jueves, 10 de julio de 2014

UN LARGO VIAJE (2013), de Jonathan Teplitzky

Detrás de un rostro que ofrece tranquilidad y protección puede que haya una tormenta de furia y de odio que devora el pasado y convierte al presente en un episodio sin importancia. Las cicatrices morales y físicas de la tortura se presentan abiertas y descarnadas en la hora donde la noche se hace sueño y el sueño se hace dolor. No hay respuestas por mucho que se busquen porque cuando se ha sufrido tanto es difícil llegar a ninguna conclusión y, lo que es peor, se tiende a dejar fuera a aquella persona que es capaz de traer el equilibrio a tu vida, de hacer que las olas dejen de golpear y las aguas sean una alfombra de calma.

El grito en la noche se vuelve normal y el silencio es tan despreciable que una mujer no sabe dónde buscar para poner en práctica su promesa de amor. Tiene que recurrir a un testigo, a un hombre que contrajo una deuda con el destino y preguntar...preguntar como si fuese un interrogatorio que jamás acaba porque nunca se dice lo que se espera oír. Y el dolor ahí sigue. Para el torturado, para el testigo que también tuvo que padecer, para la mujer que convierte al infinitivo en gerundio y lo está padeciendo. La verdad se escapa y no hay nadie que la pueda encerrar en un campo de concentración en algún lugar de una selva sin piedad.
Rendirse no es una orden acatada, es una actitud y es muy posible que la tortura no doblegue a quien se empeñe en resistir. Tal vez podrá sacar palabras, informaciones o mentiras dichas como verdades pero eso no supone rendición. Hay muchas maneras de seguir en la brecha, batiéndose heroicamente y manteniendo la honestidad y es difícil de apreciar cuando una guerra ha estado tan cerca y ha sido tan cruel. Demasiados compañeros muertos en las cunetas de los raíles, demasiadas caras desquiciadas en cada martillazo, demasiados intentos por salvaguardar la razón cuando el enemigo solo sabe producir dolor en cantidades estremecedoras.
Este es el caso de una película que tiene una producción cuidada, excelentes actores en su reparto, una fotografía espectacular y un argumento interesante y, sin embargo, guarda dentro de sí tantas incoherencias que se queda en un punto de indecisión preocupante. No es normal que se tenga en el reparto a Nicole Kidman y se quede en un personaje que se limita a escuchar, sin apenas desarrollo y sin incidencia directa sobre la gran preocupación de la historia. Tampoco es muy normal describir un romance rápido, inusual y ligero y tapar los traumas del protagonista hasta después de la boda. Se insiste en mostrar las torturas y las vejaciones por las que pasa el protagonista y las transiciones apenas son perceptibles porque el director, Jonathan Teplitzky, decide saltárselas haciendo que la película cobre un aire de mediocridad que, además, no merece. Un ejemplo más de una trama que, bebiendo directamente de El puente sobre el río Kwai, de David Lean, se queda en algo más cercano a la inutilidad a pesar de sus intenciones profundas..
Y es que olvidar la razón del sufrimiento no es fácil. Y menos aún si se intenta llegar a la razón que obliga a pensar que el ser humano no es más que un depredador sin entrañas, que extermina todo porque se le ha enseñado a odiar. Es el argumento de los inservibles, de los que justifican toda su mediocridad a través del entorno. El ser humano no nace odiando, se le enseña. Y algunos lo aprenden muy bien. Y hay que volver a enfrentarse a ese sufrimiento para llegar a suficientes conclusiones que nos permitan comprender y, sobre todo, perdonar. Perdonamos poco y odiamos mucho. Y cuando perdonamos, lo hacemos sin conciencia, por pura comodidad, porque el estado de ánimo se agita demasiado y queremos que el resto de los que nos ofenden nos dejen en paz. Y el perdón, al igual que el odio, es algo que se debería pensar más de una vez. 



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