viernes, 31 de enero de 2014

BRIGADA 21 (1951), de William Wyler

Es una de esas comisarías de policía que huele a sudor seco y a ánimo pegado a las paredes. Sus mesas de madera parece que están agrietadas, esperando algún nutriente con las bocas abiertas tan solo para seguir sirviendo como apoyo a tantos puñetazos de rabia, a tantos arañazos de pensamiento, a tantas horas de desilusión de aire viciado. Allí, una chica que ha robado un bolso y que solo lo hizo por impulso, por hacer algo prohibido aunque solo fuera una vez. En el otro lado, un joven que ha ido a la guerra y ha vuelto con la mirada cansada y desencantada y que cree que el camino más fácil para llegar al corazón de una mujer es el lujo. Por ahí en medio, un par de rateros de tres al cuarto, que han entrado y salido de la cárcel, que no son inteligentes pero que tienen ya demasiada furia contenida, demasiada sangre caliente para esperar muchas horas con las esposas puestas. Por último, un médico muy listo que ha hecho barbaridades, que se ha arrogado el poder de hacer lo que no debe en las peores condiciones posibles. Muchos sueños rotos que acaban con el incesante tableteo de las odiosas máquinas de escribir de teclas grasientas.
Los policías parece que están allí siempre, como cualquier mesa o silla, o como la odiosa portezuela de la balaustrada. Unos aún tienen atisbos de humanidad y creen que un perdón a tiempo puede servir más que una condena que hunde. Otros son eficientes y hacen su trabajo a conciencia aunque saben que no va a tener ninguna utilidad. Y aún hay otro más: es un tipo que ha empezado a mezclar sus sentimientos con su trabajo y que deja que el odio domine sus inquietudes y ciegue sus pensamientos. Cree que tiene poder para decidir sobre el destino de los demás y no le importa utilizar la violencia si lo cree necesario. Dentro de él, hay un corazón que ansía amar pero un velo nubla su mirada y destroza todo lo que toca entre otras cosas porque no ve nada.
Así pasan las horas en las cuatro paredes de una comisaría que se convierte en un depósito de gritos, de arranques de ira, de frustraciones contenidas. En el suelo, se acumulan las colillas y el humo parece que entra en los pulmones con las intenciones aviesas de un delincuente. En todo ello, hay un homenaje a las horas perdidas, a las noches lentas de olor estancado. Quizá sea la sala de espera que conduce directamente al fracaso.

William Wyler dirigió esta película con sobriedad y firmeza poniendo a Kirk Douglas en el disparadero y rodeándolo de un soberbio reparto de secundarios en el que destaca, ante todo, William Bendix, voz de la conciencia que no se arredra cuando tiene que ser determinante. El cuadro resulta asfixiante y algo frenético. Tal vez porque los hombres que defienden la ley ya han ido mucho más allá de su límite y, sin darse cuenta, están a un paso de ser detenidos y prestar declaración con las esposas puestas.

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