miércoles, 30 de abril de 2014

POMPEYA (2014), de Paul W.S. Anderson

Se me olvidaba comunicar a todos cuantos cometéis la locura de entrar por estos lares que, debido a las festividades del día del trabajo y de la Comunidad de Madrid, retomaremos el blog el martes día 7 de mayo. Mientras tanto, id al cine, no lo cansaré de repetir. Es lo que más coloca los pensamientos.

 Stanley Kubrick debe de estar removiéndose en su tumba después de enterarse de lo que han hecho en esta película. Sin ningún rubor y sin apenas desenvainar la espada, copian su Espartaco, lo mezclan un poquito con el Gladiator, de Ridley Scott, le ponen algunos tópicos del cine de catástrofes y andando que es gerundio romano. Lástima que se hayan dejado el talento para luego porque el veredicto, sin vacilaciones, es el del pulgar hacia abajo.

La historia del gladiador rebelde al que todos le tienen manía menos un negro gigante que le muestra amistad y capacidad de sacrificio no deja de ser una repetición. El amor del gladiador con una noble patricia está tan lleno de clichés que levanta sonrojo. Ya se sabe. Susurrar a los caballos es una jugada segura para conquistar a la chica que amas. El apartado interpretativo es vergonzoso porque el tal Kit Harington, procedente de Juego de tronos, tiene tan poca intensidad como estatura física. La chica, la australiana Emily Browning, actúa menos que una columna jónica. La pobre Carrie Ann Moss tiene una incomodidad encima por formar parte de esta película que es más que evidente. El negro Adewale Akinnuoye-Agbaje, además de cambiar de nombre, debería cambiar de profesión. Ni siquiera Jared Harris y Kiefer Sutherland, habitualmente solventes, dan la talla porque, entre otras cosas, tienen que cargar con unos personajes tan unidimensionales que parecen sacados de un manual turístico.
Descartado el apartado interpretativo, habría que salvar algo. Y lo hay. La descripción visual de una ciudad romana está muy conseguida. Tanto el interior de las villas como las principales plazas y calles que eran el denominador común de la arquitectura urbana de la época es fiel y responde bien al concepto de la espectacularidad. Los diálogos son acartonados, falsos, con ansias de grandeza y vocación de ridículo. Luego, claro, vienen los efectos especiales que son bastante aseados aunque se meta de por medio un tsunami y alguna vuelta de muñeca más para dejar al deseoso de fuego bien saciado. Por otro lado, la película también posee una banda sonora apreciable debida a Clinton Shorter, con una orquestación acertada y una cadencia melódica muy propia de lo que se espera de una película y unos hechos ambientados en el imperio de Tito.

Y es que es posible que en los tiempos en los que escasean los valores más fundamentales, haya algún signo divino que reduzca las cenizas de la soberbia a una parte de la historia que solo transmita horror. La opulencia de los poderosos puede despertar las iras de un pueblo que también pagará las consecuencias del exceso. La sangre por el mero placer de verla derramada es algo tan cruel y tan reprobable que no es suficiente el castigo de la muerte. Tiene que ser algo visceral y más poderoso que cualquier otra obra del hombre. Y para que nadie olvide, se dejará un rastro de cadáveres cincelados en roca de lava y ceniza de soberbia, en una huella quebradiza de un principio de estabilidad que nunca llegó a germinar. El poder de Roma se encargó de aplastar sueños de mejora, de arrebatar la libertad a los que merecían la paz, de permitir la prosperidad bajo la vigilancia retadora de los que aspiraban a la ambición máxima. Y así todo fue pasto del fuego, del agua, del aire, del humo. Incluso el amor quedó sepultado sin súplica, aceptando el destino y con una condición indispensable para que todo tenga sentido: la libertad. Algo que a todos se nos niega cada día cuando se nos esclaviza, se nos exige más allá del deber, se especula sobre nuestra vida sin pedirnos permiso y se demuestra quién lleva las riendas de la corrupción y de la conspiración que solo persigue que unos cuantos vivan bien a costa de la sangre de muchos que gritan, corren, se desesperan y quedan convertidos en estatuas con sus gritos ahogados en el silencio del recuerdo.

martes, 29 de abril de 2014

LA HORA INCÓGNITA (1963), de Mariano Ozores

Mariano Ozores también sabía dirigir películas serias y de calidad. De hecho, por época y edad, es un hombre que debería estar encuadrado en lo que se llamó nuevo cine español junto a nombres como los de Miguel Picazo, Manuel Summers o Mario Camus pero ya se sabe que el dinero es un poderoso caballero y tentó a Ozores para que sus pasos se encaminaran en otra dirección. Ésta película es una muestra de lo que Ozores hubiera hecho de dedicarse a un cine más serio y mucho más artístico.
Sin dejar de lado algunas pinceladas de humor, Ozores pone en juego una fábula futurista sobre un cohete nuclear disparado, probablemente, por error, que va a caer en una localidad de España. La evacuación se hace de forma urgente pero quedan algunos rezagados que, por distintas razones, se quedan en la ciudad. Un policía que busca a un asesino, una prostituta que no escuchó los avisos por encontrarse durmiendo de día, un borracho que estaba en plena mona, un ladrón que intenta saquear aprovechando que nadie queda en las calles, un sacerdote que busca salvar vidas, un empresario amargado  que no desea rendirse, que quiere luchar, que quiere sobrevivir; una dependienta de grandes almacenes que quiere probarse los trajes que tanto ha tenido que vender y que no se puede permitir; un hombre mayor que se desvive por encontrar su gato; dos amantes que planean amarse una vez más sin necesidad de hacerlo a escondidas porque ella está casada y dos comadres que deciden, ni cortas ni perezosas, entrar en las casas de sus convecinos para comprobar si es verdad lo que se dice en los corrillos de cotorras que proliferan en los cafés.
A partir de ahí, Ozores pone en juego un muestrario de las pasiones humanas que son más fuertes que el mismo caos que espera caer desde el cielo. La prostituta quiere sentirse querida por sí misma; el asesino desea que los demás piensen que es una buena persona; el policía busca cumplir con su deber aunque tenga que esperar al último minuto; el borracho, genial José Luis Ozores, quiere entrar en los bares y proseguir su viaje por la ginebra para olvidar un pasado que le persigue; el sacerdote busca salvar almas y dar esperanza porque, al fin y al cabo, cree que no ha sido un buen párroco; el empresario quiere, ante todo, salir de allí, al precio que sea; la dependienta solo quiere encontrar la compañía necesaria para seguir teniendo fuerzas; el hombre del gato comienza a sentir amistad por las personas; los amantes quieren morir juntos aunque puede que haya un mañana en el que sigan viéndose; las comadres comprueban el valor de la verdadera amistad y se dan cuenta de hacia dónde hay que mirar mucho antes que a las intimidades de los demás. El resultado de todas estas pasiones encontradas que terminan por buscar una solución de urgencia para salir de la ciudad es una película con un suspense excepcional, en la que se pone de manifiesto que el ser humano es un cúmulo de dualidades, capaz de sacrificarse en aras de los demás o de exhibir un egoísmo animal y depredador. Esta película es una joya incógnita del cine español con los rostros de Carlos Estrada, Emma Penella, Antonio y José Luis Ozores, Jesús Puente, Rafael Arcos, Luis y Mari Carmen Prendes, Fernando Rey, Mabel Karr, Carlos Ballesteros, Mercedes Muñoz Sampedro, Enrique Vilches, Julia Martínez y Elisa Montés. Todo ellos demuestran que se pudo hacer un cine español muy bueno y que hubo muchos motivos para hacerlo. A partir de aquí, Mariano Ozores realizó un documental excepcional sobre la guerra civil, Morir en España y ya decidió que había perdido suficiente dinero como para seguir esta línea. Todo lo demás, ya se sabe. Es la eterna mediocridad española.


viernes, 25 de abril de 2014

MI DESCONFIADA ESPOSA (1957), de Vincente Minnelli

“Maxie Stultz duerme con los ojos abiertos”. Una simple frase que te deja más inquieto que un niño con una pelota. Y es que es muy difícil conciliar el elegante mundo de la moda con el periodismo deportivo. Primero, un partido de golf, luego otro de béisbol y, para finalizar el día, una velada de boxeo con sangre. Claro que lo de la sangre no se puede comparar a un buen plato de ravioli con mucha salsa boloñesa. Tanto es así que, vertido en pantalón, se convierte en puré con tropezones. Eso sí, mientras Maxie Stultz esté merodeando, nada malo puede pasar.
Y es que esta gente del mundo del espectáculo y de la moda es muy finolis. Tanto es así que no tienen ni idea de jugar a las cartas y de la liturgia que eso conlleva: sandwiches a medio terminar, humo de timba, palabras malsonantes y dinero que corre para acabar con una ganancia o pérdida de diez dólares para que Maxie Stultz se lo lleve para pagar el alquiler. El caso es que no tienen ni pajolera. Primero, el coreógrafo ese que hace unos movimientos un tanto extraños. Luego, el productor elegante que quiere llevarse a alguien al huerto. Más tarde, una estrella para el espectáculo que…es ligeramente conocida. No sé, alguna foto por ahí. O más bien, un trozo de una foto con unas espectaculares piernas…Bah, serán visiones. El periodismo deportivo es un mundo de hombres y no de mujeres. No puede haber tanta coincidencia. Aunque siempre hay un ravioli dispuesto a saltar al regazo.

Comedia con mucha clase, con chistes visuales, verbales y reincidentes que son capaces de dejar K.O al más serio de los contrincantes. Minnelli poniendo en juego su estética del color para que Gregory Peck pasee una elegancia estirada por los bajos fondos del deporte y Lauren Bacall enseñe cuánta clase tenía por los mundos de la farándula y de la alta costura. Mientras tanto, Jack Cole interpreta al coreógrafo que se inventa una pelea bailada deliciosa que acaba por ser la verdadera envidia de los hombres de acción Eso sí, no hay que olvidar el maravilloso papel de Mickey Shaughnessy como Maxie Stultz, el boxeador sonado que hace horas extras como guardaespaldas y que tiene el sentido de la amistad grabado entre las brumas de los golpes. Todo en función de la alta comedia servida en torno al enredo con amor de combate de fondo, a la amistad como valor supremo entre hombres que se dejan de posturas fingidas para dejarse pelados los nudillos, a los raviolis como plato sabroso que se puede comer de cualquier manera, incluso por debajo de la cintura, al sentido visual de una historia que no deja de tener gracia en sus diálogos. Y es que tener una esposa desconfiada da para mucho juego. Tanto es así que merece toda una crónica a doble columna para explicar, bien a las claras, que no se ha tenido nada que ver con ese incidente desagradable de Boston. Y ahora se lo voy a explicar a ustedes para que lo entiendan…vamos a ver… ¿por dónde empiezo?...

jueves, 24 de abril de 2014

THE AMAZING SPIDERMAN 2: EL PODER DE ELECTRO (2014), de Marc Webb

Las promesas hechas en el pasado no son nada fáciles de sobrellevar, sobre todo si el corazón empuja hacia el lado contrario de la razón. La confusión hace mella en los pensamientos del super-héroe y, tal vez, el único anhelo de quien salva vidas todos los días es sentirse normal, llevar una vida cualquiera, enamorándose de lo fácil y dejando que la rutina se instale a pesar de que un don arácnido luche por salir, poniéndose al servicio de un montón de gente que desea algo que es muy escaso como la esperanza.

Y es que no es fácil investigar sobre las razones del abandono, o comprobar cómo la gente que te quiere no deja de luchar por ti aunque las sensaciones sean lejanas. El amor viene y se va, los golpes vienen y se quedan y nuevos malvados con poderes increíbles se mueven por las calles de la ciudad hasta que la oscuridad llega con vocación de permanencia. La espectacularidad está servida y, desde luego, habrá una derrota segura en una victoria que sabrá a poco. Es la condena del super-héroe que tejerá una telaraña tan densa que no podrá saber dónde se encuentra la verdad.
No cabe duda de que hay una sobredosis de villanos en esta nueva entrega del hombre que viaja en liana de araña en medio de la urbe, que sus preocupaciones son más leves y que no se sabe muy bien si Spiderman quiere ser un arácnido adulto o se queda en un bicho de seis patas que nunca puede alcanzar la totalidad de sus objetivos. Ser el hombre que todo el mundo admira no deja de ser un riesgo hacia la decepción y puede que el más decepcionado de todos sea él mismo. Más que nada porque proporcionar felicidad a los demás suele traer la desgracia para el que la procura. Pero ahí está el nudo y el desenlace porque el fracaso también tiene algún que otro acento de esperanza.
Y todo es porque un exceso de electricidad sobrecarga las calles de Nueva York y porque el pasado, más tarde o más temprano, siempre viene al encuentro del presente. Por eso, la araña, en su tejido más denso, recibe también los calambres de un abismo que reconoce y que acepta pero que no domina. Y ahí es donde Spiderman, el héroe perfecto, joven, impulsivo y humorístico, puede caer derrotado. En las amistades que todos tenemos. En los amores que todos tenemos. En todo lo que nos hace seres humanos corrientes y molientes. Todo lo que nos convierte en masa mediocre y totalmente prescindible.

Andrew Garfield, interpretando al Parker-Spiderman más atribulado, gesticula con exceso para mostrar confusión aunque es creíble en su personaje dubitativo y encantador. Emma Stone no agrada aunque lo intente con sus miradas de cordera degollada. Jamie Foxx se mueve por parámetros poco creíbles para transformarse en megavillano desde la desoladora posición del don nadie de turno. Sally Field consigue emocionar con la mirada y Chris Cooper resulta tan repulsivo que se llega a ver el gran actor que lleva dentro, no así su previsible hijo en la ficción Dane DeHaan. Incluso con el poco fondo que posee el malvado Paul Giamatti consigue que nos lo creamos más que al resto, mucho más sofisticados y, por tanto, más torturados en sus motivaciones. Por lo demás, Marc Webb coreografía con espectacularidad toda la orquesta de efectos visuales y de posturas físicas imposibles dentro de una película que tiene momentos irregulares y otros casi asombrosos. El resultado es entretenido para una tarde en la que se tenga poco que hacer y algo que tejer con mucha paciencia porque Spiderman no es precisamente un héroe de diálogo, ni tampoco está demasiado hecho para las debilidades de un joven cuyo mayor problema es afrontar la responsabilidad de ser perfecto excepto en su propia vida, es decir, con los mismos calambres musculares y mentales que el ciudadano de a pie al que se dedica a salvar. 

miércoles, 23 de abril de 2014

NUEVE MESES DE CONDENA (2013), de Albert Dupontel

Hay que reconocer, sin dudar cual dogma jurídico básico, que la justicia es ciega. Pero no es menos cierto que también, de vez en cuando y como quien no quiere la cosa, es ligera de cascos. Es lógico. Detrás de tanta frustración, de tanto error judicial, de tanto trabajo de los funcionarios de justicia enterrados en montañas de expedientes, de diligencias previas y de autos recurribles, tiene que haber algún desahogo, alguna vía de escape que relaje un poco esa balanza implacable que se encarga de administrar la igualdad y el orden necesario de toda democracia. El problema surge cuando la justicia se acuesta con el criminal y empieza a ser parte implicada e incluso cómplice del delito.

Bueno, delito, delito...no, a no ser que una de las partes implicadas sea una jueza de intachable trayectoria, entregada a su trabajo y con ningún trato conocido con el sexo contrario, o sea, el débil, o sea, el masculino. Y es que una noche de desenfreno entre los cubos de la basura a altas horas de la madrugada la tiene cualquiera. Y no sería de extrañar que esa personificación de la justicia sea sexualmente más agresiva que la imaginación más calenturienta. El resultado, como era de esperar, es que algunos meses después, la jueza no se acuerda de nada y se sorprende de que la bebida sea capaz de sacar su lado más turbio y su barriga comienza a crecer sospechosamente.
La cosa no pasaría de una mera anécdota si no fuera porque, a lo mejor, el tipo que le hizo pasar un buen rato y entrar en la gloria es un psicópata cuya afición es hacer perder la visión a los demás, como lo hizo con ella. Y para más desconsuelo, un estúpido de toga y mazo, trata de ligarse a la jueza con más torpeza que un coscorrón traicionero. Total, que se abre sumario y hay que decretar secreto de las actuaciones porque el temita se complica de forma ostensible.
Otrosí habría que destacar el trabajo de Sandrine Kiberlain como esa jueza despistada que se encuentra en un marasmo de dudas al comprobar que es tan humana que, incluso, despierta compasión aunque la película se queje por algún lado de incoherencia suma, de casquería burlona o de alevosa precipitación. El rato se pasa con una sonrisa, con un par de golpes destacables y con la aparición de un traductor del idioma de los sordomudos que me suena de algo aunque mis labios están sellados al respecto.

Así que acomódense y guarden silencio. El tribunal se reúne para deliberar más allá de la pantalla, ahí mismo, en la platea. Todos los que tengan algo que decir, acérquense y serán escuchados. El secreto del sumario será desvelado según avance la instrucción del caso. Y el caso, no se engañen, es una crítica a la justicia, a los jueces que, muy a menudo, pierden de vista el fondo de la cuestión y, sobre todo, a la apelación de la ternura que hasta el más duro debe tener en algún lugar del expediente. Todos somos seres humanos aunque caigamos en las redes de unos cuantos abogados desaprensivos que se atreven a enfocar la defensa desde unos puntos de vista delirantes o de unos médicos forenses que no dudan en diseccionar en canal todos nuestros sentimientos. El dictamen debe seguir su curso y las pruebas de la soledad y de la falsa apariencia serán desmenuzadas ante la corte de justicia. El veredicto es entretenido y corto. Atúsense la peluca y no se vuelvan locos. En realidad, un juicio no es más que un trámite en el que no gana siempre el que tiene la razón, sino el que más convincente se muestra y sobran las consideraciones posteriores  a no ser que se pongan a llorar en medio de la noche cuando la sentencia sea ejecutada. Y la sentencia es cuidar de un niño que duerme y está en brazos de la más acogedora de las razones que es la vida. Ella nos dirige en una dirección o en otra por mucho que nos empeñemos en hacer que la inteligencia se imponga. Y no todo es cuestión de inteligencia ¿verdad? 

martes, 22 de abril de 2014

GILDA (1946), de Charles Vidor

El guante negro cae suavemente en busca de unas manos que lo agarren con fuerza, como si fuera un deseo nunca cumplido. El tacto suave de ese guante hace que uno quiera acariciar la piel que lo ha llenado y por una mirada, cualquier cosa es posible. Una cremallera que se resiste y la imaginación sale a volar, desatada, desbocada, desalentada. Una mujer que devora lo que toca porque solo a los privilegiados corresponde probar el sabor de sus labios. Todo se imagina bajo la ropa. Todo se acaricia bajo la fantasía. Y mientras tanto, dos hombres esperan su turno. Más que nada porque poseer la perfección es un signo de que se empieza a perder.
El dinero corre en los tapetes verdes del juego ilegal, observar los dobleces de la conducta humana es el pasatiempo favorito de un simple empleado del lavabo de caballeros, un policía guarda algo de romanticismo bien oculto detrás de su placa y el sufrimiento por placer se instala como una ola que llega a la orilla y se resiste a abandonar su destino. Las mujeres son veneno que va calando entre los poros, una bofetada solo da una victoria efímera al orgullo masculino y nada es igual si ella no está porque ella lo es todo y también es el camino de la nada. Gilda es la mujer de tus sueños siempre que tus sueños sean pesadillas.

La mirada de Rita Hayworth, que pasa del encanto a la atracción, del pánico al orgullo y del desvalimiento a la superación, entra en la eternidad al mismo tiempo que un guante, serpiente de satén, se desliza por la sugerente provocación que despierta todos los deseos y convierte a los hombres en niños. Detrás de ella, Glenn Ford, que intenta no perder la compostura en cada escena porque sabe que hay demasiadas heridas pequeñas que tratan de no transformarse en una enorme llaga de amor. A un lado, George Macready, arrogante con su cicatriz permanente, amante del lujo y de la posesión más preciada entre los hombres. Como analista, Steven Geray como el Tío Pío, profundo conocedor de la naturaleza humana, socarrón y verdadero. Quizá el único que dice continuamente la verdad en una película poblada de mentirosos. El policía que Joseph Calleia sabe encarnar, observa con detenimiento hacia dónde se dirigen los tiros mientras todos están mirando a la chica, porque la chica lo merece y, tal vez, haya que tener un poco de compasión con dos personas que están tan enamoradas. Al fin y al cabo, el amor escasea y lo poco que hay…merece un poco de indulgencia y un mucho de protección. Y tras las cámaras, Charles Vidor, uno de esos artesanos de furia contrastada y olvido rápido que se hizo cargo de una historia en la que no vio algunas connotaciones sexuales entre los dos protagonistas masculinos mientras que medio mundo le decía lo contrario. Quizá eso es lo que ocurre cuando tienes a una mujer como Gilda demasiado cerca. Todo se vuelve rojo y ya no tienes ni idea de lo que es blanco ni de lo que es negro. Ni siquiera ese guante que tanto evoca, que tanto despierta y que tantas veces ha caído en la imaginación de los que siempre estuvieron enamorados de Gilda.

viernes, 11 de abril de 2014

VICTOR O VICTORIA (1982), de Blake Edwards

Con este artículo recomendando unas vacaciones en París, vamos a cerrar el blog durante unos días. Volveremos el martes 22 de abril con unas fuerzas que, ahora mismo, escasean un poco debido a los cambios y a la acumulación de tareas, como seguro que os pasa a todos vosotros. En todo caso, disfrutad, procurad reír y no dejéis de ver cine. Es la perfecta fuga para una Semana Santa que se ha hecho de rogar.

Un hombre que se hace pasar por una mujer cuando en realidad es una mujer que se hace pasar por un hombre que se hace pasar por una mujer. Esto solo puede pasar en París. Sí, esa ciudad de maravillas y de entrañables rincones pero también ese infierno donde se puede pasar mucha hambre entre sus calles adoquinadas. Ah, pero París también es ese lugar donde el esperpento tiene clase, los apariencias son verdades y todo el mundo finge en un interminable desfile de burbujas y lujos. Es fácil tener buen gusto en París porque, en realidad, es la capital donde el buen gusto vive. Por sus calles, huele a bollos recién hechos, a café caliente y a comida bien servida. Como un buen enredo. Al fin y al cabo, una mujer que se hace pasar por un hombre que se hace pasar por una mujer no se enamora todos los días.
Y es que el jazz caliente es la banda sonora perfecta para darse un paseo por las verdaderas personalidades que adornan este París frívolo y ligeramente alocado. Sobre todo porque hay un tipo que derrocha buen gusto con cada gesto y es Robert Preston, verdadera estrella de la película, hábil en el manejo de las réplicas y que roba todos y cada uno de los planos incluso estando en silencio. Él es el alma de ese París que se embellece por la noche, como una pluma coqueta, y se pasea por un montón de rostros lánguidos con cuerpos vestidos de etiqueta, estilizando todas y cada de sus esquinas, sacando los colores a los sempiternos agoreros que no saben vivir y cuestionando la verdad que él es el primero en no practicar.
Más allá de eso, la dirección de Blake Edwards también parece un manual de elegancia, con chistes comedidos y sin caer en ningún momento en el astracán propio de un argumento que ya llevaron al cine los nazis en los años treinta. Con un manejo espectacular de las sensaciones cómicas, Edwards se embarca en esos mismos años para sumergirse en la belle epoque de una libertad descocada, que solo pensaba en divertirse aunque no hubiera demasiado efectivo en el bolsillo. Vivir al día, desde luego, es un lujo que se reserva solo a los más pobres pero hay que reconocer que son los pobres los que saben vivir cada día.

Y es que los secretos solo son divertidos mientras permanecen siendo secretos. El baile distinguido y con chistera es la tapadera ideal para demostrar que no hay nada que esconder cuando toda la ciudad es un hervidero de cotilleos ocultos. A lo mejor, incluso, puede que salga a la luz una maledicencia que no es más que una mentira por despecho, pero eso se lo dejamos a las bailarinas de tres al cuarto. Lo que se sabe es lo que se es. Y la risa es la mejor medicina contra el aburrimiento. Ah… ¿no saben lo que es el aburrimiento? No es ni más ni menos que lo previsible. Y aquí nada es previsible. Es como el champán. Cada burbuja hace cosquillas de una manera diferente. A veces, de forma sorprendente, hasta la verdad se vuelve mentira porque una buena copa está diciendo las cosas de forma muy, muy seductora. 

jueves, 10 de abril de 2014

NOÉ (2014), de Darren Aronofsky

Después de mucho ver cine y de escribir hasta el aburrimiento sobre él, uno llega a preguntarse por qué se hacen determinadas películas. Es evidente que en el fondo de todo está el dinero aunque no siempre es así, pero se supone que el mundo del cine está poblado de artistas que quieren decir algo porque sienten esa necesidad, sienten que su talento debe ser mostrado y que el público debe dignarse, al menos, volver la mirada hacia las historias que cuentan y hacia sus supuestas dotes artísticas. Personalmente, yo he salido con una sonrisa del cine después de ver esta película.

Y es que hay una tendencia del cine actual por mitificar de forma ridícula a personajes históricos, legendarios, propios de la Literatura o, simplemente, populares. En la primera secuencia de la película ya se nos avisa de la presencia de unos ángeles caídos (uno cree que son diablos, claro) que se dedican a luchar al lado de unos exterminadores de la fe y que son de la estirpe de Caín. Cuando resulta que esos pretendidos ángeles caídos son una especie de transformers de piedra entonces ya aflora el gesto en el que uno intuye que esto no es más que una tomadura de pelo.
A lo largo del larguísimo metraje, uno comprueba que todo está en función de que la bien conocida historia del arca de Noé se convierta en una épica ridícula y fuera de lugar en la que no se duda en retratar al patriarca como un neurótico con serios problemas para interpretar la voluntad divina, a los hombres malos y degenerados que Dios quiere exterminar como unos guerreros de estética medieval que, incluso, manejan armas de fuego primitivas y el diseño del arca en cuestión no es más que una copia de lo que es un enorme contenedor moderno que parece a punto para ser embarcado en un gran carguero lleno de bestias entre las que se incluye el hombre. Tanto los chicos como las chicas llevan pantalones y, para colmo, resulta que Noé lleva en su nave a un polizón malísimo. Y Darren Aronofsky, el director de este engendro memorable, se queda tan tranquilo y con la seguridad de que ha hecho una gran película.
Por no tener, no tiene ni siquiera unos actores en los que agarrarse. Sorprendido se queda uno cuando comprueba que Russell Crowe intenta darle un dramatismo exagerado y casi grotesco al diluvio universal cuando todo, según la película, se reduce a un problema de libre albedrío, Jennifer Connelly se dedica a desgarrar su dolor en cada escena, Emma Watson tiene que mirarse mucho los papeles que escoge porque puede terminar su carrera antes de haber empezado y Anthony Hopkins, casi lo único un poco interesante, compone un Matusalén que, con una sola mirada, es capaz de decir mucho, pero mucho más que Crowe en toda la película aunque es claramente insuficiente..

Luego está eso de que broten las aguas subterráneas a modo de furiosos géiseres líquidos (vamos a inundar esto deprisa que los malos arrecian y arrean fuerte) y esa visión cambiante de Dios que va del “él nos provee de todo lo que necesitamos” al “quiere acabar con todos los humanos porque sobramos en la Creación”. Todo para venir a decir que el hombre es lo que él quiere ser y que si nos matamos unos a otros es que no hemos aprendido la lección, que siempre tropezamos en la misma piedra (angelical, naturalmente) y que la vida es un motivo de celebración mística. Y aún hay quien considera a Aronofsky el director más macanudo de los últimos tiempos porque hace películas muy obsesivas y blablabla. De verdad, apañamos vamos si esos son nuestros ídolos. Una cosa es dar un ambiente realista a una historia que, más allá de ser o no cierta, fue épica por sí sola, sin necesidad de tantos aditivos artificiales que solo la empobrecen para dar un mensaje que está más que trillado y sabido. Otra cosa es hacer que la gente pase por la taquilla para darle dos horas y cuarto de bazofia sazonada de unos efectos especiales muy bonitos pero que no justifican el pago de una entrada por mucho que la propia película sea un enorme contenedor de bestias desbocadas. Ustedes deciden, como el hombre que Dios quiso crear. 

miércoles, 9 de abril de 2014

LA NOCHE DE VARENNES (1982), de Ettore Scola

El movimiento de la diligencia, suave, continuo y cadencioso, acoge las conversaciones de unos cuantos personajes que parecen sacados de las mismas entrañas de París. Jueces y damas de compañía de la Reina María Antonieta se codean con cronistas de dudoso prestigio, con teóricos políticos que creen que la República Francesa es la gran oportunidad que se abre a la democracia, con conquistadores que ya están de vuelta de todo a pesar de que impresionan con su altura y su tranquila elegancia. Todos ellos persiguen otra diligencia, la del Rey, que va dejando pistas sobre su ruta y que busca la reunión de tropas afines para aplacar esas incomprensibles ansias del pueblo por gobernar su propio destino.
Por el camino, se discute la hipocresía de la clase burguesa, la falsa y acusadora posición acomodada de una aristocracia que, cada vez, se va despegando más del pueblo y la conveniencia, o no, de publicar obras de dudoso gusto moral pero de innegable valor artístico. Todo ello se une para formar una excursión en la que se descubren costumbres y maneras, modas y modos y también actitudes que se esconden detrás de terribles apariencias, falaces e insultantes, que, al fin y al cabo, quieren la perpetuación del absolutismo porque el pueblo no está preparado para gobernarse. A esos solo les hace falta llenar el estómago y trabajar como esclavos.

Realizada con un gusto exquisito, con un reparto espectacular en el que destacan el maravilloso Jean-Louis Barrault, libertino de corte pobre, observador de una realidad que, poco a poco, se va diluyendo en nuevas hipocresías que no llevarán a nada, y el impresionante Marcello Mastroianni dando vida y arrugas a la decadencia de Giacomo Casanova, conquistando aún con el andar vacilante y la mirada desencantada, La noche de Varennes es todo un retrato de las falsas pasiones humanas cuando el mundo cambia a la velocidad con la que el paisaje transcurre desde la ventana de una diligencia. Aún cabe la admiración por el porte real cuando no se cree en tales sistemas y quizá el respeto sea una de las cualidades más imprescindibles para llegar a una democracia real. O, tal vez, el hecho de estar enfrentado no requiera el instrumento del odio para alcanzar la coherencia. Son cosas que el ser humano, siempre cambiante y caprichoso, debería asumir antes de lanzarse a la batalla, pues por muy noble que sea el objetivo, no es válido si, por el camino, hay que destruir y pisotear lo anterior, despreciando a todos los que sí creyeron. Ni el triunfo de una nueva época debe ser minusvalorado por aquellos que tuvieron la fortuna de nacer sin preocupaciones, sin deseos ni necesidades de trabajar. Todo debe seguir. Como el camino de una diligencia que solo hace las paradas necesarias para que los viajeros sepan dónde están y cuánto tiempo les queda. Al fin y al cabo, la noche no es más que el preludio del día.

martes, 8 de abril de 2014

MULHOLLAND DRIVE (2001), de David Lynch

Una cinta de Moebius es una figura simple y muy sencilla de construir que, en sí misma, se sumerge en los términos de la paradoja. Tiene dos superficies que van mostrándose según se va avanzando sobre ella pero tiene una sola cara y un solo borde, lo que la convierte en un objeto similar a lo imposible…con la salvedad de que es posible. Un profesor, hace mucho tiempo, me la definió como esa cintita tan útil que el dependiente de la pastelería te hace sobre el paquetito en el que se llevan primorosamente empaquetados los dulces con los que vas a obsequiar a tu anfitrión. Muestra dos lados, pero de la misma cara y con el mismo borde…algo así como la obsesión que tanto se empeña en mostrar un cineasta como David Lynch.
Y es que, en ocasiones, podríamos decir que todas las vidas son cintas de Moebius, todas tienen una base real y otra soñada y, sin embargo, proceden de la misma cara, de la misma mente, y del mismo borde, de la misma experiencia. Y ambas bases se alimentan la una de la otra. El sueño no puede existir si no hay una vida previa. La vida no tiene obsesiones ni anhelos si no está el sueño (o, incluso, la fantasía) para darles forma.
Y así la persona que se lleva todo el deseo puede que sea encantadora, atrayente, misteriosa, única pero, a la vez, traidora, humillante, muy real y hecha con muy pocos materiales propios de la ensoñación…una palabra que nunca hay que confundir con el deseo. Por otro lado, una existencia llena de promesas, de ilusiones, de optimismos exagerados puede ser, al otro lado, una vida oscura, deprimente, sin salida, obsesiva, enfermiza y en plena cuesta abajo. Todo retrato en positivo tiene un lado revelador que se obstina en ser negativo. El sueño es una carretera. La vida puede ser un camino lleno de piedras.
Tal vez, el talento sea algo que se reparte caprichosamente entre las personas sin ninguna razón más allá de la propia suerte. Lo que se asimila como una esperanza, como una demostración de lo que se vale…puede que no sea más que una proyección sobre algo que ha conseguido otra persona. El éxito está ahí, al alcance de la mano…pero aún más cerca está el fracaso y ese tarda mucho en irse. Sobre todo cuando la soledad aparece y, poco a poco, la vida llena de promesas de luz y de fama se apaga en medio de una oscuridad poblada de fantasmas. El día siguiente puede ser una amenaza que acabe con la vida llena de respetabilidad y lujo. Basta con ponerse un sombrero y apretar un gatillo que signifique despertar. A la vida, muñeca, no se viene a disfrutar. Y eso es una lección que tienes que aprender también en tus sueños. Tanto que, tal vez, tendrás que contemplar tu propio cadáver. Solo y abandonado. En pleno olvido. Rodeado de moscas. Muerte total.

Puede que yo no esté aquí escribiendo este artículo y que la cinta de Moebius me lleve inexorablemente hacia otra realidad que no sabré distinguir del sueño. Puede que, sencillamente, me confunda con la noche y no sea más que una luz brillando en una oscuridad que no deja de llamarme.

viernes, 4 de abril de 2014

BURT LANCASTER: EL HOMBRE DE LA SONRISA DE ACERO


Debido a su pasado acróbata, Burt Lancaster no necesitó nunca de un doble para rodar las escenas de riesgo. Cuando llegó a cierta edad, lógicamente, empezó a molestarle que los directores ni siquiera la preguntaran si quería un doble para que saltara en su lugar sobre un caballo. Durante el rodaje de ¡Que viene Valdez!, una modesta película del Oeste que se hizo en España y que tenía su aquél, un periodista le preguntó si no estaba cansado de esta situación. Lancaster, con su habitual tranquilidad respondió: “De lo que estoy cansado es de tener que fingir que soy un valiente. El público cree que soy un valiente como mis personajes. Los directores creen que soy tan valiente que no necesito ningún especialista para que me supla. Si hay algo que realmente me gusta en mi vida es volver a casa y estar con mi mujer. Con ella, no tengo que fingir que soy un valiente”.
La sonrisa perfectamente metálica de este actor ha brillado de tal manera que demostró que no solo era un saltimbanqui dispuesto a saltar del palo mayor de un bajel pirata a la rama del árbol de un frondoso bosque a rebosar de persecuciones y flechas. Tuvo una grandísima personalidad, con recursos interpretativos cercanos al Método, de amplísimos registros, que trabajó por igual en producciones europeas o americanas, que pasaba, con asombrosa versatilidad, de las aventuras intrascendentes a dramas de rotunda seriedad y siempre con un apreciable gusto a la hora de elegir los proyectos en los que intervenía.
Su primer papel, ahí es nada, fue el de “El Sueco” en Forajidos, de Robert Siodmak. Basada en el relato de Ernest Hemingway Los asesinos, el actor se envolvió en un halo de decepción perfecto para su personaje de boxeador acabado, víctima de los engaños de su amante y cómplice, una esplendorosa y magnética Ava Gardner.
Después de su papel de recluso amotinado en uno de los mayores clásicos carcelarios de la historia, Fuerza bruta, de Jules Dassin, trabajó en una muy estimable película negra injustamente menospreciada en su tiempo: Al volver a la vida, de Byron Haskin, en la que dio vida a un hombre que sale de la cárcel y vuelve a trabajar para el tipo que le metió en ella con el escondido afán de vengarse. El estilo delicadamente neutro de Lancaster no fue entendido por la crítica que alabó la actuación de su oponente y, desde entonces, uno de sus mejores amigos: Kirk Douglas.
Intentó un toque de prestigio al participar en la adaptación de la obra de Arthur Miller Todos eran mis hijos, pero la película fue para la impecable actuación de Edward G. Robinson. Más tarde, tuvo una muy interesante y breve aparición como el marido de Barbara Stanwyck en Voces de muerte, de Anatole Litvak y se da cuenta de que para hacer el tipo de cine que realmente le gusta, tiene que aprovechar sus fantásticas dotes acrobáticas para realizar películas de exquisito corte aventurero y gran tirón comercial como El temible burlón, máxima expresión del cine de entretenimiento terriblemente divertido; o El halcón y la flecha, una refrescante extravagancia dirigida con mano maestra por Jacques Tourneur. Al mismo tiempo, alternó estos papeles aparentemente intrascendentes con otros meramente artísticos como la muy estimable tragicomedia El caso 880, de Edmund Goulding; o el patético drama de Vuelve, pequeña Sheba, donde da vida a un marido borracho e iracundo. A pesar de todo, no consigue todavía el aprecio de crítica y público que podría darle el ansiado prestigio.
El primer aviso lo dio interpretando al duro Sargento Warden en De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, con una ajustada caracterización enérgica que le aupó como un rudo galán de mucho quilates que hizo frente, con admirable valor, al resto del impresionante reparto encabezado por Montgomery Clift.
Trabaja en dos interesantes películas de Robert Aldrich: Apache y Veracruz, donde realiza una excelente actuación como un bandido guasón y tramposo para el que lució su fulgurante sonrisa con tanto encanto que robó la película literalmente al otro protagonista, Gary Cooper, en una interpretación tan sutil como atractiva. A continuación prueba detrás de las cámaras con El hombre de Kentucky, una apología de la vida natural que le decepciona de tal manera que declara que nunca lo volverá a intentar, aunque no respetaría su palabra.
Se aprovecha de sus habilidades circenses en el melodrama Trapecio, llegando a entrenar a su oponente, Tony Curtis y, luego, se empareja con Katharine Hepburn como el hombre que, tal vez, hace llover en El farsante, en una meritoria actuación que, sin embargo, se vio ampliamente superada por el trabajo de su compañera de reparto.
Obtiene un apabullante éxito en la estupenda Duelo de titanes, de John Sturges, en la piel del sheriff Wyatt Earp en una limpia interpretación para pasar a ser un implacable columnista de prensa sin escrúpulos que se opone a la relación de su hermana con un músico de jazz en la maravillosa Chantaje en Broadway, de Alexander MacKendrick.
Se mete de lleno en el mar en la cinta Torpedo, precursora de muchas de las aventuras submarinas del cine moderno, donde Lancaster realiza una segura intervención que se convierte en un apasionante duelo con su compañero de reparto, Clark Gable. Luego pasa al drama más teatral de Mesas separadas que, sin embargo, fue a mayor gloria de un insuperable David Niven.
Punto y aparte merece la excepcional interpretación que realiza en El fuego y la palabra, de Richard Brooks, en la que exhibió una extensísima gama de recursos dramáticos y expresivos llegando, incluso, a cantar el espiritual I´m on my way. Su papel de charlatán que se hace pasar por predicador evangelista le valió su único Oscar y el aplauso unánime de la crítica internacional que califica su trabajo de “actuación memorable”.
En 1961, interpreta a un juez nazi procesado en Nüremberg en Vencedores o vencidos, sustituyendo al inicialmente previsto Laurence Olivier. Con una inexpresividad aplastante, consigue dramatizar la acción de forma soberbia, saltando la distancia entre su propia identidad y su personaje.
A continuación, uno de sus roles más recordados, el del preso Robert Stroud que, con el tiempo, se convirtió en la mayor autoridad ornitológica del mundo en El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer en la que, pleno de sensibilidad, concentra toda la acción de la película con una sabiduría absoluta alcanzando una madurez y una serenidad pocas veces igualadas.
Cuando fue propuesto para interpretar el papel del Príncipe de Salina en El gatopardo, de Luchino Visconti, éste exclamó: “¡No! ¡Es rídículo! ¡Es un cowboy! ¡Un gángster!” pero lo cierto es que Lancaster dominó con su imponente presencia todo la película con matices excepcionales, momentos de una emotividad controlada y un impresionante peso en las escenas que hacen de su interpretación, uno de los mejores activos de este inolvidable título del director italiano.
Rueda otras dos películas seguidas con el director John Frankenheimer, con una acción y un vigor que parece agarrarte de las solapas sin soltarte hasta el final: Siete días de mayo, fábula político-militar en la que Lancaster combina sabiamente un contenido fanatismo con una innata convicción; y la fuera de serie El tren, una película de fantástico ritmo, insuperable interés, de una trepidante modernidad que es asombrosamente actual por su bien dosificado suspense, su más que notable realización y su trama urdida con arte.
Algo así podemos decir de Los profesionales, de Richard Brooks en la que Burt Lancaster encarnó a un experto dinamitero que, con sus explosiones “crea vida en lugar de muerte”, con un fondo idealista que explica toda la historia y en la que, a través de los ojos de su compañero Lee Marvin, podemos ver cabalgando “al mismísimo diablo”.
Comete errores con El nadador, de Frank Perry o La fortaleza, de Sidney Pollack pero se reafirma como el héroe cansado de Los temerarios del aire, otra vez con Frankenheimer y con el excelente western La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich.
Dirige su segunda película que constituye un gran fracaso, El hombre de la medianoche, una película de misterio con un evidente aliento clásico que merece ser redescubierta para darse cuenta de su certera pincelada y de un guión más que sorprendente.
Vuelve a trabajar para Visconti, que quedó encantado con El gatopardo, en Confidencias que, junto con Novecento, de Bernardo Bertolucci y Atlantic City, de Louis Malle, marcan un más que prestigioso final de carrera con tres interpretaciones sobrias, otoñales y perdurables, llenas de cansada serenidad.

Jeanne Moreau dijo de él: “¡Burt Lancaster! Antes de robar un cenicero discute sus motivaciones durante una o dos horas. Tienes ganas de decirle ¡roba de una vez el maldito cenicero y cállate!”. Tal vez, tan solo era un hombre que buscaba la perfecta inspiración para su soberbia carrera detrás de una sonrisa esculpida en acero. Nada despreciable, por cierto, tratándose de un saltimbanqui.

jueves, 3 de abril de 2014

ENEMY (2013), de Denis Villeneuve

El caos es un orden que aún no está descifrado. A ello hay que entregarse cuando la vida agobia sin sentido, cuando el aire parece tan enrarecido que parece salir de los pulmones de dos tubos de escape, cuando los edificios toman forman imposibles y parecen monstruos dispuestos a devorar todo lo que deambula por una superficie de intensidad antinatural y de polución en los comportamientos. Y para hacer que la angustia existencial sea completa solo falta anular la individualidad que nos define, nos caracteriza y nos hace únicos.

Y es que nadie nos ha dicho que no hay un facsímil de nosotros mismos en otro lugar. Cerca o lejos, quizá haya un hombre o una mujer que sea idéntico físicamente a lo que vemos en el espejo cuando nos miramos en él. Las mismas cicatrices, los mismos ojos, el mismo pelo, la misma barba...incluso la misma voz. Todo entonces se vuelve más caótico porque se tiene la impresión de que uno no ha encajado del todo en su entorno y quizá sea más feliz en el de ese hombre que repite todas y cada una de nuestras características. Solo hay algo, casi imperceptible, que puede diferenciarnos, que puede mantener algo de integridad individual en cada uno de nosotros por mucho que nos hayan duplicado. Es la moral. Es eso que, a veces, tanto pesa y tanto se arrastra pero de lo que también tanto se prescinde cuando nos conviene. Es la rúbrica de nuestra personalidad. Es lo que nos distingue de un facsímil que, sin esa moral que también forma parte de lo que somos, está sencillamente incompleto.
Las obsesiones profundas también están presentes en esa reproducción caprichosa de la Naturaleza a la que tanto se ha enfadado con construcciones más imposibles, más desafiantes, más inquietantes, más impersonales y más fáciles de copiar. Las arañas pueblan los sueños del más inocente porque caer en su trampa tejida es algo muy complicado de asimilar. Y esa telaraña confeccionada con la paciencia que solo el destino puede tener se hilvana alrededor del amor y de todas sus consecuencias: el aburrimiento, el hastío, la agresividad, el silencio, la incomunicación y, sobre todo, una verdad que se intuye y que, en algunos casos, se acepta y en otros, no.
Denis Villeneuve ha articulado esta adaptación de El hombre duplicado, de José Saramago con hebras de misterio y de inquietud y deja que el abismo se abra ante las tribulaciones de esos dos hombres que encuentran una perfecta réplica de sí mismos y que se sienten irremediablemente atraídos hacia la vida del otro. Con el antecedente de Edgar Allan Poe y su relato William Wilson, Villeneuve coloca unos interrogantes en la cabeza de todos y nos pregunta por nuestra individualidad y por nuestra conciencia y consigue que algunos respondan mientras que otros no lo haremos por la dificultad que entraña un relato que siempre habita en los alrededores del suspense pero que huye de los tópicos y de facilitar los descifrados al más perezoso de los espectadores. Para ello, el director canadiense tiene un cómplice perfecto en el actor Jake Gyllenhaal que toca registros, los mueve, los mezcla y los vuelve a repartir como si fueran las cartas de una baraja dedicada a las virtudes y a los defectos mientras que algo afiladamente turbio se mueve en nuestro interior de manera demasiado desasosegante.

No es fácil asumir que, por ahí, en algún lugar de la noche o del día, hay otro facsímil de uno mismo, capaz de usurpar nuestras vidas porque somos tan ingenuos que creemos que basta el abrumador parecido físico para que la existencia cambie de dirección. Quizá haya monstruos a la caza en medio de la jungla de cemento porque el sexo llama con fuerza como cebo en la tela de araña. En algunos casos, será placentero caer aunque no se sepa cómo se va a salir. En otros, el tejido concéntrico se proyectará en un cristal que se ha roto intentando copiar una realidad de la que todos queremos huir.

miércoles, 2 de abril de 2014

CON EL AGUA AL CUELLO (1975), de Stuart Rosenberg

Han pasado los años y Harper parece un poco más cansado. Demasiadas noches de soledad y de rescatar el café del cubo de la basura para poder tomar algo fuerte por la mañana. Tal vez solo la nostalgia de un antiguo amor sea razón suficiente como para tener algo por lo que luchar. Nueva Orleáns, al fin y al cabo, es una tierra llena de pantanos y de trampas, de animales traicioneros que se escudan detrás de placas de policía porque, de alguna manera, ir allí es como visitar otro mundo. Intereses inmobiliarios, chantajes ingenuos, peligros extremos…Es como trabajar de detective privado en un territorio de cocodrilos.
El cinismo no se pierde, eso seguro. Más vale no discutir con alimañas y si quieren que uno vaya de aquí para allá, se baja el taxímetro y se va. Un chófer escurridizo y más listo de lo que parece, un marido desinteresado, una hija que no ha encontrado nunca el rumbo, un policía algo desencantado y que, sin embargo, deja un poco de manga ancha para que Harper se escurra entre el calor plomizo. El asesinato no tarda en aparecer y Harper tiene que fingir que va de aquí para allá con prostitutas para saber qué se esconde detrás del acertijo. A pesar de su apariencia desengañada y de que solo hay dos o tres cosas que le importan, Harper no olvida su ética. Tal vez la misma verdad no sea justa pero él no es el encargado de impartir justicia. Es el encargado de encontrar la verdad.
Sienes clareadas, mirada inteligente y una notable capacidad para demostrar que el cerebro funciona, encontrando pistas y sacando conclusiones. Ése es Harper bajo la piel de Paul Newman. Ya no es ese joven que se movía entre Apolos y Ninfas en las lujosas piscinas de Los Ángeles. Ahora es ese hombre maduro que tiene que bucear muy hondo en las hediondas y estancadas aguas de los barrizales de Louisiana para hacer un favor a una vieja amiga. El tiempo pasa y, quizá, Harper ya no tenga esa forma de mirar que era puro impulso. Puede que su destino sea morir con una desconocida de intenciones ambiguas en una sala de relax de un sanatorio abandonado, con el agua al cuello, con la desesperación en los pulmones y con la frustración en el intento. Tal vez la verdad, en esta ocasión, no sea nada agradable, aunque ello signifique un triunfo para él y la seguridad de que amó durante unos días a una mujer que era capaz de todo con tal de proteger la felicidad de quien quiere. Incluso…sí, Harper, incluso la tuya.

Inferior a Harper, investigador privado, esta película no deja de ser una aceptable película de cine negro que se hunde en las procelosas aguas de un personaje irrepetible y absolutamente clave en la historia del género. Newman, con su inteligencia habitual, lo sabía y dotó a Lew Harper de unos cuantos trazos de humanidad, de encarnadura real por encima del mito que no da puntada sin hilo. El trabajo del detective, muy a menudo, es poner a los sospechosos con el agua al cuello y él sabe que, tarde o temprano, la derrota merece una mirada de indiferencia y un gesto de rechazo. No tuvimos más a Harper. Puede que cogiera un avión y mandara a todo y a todos al mismo lugar de donde recoge el café.

martes, 1 de abril de 2014

EL CUARTO PODER (1952), de Richard Brooks

El periodismo ético, ése que ya no se lleva. Impresionante la frase que Ed Hutchison dirige a uno de sus empleados: “Aquí se apoya o no se apoya a un candidato en base a su capacidad, no en base a la ideología que representa”. Y así es cómo se defiende la verdad y la auténtica libertad de prensa. No valen noticias partidistas, ni convenientes, ni analíticamente ladinas para que salga la cuenta del que escribe. El periódico que sale en esta película está en trance de desaparición y su director tiene muy clara cuál es su obligación: realizar una última edición con el rigor que ha caracterizado al verdadero periodista. Sin obviar opiniones, contraponiendo unas contra otras y ofreciendo pruebas de que se está diciendo la verdad. Sin ceder a presiones de chantajistas de baja estofa que quieren dominar lo que se dice para poder controlar lo que se hace. La cabecera del periódico se apaga porque el negocio es lo primero y siempre hay alguien, algún rival, algún político, que luchará para que no se diga la verdad. Porque, no nos engañemos, estamos rodeados de mentiras y muchas cabeceras se afanan en publicar noticias que son mentiras con apariencias de verdad.
Pero, claro, para ello hay que entregarse y luchar por lo que se cree. Y lo primero en lo que un ser humano debe creer es en la honestidad del trabajo realizado. ¿Cuántos podemos decir eso? Muy pocos. Contados. Incluso los mecanismos del autoengaño funcionan a toda máquina para anestesiar las conciencias y dibujar sinceridades falseadas en una moral que se encuentra en fuga permanente. La prensa, si no hubiera caído a un perfil tan bajo como el de los políticos, sería precisamente la voz que expondría las cosas tal y como son, con una objetividad que es pura utopía. Los intereses creados dominan las líneas editoriales y se trazan claramente las fronteras de lo políticamente correcto aunque eso signifique instalar a los sinvergüenzas en posiciones de poder. El periodista no tiene que ser una prostituta. Ya lo dice Hutchison en otra memorable frase: “Esta puede que no sea la profesión más antigua del mundo…pero es la mejor”. Tal vez porque aún cree que llevar la verdad a los hogares es una tarea reservada a aquellos que, de verdad, piensan que la democracia tiene que ser salvaguardada. Y solo puede hacerse en las líneas de tinta de unas rotativas que son implacables cuando se mueven.

Película-homenaje a la profesión periodística por parte de un ex – periodista como Richard Brooks, que no duda en arremeter contra los elementos mafiosos (que existen en todas partes) que tratan de controlar los medios ejerciendo una censura que no es más que un medio para moverse con comodidad en medio de la basura que ellos mismos crean, que resuelve dudas para todos aquellos que se debaten en medio de la indecisión porque todo son medias verdades, pasadas por el filtro ideológico…cuando, en realidad, lo que debería predominar son los idealismos. Más que nada porque el idealismo está siempre mucho más cerca de la verdad que la ideología. Incluso las páginas deportivas de ese diario intentan ofrecer líneas frescas de objetividad y dejarse de preferencias por equipos, jugadores, excusas, justificaciones y observaciones tan inútiles como propagandísticas que a la gente le encanta porque ofrecen un asidero del cual colgarse y desde donde gritan su aborregamiento. No vale tan solo con dar un golpe en la mesa y salir con cara de rebeldía. Eso no es nada. Sobre todo porque siempre hay un coche esperando en la puerta y eso es lo que realmente se teme perder. Y para ganar, siempre, hay que perder. Los hombres y mujeres de este periódico que describe Richard Brooks lo hacen hasta el último momento. Con líneas de honradez y de verdad.