viernes, 30 de mayo de 2014

SIETE LADRONES (1960), de Henry Hathaway

Un último golpe antes de la última copa. Al fin y al cabo, eso es la vida. Algo que siempre es lo último. Para ello, solo tienes que confiar en las personas adecuadas. El dinero corre en Montecarlo y parece que silba para que vayas detrás de él. Claro que la chica tampoco está mal. Sus caderas cimbreantes parecen toda una convocatoria para el pecado. Sin embargo, siempre se presenta el invitado imprevisto. Ése que nunca quieres ver. Pero el golpe es lo primero. Solo sentir que el éxito siempre estuvo ahí, a la vuelta de un billete de mil francos. A la vuelta de una reja de mil días.
Las fichas resuenan entre los números que no dejan de girar. Sentirse en medio de todo eso una vez más es llegar a ser verdaderamente libre. Trajes elegantes, mujeres de ensueño…Lástima que los desconfiados te quiten su tanto por ciento de placer pero ese último golpe al lado de quien más quieres…Bueno, al menos, será un testimonio de cariño aunque nadie se dé cuenta. Los ladrones siempre son ladrones. Incluso para hurtar sentimientos. Y la edad es el mayor ladrón de todos.
La música se presiente en el aire y el blanco y negro se hace color. Color de números rojos y negros, color de mujeres de miel y negro, color de días de pasado y negro. Todo tiene que estar minuciosamente preparado porque el tipo que ha ideado todo, sabe lo que hace. Poner el dinero para llevarlo a cabo no tiene ningún mérito. Él es el que vale. Los demás son monedas falsas disfrazadas de elegancia. Todo depende del lado desde el que se mire. Y hay alguno, incluso, que mira desde el lado de vuelta.
Henry Hathaway dirigió esta atípica película de guante blanco con un Rod Steiger excepcional acompañado de un soberbio Edward G. Robinson, marcos perfectos para llevar a cabo un atraco sin mano ni arma. A veces, con mucha clase, basta para llevárselo todo. Con reminiscencias de Bob, el jugador, de Jean Pierre Melville, esta película es una lección para apostar sobre seguro con cartas de farol. Es así de simple su fórmula, y así de complicada. Porque si hay que arriesgarlo todo, más vale hacerlo con gente que es profesional. Y estos tipos lo eran.

Y es que realizar una misión imposible con sombrero negro tiene lo suyo. Hay que jugar con astucia y perder con voluntad. Hay que camuflarse entre una gran celebración para que la noche sea la aliada. Una noche larga y amarga aunque el éxito sea un atracador más. La llamada de ese éxito no es por avaricia, sino por vanidad. Ser el mejor tiene el precio de la soledad y es obligatorio hacer ese último golpe, esa última copa. El cerebro del asalto tiene que saberlo y tener conciencia de ello. Lo demás carece de importancia. El cariño es el botín. Y es algo que no se puede devolver. Se queda en depósito y encerrado en la caja de seguridad. No puede venir ningún desaprensivo a tocarlo, revolverlo y llevárselo. Es lo único que debe permanecer en algún rincón de nuestro interior.

jueves, 29 de mayo de 2014

GRACE DE MÓNACO (2014), de Olivier Dahan

No es de extrañar que la familia real monegasca haya repudiado esta película con vehemencia. Al fin y al cabo, no es fácil asumir que se ha pertenecido a una monarquía que ha intrigado, ha conspirado, ha menospreciado y se ha equivocado. Y todo porque una extraña vino a ocupar su precioso trono de terciopelo y rosas y era una representante al más alto nivel del reino de la frivolidad que era Hollywood. Allí no hay lugar para esas cosas. Tan solo seriedad, compostura y apariencia, mucha apariencia.

Habría que aclarar, no obstante, de que la película avisa desde el principio que todo lo que se cuenta en ella es ficción aunque basado en hechos reales. Calculada ambigüedad de quien quiere vender el producto como un cuento de hadas destrozado por reales iniquidades o como una historia del valor supremo de una mujer que no se arredró ante las avalanchas de menosprecio que recibía por parte de todos y demostró ser más lista que toda la élite de la política internacional de la época.
Y es que no hay nada más peligroso que poner a una actriz en el papel de princesa. Se puede tomar el papel muy en serio cuando comprueba que eso del cine ya se ha vuelto una quimera debido a sus nuevas obligaciones y que lo que tiene que hacer es prepararse el papel a conciencia, como si fuera una gran y continua interpretación. La vida, dijo Charles Chaplin, es el interminable ensayo de una obra que no se estrenará jamás y a ello se aplica la protagonista de esta historia. Con alma y dedicación de actriz, con las tablas como suelo firme y el talento como única arma.
Todo esto está muy bien si no fuera porque no es muy creíble que nadie enseñe a la esposa del máximo mandatario monegasco a comportarse en la Corte, a cómo reaccionar, a cómo demostrar una elegancia que poseía de forma natural. Después de seis años de matrimonio y dos hijos, ella se siente descolocada, inútil, fuera de lugar. A pesar de que Nicole Kidman hace un buen trabajo y, en algún momento, llega a parecerse físicamente a Grace Kelly (aunque la princesa era mucho más menuda) y de que Tim Roth, un hombre muy poco parecido a Rainiero de Mónaco, dota de profundidad dramática a su personaje, hay en todo un aire de mentira que pretende ser verdad y eso no hace más que perjudicar al conjunto. Solo impera el deseo de jugar con dos barajas y de coger lo que más conviene y, en ocasiones, se le ve el truco a Olivier Dahan, aquel director que sorprendió con la biografía de Edith Piaf con el título de La vida en rosa.

Y es que la fuerza de una mujer, eso hay que reconocerlo, es un móvil tan fuerte que es demasiado tentador no aprovechar la oportunidad de hacer un retrato de decisión e inteligencia en una época que está demasiado necesitada de mitos. Ya no hay princesas como Grace, salidas directamente de una cámara para hacer realidad el sueño de muchas jovencitas de los cincuenta y vivir un cuento de hadas. Ya no hay príncipes como Rainiero, que tomaban decisiones de enorme importancia y que sufrían por un pueblo que tiene una renta per cápita de 63.400 dólares anuales siendo el quinto paraíso financiero del mundo. Ya no hay directores como Alfred Hitchcock que trataban de hacer una obra maestra en cada una de sus películas y que querían contar con mujeres que enamoraban al público de una forma o de otra. Lo cierto es que una mujer puede conseguir mucho si pone en juego su encanto y su atractivo, dando bofetadas de porcelana con sus manos blancas cinceladas por el technicolor. Besar a una mujer así no debía ser nada difícil aunque, con mucha elegancia, se pasan por alto tales pensamientos si es que algún día existieron. El amor tiene que triunfar. Una mujer de valor tiene que hacerlo así, si no, no será más que la frivolidad vestida de diamantes. 

miércoles, 28 de mayo de 2014

EL ÍDOLO CAÍDO (1948), de Carol Reed

Una enorme casa y demasiado tiempo libre. Lo peor para un niño. Y claro, la fantasía vuela también con una pequeña culebra que tiene escondida detrás de un ladrillo de la pared de la terraza. El mundo de los adultos se le echa encima pero, menos mal, hay un eficiente mayordomo que es la diversión pura. Baines tiene muchas obligaciones pero siempre saca la sonrisa del niño. Incluso cuando la casa es un verdadero caos por traslado o por un viaje o por cualquier otra causa, Baines siempre tiene una payasada para que el niño, en lo alto de la interminable escalera, sonría. Baines no puede ser malo. Al niño le gustaría que fuese su padre. Ése que no tiene porque siempre está detrás de sus papeles diplomáticos.
Sin embargo, Baines…también tiene algo de malo. Es lo que pasa con los ídolos. Primero están allí arriba, inalcanzables, sin mancha, sin ningún tipo de reparo y, al momento siguiente, caen agotados porque caen en las típicas contradicciones de adulto. Se puede ser un encanto con los niños y una verdadera fiera en su vida, quién sabe. El niño no lo puede saber. Total, no le dejan entrar en el mundo de los adultos y, cuando le dejan, es para que deje de decir mentiras…o verdades.
La casualidad se alía con la muerte, la noche se convierte en un tablero de juegos y, tal vez, podría haber un oasis de felicidad en ese desierto enorme que es la mansión de escaleras de mármol y estirados cuadros de políticos y prohombres. Baines es el centro de todo porque, a pesar de ser un simple criado, es también el bufón, el que siempre tiene la palabra adecuada de consuelo, el tipo de vestir correcto y habla educada y que educa todo lo que toca. Basta con echar un vistazo y uno puede intuir que, sin él, la Embajada sería un auténtico desastre. Claro que, a lo mejor, hay que borrar las huellas de un crimen y mejor no perjudicar al único juguete que posee el niño. Estos policías preguntan siempre las cosas y no van nunca al grano. Deberían preguntar de tal forma que el niño pudiese decir la verdad sin tener que decir antes una mentira. Al final, por supuesto, el bosque de verdades y mentiras se confunde y se mezcla y el crimen se presenta más turbio y más claro y lo que era, ya no es y lo que es, comienza a pasar.

Carol Reed dirigió con una maestría indiscutible esta película que se mueve, con ligereza y abrumadora lógica, por los abismos del suspense y del mundo infantil para descubrir, en realidad, el absurdo agobiante del mundo adulto. La cámara salta y se mueve entre los personajes con una facilidad que llega a ser admirable y el relato absorbe y atrapa porque Graham Greene también hizo el guión basándose en su propio relato El mayordomo. El resultado es sencillamente magistral, con un Ralph Richardson en uno de los mejores papeles de su carrera, con el silencio impreso en sus pisadas y con la sonrisa amarga del individuo que ha sido un perdedor siempre y, por una vez, no quiere salir derrotado. Y es que los ídolos, con mucha frecuencia, son el prólogo del fracaso.

martes, 27 de mayo de 2014

LA ISLA DEL TESORO (1934), de Victor Fleming



Veinte van fuera del ataúd
¡ja,ja,ja1
Y una botella de ron
El diablo y la bebida se encargaron del resto
¡ja,ja,ja!
Y una botella de ron

Y así comienzan a destilarse las pistas de una de las mayores aventuras jamás escritas. Jim Hawkins es decidido, valiente y desea sacar a su madre de las dificultades. Solo que para ello, él tendrá que vérselas con una pandilla de individuos que han dedicado su vida a saquear el mar. El océano solo les ha devuelto rugidos como olas y tempestades en la cara, vano castigo para unos tipos sedientos de sangre, sin escrúpulos ni anclajes. Ellos pertenecen al mar y ese muchacho…solo es un peón más que hay que sacrificar si de verdad se quiere recuperar el tesoro de Flint. ¡¡¡¡Por mil millones de diablos!!!! Ese maldito capitán lo hizo muy bien y esa fortuna tiene que repartirse entre sus hombres. Es lo justo. Es lo cabal.
El punto negro como amenaza, una canción que se repite hablando de botellas de ron y de unos cuantos desgraciados que marchan por fuera de un ataúd. Maldita sea, es un jeroglífico porque nadie es quien dice ser. El motín se prepara y los cuchillos, metidos en la boca, se afilan como si fueran vientos cortantes. No quedará nadie vivo. Y al infierno con los escrúpulos. John Silver El Largo lo sabe muy bien. Se lo dice la pierna que perdió. Más que nada porque ese viejo lobo de mar tiene respuesta a todas las tretas y quiere hundir sus manos en los doblones de oro del Capitán Flint. Ja, ja, ja…con una buena botella de ron en la mano, por supuesto.

Quizá esta versión de 1934 sea la mejor que se ha hecho hasta ahora de la inmortal historia de Robert Louis Stevenson. A ello contribuyó en gran medida la creación de un par de actores veteranos, que sabían estar en su sitio y que conseguían hacer creer que esa barba descuidada por los días de sal y sol fuera de verdad. Uno es Lionel Barrymore en el memorable y breve papel de Billy Bones. El miedoso marinero que posee el secreto del mapa que marca la equis en el lugar adecuado, se emborracha para esconderse del pánico porque sabe que, en el mismo momento en que ese pergamino cayó en sus manos, estaba condenado. Solo quiere beber porque vive obsesionado con que le vengan a buscar. Solo quiere beber porque sabe, por otra parte, que jamás podrá ir a buscar ese tesoro que promete un paraíso de ron. El otro es Wallace Beery en el memorable rol de John Silver El Largo, privado de una pierna, mentiroso compulsivo y convincente, arrastrado por la vileza que solo desea dar salida para encontrar los cofres llenos de riquezas y gastárselo en tabernas de islas perdidas, intentando apurar hasta el último trago de una vida de la que no se preocupa. Y, sin embargo, detrás de una mentira y de otra y, luego, de otra, también posee una sensación que había olvidado, que la tenía arrinconada en un baúl bajo llave y es el cariño y la ternura que ya no siente, que se evaporó, posiblemente, detrás de demasiados vasos de ron, de demasiadas noches de estúpidas canciones de piratas y de borracheras ruidosas oyendo a las olas golpear contra el muelle. Más allá de eso, es hora de embarcarnos hacia esa isla sin nombre, donde un hombre enterró lo más preciado y otro se quedó para que la locura le sostuviera en la enorme soledad. Ja, ja, ja….sin una mísera botella de ron.

viernes, 23 de mayo de 2014

STANLEY KRAMER: EL AIRE TRASCENDENTE



Andrew Sarris escribió que “si la trascendentalidad fuera arte, Stanley Kramer sería el mejor director de todos los tiempos”. Con todo lo que lleva implícito de desprecio, no hay duda de que Stanley Kramer ha sido un director muy denostado por la gran mayoría de la crítica que, a lo máximo que ha podido aspirar, ha sido a la etiqueta de “mejor productor que director” (lo cual es bastante cierto) o como un “aceptable artesano con ínfulas de autor”. Lo cierto es que Stanley Kramer era un extraordinario director de actores que empañaba ligeramente su trabajo con un leve repertorio técnico que hacían evidente todas sus limitaciones.
Parte de ese desprecio se debía a su ambición un tanto desmedida de abordar temas candentes, mucho más grandes que la propia condición humana que hacían que sus películas fueran, en buena parte, tratados sobre diferentes posturas que se tornan, en alguna ocasión, en historias farragosas, sobrecargadas de diálogos trascendentes (aunque, muchas veces, agudo), ideales para el lucimiento de los increíbles repartos que llegaba a reunir.
Su sueño siempre fue dirigir pero comenzó en la producción independiente con títulos tan apreciables como Hombres, de Fred Zinnemann; una excelente película con Marlon Brando; Cyrano de Bergerac, de Michael Gordon, con un memorable José Ferrer; La muerte de un viajante, de Laszlo Benedek, con un ajustadísimo Fredric March; Solo ante el peligro, otra vez con Zinnemann, con un Gary Cooper que jamás estuvo mejor; Salvaje, también de Benedek, con Marlon Brando erigiéndose como símbolo de la juventud rebelde; o El motín del Caine, de Edward Dmytrik, con un inolvidable Humphrey Bogart.
Pero en 1955, Stanley Kramer quiso dar el salto a la dirección produciéndose a sí mismo en una mediocre película: No serás un extraño, que ya hizo que pudiera reunir a uno de esos impresionantes repartos que tanto poblaron sus películas y que incluyó a Robert Mitchum, Frank Sinatra, Olivia de Havilland, Gloria Grahame, Lee Marvin y Broderick Crawford y que nos hablaba sobre un tema tan proceloso y escurridizo como la ética médica. Floja de concepción, con un Mitchum muy descolocado como protagonista, el film tiene todos los defectos de una ópera prima y se queda a medio camino entre el debate y el culebrón barato donde sentimientos, engaños y profesionalidad se mezclan en un aburrido cóctel.
Su siguiente película fue aún peor. Preso de cierta megalomanía quiso realizar una superproducción como Orgullo y pasión en España, con Cary Grant de oficial inglés, Frank Sinatra de rebelde orgulloso español y Sophia Loren de andaluza de pura cepa llevando por todo el país un gigantesco cañón que permitirá a los españoles recuperar Ávila frente a los franceses. La película, en ciertos momentos, llega a ser ridícula.
Con Fugitivos, ya empieza a aparecer el verdadero Stanley Kramer tomando como punto de partida una atractiva premisa: dos presos, un negro bastante rebelde (Sidney Poitier) y un blanco racista (Tony Curtis) se escapan del furgón en el que estaban siendo transportados a la cárcel y deben colaborar juntos si quieren sobrevivir pues están esposados el uno con el otro. La fácil reflexión de Kramer sobre la desaparición de barreras raciales para dar paso al ser humano desprovisto de color queda enriquecida por la introducción de elementos propios del egoísmo común a todas las razas, auténtico inductor de la delación.
El siguiente proyecto fueron palabras mayores: la fábula apocalíptica La hora final, con Gregory Peck, Ava Gardner , Fred Astaire y Anthony Perkins. Un serio aviso, en plena guerra fría, del camino de la humanidad hacia su desaparición paulatina. Sin duda, Kramer articula una película que hurga en heridas costrosas sobre la estupidez humana y que deja un inquietante aire de desasosiego. Aquí es cuando se empieza a ver la maestría de Kramer, arrancando una formidable interpretación a Fred Astaire como un científico que no puede con la culpa que le produce haber sido parte del sistema que lleva a la Humanidad a su inevitable extinción.
La herencia del viento marca el inicio de sus colaboraciones con el gran Spencer Tracy en una película sobre un histórico juicio ocurrido en los años veinte como excusa para hablar sobre la fe, el fanatismo, la vieja religión, el cuarto poder, el sensacionalismo, la indiferencia, la inteligencia, el mesianismo, los intereses creados, la gula, los falsos profetas, la ira…Una maravilla de película, con actuaciones prodigiosas del propio Tracy y de Fredric March y Gene Kelly (en el que, quizá, es su mejor papel dramático).
Siguió con el género de juicios y se trasladó a Nüremberg para narrar el proceso que se inició contra los altos jueces y magistrados del régimen nazi en Vencedores o vencidos. Con un reparto de ensueño, con nombres como los de Spencer Tracy, Maximillian Schell, Burt Lancaster, Richard Widmark, Marlene Dietrich, Judy Garland y Montgomery Clift, en el que todos sobresalen, Kramer plantea serios y trascendentes interrogantes como la culpabilidad de unos jueces que se encargan de ejecutar unas leyes elaboradas por el gobierno, la táctica del avestruz de una ciudadanía empeñada en no mirar hacia las continuas brutalidades que se estaban cometiendo, las especiales circunstancias que llevaron a Hitler al poder, el defecto básico del carácter alemán que les llevó a la connivencia con unos ideales ausentes de toda ética humana, la innegable culpabilidad del resto del mundo o el legado terrible que recibió la juventud alemana deseosa de quitarse de encima los estigmas pero intentando evitar el insulto de la humillación. Una película extraordinaria con momentos deslumbrantes.
Se aligera en sus tramas y se decide por hacer un carísimo homenaje al slapstick con la comedia El mundo está loco, loco, loco, llena de humor salvaje, un tanto pasado de revoluciones pero absolutamente loco. Con un reparto poblado de grandes nombres encabezado por Spencer Tracy, que se atreve con una interpretación divertidamente comedida, la película se yergue como una historia sobre unos cuantos egoístas lacerantes que van detrás de un maletín lleno de dinero.
Después de El barco de los locos, una película pretendidamente trascendente y que, sin embargo, se ha quedado peligrosamente antigua, realiza otra lúcida reflexión, no exenta de trampas, sobre el liberalismo y el racismo en Adivina quién viene esta noche, última reunión de dos monstruos irrepetibles del cine como Spencer Tracy y Katharine Hepburn. La película nos habla del amor como antídoto contra la intolerancia y abandona el tono crispado de sus anteriores producciones para narrarnos con un estilo pausado un dilema moral nadando entre la comedia y el drama con singular habilidad.
La relajación en el cine de Stanley Kramer llega a su punto culminante con El secreto de Santa Vittoria, con un impagable alcalde encarnado por Anthony Quinn, típico tonto que es un listo, que se encarga de tomar el pelo de forma recalcitrante a las tropas alemanas de ocupación de un pequeño pueblo italiano. La película es divertida, fresca, rebosa buen humor e inteligencia.
A partir de aquí, Kramer entró en franco declive. Fracasa de manera lamentable con un bodrio llamado R.P.M. y se recupera tímidamente con Oklahoma año 10, una película sobre la ambición en el mundo del petróleo de principios de siglo que deja en pañales a todos aquellos que no la han visto y que no se cansan de ensalzar la irritante Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson.
Cuatro años sin rodar y, cuando se decide a volver, lo hace con un thriller largo, pesado y sin mucho sentido con Gene Hackman titulado De presidio a primera página que resultó ser su última producción y que resultó un fiasco con ínfulas de buena película para, luego, terminar realizando un vehículo de encargo y a mayor gloria del cómico Dick Van Dyke que ni siquiera traspasó la frontera del mercado estadounidense.

La mayor preocupación de Stanley Kramer fue hacernos pensar sobre grandes temas, esos temas que determinan el destino del hombre en sí mismo. Sin duda, una meta ambiciosa para cualquier cineasta con vocación y alma de artista. El cine siempre ha necesitado hombres como Stanley Kramer, digan lo que digan aquellos que nunca le comprendieron o ese público que, al final, acabó por darle la espalda y convertirlo en un reo de sus propios juicios.

jueves, 22 de mayo de 2014

GODZILLA (2014), de Gareth Edwards

Existe una tendencia en el cine actual a hacer versiones de películas que de un modo u otro ya han quedado obsoletas pero con la idea de hacerlo todo mucho más grande, más monstruoso, más incontrolable, más impactante. Al fin y al cabo el público pide espectáculo y los argumentos bien hechos y esas cosas tan finas se tienen que dejar para los intelectuales que solo sirven para embrollarlo todo. Así que vamos a dejar unas cuantas ciudades hechas un trapo y además, para que se enteren los que quieren espectacularidad, vamos a poner tres monstruos en lugar de uno.

Y así se articula por enésima vez otra aventura de esta especie de dragón de Komodo gigantesco, obra magna de la vileza humana, creada a partir de unas cuantas sobredosis de radiación nuclear. Pero hay que reconocer que es de bien nacidos ser agradecidos así que el lagarto mayúsculo aparece, desde luego, pero viene a salvar a la raza humana. Más que nada porque no importa cuán malvado sea un ídem porque seguro que siempre hay alguien que es peor.
Por supuesto, la trama y el origen de tales criaturas es explicado enrevesadamente y muy deprisa para que cualquier espectador avezado no se dé cuenta de las trampas que tiene el guión. Más que nada porque nadie va a ver esta película por su guión sino porque cuanto más destrozos se metan, más cosas vuelen por los aires y más explosiones haya, mejor será para un gran sector del público.
Ese sector del respetable saldrá muy satisfecho porque conseguirá lo que quiere. No se ahorran combates entre criaturas infernales, derrumbamientos, detonaciones...caramba, si hasta incluso estará el viejo truco de que todo acabe con una bomba nuclear. A la película, en ese sentido no le falta de nada.
Siendo medianamente serios, lo único que merece la pena es la banda sonora, de un vigor excepcional, de Alexandre Desplat. También hay un cierto respeto por volver a la fórmula nipona que se puso en juego en Japón bajo el terror del monstruo, formato del que se alejó bastante la versión de 1998 de Roland Emmerich pero pare usted de contar. El resto son solo fuegos artificiales. Un poco más de dos horas de traca sin descanso. Y el dinero, eso sí, en la taquilla.
Veamos. Gareth Edwards, director del intento, dirige a sus actores tan mal que no me imagino las instrucciones que le habrán dado a Ken Watanabe para interpretar su papel. El científico japonés al que da vida no deja de mostrar asombro, asombro y más asombro. Asombroso. El almirante que encarna un actor solvente como David Strathairn se diluye y desaparece. Lo de Aarón Taylor-Johnson como el héroe ideal es tan ingenuo que es el único fulano de la Tierra que está cara a cara con el mismo monstruo una y otra vez y es más difícil de matar que el mismo Godzilla. Siempre hay algo que trastoca los planes de las criaturas de poder electromagnético motivado por el exceso de radiación que les ha hecho crecer y a cuyo medio se han adaptado de tal manera que ingieren radiación cual ensalada sin aliño. Creo que era algo así pero esto carece de importancia.
Por otro lado, el mensaje de fondo está más visto que una rueda de prensa de Ancelotti. La Naturaleza se rebela contra el maltrato. El hombre está destruyendo el planeta. Solo una criatura de enormes proporciones puede volver a traer el equilibrio. Más o menos el mismo que yo perdía en la butaca porque me iba hundiendo poco a poco en un aburrimiento tan profundo que llegué a la conclusión de que el mero hecho de haber pensado hacer esta película es una demostración más de que el cine puede llegar a ser simplemente monstruoso.                         

miércoles, 21 de mayo de 2014

EL HOMBRE ATRAPADO (1941), de Fritz Lang

Un hombre camina por un bosque, en busca de una presa. Es un apasionado de la caza y de la aventura y ese verano, ha ido a Alemania, tal vez porque sea la última vez que pueda hacerlo. Se acerca a un risco y apunta con su rifle de mira telescópica. Allí está su presa. Adolf Hitler está en su terraza de Bertechsgaden, pensativo, a buen seguro intentando planear su próxima invasión. El hombre se toma su tiempo, poco a poco aprieta el gatillo…y dispara. Pero no hay bala. Es solo un juego. El placer de la caza. La seguridad de que Hitler hubiera caído al primer intento. Lo piensa mejor. Tal vez…la Humanidad ganaría si ese hombre no estuviera en la faz de la Tierra. Así que pone una bala en la recámara. Vuelve a apuntar. Poco a poco, aprieta el gatillo…
Éste es solo el inicio de El hombre atrapado, de Fritz Lang, una maravilla que nos habla de un hombre que comienza con un juego y acaba siendo cercado como un animal en su propia madriguera, defendiendo lo que cree que es justo. Tal vez Lang sabe dar forma a una parábola sobre Europa, sobre su permisividad con los nazis, sobre las verdaderas razones de una rebelión que nunca fue más justa. O quizá también quiera darnos el lado más humano de los héroes y el por qué de sus reacciones. O incluso dar un toque de atención a aquellos que pensaban que, al fin y al cabo, Hitler no era tan malo. Lo cierto es que asistimos a una continua caza del hombre que se traslada de Alemania a Inglaterra y que cierra el cerco lentamente, con la intervención de una chica que nunca tuvo nada que ganar, maravillosa Joan Bennett, y el paseo de un caballero como Walter Pidgeon que, siempre desde la elegancia, nos construye un personaje que sabe defenderse, sabe escapar y sabe volver a la misma raíz del mal.
Y es que el hombre se mueve por instinto y, muchas veces, dejamos pasar la oportunidad de hacer algo que realmente cambie el mundo. La Naturaleza, agreste y no siempre amistosa, puede servir como refugio y como el punto donde cae una flecha que nunca debió dejar de volar. Las cicatrices no son heridas, son recordatorios de muchas causas y de muchas luchas, de muchos momentos en los que se forjaron las razones del enfrentamiento y las calles frías parecen bosques de niebla donde la peor de las trampas está hecha para atrapar el corazón. Una última mirada es lo único que quedará grabado porque, desde ese instante, los sentimientos quedaran petrificados, fríos y muertos. Ya no importa ponerse a salvo. Lo que verdaderamente importa es poner a salvo a los demás.

Y es que la libertad es lo único que no se puede quitar a un hombre. Porque entonces es cuando se puede comportar como un animal salvaje, como una fiera con un solo objetivo en la vida. Tal vez lo único que necesite ese cazador que un día tuvo en la mirilla a Adolf Hitler sea volver a experimentar el placer de la caza…

martes, 20 de mayo de 2014

CUERDA DE PRESOS (1956), de Pedro Lazaga

El sol, árido e implacable, parece golpear las cabezas de los que andan en busca de un destino que parece escrito de antemano. Por los caminos, una leve estela de polvo se levanta ante una breve procesión de tres hombres que deben cumplir con su deber y con su condena. Por allí, una muchacha que desea el amor a escondidas. Por aquí, una encantadora niña con un pañuelo como deseo. Y, siempre bajo los pies, el suelo que nunca acaba, la tierra que nunca termina mientras los ojos ruegan por un sueño, las manos desean el agua fresca y el cuerpo se queja en sus huesos de un descanso que nunca es suficiente.
El frío, húmedo e hiriente, envuelve los cuerpos de los que caminan en busca de una noche que tiene que ser el final. En los senderos, unas gotas salidas de los charcos pisados van salpicando el paso de una breve procesión de tres hombres que deben seguir su periplo pase lo que pase. Por aquí, un viento helado que cala en las entrañas haciendo que el pan se vuelva hielo y el cigarrillo, un brasero. Por aquí, el suave tacto de una capa que esconde el honor, ese que nunca se congela por muy largo que sea el viaje. Y el deber allí, en el fondo, esperando, sin sonrisas ni comprensiones. Solo hay que llegar, entregar al prisionero y saludar con cierto aire de oficial.
La niebla, ingrata y escalofriante, esconde las fugas y los miedos, las frustraciones y los deseos. El uniforme también es una tela que tapa los orgullos y las vergüenzas. El tricornio se hace piedra y la mirada comienza a empañarse porque los años no han pasado en balde. Quizá haya habido demasiadas misiones, demasiadas guardias, demasiadas noches en vela y demasiadas broncas. Puede que todo esto no merezca la pena y que, en este valle olvidado de Dios que se llama España, no merezca la pena vivir solo, en permanente dependencia del destino, aguantando que los jóvenes aparezcan empujando y los superiores desaparezcan entre gritos. Por aquí, una ceguera que devuelve al hombre a su estado más primitivo haciéndolo más iracundo, más decepcionado, más perdedor. Por allí, la certeza de que hay hombres que hacen lo que nadie más puede hacer. Porque no es fácil andar por un camino lleno de piedras durante tantos días y aún más noches. No es nada fácil dormitar con la carabina en el regazo y un ojo medio abierto para que el pobre desgraciado no escape al garrote vil que le espera. No, no es fácil. Nadie dijo nunca que era fácil. Y a pesar de las luces y de las sombras, el honor, entendido como honestidad, humanidad y obediencia, sigue ahí intentando llegar a un destino que siempre está un poco más allá.

Don Quijote y Sancho cambiaron las espadas y los escudos de caballeros andantes por el uniforme de la Guardia Civil y se marcharon por esos campos de Castilla, de León y de Álava, maravillados por el tren y por un cineasta que no tuvo personalidad en el cine español. Solo, tal vez, agarró todos los personajes que le tocaron en suerte y los vistió de cariño, como una especie de testimonio de aprecio por una tierra que siempre ha sido demasiado dura con los suyos.

viernes, 16 de mayo de 2014

TRES DÍAS PARA MATAR (2014), de McG

Son tres días para matar…para matar el tiempo. Ese tiempo que mata. Más que nada porque no queda mucho. El final del camino está ahí y hay que apurarlo. El tiempo perdido debe ser recuperado aunque no quede mucho tiempo para poderlo hacer. Haber sido un agente de campo de la C.I.A. es un inconveniente, desde luego. Sobre todo si un día se pasó por su cabeza la idea de formar una familia. Una niña no es cosa de broma. Pero esto lo es. Ni siquiera sirve para matar el tiempo.
Buena secuencia de acción al principio, una historia que interesa poco y un intento por hacer una comedia basada en la desorientación de un padre que no sabe cómo ganarse a su hija. La tragedia se diluye, los personajes no pasan de anecdóticos y lo mejor de todo es aprovechar que se está a punto de torturar a un italiano para pasarle el móvil y que cuente a su hija cómo se hace la salsa de los spaghetti. Tres días para matar. Para matar a ese director tan circense que no tiene ni un nombre artístico medianamente serio. Para torturar lentamente a un fulano que no es capaz de aprovechar una historia con Kevin Costner y Hailee Steinfeld dentro. Y es que no hay interés. Lo máximo que se puede dar es un par de sonrisas, una (y solo una) secuencia de acción pasable y una cosa tan deforme que no merece ni este informe. Tres días para matar al peor cine comercial americano.
Casi dos horas para no contar apenas nada salvo un puñado de actos previsibles y sin demasiada gracia. Tanto es así que no se acaba de entender que ese personaje interpretado por Amber Heard, jefe implacable de una misión que parece no acabar nunca, quiera por activa y por pasiva que Kevin Costner se encargue de un fregado que podría solucionar ella misma sin ningún problema. Más que nada por aquello de la edad, de una enfermedad de difícil solución, de una fantástica vacuna experimental y para que la cosa termine con un detallito humano de la asesina más impasible que haya militado nunca en las filas de la Agencia Central de Inteligencia. Pero no, ella quiere que el viejo de Costner se encargue porque ella es, al fin y al cabo, lo que podría haber sido un ángel de Charlie cualquiera si hubieran tenido paciencia las chicas.

El caso es que McG (nacido Joseph McGinty) rueda bien y tiene un cierto sentido del espectáculo pero su tendencia al absurdo y a lo increíble echa a perder cualquier mérito. Más que nada porque, tal vez, esta historia agarrada con una mirada algo más seria nunca llegaría a la categoría de obra maestra pero podría ser una película, al menos, entretenida. En sus manos, todo se convierte en un papá por horas con un trabajo ciertamente complicado. Por muy encantador y elegante que sea Costner en algunos pasajes. Aquí no hay nada que hacer salvo asistir a la ausencia de una lógica que en ningún momento es sustituida por algo cercano a la magia. McGinty dedícate a zurcir que, tal vez, los calcetines te salgan un poquito más apañados.

miércoles, 14 de mayo de 2014

UNA NOCHE EN EL VIEJO MÉXICO (2013), de Emilio Aragón

Tal vez en los ojos de un viejo estén escritas todas las respuestas e, incluso, todas las inquietudes. Allí, en el final de ese camino que él ya ha hecho demasiadas veces de ida y de vuelta, se encuentran todas las experiencias que han ido marcando cada una de sus arrugas, todas las amarguras de la mirada, todas las frustraciones y fracasos y, también, esos pequeños éxitos que la vida guarda y no siempre regala. Y ya, cuando el mundo y el tiempo se están acabando, no resta más que el deseo de unas horas más de libertad, unas horas más de servir a la voluntad de hacer lo que a uno le dé la real gana.

Y ese es un deseo más fuerte que cualquier otra cosa y si se muere en el intento, pues bienvenido sea. Lo que haga falta con tal de no quedar postrado en una cama babeando la vejez y teniendo conciencia de que no se es más que un estorbo. Es el simple y humano deseo de apurar un sorbo más de vida intensa, una sola noche, unas horas en las que Dios tiene que echar una mano aunque solo sea por una vez. Y la primera mano es la aparición de la sangre de la propia sangre, un compañero de viaje, un chico al que le está llegando la época de empezar a tomar decisiones y no tiene ganas de llevar adelante ni una.
México lindo de noches de neón que abrazas la penumbra de tus miserias y las conviertes en las fiestas de tu rutina. México lindo que escondes a la muerte a la vuelta de la esquina y a la belleza en la misma acera, haciendo que lo sublime y lo siniestro se abracen como burbujas en una botella de cerveza. México lindo que persigues la sangre y maltratas a los ingenuos porque todo se basa en el sudor de una noche demasiado cálida y en unas cuantas barras de bar vestidas de rojo y barnizadas con perfume barato. México lindo que premias a los más desesperados y castigas a los privilegiados haciendo que las estrellas sean monedas lanzada al aire, capaces de cambiar la suerte y el destino de cualquiera. En México lindo hay bebida, hay mujeres, hay una noche que nunca acaba, hay compañía inesperada y soledades derramadas. Hay asfalto húmedo y aceras pisoteadas. Hay magia y veneno y también segundas oportunidades a precio de saldo. Allí es un buen lugar donde saborear las últimas gotas de libertad cuando las arrugas se van agrietando para dejar paso a la vejez. También lo es para hacer madurar al joven que está dispuesto a comenzar la vida con una mirada de frente y una experiencia en la mejilla. Es donde terminan los sueños. Es donde toma forma la esperanza. Es donde se coloca un beso en cada bala para espantar la desolación.

No cabe duda de que esta película tendría poco, muy poco que destacar si al frente del reparto no estuviera un actor de la talla inmensa de Robert Duvall. Él es el centro y también la verdad de esta historia y su presencia es tan poderosa que uno llega a olvidar la ingenuidad de algunos pasajes, la fotografía inadecuada o las motivaciones de un viaje providencial. Por otro lado, Emilio Aragón, director de la película, tiene más pulso cuando la trama se sumerge en las intrincadas trampas del thriller que cuando se empeña en mostrar sentimientos, no del todo bien dibujados en algunos pasajes, como intentando dejar la explicación de algunas conductas a los vaivenes del destino caprichoso. Pero nadie puede dejar de simpatizar con ese viejo sabio que se bebe la noche en jarras y que deja intuir la dureza de una vida que no ha merecido la pena porque la soledad ha sido su esposa. Y mirándole, uno se da cuenta de la grandeza que supone que en uno solo de sus gestos haya más cine y más actuación que en todo el resto de la película. Quizá sea cosa de esa libertad que se deja querer pero nunca acariciar y que desea cantar pero solo permiten que muestre lo que interesa sin preocuparse de que ella, la esquiva libertad, tenga mucho que ofrecer. 

martes, 13 de mayo de 2014

EL TREN DE LAS 3,10 (1957), de Delmer Daves

La garganta se seca de tanto aspirar el maldito polvo de la tierra ingrata. No llueve y el enésimo fracaso se cierne sobre un hombre que está a punto de rendirse otra vez. El orgullo está demasiado herido, las fuerzas flaquean y no hay nada que haya hecho que le haga sentir admiración por sí mismo. Teme decepcionar a sus hijos. Y mira a su mujer y cada vez está más convencido de que no ha sido capaz de hacer que la felicidad fuera un miembro más de la familia. Ella está condenada a trabajar, a racionar la comida, a trabajar de sol a sol sin más premio que una sonrisa o un fugaz beso en los labios. El cielo no envía agua y el ganado se muere. Ya no hay dinero. Y hasta cuando las lágrimas se escapan dejan surcos en el polvo del rostro.
No importa si alguien muere mientras se roba algo de dinero. No mucho, algo que permita seguir tirando de pueblo en pueblo con una pandilla de forajidos, bebiendo en el desierto de las barras de taberna y, de vez en cuando, estando con una chica que ha perdido el rumbo en algún lugar del camino y lo encuentra durante unos instantes en los  brazos de un hombre malo. La mirada agresiva, dominante y torva se torna breve y sincera cuando, entre copas, se atisba lo que ha conseguido otro hombre que, a base de honestidad, ha conseguido construir un hogar. Eso es un botín que no tiene valor. Una mujer excepcional, dos hijos, algo por lo que luchar…porque, al fin y al cabo, el dinero que se gana asaltando diligencias y bancos se gasta, se va tan rápido que lo único que se desea es ir a por el siguiente atraco. Algo efímero. No queda nada después de eso. Solo el rastro de algo que no merece la pena recordar.

Glenn Ford siempre dijo que ésta había sido su interpretación favorita porque le dio la oportunidad de poner en juego muchos matices dando vida a Ben Wade, un hombre malo que se dedica a robar y a matar. Y domina los rincones de la calle aún sin un arma en la cintura, mucho más que un Van Heflin que trata de retratar al hombre bueno, esforzado, honrado y luchador que ve cómo la vida se le escapa entre los dedos y tiene que jugarse el pellejo para evitarlo. Felicia Farr puso la belleza al otro lado de la barra y la figura en un plano de evocador lirismo mientras Delmer Daves, detrás de la cámara, hacía un ejercicio de precisión y de ritmo al alcance de muy pocos. Y es que no es fácil esperar un tren que sirva para hacer justicia a un par de tipos que dieron la vida porque creían en lo correcto mientras la tortura moral se asienta entre las paredes de un cuartucho de hotel. Hay que mantener la atención en una película que no se presenta como un espectáculo de acción sino como un duelo de resistencia ética frente al dinero fácil y a la tentación de agarrar el futuro por las solapas y descerrajarle un par de tiros en el estómago porque, en ocasiones, los hombres están hartos del destino que les ha tocado. Y es muy difícil continuar cuando todo, incluso el cielo, está empeñado en abrir sus cortinas para insultar a la cara a todos aquellos que intentan ganar el día con el sudor de su frente. 

viernes, 9 de mayo de 2014

EL INVISIBLE HARVEY (1950), de Henry Koster

¿Qué tal si nos juntamos unos cuantos amigos y vamos al bar de Charlie a tomar una cuantas copas? Estoy seguro de que será una velada muy agradable. Y así también aprovecharé la ocasión para presentar a todo el mundo a Harvey. Es un buen amigo que me acompaña en las mejores y en las peores ocasiones. Si estoy triste, Harvey me consuela. Si me siento solo, Harvey me coge del brazo y comienza a bromear con ese sentido del humor suyo, tan particular, tan irlandés. Estoy encantado con Harvey. Solo él es capaz de hacer que el tiempo se detenga y que, mientras tanto, yo pueda viajar o visitar cosas o hacer amistades. Es solo una cuestión de saber mirar.
Claro que vencer a la realidad no es una cosa tan fácil. Después de muchísimas prisas y de demasiados dimes y diretes, la verdad, es un alivio poder fugarse a un rincón donde todo el territorio dominado sea exclusivamente tuyo. Sin obligaciones, sin estúpidos compromisos. Solo disfrutando de una buena copa de whisky en medio del bullicio. Harvey lo sabe bien. Me imagino que, como buen pukka, Harvey habrá estado al lado de muchos que lo han necesitado y habrá visto lo que ningún conejo ha visto. Claro que con esa altura no me extraña. Es un buen compañero. Es servicial y educado. Es un duendecillo muy particular exclusivo para chiflados. Pero hay una diferencia. Hay chiflados que lo son por enfermedad. Yo lo soy por elección.
Y es que la chifladura, o si se quiere la relajación, es muy placentera. Nadie te habla si no quieres que te hablen y además te da la oportunidad de ser un aventajado espectador de la vida. Así, uno asiste a romances, a peleas, a besos, a caricias, a reconciliaciones e, incluso, a algún que otro celador con el carácter un tanto particular. Y además, tengo a Harvey. Sí, ya sé. Puede parece algo de locos pero estoy seguro de que, si lo conocieran, también se convertiría en un buen amigo suyo. Saber mirar es saber vivir. Y Harvey sabe mirar, sabe hacer que lo miren y, sobre todo, sabe vivir y hacer vivir. Es un conejo muy completo. Bebe, charla, bromea, acompaña, apoya, asiente y sigue. ¿Alguien podría pedir más?
Ah, bueno, sí. Estoy seguro de que conocen esta película que narra la historia de mi buen amigo Harvey porque en ella está James Stewart y es un placer observarle en su regocijo de tranquilidad. También están, claro está, Josephine Hull, la ancianita de Arsénico por compasión, que estoy seguro de que les encantará con sus caras, y Cecil Kellaway, un psiquiatra que sabe comprender muy bien a sus pacientes. Ah, y no se olviden de Wallace Ford, que hace un papel de taxista muy breve al final pero que es una auténtica delicia.

Bueno, pues yo creo que es el momento de dejar de hablar sobre Harvey. Le noto que se está sintiendo algo incómodo de tanto nombrarle. Así que ¿por qué no nos vamos al bar de Charlie a tomar unas cuantas copas, Harvey? Estoy seguro de que allí podremos criticar cuantas películas queramos, incluso ésta en la que te interpretas a ti mismo. De paso, podemos saludar a unas cuantas personas que quiero que conozcas…

jueves, 8 de mayo de 2014

APRENDIZ DE GIGOLÓ (2013), de John Turturro

¡¡¡¡SEXO!!! Bien. Vale, Ahora que con este titular ya tengo toda su atención podría hablarles de esta sátira bienintencionada y resuelta con mediocridad con algunos tiznes brillantes pero, con toda seguridad, ustedes no tienen ningún interés en ello. Quizá entornarían un poco más los ojos que me prestan durante los cinco minutos que tardan en leer este artículo si empiezo a charlar sobre esos tipos que se dedican a seducir a diestro y siniestro a cambio de un sobre con dinero y que tratan de hacer realidad los sueños de unas cuantas mujeres frustradas que aparentan todo menos eso.

Pero si cogemos a un individuo que pierde su empleo más seguro y, a instancias de un amigo, comienza a prostituirse a pesar de que no es guapo y de que su única arma es tratar con ternura a quien requiere sus servicios, seguro que ya pierdo toda posible audiencia. Si en medio de la historia anda su chulo particular que demuestra más tablas que todo el resto de los personajes, bah...esto es solo cine. Al fin y al cabo, ésta es una película que podría haber filmado cualquier otro director con gafas y nariz judía, de esos que tienen cierta acidez en el lenguaje y algo de genialidad en la creación de situaciones.
Sí, podría haber sido él, pero no lo es. En su lugar lo hace John Turturro, un tipo que ha hecho todo tipo de papeles. En serio, desde un brutal espía de la C.I.A. hasta un rastrero tramposo de los bajos fondos de una ciudad corrupta. Incluso ya dirigió una vez y no lo hizo nada mal en una película que se llama Illuminata y que tuvo una cierta gracia. Lamentablemente, baja mucho el listón con esta farsa amable, de sonrisa más que de risa, de deseos notorios por parecerse a Woody Allen y con una selección musical maravillosa que denota su buen gusto. No pasa de ahí. Ya lo ven, hasta los más dotados dan algún gatillazo de vez en cuando. Tal vez sea por causa del amor.
Y es que el amor...¿aún hay alguien por ahí que sigue leyendo?...Bueno, pues sigo por si acaso...El amor es aquello que aún te hace sentir vivo aunque estés haciendo un trabajo sucio. Es aquello que te distrae en el trabajo, un trabajo cualquiera, y que hace que pienses en miles de cosas menos en lo que estás haciendo y, claro, si a lo que te dedicas es a jugar al parchís de forma compulsiva y rentable, no vas a sacar cinco ni de casualidad. Desde luego, con la seguridad de que el amor puede que se vaya por una esquina y aparezca en la siguiente o con la certeza un tanto depravada de que el sexo es algo que gusta a todo el mundo y que no cuesta nada hacer feliz a unas cuantas soledades anunciadas.
De hecho, estoy de acuerdo con ustedes. Igual que el amor ha estropeado el meollo de este artículo, es el amor lo que estropea el desenfado que demuestra Turturro durante la primera media hora de metraje. Todo se ralentiza, el chiste se torna triste y, en el fondo, el actor-director descubre sus intenciones de tragedia solapada y apenas intuida detrás de una comedia que languidece según avanza aunque nunca deja de lado su retranca y su mirada más bien sana. Y es que una cana al aire no viene mal de vez en cuando. Hasta para un tipo que ha dirigido con complejos.

Así que mírense al espejo y pregúntense si el sexo es el motor de sus vidas o es un complemento que ayuda a vivir. Vale, no se pongan tan serios. Cuestiónense si merecen la pena y serían capaces de amar a alguien sin sexo y de practicar sexo con alguien sin amor. La vida es muy caprichosa y nunca se sabe. Ya nadie lee libros. Ni artículos. Tan solo unos cuantos que quieren sacar faltas. Sí, esos que actúan de policías de causas perdidas porque en el fondo, además del sexo, hay otra cosa que mueve el mundo. ¿No adivinan qué es? Sí, hombre. Se llama envidia. 

miércoles, 7 de mayo de 2014

EL ÍDOLO DE BARRO (1949), de Mark Robson

Encajar golpes es fácil. Lo difícil es darlos. Eso seguro. Por eso, cuando Midge Kelly sube al ring no sufre. Ya le han dado demasiados golpes. La vida es el púgil más duro. Un directo y te lleva al suelo sin apenas tiempo de cerrar los ojos. Por eso hay que subir ahí y ser mejor, y ser más, y llevarse todo por delante. Porque él también fue arrollado por los problemas, los sinsabores y, sobre todo, por las malditas humillaciones. Y él se está vengando por todas y cada una de ellas. Ahora nadie se burla de Midge Kelly. Saben que es el mejor.
Pero lo cierto es que, en algún lugar del camino, él también ha dejado su alma. Apenas se ha dado cuenta. La enterró en alguna de las muchas curvas que ha tenido que sortear. Dentro de su pecho, no hay más corazón que el que le permite asestar el siguiente golpe. Dentro de su cabeza, no hay más sentimientos que el revanchismo que le lleva al deseo de fastidiar al mismo triunfo. Hay un pasillo, por ahí en medio de los vestuarios, con algunos círculos de luz en el suelo, casi en penumbra, que será el testigo de la auténtica derrota de Midge Kelly.
El boxeo hace gigantes con pies de barro y enanos con pies de acero. Es un mundo incomprensible. Cuando crees que estás mejorando, en realidad estás empeorando. Perder es algo que no entra dentro del vocabulario del campeón pero le van a obligar a perder para que pueda ganar. No, no, el orgullo podrá más. Ya está bien de perder. Desde que Midge Kelly se calza los guantes se acabó lo de perder, es hora de empezar a ganar. Y si hay que romper un par de mandíbulas, se rompen y ya está. A él le rompieron el corazón que tenía a base de golpes. Y ahí está, siendo el campeón. El irrepetible. El único. Por supuesto, él ignora que, siendo el campeón, también tendrá una muerte única.

Kirk Douglas consiguió su primera nominación al Oscar con esta película poniendo esa agresividad tan característica en sus interpretaciones. Douglas consigue golpear, no solo con los puños, sino también con la cara, insultante en todo momento, con instinto de vencedor sin ambages. Suya es la mejor parte de la película por encima de trabajos tan interesantes como los de Arthur Kennedy, Ruth Roman o Paul Stewart y, por supuesto, eclipsando el trabajo de dirección, comedido y climático, de un Mark Robson que supo que la mayor influencia del cine entre cuerda y lona era la iluminación y la fotografía. Solo así podremos sumergirnos en el mundo de ese campeón que lo perdió todo para ganar y, al final, también fue derrotado por sus debilidades. Solo así sabremos que hay cosas mucho más importantes que el mismo triunfo. Al fin y al cabo, sentirse querido por millares no compensa la satisfacción de ser un hombre con todas las letras. Y este campeón prefirió ser un animal que se olvidó de la piedad.

martes, 6 de mayo de 2014

TÚ Y YO (1939), de Leo McCarey

Una historia para recordar. Un barco, el mar, la brisa, la noche. Dos miradas que se encuentran y dos complicidades que actúan con la suavidad con la que se abre la estela al paso de un trasatlántico. Una contestación y una réplica. Un juego de palabras. Una ironía destellada. Días que no quieren acabar. Hay momentos que deberían estar suspendidos en la eternidad. La vida aprieta y los sueños tienen que cumplirse con una base real. Una escala en Madeira. Una vieja que entiende. Un abrazo que habla. La verdad tapada por el amor. El amor que espera. El amor que no llega. El amor que se decepciona. Porque la vida sigue apretando y no está hecha para el amor. Una pintura que es un milagro. Un chal que parece una partitura en la que componer una melodía en clave de tú y yo. Las cosas ocurren. Y nada, salvo la insistencia, puede ir más allá de lo poco que los sentimientos consiguen. Amor…una palabra que parece cincelada en el cielo con la cúspide de un rascacielos que ya está en la memoria de todos. De alguna manera, usted y yo y aquél y los demás, también esperábamos allí arriba. Tal vez porque no queríamos que lloviera nunca más sobre nuestro corazón.
Y es que cuando el destino se confabula con la casualidad para que la confirmación de los sueños nunca llegue, nos sentimos pequeños, ínfimos, casi insignificantes. Siempre habrá consuelos pasajeros como unos cuantos niños deseosos de aprender música o la fama traidora que hoy te coloca arriba y mañana te desciende con ascensor. Pero el dolor queda ahí porque además, ese destino sin conciencia, se ha encargado de hacerte creer que nada ha merecido la pena, que todo ha sido un espejismo sin realidad, que fueron unos días donde se pudo escribir la verdad en la espuma del mar pero que las olas y el tiempo y la rutina y la suerte se han encargado de borrar con saña. Hubo una mirada y un momento. Pero la felicidad no está ahí y menos si tiene que llevar una carga de permanencia. ¿Quién sabe? Tal vez el mismo destino se encargará de hacer que la casualidad vuelva a surgir y haya una segunda oportunidad para una cita que nunca ocurrió y, en lugar de una terraza de un rascacielos, el sitio sea el balcón de los labios de ella que, por discreción y amor, también callaron y escribieron en el silencio muchas declaraciones de un amor que no podía quedar disfrazado en el gris de la urbe presurosa.

Leo McCarey dirigió la primera versión de Tú y yo con Charles Boyer e Irene Dunne en los principales papeles y, aunque el resultado fue inferior que la misma historia que dirigió veinte años después con Cary Grant y Deborah Kerr, supo reflejar en el blanco y negro de nuestras miradas la certeza de que el amor existe, de que el amor existe y triunfa, de que el amor existe y triunfa y espera, de que el amor existe y triunfa y espera y nunca termina. Siempre que sea amor de verdad. Siempre que sea el auténtico y único amor de tu vida.