viernes, 20 de junio de 2014

NO TOQUÉIS LA PASTA (1954), de Jacques Becker

Sí, sí, dar un golpe está muy bien. Eso te permite vivir cómodamente, sin mirar demasiado lo que gastas y, de paso, aflojas la presión sobre un par de tipos que te caen bien. Pero lo que verdaderamente importa es la amistad. Hay que saber que puedes contar con cierta gente cuando la necesitas. Bien sea para guardarse un fajo de billetes en el bolsillo, bien para arrear un par de tiros al primer listo que se atreva a tocar la bandolera. Los amigos quedan y el dinero se va. Esa es la diferencia. Y quien no la ve, sencillamente, no merece estar en el negocio.
Es verdad que es muy agradable mirar a chicas bonitas, coquetear con ellas porque lo desean, jugar el viejo juego del cortejo y hacerse el difícil y el duro. Eso les va. Tienen cuerpo y cerebro para dar y otros tienen cerebro y cuerpo para recibir. Lo cierto es que no soporto que nadie toque la pasta que es mía. Al que tenga el brazo largo, le pego un tiro en la sien. Y se acabó el problema. Y si se meten con un buen amigo mío, uno de esos que invitas a tu casa para dormir y compartes con él galletas con paté y un poco de vino, entonces se van a enterar de cómo hablan las pistolas.
Siempre hay jugadores de ventaja en el negocio. Uno que quiere vender droga, otro que no quiere que lo hagan en su local, otro más que quiere ser el intermediario y a mí me llaman como juez. Eso son negocios sucios. El dinero contante y sonante es lo que hay que perseguir. Las suciedades se pagan y, claro, como la cosa está difícil alguien quiere quedarse con lo que he ganado con el sudor de mi frente. Aunque lo haya conseguido a punta de pistola. Una mirada, a veces, puede más que el sonido de un disparo. No hay muchos de los que te puedas fiar, pero si encuentras alguno, aunque no sea demasiado inteligente, tienes que defenderlo a muerte. Por mi cargador que hay que hacerlo.

Jacques Becker dirigió esta maravillosa película con un Jean Gabin más duro que nunca, cercano como una colonia que huele bien, impasible como un cañón apuntando. Ya no hay gángsters como él. Claro que no. Gabin no hace alardes, se limita a vestir impecablemente, a moverse por el escenario con soltura, a tener el gesto seguro antes de hacerlo y resulta tan creíble que parece que respiramos el humo de la misma habitación, que estamos deseando recuperar el dinero con él, que sufrimos cuando su corazón se estremece bajo su impresionante fortaleza. Él ya dice, sin pronunciar palabra, que no toquemos la pasta porque, el que lo haga, se va a enfrentar con él. Y se va a llevar un regalito metido en el cuerpo. No hay precio para los amigos, eso sí. Esos valen más que cualquier maletín lleno de oro. Las balas, así, no corren solas. Los ecos de su ruido son atronadores. La copa compartida sabe mejor. La noche alargada se llena de algún rincón de luz. Becker lo sabía. Gabin también. Y, después de ver esta historia de amistades en los bajos fondos, uno tiene la impresión de que te da algo más de sabiduría y de valor. La muerte, entre amigos, es mucho, mucho menos dolorosa.

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