y además cae bastante mejor) y Jackson no tiene ningún problema en que el dragón Smaug sea uno de los mayores atractivos de la película haciendo de él un charlatán que pierde el tiempo con jueguecitos dialécticos resistiéndose, una y otra vez, en ir al fuego granado. Eso sí, cuando va, aquí no se ahorran espectacularidades.
El problema de todo esto, de tanto señor de los anillos y tantas peripecias de personajes de corta estatura, es que Jackson quiere revestir todo de tanta acción, de tanto asombro y de tanta leyenda que hay una ligera sensación de que todo huele a trampa. Las reglas se van imponiendo según avanza la historia, como no hay profundidad en los caracteres parece que todo reside en hacer la siguiente secuencia aún más grande, más alta y más apabullante, algún que otro personaje cambia su actitud porque así hay algo más de trama…Quizá sean intentos de hacer una larguísima trilogía de un librito bastante corto y de embolsarse los suficientes millones a costa de todos los frikifans que defienden todo el tinglado a capa y a espada, y nunca mejor dicho.
El caso es que, como entretenimiento, esta segunda parte no está mal. Pero es que Las dos torres, tampoco lo estaba y, sin embargo, luego ya vinieron los alargados finales y la hartura de tanto paisaje con afán de impresionar. Y me temo que aquí va a pasar lo mismo.

Y es que no es fácil hacer que una historia que nació de la palabra impresa llegue con igual exactitud en la imagen visual. Tal vez porque se quieren contar demasiadas cosas o porque se quiere alargar lo que no es más que un cuento hasta una historia épica de proporciones gigantescas. Yo siempre he dicho que lo que Peter Jackson hace no es que sean buenas películas, son buenas producciones. Y me ratifico en ello. Luego, por supuesto, siempre hay alguien que me mira torcido y me trata como si fuera un saqueador. Menos mal que mi corazón es puro y que siempre tendré algo de magia detrás. 

jueves, 2 de enero de 2014

LA VIDA SECRETA DE WALTER MITTY (2013), de Ben Stiller

Es fácil caer en la ensoñación cuando, día tras día, la mirada se inunda de gris y no se atisban motivaciones para desear que llegue la mañana siguiente. Es la única escapatoria posible para evadirse de la mediocridad, de la cercana seguridad de que la vida que se está viviendo, no le importa a nadie. No hay luz en los actos que se puedan realizar y, por tanto, nadie va a mirar. Y eso, inevitablemente, lleva al aislamiento, a esconderse en un rincón oscuro, a salvo de cualquier riesgo, más allá de la equivocación.

Así que es sencillo creer que se es el héroe deseado para la chica que jamás ha posado sus ojos en ti. Basta con cerrar los ojos y dejar que la imaginación vuele inútilmente, sin más propósito que vivir una vida que no es real, que no existe y que nunca va a existir. Sin embargo, si una diezmillonésima parte de esos sueños resulta ser realidad, entonces todo parece que se aclara, que toma forma delante de esos ojos que antes estaban cerrados, porque la esperanza es algo que está ahí delante y solo quiere que la persigan.
De esa forma, lo que antes era gris se vuelve azul aunque el paisaje, milagrosamente, sea gris. Lo que antes era puro aburrimiento se torna una aventura sin final en la que la improvisación y la capacidad de pensar a través de la imaginación son los mayores forjadores de destinos. Lo que antes era una timidez basada en la decepción y en la certeza de ser parte de la nada se convierte en la absoluta verdad de ser parte del todo. Más que nada porque todo el mundo, todo el mundo sin excepción, es el centro de la vida para otro, o es alguien importante, o es el perfecto complemento, o es el sueño de alguien más. Y eso nadie es capaz de verlo. Pasamos a su lado sin prestar la más mínima atención a la idea de que el mundo nos necesita y seguimos con nuestras prisas, nuestras preocupaciones, nuestro eterno error de mirar demasiado para adentro para perdernos el instante que vivimos hacia fuera. Es como cuando nos empeñamos en tomar una fotografía para inmortalizar un instante del que no formamos parte por el mero hecho de estar detrás del objetivo. En ocasiones, hay que olvidarse de la foto y mirar a través de nuestros propios ojos porque nosotros somos parte del paisaje, de la belleza de ese momento, de la enorme sinceridad que la vida ofrece sin sueños de por medio.
Lo único que hace falta es aplicar el sueño a la vida, porque, en el fondo, ése es el propósito de los sueños: prepararnos para la vida. Y si rehusamos enfrentarnos a ella es cuando los sueños no sirven, cuando las intenciones son humo, cuando la verdad se diluye y el ánimo no cuenta. Es como si soñar fuera el prólogo de todo lo que está a punto de ocurrir. Y hay que ir hacia delante con empuje, con decisión y sin miedo de decir las cosas porque, quien no pierde, simplemente, no puede ganar.

Da la impresión de que Ben Stiller ha sabido dirigir e interpretar esta película con las ideas bien claras, sabiendo en cada momento lo que quería contar y cómo quería hacerlo. Sabiamente se ha rodeado de un compositor que ha puesto música a la vida como Theodore Shapiro y de un fotógrafo de leyenda como Stuart Dryburgh y le ha salido una historia que no llega a ser comedia aunque la sonrisa esté siempre ahí, que es aventura aunque sea crítica, que es certera aunque esté bien sujeta. Y es que ha debido saber, desde siempre, que no ser ni la mitad de lo que se ha imaginado cuando uno llega a cierta edad es la mejor prueba de que somos mucho más de lo que creemos, de que creemos mucho menos de lo que merecemos y de que merecemos siempre mucho más de lo que tenemos. Solamente porque hay una razón definitiva para que todo eso sea cierto, más allá de rutinas, de frustraciones o de decepciones de cariños interrumpidos. Y es que lo hermoso no necesita llamar la atención. Así de simple.