martes, 18 de febrero de 2014

CÍRCULO ROJO (1970), de Jean-Pierre Melville

Dos hombres se saludan en un barrizal. Solo han conocido la violencia para hacerse con el futuro. El cielo gris es el único testigo del encuentro. La primera mirada es de desconfianza pero los dos saben que están hechos de la misma pasta porque han pasado por las mismas dificultades y, muy probablemente, han esquivado las mismas balas. Todo forma parte de una huida. Uno, corre hacia delante. Otro, mira hacia atrás. Más que nada porque, detrás de él, hay un policía corso, un tipo terco, que hace su trabajo con eficiencia y ha puesto su cargo a disposición de sus superiores porque no se fían de él. Su puesto pende de un hilo hecho de humo que sale de un cañón de pistola. Son hombres que terminarán por encontrarse en el mismo círculo rojo que les sirvió como línea de salida.
Un atraco perfecto en una joyería de altísimo nivel. Los mejores profesionales se dedican a realizar su trabajo. Robar. No hay víctimas, solo unos cuantos desperfectos y unas joyas de valor incalculable que se disfrazan de fealdad cuando pasan por sus manos. Uno de ellos es un tirador de precisión. Alguien que, tal vez, fue policía pero que nubló sus pensamientos en alcohol. Sueña con serpientes y alimañas que quieren devorarle. Y solo busca una bala que acabe con su sufrimiento. Eso sí, no sin antes ejecutar su cometido con una limpieza absolutamente profesional.

Jean-Pierre Melville realizó esta película añadiendo grandes pedazos de silencio a todo un espectáculo visual de actuación y desafío. Los hombres que han cometido el atraco lo tienen todo a su favor mientras que el policía solo cuenta con su intuición, con la presión que es capaz de ejercer sobre unos cuantos confidentes y con una vida que no existe porque solo la vive entre las paredes de una comisaría con un arma debajo del hombro. Para ello contó con un reparto impresionante que incluía los nombres de Alain Delon, Gian Maria Volonté, Yves Montand y el sorpresivo André Bourvil, más habitual en registros cómicos y que aquí compone la piel de ese sabueso insistente, que no suelta la presa a pesar de los reveses y de que no cuenta con el apoyo de arriba. El resultado es una película que, en algunos momentos, llega a ser fascinante, hecha de miradas, complicidades, silencios, disparos secos y sorpresivos, justicias poéticas y seguridades en el encuentro del destino fatal que aguarda, paciente, la hora de su aparición. El círculo rojo se estrecha porque, por sus bordes, se halla demasiada sangre y algo de honestidad impasible. Incluso en los hombres que se dedican al robo y que solo matan a los que lo merecen. Todo se supone porque nadie sabe exactamente lo que se dice. Los malvados encuentran lo que quieren, el policía nunca lo encuentra, tiene que buscarlo con algunos mimbres cercanos al desánimo. Y sin embargo, todo está ahí, en unos cuantos agujeros horadados en la piel, en unas cuantas despedidas que no se pronuncian y en la decepción propia de unos tipos que hace mucho que dejaron de ilusionarse con el futuro.

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