viernes, 27 de junio de 2014

TESTIGO HOSTIL (1968), de Ray Milland

Una encrucijada que el destino parece empeñarse en propiciar. La muerte de una hija, un antiguo caso en el que se actuó como fiscal, un asesinato, la casualidad, una serie de pruebas colocadas estratégicamente para inculpar sin piedad… Solo la fe ciega en la justicia podrá sacar adelante una declaración de inocencia. Y es que, a veces, los amigos, queriendo favorecer, no hacen más que perjudicar y los empleados…vaya, son buena gente, sin duda, pero no están a la altura a la que se espera. La sombra de Agatha Christie y su Testigo de cargo es muy larga y la dirección de Ray Milland, aún con algunos detalles de cierta clase, se queda ligeramente corta.
El actor decidió dar el salto a la dirección en 1955 con una película insólita como es Un hombre solo, un western que sorprende porque en su primera mitad hay una ausencia total de diálogos. Testigo hostil es la quinta y última película en la que se puso tras las cámaras y se decide por una realización casi televisiva, con transiciones algo chapuceras y, sin embargo, con detalles que llegan a ser muy interesantes. Uno de ellos es la dirección de actores, concentrando sus esfuerzos en las expresiones, intentando traspasar el pensamiento al espectador. Otro de sus aciertos está en los movimientos de los personajes, de origen claramente teatral, y en la diáfana narración que se va exponiendo de forma que el espectador va descubriendo los misterios de la trama principal a la vez que su protagonista. Sin embargo, Milland se encarga de recubrirlo todo del resbaladizo aceite de la ambigüedad, suficiente como para sembrar un punto de sospecha que, sin duda, incomoda y deja una sombra de duda, apenas perceptible pero muy efectiva.
Y es que la justicia debe ser ciega pero no inflexible. Tiene que haber oportunidad para la defensa porque, incluso en estos tiempos, se tiende a declarar culpable a las personas mucho antes de entrar en la sala de juicio. Y nos olvidamos de la presunción de inocencia. Sí, porque preferimos pensar que ese personajillo que cae mal, que ese contrincante ideológico, que ese icono de cierta institución o que ese corrupto ladrón que está bajo sospecha es culpable. Así nuestras entrañas se quedan tranquilas y apretamos los labios con mala leche para murmurar una maldición y un desahogo. Al fin y al cabo, que paguen los poderosos, hombre, que ya está bien de tanto apretar mientras ellos se dan la gran vida. Culpable, culpable y que le caigan veinticinco años de condena.
Y quizá el protagonista de esta historia no sea especialmente simpático, ni caiga demasiado bien. En él se halla la arrogancia, la vanidad y la inflexibilidad. Tampoco hay un pequeño epílogo que haga que ese abogado muestre algo más de humanidad que arrastrarse hacia la locura porque pierde lo que más quiere. A Milland no le preocupa que su protagonista caiga mal. Y es que la justicia tiene que estar por encima de esas nimiedades.


jueves, 26 de junio de 2014

TRANSCENDENCE (2014), de Wally Pfister

Siempre hemos tenido la sensación de que algo falta en esta era de tecnología. Tal vez sea una mayor capacidad para seleccionar la información, o, a lo mejor, un filtro que nos diga cuál de esa información es verdad y cuál es mentira. Lo cierto es que no se ha dejado de trabajar en ello e Internet se ha convertido en esa enorme red de datos en la que todos los problemas tienen una mirada distinta porque nos da información de todo tipo. De ampliación, de recopilación, de exposición, testimonial....Y llega un momento en que todo nos vale, todo nos entra por los ojos y se instala en nuestro interior, todo es un arma para expandir nuestra propia inteligencia.

Quizá el elemento que falta a la tecnología es algo que al hombre le sobra aunque, cada vez, es más difícil de encontrar. Puede que sea la conciencia. Es ese chip netamente humano que nos hace saber qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, qué es lo que nos empuja a crecer intelectualmente y qué es lo que nos condena al conformismo. Pero la conciencia también es algo con lo que no se puede jugar porque siempre ha sido débil. Y la conciencia sucumbe ante la ambición de la inteligencia.
Así pues, cogiendo información de aquí y de allá, esa conciencia humana se integra en una inteligencia artificial y la primera pregunta es muy sencilla: ¿Qué parte del engendro es más humana y cuál es más tecnológica? Tal vez la conciencia, poco a poco, se torne fría como un computador. Puede que la inteligencia, poco a poco, se torne consciente como un ser humano. Solo entonces se podría calibrar cuánto de malvado hay en cada uno de nosotros o, mejor aún, hasta qué punto somos capaces de calcular las consecuencias de nuestros actos aunque nuestra intenciones iniciales sean tan loables como curar el cáncer, devolver la vista a los ciegos, hallar un alivio para el Alzheimer...Toda inteligencia quiere crecer. Cuanto mayor sea la inteligencia, mayor será su proyección...Si la inteligencia abarca todos los conocimientos posibles y supera la unión de todos los cerebros que han estado alguna vez en el mundo...puede que no haya respuesta posible.
Difusa y confusa, endeble y tramposa porque llega un momento en que parece que cualquier cosa es posible con la excusa del ser humano unido a la tecnología más avanzada que llega a ser lo más cercano a Dios, la película naufraga porque juega a engañar, a ser una inteligencia más desarrollada que palidece ante el espectador más despierto. El final es un truco que pretende ser romántico y aleccionador y no es más que una gota de agua bajo un techo de cobre, inocua e ingenua y, en todo caso, intrascendente. Las interpretaciones son justitas y el peso no recae en Johnny Depp, sino en Rebecca Hall. O algo se ha quedado en la sala de montaje o los personajes cambian de opinión como quien se come una rosquilla. Hay recursos tan fáciles que casi dan vergüenza ajena como el consabido militar que no tiene paciencia y que opta por usar las armas sin pensárselo dos veces. Hay momentos en que se nos quiere vender que un enorme complejo de investigación y avance tecnológico se monta con tres grúas y dos camiones cargados de seis paneles cada uno. Todo ello hace de Transcendence un título irregular, prescindible, olvidable a los seis nanosegundos de salir de la sala. Pero eso es algo que otras inteligencias superiores a la mía se encargarán de desmontar con argumentos no necesariamente mejores. Ante eso, solo cabe rendirse y disparar cañonazos verbales a mansalva.

Y es que el hombre no debe jugar nunca a ser Dios porque eso le empequeñece por muy brillante que sea la idea. Tal vez ese es el castigo más adecuado para quienes se atreven a desafiar el orden natural de una era que va integrando a los ordenadores como elemento imprescindible de nuestras pobres vidas.                              

miércoles, 25 de junio de 2014

ADIÓS, MUÑECA (1975), de Dick Richards

Las calles tienen tanta luz que parecen rascacielos tumbados y, sin embargo, el ambiente del humo de los coches es como si estuviéramos en el peor de los garitos. Ese tipo, Moose Malloy, solo quiere encontrar a su chica y la cosa está tan dura que mi pistola parece un pastel. Es poco corriente encontrar a un tipo como él enamorado hasta el ala del sombrero pero así es. Su Velma. Me pregunto qué diría si la viera ahora, con los ojos con los que yo la veo. Ahí, muerta, víctima de su propia ambición y olvidándole al primer golpe de cheque. Para eso, no hay nada como el tupido velo de una celda. Moose se pudrió allí dentro pensando en su Velma. Ella floreció allí fuera casándose con un juez, yéndose con el primero que mirara sus lindas piernas y, de paso, robándole la cartera después de una noche de pasión.
Y es que a veces, la sobaquera aprieta demasiado. Unos dólares allí, una satisfacción allá y no hay nada al otro lado de la calle. Solo lágrimas y ausencias. Un niño que tira una pelota como si fuera la misma esperanza. Es lógico, él no sabe que el mundo está lleno de gente de vida tan arrastrada que una pensión de mala muerte es para ellos como el palacio de Buckingham. Y que harían cualquier cosa por salir de sus agujeros y comerse a los que tienen los bolsillos repletos de billetes. Al fin y al cabo, la vida es esa cosa que, cuando sacude un golpe bajo, no te permite levantarte. Poco a poco, la mirada se va haciendo más amarga, pero esa pelota que se tira con esperanza vale más, mucho más, que cualquier muñeca de ojos aviesos y manos ligeras. Tanto es así que merece la pena que un perdedor pierda y deje de echar algunos tragos en noches oscuras.

Versión de la excelente Historia de un detective, de Edward Dmytrik y que, en muchos aspectos, supera a la original, Adiós, muñeca es la confirmación de que, quizá, el actor que mejor ha interpretado al mítico Philip Marlowe haya sido Robert Mitchum, tal vez porque él tenía mucho del detective de Raymond Chandler, o tal vez porque en su rostro ya se habían dibujado tantas derrotas como se le suponen al héroe por excelencia de la novela negra. Lo cierto es que la ambientación de Dick Richards roza el ensueño pero es sutilmente sincera, deseando patear esas calles sucias que se tornan marrones con el anochecer, queriendo vestir esos trajes que parece que solo han existido en las películas y desarrollando una envidia algo insana al no poseer una mente tan brillante, de rápida respuesta y larga inteligencia como la que demuestra ese tipo que fuma un cigarrillo delante de una ventana, observando los reflejos del neón en los coches y que sabe que no importa lo que él haga porque será, con toda seguridad, una derrota más. Es lo que tiene ser detective privado. Las gabardinas están caras, los sombreros son elegantes y las camisas parecen arrugarse por debajo de las chaquetas cruzadas. Sin embargo, siempre habrá alguno que otro que sepa hacer de la honestidad un objetivo y de lo justo, todo un regalo. 

martes, 24 de junio de 2014

EL MUNDO EN SUS MANOS (1952), de Raoul Walsh

El hombre de Boston. Un tipo que tiene las cosas muy claras. Y que, por supuesto, quiere tener el mundo en sus manos. Porque, para él, el mar no tiene límites. Y su ambición tiene mucha brújula. Es capaz de arriesgarse porque confía en sus posibilidades. Hay verdad en sus acciones, por muy barriobajeras que sean, y una cierta honestidad en sus sueños. La civilización, para él, es el exceso. El mar es un lugar para la aventura más trepidante. Una pista de carreras. Una alfombra para llegar a sus metas. Una refrescante locura. Basta con coger ese barco veloz que posee, La peregrina de Salem, y hacer que corra con el viento, que corra como el viento, hacia el deseo, hacia lo más inalcanzable. Quiere poner el mundo en las manos de alguien. Así, siempre estará amarrado al timón, llevando la felicidad en la carne y el aire en la cara.
Claro que tiene un enemigo socarrón, fanfarrón y timador como es el Portugués. Un marinero veterano que es amante de las trampas aunque él presuma de honestidad. Es uno de esos que escupe en la mano para sellar un trato y con la otra te sacude un buen puñetazo para que estés siempre alerta. Sabe espolear la rabia para que salga lo peor de sus enemigos y no te puedes fiar de él ni para ir de aquí a la esquina, allí donde la ola se convierte en espuma. Y él no desea nada. Solo desea más.
Y así vamos de fiesta a pulso, de tortazo a vela, de beso a rumbo. Raoul Walsh imprimía tanta velocidad a su historia que ganaba cualquier carrera y Gregory Peck y Anthony Quinn componían personajes para una historia atípica de goletas ligeras y matrimonios convenientes. Ann Blyth, bellísima y comedida, pone hermosura a cada plano que aparece y no se puede más que disfrutar con esta historia de competidores, de amores inesperados, de ideas locas y estelas en el agua holladas con quillas rápidas. No cabe duda de que sentar la cabeza es algo que viene bien al aventurero de leyenda, más que nada porque ya es hora de hacer que la vida también se convierta en una aventura al lado del amor. Y esta chica, con tanta joya y tanta mirada que atraviesa, bien vale poner en juego a toda una tripulación.

Esos estirados políticos, engolados militares zaristas que solo quieren expoliar los territorios que tienen a su cargo, no son más que muñequitos de plomo que rompen en cuanto se les toca. Un duelo bien rodado a espada y estaca, con un vigor inusual, termina por ser la piedra definitiva. Y la dama ya pertenece al hombre de Boston desde el mismo momento en que se vieron por primera vez. Esos son los riesgos de tener el mundo en sus manos, que se regala a la guardiana de los cariños más olvidados. El mar se encarga de hacerlos pasar en la memoria porque sus aguas son celosas. Por eso se forman las olas, por eso solo se pueden tener las dos cosas. Los besos y el rugido del agua agitándose y diciendo a cada nudo que su amor está en el fondo.

viernes, 20 de junio de 2014

NO TOQUÉIS LA PASTA (1954), de Jacques Becker

Sí, sí, dar un golpe está muy bien. Eso te permite vivir cómodamente, sin mirar demasiado lo que gastas y, de paso, aflojas la presión sobre un par de tipos que te caen bien. Pero lo que verdaderamente importa es la amistad. Hay que saber que puedes contar con cierta gente cuando la necesitas. Bien sea para guardarse un fajo de billetes en el bolsillo, bien para arrear un par de tiros al primer listo que se atreva a tocar la bandolera. Los amigos quedan y el dinero se va. Esa es la diferencia. Y quien no la ve, sencillamente, no merece estar en el negocio.
Es verdad que es muy agradable mirar a chicas bonitas, coquetear con ellas porque lo desean, jugar el viejo juego del cortejo y hacerse el difícil y el duro. Eso les va. Tienen cuerpo y cerebro para dar y otros tienen cerebro y cuerpo para recibir. Lo cierto es que no soporto que nadie toque la pasta que es mía. Al que tenga el brazo largo, le pego un tiro en la sien. Y se acabó el problema. Y si se meten con un buen amigo mío, uno de esos que invitas a tu casa para dormir y compartes con él galletas con paté y un poco de vino, entonces se van a enterar de cómo hablan las pistolas.
Siempre hay jugadores de ventaja en el negocio. Uno que quiere vender droga, otro que no quiere que lo hagan en su local, otro más que quiere ser el intermediario y a mí me llaman como juez. Eso son negocios sucios. El dinero contante y sonante es lo que hay que perseguir. Las suciedades se pagan y, claro, como la cosa está difícil alguien quiere quedarse con lo que he ganado con el sudor de mi frente. Aunque lo haya conseguido a punta de pistola. Una mirada, a veces, puede más que el sonido de un disparo. No hay muchos de los que te puedas fiar, pero si encuentras alguno, aunque no sea demasiado inteligente, tienes que defenderlo a muerte. Por mi cargador que hay que hacerlo.

Jacques Becker dirigió esta maravillosa película con un Jean Gabin más duro que nunca, cercano como una colonia que huele bien, impasible como un cañón apuntando. Ya no hay gángsters como él. Claro que no. Gabin no hace alardes, se limita a vestir impecablemente, a moverse por el escenario con soltura, a tener el gesto seguro antes de hacerlo y resulta tan creíble que parece que respiramos el humo de la misma habitación, que estamos deseando recuperar el dinero con él, que sufrimos cuando su corazón se estremece bajo su impresionante fortaleza. Él ya dice, sin pronunciar palabra, que no toquemos la pasta porque, el que lo haga, se va a enfrentar con él. Y se va a llevar un regalito metido en el cuerpo. No hay precio para los amigos, eso sí. Esos valen más que cualquier maletín lleno de oro. Las balas, así, no corren solas. Los ecos de su ruido son atronadores. La copa compartida sabe mejor. La noche alargada se llena de algún rincón de luz. Becker lo sabía. Gabin también. Y, después de ver esta historia de amistades en los bajos fondos, uno tiene la impresión de que te da algo más de sabiduría y de valor. La muerte, entre amigos, es mucho, mucho menos dolorosa.

miércoles, 18 de junio de 2014

LAS DOS CARAS DE ENERO (2014), de Hossein Amini

Cuando dos hombres son los lados más pequeños de un triángulo, se entabla una lucha entre ellos semejante a la de dos animales feroces que se quieren devorar mutuamente para que ese triángulo se convierta en un polígono abierto. Lo malo es que, a veces, el lado que se abre no es el que se espera y entonces es cuando los contrincantes sacan un repertorio de maldades criminales a pesar de que están condenados a entenderse por una simple cuestión de supervivencia.

Y así entre ruinas de bellísima geometría se establece una relación cortante, afilada, peligrosa, basada únicamente en la necesidad y que se dedica a descubrir las verdaderas caras de los contendientes, refugiados de la razón, ladrones sin conciencia, que se van transformando, poco a poco, en criminales sin escrúpulos, en asesinos de la verdad. Los recuerdos de un padre muerto se confunden con los de una estafa millonaria, la pasión juvenil se pelea sin descanso con el último amor de una edad que huye despavorida. No hay demasiadas oportunidades de ganar y estos tres perdedores quieren saborear la victoria, quieren tener el dinero en el bolsillo y el espíritu libre y eso...eso es imposible de conseguir.
Hermosamente fotografiada y sobriamente dirigida, Las dos caras de enero contiene momentos de intenso duelo psicológico entre los personajes interpretados por Viggo Mortensen y Oscar Isaac, ambos acertados en sus papeles y dotándoles de los matices necesarios para considerarlos creíbles. No tanto para Kirsten Dunst, una chica que no es demasiado buena actriz y tampoco es tan increíblemente atractiva como para volver locos a dos hombres. Demasiado blanda y con un papel que no sabe convertir en sustancial a pesar de ser el centro de toda la trama, Dunst se pierde en la confianza de tener un rostro simpático que necesita de un arreglo en los dientes y alguna expresión más allá de una sonrisa con hoyitos en cada mejilla.
Por lo demás, la película entra muy de lleno en la onda de las novelas de Patricia Highsmith, con esos personajes tan perfilados al borde del abismo y que se mueven en una falsa honradez y en un registro de ambigüedad que se anticipa a las verdades interiores de cada uno. Siempre son caracteres que quieren la felicidad por encima de todo pero sus actos resultan tan reprochables que, aunque alcancen su objetivo, no podrán mantener esa sensación por los actos que han tenido que llevar a cabo. Todo ello en una espiral de rabia que va creciendo con intensidad y furia haciendo de esas vidas, en principio, atractivas, verdaderos infiernos llenos de amargura. No es de poca ayuda el ambiente creado por una maravillosa banda sonora de Alberto Iglesias que, en sus momentos más álgidos, nos traen a la memoria los pentagramas de Bernard Herrmann.

Y es que no es fácil abrirse camino en un mundo que, más allá de monumentos que llegan al corazón, solo ofrece ruinas morales por donde se pasa. La opulencia y el oportunismo no están en absoluto reñidos y toda maldad tiene dos caras, dos lados contrapuestos a pesar de que ninguna de las dos busca realmente el bien excepto cuando se trata de la misma salvación personal. Atenas parece que se ríe del encuentro casual de almas de buscavidas destinados a entenderse. Estambul parece que llora porque el encuentro es forzado y el entendimiento ya no puede ser posible. La amistad anda por ahí pero se esfuma con un puñetazo y un empujón. El aprecio se basa en un recuerdo que no existe. El amor es un beso dado desde muy lejos y que nunca llega a su propietario. La guerra de personalidades se desata, dejando al descubierto miserias y desdichas, defectos e inseguridades. Nadie puede sentirse a salvo y por mucho que aún haya paraísos por descubrir y por más que las calles de adoquines y casas de grietas en la fachada sean testigos de la maldad, al final no quedarán más que ruinas.

martes, 17 de junio de 2014

TRES EN UN SOFÁ (1966), de Jerry Lewis

Artículo número 1.000 de este blog. No está mal para un critiquillo de provincias. Gracias a todos los que habéis visitado este blog durante todo este tiempo. En total 120.000 visitas. Vamos a por el millón ¿no?

¡Oh, Dios mío! Me llamo Rutherford y soy tímido. ¡Qué se le va a hacer! Mi hermana, esa arpía cotilla e insidiosa, insiste en que conozca a esta chica y estoy seguro de que no vamos a congeniar en absoluto. Seguro que a ella no le gustarán los insectos, ni los coleópteros, ni los lepidópteros, ni visitar el Museo de Historia Natural, ni esas cosas tan raras que yo hago. Me encanta escrutar esos bichejos con mis gafas. Mi vestimenta es un jersey de pico y un lacito en la camisa. Esa chica es encantadora. Pero lo más importante no es que lleguemos a nada, no. Lo más genial es que, siendo yo como soy, un tímido insectófilo, consiga que no tenga miedo a los hombres. Porque los hombres como yo no hacemos daño. Somos inofensivos y vergonzosos. París bien vale unas cuantas horas de charla sobre alitas, patitas insignificantes y ojillos a rombos ¿no?
¡Oh, Dios mío! Me llamo Warren y soy un perfecto atleta. Hago todos los deportes posibles y más. Mi cuerpo está sano y mi mente también. Si hay que romper dos tablas poniendo toda la concentración del karate en ello, pues se rompen…los nudillos y a otra cosa. No hay nada como una buena competición de marcha por la mañana. Gimnasio, mucho gimnasio. Ah, y esa chica que se empeña en competir conmigo en todo es encantadora, sí, pero lo más importante de todo es que pierda el miedo a los hombres. Al fin y al cabo, los hombres son ejercicio, fuerza, músculo, movimiento, nervio. París bien vale gastar unas cuantas calorías y tantas energías hasta que me derrumbe ¿no?
¡Oh, Dios mío! Me llamo Ringo y mi mundo es el del Oeste. Mi sombrero tejano me delata porque soy el mejor jinete a este lado del río Texas y mi figura es conocida en todos los ambientes del rodeo. Mi puro tejano es una prolongación de mi mismo. Y he conocido a una potrilla que merece mucho la pena. Desde luego que sí. Es indómita y salvaje. Lo que no entiendo es cómo puede tener miedo a los hombres y no a los jamelgos.  Y yo lo que tengo que conseguir es que pierda el pánico a la cercanía de un buen pura sangre masculino. Es fácil. Habrá que atarla como una becerrilla y luego ser un encanto de ternura. Como la espuma de una buena cerveza. París bien vale fingir las antípodas de uno mismo ¿no?
¡Oh, Dios mío! Me llamo Christopher y…bueno, la verdad es que ya no sé cómo me llamo porque las tres personas anteriores soy yo…bueno, no soy yo, yo soy éste y los demás son yo. El caso es que quiero que mi novia, mi encantadora novia venga a París conmigo en lo que es la oportunidad de mi vida y ella no puede porque tiene a tres chicas que tienen un miedo patológico a los hombres. Y yo… ¿qué puedo hacer salvo curarlas de sus traumas? En realidad pienso que la gente debería pensar menos y reírse más. Es como si nos regodeáramos en nuestras paranoias y no quisiéramos salir. Pero yo necesito a Liz a mi lado en París. Yo pintaré y ella ampliará sus estudios…y París lo será todo. París bien vale ser tres ¿no?.

Así es cómo Jerry Lewis dirigió una película con un enredo fácil y simpático, sin demasiado histrionismo, con las dosis justas de elegancia y con un toque de sofisticación. Al fin y al cabo, París bien vale rebajar el tono y estar acertado ¿no?

viernes, 13 de junio de 2014

THE INVISIBLE WOMAN (2013), de Ralph Fiennes

Siempre hay alguien detrás de las palabras nunca escritas que permanece ahí, en la oscuridad, como si no existiese aunque, tal vez, sea la persona más importante del mundo. Siempre hay alguien que camina entre las líneas y se esconde en el bosque de letras juntadas con belleza porque la escritura sin el amor es papel mojado. Siempre hay alguien que deja su sangre como tinta en las oraciones que conforman un libro que es eterno, que es arte, que es todo. Es la historia que nunca se cuenta, que se queda como un rastro invisible para el resto del mundo y solo es un renglón brillante en la memoria de un creador. Es la libertad ahogada. Es la nada mítica.
“Si llegaré a ser el héroe de mi propia vida u otro ocupará su lugar, lo mostrarán estas páginas…”. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura…”. “El nombre de la familia de mi padre era Pirrip y mi nombre tras el bautizo fue Philip, mi infancia hizo de ambos algo no mucho más largo o más explícito que Pip…”. “Marley estaba muerto. Eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento…”. Palabras inmortales, llenas de cariño por lo que se narra, por muy sórdido que sea, porque Dickens quería a los personajes que creaba…tal vez porque una mirada única estaba detrás de él, diciéndole que sí, que adelante, que lo estaba haciendo bien, que el día merecía la pena si él escribía unas líneas. Sin embargo, él se volvía y no veía a nadie. Ella era invisible. Ella no estaba. Lo único real que Dickens guardaba en su corazón eran los papeles en los que iba escribiendo y desgranando todo lo que tenía en su interior. Historias, tristezas, comedias, tragedias, miserias, fortunas, destino…siempre destino. Aunque el destino del escritor fuera tan vacío como una hoja en blanco. Esa que nunca escribió porque el amor, bendito y fugaz amor, pasó por delante de él como un vendaval, le dejó puñados de inspiración y se fue porque el público, su público, quería más, lo quería mejor, lo quería único y especial…Y Charles Dickens no era más que un hombre.

Entre los ropajes cuidados y los paisajes de belleza desoladora, Ralph Fiennes ha conseguido una película que resulta hermosa aunque devaste las creencias en las que el amor todo lo puede. En esta ocasión, sí es así…aunque no es así. El amor es el acento de todas sus palabras salidas desde el mismo centro de la genialidad. El amor es el desertor que se marcha cabizbajo después de asumir la derrota de la realidad. El amor es el preludio de una libertad que se escapa con el tiempo. El amor es la cárcel del pensamiento porque no se puede gritar a los cuatro vientos a quién se ama, por qué se ama, en qué cantidad se ama, con qué intensidad se ama. Amor y verdad. Cero y cien. La debilidad contra la fortaleza. El talento que lleva a la mano en volandas para escribir lo que nadie escribió antes. Dickens no fue el héroe de su propia vida. Más bien fue Marley, el hombre que todos se apresuraron a enterrar.

jueves, 12 de junio de 2014

X-MEN: DÍAS DEL FUTURO PASADO (2014), de Bryan Singer

El tiempo es esa delgada línea que nos separa del instante anterior, llamado pasado, y del instante posterior, conocido como futuro. Es tan alterable que puede producir unas consecuencias impredecibles si no es como tiene que ser. A todos  nos ha pesado el recuerdo de algún error que ha marcado definitivamente el devenir de un futuro con el que, demasiado a menudo, no estamos muy de acuerdo. Solo haría falta volver a transportarse al momento anterior en el que se cometió ese error y volver a vivirlo, tener la oportunidad de cambiarlo, comprender por qué se actuó así y asimilar que el futuro, de tomar otra decisión, puede ser mejor.

El espacio es la distancia que nos separa de un punto determinado. Ese punto muy bien puede ser un amigo, o una protegida, o un héroe de dureza comprobada y tormentoso pretérito. En ocasiones, nos distanciamos de alguien que nos comprendía simplemente porque, en un momento determinado, no compartía con nosotros el mismo punto de vista y ocupó un lugar que estaba predestinado a nuestra conciencia. Usurpación de voluntades que fueron aún más dolorosas cuando procedieron de un amigo, de un amigo de verdad, de uno de esos que siempre hacen que el pasado merezca la pena ser vivido.
Y así se dispone un viaje en el tiempo con el fin de alterar un pasado para que el futuro sea diferente. La desolación reina por doquier porque el hombre no ha sabido controlar sus invenciones diabólicas, destinadas a matar a sus semejantes aunque esos semejantes fueran mutantes. El odio se extiende como la pólvora cuando no tenemos a nadie a quien echar la culpa de nuestros males y todo se convierte en una odisea irracional, condenable, absurda y bastante lenta.
Bryan Singer retoma su saga de héroes y no consigue superar la sorpresa de la primera aunque riega toda la escena de efectos visuales de eficacia indudable, bien dirigidos pero con un ritmo irregular, que hunde al espectador en las dudas metafísicas propias de los super-héroes más atribulados de la factoría Marvel para demostrar que no somos los hombres que creíamos ser, que la sabiduría solo llega con la experiencia y que el pasado es un fantasma que aparece y desaparece, que se altera en nuestra memoria, que regresa para irse y que se va dejando algo tras de sí. El reparto multiestelar ayuda a crear espectacularidad aunque destaca, por encima de todos los demás Michael Fassbender, un talento que necesita de una gran película porque es capaz de trascender en su actuación, capaz de olvidarnos del circo que supone cualquier película de estas características y concentrarnos en la ambigüedad moral de su personaje y en su extraordinario poder. El momento más brillante de todo el metraje, sin embargo, corre a cargo de Evan Peters en su encarnación de Quicksilver, desenfadado, irónico y creíble en la piel de mutante a punto de convertirse en super-héroe en los turbulentos años setenta de la Presidencia de Richard Nixon. Por lo demás, todo entretiene, todo funciona a ratos, nadie sale decepcionado porque Singer salta el espacio y el tiempo que le separa de los espectadores con convicción y porque sabe qué es lo que el público espera incluso copiando lejanamente alguna situación de otra franquicia de Marvel. En el lado contrario, tenemos a una Ellen Page que aún tiene que preguntarse a sí misma qué es lo que significa actuar aunque eso, en una historia así, tiene poca, muy poca importancia.

El signo de la diferencia, al fin y al cabo, no es una razón para aplastar al otro sino para la admiración porque, tal vez, la vida sea difícil para todos aquellos que no son como la mayoría. Y esa misma mayoría siempre reacciona con el afán bélico, con la confusión eterna que supone la defensa legítima y el ataque indiscriminado, con la seguridad de que el espacio y el tiempo no pueden ser alterados más que por la acción del segundo siguiente. Y eso no siempre es verdad.

martes, 10 de junio de 2014

EL HOMBRE DE MACKINTOSH (1973), de John Huston

Es difícil ser un espía completo. Primero tienes que fingir que eres alguien despreciable. Luego te tienes que ganar la confianza de los espiados para poder llegar a los máximos responsables del asunto. Más tarde, tienes que huir de una prisión. Una patada en la entrepierna de una mujer tampoco viene mal de vez en cuando. Ser un fugitivo para cazar a quien está socavando los principios del país. Menos mal que detrás de todo está Mackintosh. Él es el hombre que maneja los hilos detrás de las fachadas. Él se cuida de que todo vaya bien sin que se entere nadie.
Pero Mackintosh tiene que estar vivo para que pueda ocuparse de todo. Su unidad es tan secreta que nadie sabe realmente qué es lo que está haciendo y, si él falta, todo se desmorona. El fugitivo que no lo es se convierte en un fugitivo de verdad porque ha sido condenado en un juicio de verdad, encerrado en una cárcel de verdad y protagonizado una fuga de verdad. Solo su vida es mentira. Y puede llegar un momento en que un hombre esté harto de la mentira que rodea su vida. Incluso si el amor, o la atracción, o lo que sea, se presenta en medio del entuerto para dar paso a una nueva mentira. Quizá la peor de todas como la traición.
Paul Newman se arriesga en una jugada de ajedrez que implica el falseamiento de todo para que parezca verdad. Por el camino se encuentra con tipos con los que no irías a ninguna taberna a tomar unas pintas pero, sobre todo, con ese intocable que hace que las miserias no alcancen nunca las alturas y, lo que es peor, ofrezca una imagen de honestidad que solo puede revolver las tripas al más descarado. La política, al fin y al cabo, también es una consecuencia del espionaje. La nada es el final seguro.

Detrás de las cámaras, John Huston, que aborrecía esta película porque creía que era uno de esos títulos de encargo que tenía que aceptar para rodar lo que realmente le gustaba. Aún así, el fracaso planea sobre la figura de ese hombre que lo intenta todo para desenmascarar a los culpables de la desestabilización a través del terrorismo. Es un héroe, sí, pero un héroe desencantado, que ya ha emprendido la vuelta de todo y que se ha dejado, incluso, algún viaje de ida pendiente. Todo ocurre y se mueve por encima del entramado de la mentira, del soborno, de la más alta suciedad. Es muy complicado digerir todo eso si no está Mackintosh. Otro hombre que, tal vez, conoce demasiado bien el fracaso. Y el fracaso tiene un nombre, una forma y un sentido que solo John Huston es capaz de imprimir. En su interior, el gran director sabía que el fracaso personal influye en las vidas de muchos y construye complejos entramados para seguir vivo, latente y feroz. Y no basta con teñir la existencia de sus personajes de gris. Tiene también que hacer que todos nos identifiquemos con esos héroes sin mañana para que ese fracaso nos duela a nosotros. Como un disparo en el estómago. Como una puerta que se cierra con dolor para no volver a abrirse nunca más.

THE BOXER (1997), de Jim Sheridan

Primer asalto: El pasado asesta unos ganchos impresionantes. Ha estado golpeando sin conmiseración hasta que ha sonado la cuenta de catorce. Catorce años haciendo sombra en el patio de la cárcel. Catorce años preguntándose por qué hay que guardar silencio. Catorce años preguntándose por qué se llegan a tomar determinadas decisiones. Bombas, fuego, dolor, traición…No, eso no. Traición, no. En eso el boxeador de verdad no debe caer. Es mejor recibir los golpes en la cara que en la espalda. Cuenta hasta catorce. Es hora de levantarse y empezar de nuevo.
Segundo asalto: Nadie quiere que el regreso se haga efectivo. Tal vez hay demasiados obstáculos para llevar una vida normal. Una cama en algún albergue para necesitados y ya está. Todo está hecho. Allí estará alguien que aún guarda una o dos copas de cariño para brindar con él. Es una manta con la que taparse. Es un apoyo con el que levantar de nuevo el cuadrilátero. Asalto nulo. Para ninguno.
Tercer asalto: Ella. Ella. Ella. Tres golpes directos a la mandíbula. Ella. Un cuarto golpe. Sus ojos, su cuerpo, su rostro. Ese mismo que apareció en la oscuridad de la celda durante todas las noches de catorce años largos. Ella. Solo pensar en ella, dejar que la mente sea cruzada por un pensamiento fugaz que deje una leve estela detrás es suficiente como para que los brazos se levanten. Pero esta vez no quieren pelear. Quieren abrazar. Quieren volver a sentir lo que sintieron en una juventud que se escapó ahogada. Ella. Ella. Ella. Está al borde del K.O.
Cuarto asalto: El entorno es duro. Es imposible hacerle caer de rodillas y rematarlo. Los rencores siguen latentes a pesar de que la paz se ha iniciado. Códigos de honores obsoletos y anticuados que solo sirven para fermentar una situación que ya está muerta. Ni una explosión más. El siguiente asalto es clave. Hay que reservarse y guardar la rabia.
Quinto asalto: Irlanda en paz. Sin diferencias. Sin miradas aviesas que solo desean el mal del católico o del protestante. Sin desconfianzas. Tampoco con lo contrario. Solo con la seguridad de que se puede pasar al lado de un antiguo enemigo y no cruzar de acera porque el respeto es lo más importante. Por eso, tal vez, hay que dejar de pelear. Por eso, cuando el otro está vencido, hay que dejar que se levante y buscar otras salidas. Enfrentarse con la verdad. Ser verdad y no solo un puñado de buenas intenciones. Pelear según las reglas. Y darse cuenta de que la injusticia no se arregla con otra injusticia porque la sangre de un inocente vale demasiado como para ser desperdiciada en un mundo que no deja de pedir odio e incomprensión.
Sexto asalto: La amenaza. El insulto. Esos son golpes que cualquiera aguanta a pesar de que fingimos, una y otra vez, que no, que por ahí no vamos a pasar, que hasta aquí hemos llegado porque nuestra falsa dignidad tiene un límite. Y no nos damos cuenta de que la dignidad se demuestra en los actos y no en las palabras. Las palabras pueden ser del tono que queramos darlas: bonitas, serias, violentas, amenazantes…pero, en la mayoría de los casos, son mentira, son escudos, son nada.

Séptimo asalto: ¡Qué gran película de Jim Sheridan! ¡Qué gran interpretación de Daniel Day-Lewis! ¡Qué maravillosa mirada de Emily Watson! ¡Qué sensación de que todo está perdido y de que, al mismo tiempo, mientras haya un hombre que mantenga la cabeza sobre los hombros y no se deje utilizar y resista en su nobleza, siempre habrá algo que ganar! Y ése es el golpe ganador. El que deja al contrincante noqueado y sin aliento. El que no puede volver a levantarse. Porque hoy es hora de saber que la felicidad es una obligación y no un derecho, que el modo de ejercer la libertad no es más que un punto de vista y que la manera de pedir y de protestar es determinante a la hora de conseguir porque hay que respetar unas reglas que todo hombre de bien tiene que aceptar. K. O. Técnico. El contrincante se retira sangrando. Los brazos se levantan. El combate ha terminado. 

viernes, 6 de junio de 2014

LA LISTA DE SCHINDLER (1993), de Steven Spielberg

Hoy hace un año que se fue mi padre. Me descubrió un mundo de películas porque amaba el cine, porque su infancia estuvo poblada de héroes y princesas, porque le gustaba soñar. En los últimos años, no se cansó de repetir que la última gran película que había visto era esta. Así que por él va, por uno de los cinéfilos más geniales que he conocido, por uno de mis mejores amigos, por mi padre.

Más allá de los abismos de unas hojas mecanografiadas se extiende la oscuridad de la muerte. En su rectángulo de papel brilla la luz de las velas que simbolizan la vida como valor supremo de una existencia que estuvo condenada al mayor de los sufrimientos. Solo porque a un hombre se le ocurrió la idea de gastar todo su dinero para salvar más de mil trescientas almas. Su talento como hombre de negocios se aplicó a comprar vidas y mantener la esperanza. Con sus defectos de vividor, supo mirar para convencer, para encandilar, para, incluso, apelar a la erótica del poder de la decisión entre la vida y la muerte de unos miles de personas inocentes para que el insensible, el monstruo, tuviera algo de piedad en su interior aunque solo fuera por unos instantes. Los cánticos judíos entonan oraciones de muertos que, en el fondo, suplican por vivir. Vida y muerte, todo reunido alrededor de una lista de nombres. Y mientras el dinero se fuga, tal vez, porque siempre tiene ganas de evadirse.
Un rojo en medio del gris, la palabra justa en la situación crítica, una idea brillante en medio del caos de una guerra y de la decidida exterminación de todo un pueblo. Los disparos suenan secos, implacables, crueles. La sangre apenas se confunde con el frío y basta una palabra en contra para perder la vida. ¡Qué fácil es perder la condición humana! Unos la extravían embebidos por la crueldad, por la seducción de no sujetarse a las normas propias del derecho natural. Otros la pierden porque les es arrebatada por la brutalidad, por la injusticia y por un odio visceral. Los cuerpos quemados levantan una humareda que lleva a un soldado a gritar de desesperación porque no puede soportar tanto horror amontonado. La intimidación es un arma que no se puede tocar pero se puede sentir penetrando en los huesos y acabando con el espíritu. Solo la risa histérica de las mujeres en unas duchas verdaderas o el ingenio de los niños puede combatir el miedo con admiración. En aquellos tiempos, el hombre escogió el asesinato indiscriminado. Y siempre deberíamos volver la mirada hacia aquellos días para tener la certeza de que, por vergüenza, por dignidad y por justicia, nunca más debería haber ocurrido algo así. Y, sin embargo, sí ocurrió.
Siempre he pensado que La lista de Schindler es una película extraordinaria, un acercamiento clarividente a lo que pasó en unos tiempos de locura y de crimen en la piel de los inocentes solo por el hecho de pertenecer a una raza. Spielberg supo lo que quería desde el principio, aunque quiso ofrecer primero la dirección de esta película a Billy Wilder que la rechazó alegando que “yo ya no estoy cerca de la gente para llevar adelante esta historia”. Muchas críticas tuvo el director con respecto a ese epílogo que muestra a actores y personajes reales llevando su particular homenaje a la tumba de Oskar Schindler pero, salvo la elección del color, creo que es algo que carece de importancia. No tanto esa escena en la que un Schindler que ha sido dibujado durante toda la historia como alguien capaz de sobreponerse a todo sentimiento, que negocia con los asesinos, que gana dinero con ellos y luego también lo gasta con ellos, en la que es homenajeado por la misma gente que ha salvado con el regalo de un anillo y él comienza a llorar creyendo que vendiendo el coche o la insignia podría haber salvado diez o doce vidas más. Una escena que habría quedado redonda recogiendo el anillo del suelo con ansia por no perderlo y alejándose como un fugitivo.

Pecado mínimo para una película enorme, lo reconozco, que debería ser de obligada visión en las escuelas y que resulta modélica en cuanto a su forma y contenido. Spielberg hizo que pensáramos cuántas veces se ha puesto precio a la vida humana. La respuesta es que esa vida no tiene precio.

jueves, 5 de junio de 2014

AL FILO DEL MAÑANA (2014). de Doug Liman

El reinicio de cualquier sistema tiene como objeto aprender y corregir los errores para llegar un poco más allá en el siguiente intento. En el caso del ser humano, es muy difícil que eso llegue a darse. Más que nada porque el hombre es capaz de tropezar seiscientas veces con la misma piedra, dejarse matar por un extraño remolino alienígena y no salir de una playa que más bien parece una trampa creada por algún organismo capaz de predecir el futuro. Esto no lleva a ninguna parte. Más vale dispararse un tiro en la sien y volver a empezar el artículo.

El reinicio de cualquier sistema tiene como objeto aprender y corregir los errores para llegar un poco más allá en el siguiente intento. No basta con coger una premisa que está más basada en Código fuente, de Duncan Jones que en la mítica Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis y rodearla de tecnología algo recargada, de cámara sin trípode a chorro, de acción trepidante que esconde algunos fallos de guión bastante evidentes y de un actor especializado en este tipo de películas de consumo rápido e ideas fijas en la taquilla. Hace falta un poco más de imaginación. Tanto es así que los mejores momentos de la historia se hallan cuando hay unos cuantos chistes alrededor de la repetición del mismo día una y otra vez. Puede que eso sea porque el espectador se siente un poco igual. Veo que usted, querido lector, está bostezando. Ya dejo de escribir y me tiro por la ventana, a ver si puedo sortear las trampas de la crítica más típica.
El reinicio de cualquier sistema tiene como objeto aprender y corregir los errores para llegar un poco más allá en el siguiente intento. Por eso, hay que poner un poco más de luz en las secuencias nocturnas porque, si encima que meneas la cámara como un plátano en la mano de un mono, coges y oscureces la imagen, entonces al espectador ya solo le falta el bastón para saber por dónde va la acción. Torpeza de Doug Liman, que ya demostró con creces que no tenía ni idea de cómo rodar una persecución de coches en El caso Bourne y que aquí confirma que, de donde no hay, no se puede sacar. Claro que Tom Cruise lo hace bien en un papel que, de hecho, podría haber asumido cualquier otro actor (¿o es que no podemos imaginarnos a Nicolas Cage haciendo exactamente lo mismo?) y que Emily Blunt es uno de los rostros femeninos más interesantes del panorama cinematográfico del momento pero no es suficiente. Quizá habría que echar más carne en el asador y preguntarse de vez en cuando el por qué ocurren las cosas y comprobar que hay muchas que se quedan sin respuesta. Yo les voy a hacer una ¿Les gusta el artículo? Vale, vale, ya me he arrojado a los pies de un camión.

El reinicio de cualquier sistema tiene como objeto aprender y corregir los errores para llegar un poco más allá en el siguiente intento. Y esta película trata de hacer eso mismo cogiendo el principio y calcando los primeros compases de ese título tan olvidado como es Comando en el mar de China, de Robert Aldrich, confiando en que ya nadie se acuerda de esta historia sobre ingleses en el Pacífico y un americano que solo consigue ser héroe demasiado tarde. Claro que a él no se le da la oportunidad de repetir mientras que éste, merced a una explicación harto dudosa, engulle los días calcados como si fueran rosquillas vitales de última generación. No hay mucha más profundidad en ninguno de los personajes que aparecen. Una guerra con los extraterrestres (por cierto, en uno de los mapas de la guerra con seres del espacio exterior se nota que España no ha sido invadida, supongo que es porque los extraterrestres ya se han dado cuenta de que por aquí somos un poco alienígenas) que se cuenta rápido y a ritmo de anuncios de veinte segundos para ambientarnos y nada, a salvar el mundo que es cuestión de tiempo. Y yo por mucho que me reinicie y por mucho tiempo que le eche, me sale esta cosa de artículo. No tengo ninguna Emily Blunt que me entrene ni ningún Doug Liman que mueva el teclado como un poseso. El alfa y el omega del cine están vedados a este humilde soldado de letras. Discúlpenme. Es la falta de práctica.  

miércoles, 4 de junio de 2014

ESTACIÓN POLAR CEBRA (1968), de John Sturges

Una llamada de socorro desde el infierno helado. ¿Qué es eso salvo una misión más? Habrá que descubrir a un traidor. No hay problema. Estas cosas se ventilan fríamente, sin motivos personales. Basta con que haya un capitán de submarinos lo bastante tonto como para acercarme hasta allí. Y lo que me encontraré allí, en la estación polar, es que nuestro hombre habrá hecho su trabajo y yo, como siempre, tendré que mantener la boca cerrada. Es fácil. Lo único es el frío. Y los rusos también corren. En esta ocasión, el tiempo climatológico corre a nuestro favor. El submarino llegará antes que los rusos. De eso ya me encargaré yo. Como de decirles que mi nombre es Jones o Smith o Doe. Ya no me acuerdo ni cuál es el verdadero. Esto es como un trabajo de oficina. Se llega, se ficha, se hace y nos largamos. Solo hay que tener en cuenta que las balas, cuando se disparan a temperaturas bajo cero, son un poco más lentas. Pero yo no lo soy.
Oh, otra misión para los americanos. La verdad es que esta gente sabe aprovechar las deserciones rusas. Cuando lo decidí, no sabía que iba a trabajar tanto. Ahora me quieren transportar a ese maldito submarino que está en pleno viaje hacia el Polo Norte. Yo tengo que ser, eso sí, el eterno ruso encantador, ingenuo, risueño y algo curioso. Boris, ése fue el nombre que elegí. Es muy ruso y muy normal. Como todo lo ruso. Un buen café durante el viaje y luego a correr. Claro que está Jones, o como se llame, a bordo y eso siempre es incómodo, pero me las apañaré bien. Todo hombre tiene sus secretos y tenerlos no es ningún delito. Además, el viaje puede ser interesante. Es la primera vez que voy a montar en un artefacto que se mueve por energía nuclear. Eso tiene que merecer la pena, al menos, verlo. Cuando lleguemos, solo tengo que ir, coger lo que he venido a buscar y marcharme otra vez como el encantador, ingenuo, risueño y algo curioso Boris. El ruso de siempre. Y que nadie escrute por debajo de mi sonrisa. Mi mordida es heladora.
Llevar un submarino bajo la capa de hielo. No está nada mal. Y luego coger a unos cuantos pasajeros a los que no se tiene que preguntar nada. Algo difícil de llevar cuando se está rodeado de chapas de metal y toneladas de agua. Mis hombres no pensarán que me he vuelto loco. Son profesionales y saben que obedezco órdenes. Parece ser que tenemos que coger algo antes de que lleguen los rusos. A pesar de la presencia del tal Jones y de ese ruso, luego seguro que llaman al Capitán Farraday para que solucione los problemas. Es posible que sea el único que mantenga la cabeza en su sitio después de este embrollo congelado. Hielo delgado, ésa es la clave. El submarino y mis hombres, eso es lo primero. Lo demás son las intrigas de espionaje de estos individuos que se empeñan en dejarme al margen a pesar de que soy el responsable de llevarlos. Arriba periscopio. Doce grados a estribor. Y cuidado con los salientes de los icebergs.

John Sturges dirigió con buen pulso Estación Polar Cebra con Patrick McGoohan, Ernest Borgnine y Rock Hudson en medio de una intriga que sabe a aventura y a espionaje para emerger en medio de una capa de hielo que era muy difícil de romper. Así es como se llega al entretenimiento más agradable, a rozar el arte con la distracción.

martes, 3 de junio de 2014

EL JINETE PÁLIDO (1985), de Clint Eastwood

Y cuando él hubo abierto el cuarto sello, oí la voz de la cuarta bestia decir: “Ven a ver”. Y yo miré. Y contemplé a un caballo pálido y el nombre de su jinete era La Muerte…y el infierno le seguía…

Cuando la muerte viene de visita, no existen balas, ni pasiones humanas, ni intereses que sirvan al Diablo. Quizá la muerte se lleve a quien se tenga que llevar porque también tiene una venganza que cumplir. La resistencia flaquea y una oración trae a un jinete de vuelta del lugar donde no se regresa y aparece, fantasmal e impasible, para dar una lección de honorabilidad y de entereza, de justicia y de implacabilidad. Las heridas por la espalda no estarán cerradas hasta que se dispare una bala entre ceja y ceja. La valentía merece respeto y el frío, el hielo y la verdad hacen a los hombres duros como piedras, recios como árboles, grandes como el cielo. Hasta allí se encaminan los jinetes que ya han cumplido con su misión. El infierno descansa. La justicia sonríe. El lamento se exhala.
Las botas clavadas en la madera desgastada resuenan como tambores de la ambición. El pueblo calla porque está sometido al cacique que solo desea la explotación del hombre, el sometimiento de la Naturaleza, la carnaza de lo siguiente. No importa que haya seres humanos que luchan todos los días contra las tareas titánicas y casi imposibles de ganarse un bocado para el próximo día. Lo importante es poseer, arrasar, aliarse con el Diablo si es necesario. Al fin y al cabo, si el Diablo garantiza resultados no hay nada malo en ello. Basta con esperar la rebelión. Y de allí, al infierno. Sobre todo al infierno que significa el fracaso.
Cabalga el muerto sobre el caballo pálido. Las nubes grises y pesadas advierten de que nada podrá detener su viaje. Morirá el que lo merece. Morirá el que se atreva a ponerse delante de su revólver sin nombre. La tierra se endurece hasta hacerse piel de roca. El frío precede a los muertos. Tal vez él mereció, en otra época y en otro lugar, morir. Pero eso ya es pasado. Eso ya es carne desgarrada y rabia olvidada. Solo la serenidad de la razón es capaz de redimir. Y él viene para traer la sangre que ya derramó en alguna calle sin fe ni valor.

Clint Eastwood dirigió esta película justo antes de dar el gran salto a la dirección más ajustada de los últimos años del cine clásico. Volvió la mirada hacia  Delmer Daves y su El árbol del ahorcado, hacia George Stevens y sus Raíces profundas, hacia cualquiera de los fondos nevados y abruptos de Anthony Mann, hacia un malvado como John Russell en la mejor línea de John Ford, hacia el personaje del hombre sin nombre de Sergio Leone y colocarlo allí mismo, al otro lado del averno para llevar a cabo una última acción de pistolero con un estilo mucho más depurado y elegante que en Infierno de cobardes. De ahí sacó una historia que empieza a apuntar hacia el gran director en el que se convirtió después. Fue la misma puerta de la gloria, como la que encuentra un jinete pálido que vuelve grupas y escala la ladera en busca de la eternidad.