viernes, 23 de mayo de 2014

STANLEY KRAMER: EL AIRE TRASCENDENTE



Andrew Sarris escribió que “si la trascendentalidad fuera arte, Stanley Kramer sería el mejor director de todos los tiempos”. Con todo lo que lleva implícito de desprecio, no hay duda de que Stanley Kramer ha sido un director muy denostado por la gran mayoría de la crítica que, a lo máximo que ha podido aspirar, ha sido a la etiqueta de “mejor productor que director” (lo cual es bastante cierto) o como un “aceptable artesano con ínfulas de autor”. Lo cierto es que Stanley Kramer era un extraordinario director de actores que empañaba ligeramente su trabajo con un leve repertorio técnico que hacían evidente todas sus limitaciones.
Parte de ese desprecio se debía a su ambición un tanto desmedida de abordar temas candentes, mucho más grandes que la propia condición humana que hacían que sus películas fueran, en buena parte, tratados sobre diferentes posturas que se tornan, en alguna ocasión, en historias farragosas, sobrecargadas de diálogos trascendentes (aunque, muchas veces, agudo), ideales para el lucimiento de los increíbles repartos que llegaba a reunir.
Su sueño siempre fue dirigir pero comenzó en la producción independiente con títulos tan apreciables como Hombres, de Fred Zinnemann; una excelente película con Marlon Brando; Cyrano de Bergerac, de Michael Gordon, con un memorable José Ferrer; La muerte de un viajante, de Laszlo Benedek, con un ajustadísimo Fredric March; Solo ante el peligro, otra vez con Zinnemann, con un Gary Cooper que jamás estuvo mejor; Salvaje, también de Benedek, con Marlon Brando erigiéndose como símbolo de la juventud rebelde; o El motín del Caine, de Edward Dmytrik, con un inolvidable Humphrey Bogart.
Pero en 1955, Stanley Kramer quiso dar el salto a la dirección produciéndose a sí mismo en una mediocre película: No serás un extraño, que ya hizo que pudiera reunir a uno de esos impresionantes repartos que tanto poblaron sus películas y que incluyó a Robert Mitchum, Frank Sinatra, Olivia de Havilland, Gloria Grahame, Lee Marvin y Broderick Crawford y que nos hablaba sobre un tema tan proceloso y escurridizo como la ética médica. Floja de concepción, con un Mitchum muy descolocado como protagonista, el film tiene todos los defectos de una ópera prima y se queda a medio camino entre el debate y el culebrón barato donde sentimientos, engaños y profesionalidad se mezclan en un aburrido cóctel.
Su siguiente película fue aún peor. Preso de cierta megalomanía quiso realizar una superproducción como Orgullo y pasión en España, con Cary Grant de oficial inglés, Frank Sinatra de rebelde orgulloso español y Sophia Loren de andaluza de pura cepa llevando por todo el país un gigantesco cañón que permitirá a los españoles recuperar Ávila frente a los franceses. La película, en ciertos momentos, llega a ser ridícula.
Con Fugitivos, ya empieza a aparecer el verdadero Stanley Kramer tomando como punto de partida una atractiva premisa: dos presos, un negro bastante rebelde (Sidney Poitier) y un blanco racista (Tony Curtis) se escapan del furgón en el que estaban siendo transportados a la cárcel y deben colaborar juntos si quieren sobrevivir pues están esposados el uno con el otro. La fácil reflexión de Kramer sobre la desaparición de barreras raciales para dar paso al ser humano desprovisto de color queda enriquecida por la introducción de elementos propios del egoísmo común a todas las razas, auténtico inductor de la delación.
El siguiente proyecto fueron palabras mayores: la fábula apocalíptica La hora final, con Gregory Peck, Ava Gardner , Fred Astaire y Anthony Perkins. Un serio aviso, en plena guerra fría, del camino de la humanidad hacia su desaparición paulatina. Sin duda, Kramer articula una película que hurga en heridas costrosas sobre la estupidez humana y que deja un inquietante aire de desasosiego. Aquí es cuando se empieza a ver la maestría de Kramer, arrancando una formidable interpretación a Fred Astaire como un científico que no puede con la culpa que le produce haber sido parte del sistema que lleva a la Humanidad a su inevitable extinción.
La herencia del viento marca el inicio de sus colaboraciones con el gran Spencer Tracy en una película sobre un histórico juicio ocurrido en los años veinte como excusa para hablar sobre la fe, el fanatismo, la vieja religión, el cuarto poder, el sensacionalismo, la indiferencia, la inteligencia, el mesianismo, los intereses creados, la gula, los falsos profetas, la ira…Una maravilla de película, con actuaciones prodigiosas del propio Tracy y de Fredric March y Gene Kelly (en el que, quizá, es su mejor papel dramático).
Siguió con el género de juicios y se trasladó a Nüremberg para narrar el proceso que se inició contra los altos jueces y magistrados del régimen nazi en Vencedores o vencidos. Con un reparto de ensueño, con nombres como los de Spencer Tracy, Maximillian Schell, Burt Lancaster, Richard Widmark, Marlene Dietrich, Judy Garland y Montgomery Clift, en el que todos sobresalen, Kramer plantea serios y trascendentes interrogantes como la culpabilidad de unos jueces que se encargan de ejecutar unas leyes elaboradas por el gobierno, la táctica del avestruz de una ciudadanía empeñada en no mirar hacia las continuas brutalidades que se estaban cometiendo, las especiales circunstancias que llevaron a Hitler al poder, el defecto básico del carácter alemán que les llevó a la connivencia con unos ideales ausentes de toda ética humana, la innegable culpabilidad del resto del mundo o el legado terrible que recibió la juventud alemana deseosa de quitarse de encima los estigmas pero intentando evitar el insulto de la humillación. Una película extraordinaria con momentos deslumbrantes.
Se aligera en sus tramas y se decide por hacer un carísimo homenaje al slapstick con la comedia El mundo está loco, loco, loco, llena de humor salvaje, un tanto pasado de revoluciones pero absolutamente loco. Con un reparto poblado de grandes nombres encabezado por Spencer Tracy, que se atreve con una interpretación divertidamente comedida, la película se yergue como una historia sobre unos cuantos egoístas lacerantes que van detrás de un maletín lleno de dinero.
Después de El barco de los locos, una película pretendidamente trascendente y que, sin embargo, se ha quedado peligrosamente antigua, realiza otra lúcida reflexión, no exenta de trampas, sobre el liberalismo y el racismo en Adivina quién viene esta noche, última reunión de dos monstruos irrepetibles del cine como Spencer Tracy y Katharine Hepburn. La película nos habla del amor como antídoto contra la intolerancia y abandona el tono crispado de sus anteriores producciones para narrarnos con un estilo pausado un dilema moral nadando entre la comedia y el drama con singular habilidad.
La relajación en el cine de Stanley Kramer llega a su punto culminante con El secreto de Santa Vittoria, con un impagable alcalde encarnado por Anthony Quinn, típico tonto que es un listo, que se encarga de tomar el pelo de forma recalcitrante a las tropas alemanas de ocupación de un pequeño pueblo italiano. La película es divertida, fresca, rebosa buen humor e inteligencia.
A partir de aquí, Kramer entró en franco declive. Fracasa de manera lamentable con un bodrio llamado R.P.M. y se recupera tímidamente con Oklahoma año 10, una película sobre la ambición en el mundo del petróleo de principios de siglo que deja en pañales a todos aquellos que no la han visto y que no se cansan de ensalzar la irritante Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson.
Cuatro años sin rodar y, cuando se decide a volver, lo hace con un thriller largo, pesado y sin mucho sentido con Gene Hackman titulado De presidio a primera página que resultó ser su última producción y que resultó un fiasco con ínfulas de buena película para, luego, terminar realizando un vehículo de encargo y a mayor gloria del cómico Dick Van Dyke que ni siquiera traspasó la frontera del mercado estadounidense.

La mayor preocupación de Stanley Kramer fue hacernos pensar sobre grandes temas, esos temas que determinan el destino del hombre en sí mismo. Sin duda, una meta ambiciosa para cualquier cineasta con vocación y alma de artista. El cine siempre ha necesitado hombres como Stanley Kramer, digan lo que digan aquellos que nunca le comprendieron o ese público que, al final, acabó por darle la espalda y convertirlo en un reo de sus propios juicios.

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