viernes, 11 de abril de 2014

VICTOR O VICTORIA (1982), de Blake Edwards

Con este artículo recomendando unas vacaciones en París, vamos a cerrar el blog durante unos días. Volveremos el martes 22 de abril con unas fuerzas que, ahora mismo, escasean un poco debido a los cambios y a la acumulación de tareas, como seguro que os pasa a todos vosotros. En todo caso, disfrutad, procurad reír y no dejéis de ver cine. Es la perfecta fuga para una Semana Santa que se ha hecho de rogar.

Un hombre que se hace pasar por una mujer cuando en realidad es una mujer que se hace pasar por un hombre que se hace pasar por una mujer. Esto solo puede pasar en París. Sí, esa ciudad de maravillas y de entrañables rincones pero también ese infierno donde se puede pasar mucha hambre entre sus calles adoquinadas. Ah, pero París también es ese lugar donde el esperpento tiene clase, los apariencias son verdades y todo el mundo finge en un interminable desfile de burbujas y lujos. Es fácil tener buen gusto en París porque, en realidad, es la capital donde el buen gusto vive. Por sus calles, huele a bollos recién hechos, a café caliente y a comida bien servida. Como un buen enredo. Al fin y al cabo, una mujer que se hace pasar por un hombre que se hace pasar por una mujer no se enamora todos los días.
Y es que el jazz caliente es la banda sonora perfecta para darse un paseo por las verdaderas personalidades que adornan este París frívolo y ligeramente alocado. Sobre todo porque hay un tipo que derrocha buen gusto con cada gesto y es Robert Preston, verdadera estrella de la película, hábil en el manejo de las réplicas y que roba todos y cada uno de los planos incluso estando en silencio. Él es el alma de ese París que se embellece por la noche, como una pluma coqueta, y se pasea por un montón de rostros lánguidos con cuerpos vestidos de etiqueta, estilizando todas y cada de sus esquinas, sacando los colores a los sempiternos agoreros que no saben vivir y cuestionando la verdad que él es el primero en no practicar.
Más allá de eso, la dirección de Blake Edwards también parece un manual de elegancia, con chistes comedidos y sin caer en ningún momento en el astracán propio de un argumento que ya llevaron al cine los nazis en los años treinta. Con un manejo espectacular de las sensaciones cómicas, Edwards se embarca en esos mismos años para sumergirse en la belle epoque de una libertad descocada, que solo pensaba en divertirse aunque no hubiera demasiado efectivo en el bolsillo. Vivir al día, desde luego, es un lujo que se reserva solo a los más pobres pero hay que reconocer que son los pobres los que saben vivir cada día.

Y es que los secretos solo son divertidos mientras permanecen siendo secretos. El baile distinguido y con chistera es la tapadera ideal para demostrar que no hay nada que esconder cuando toda la ciudad es un hervidero de cotilleos ocultos. A lo mejor, incluso, puede que salga a la luz una maledicencia que no es más que una mentira por despecho, pero eso se lo dejamos a las bailarinas de tres al cuarto. Lo que se sabe es lo que se es. Y la risa es la mejor medicina contra el aburrimiento. Ah… ¿no saben lo que es el aburrimiento? No es ni más ni menos que lo previsible. Y aquí nada es previsible. Es como el champán. Cada burbuja hace cosquillas de una manera diferente. A veces, de forma sorprendente, hasta la verdad se vuelve mentira porque una buena copa está diciendo las cosas de forma muy, muy seductora. 

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