martes, 2 de septiembre de 2014

EL GRADUADO (1967), de Mike Nichols

Vueltos ya de vacaciones, inauguramos la temporada con la película que va a iniciar la andadura de un nuevo programa de radio en Radiópolis Sevilla los martes a las diez de la noche, así que este artículo está dedicado a José Miguel Moreno, director de "La gran evasión", y a toda la gente que hace posible que estemos en el aire. Bienvenidos todos.

El sol se posa en la piel de Benjamín Braddock con ansias de quedarse. Al fin y al cabo, no hay muchos lugares más hacia dónde ir. Un objetivo conseguido, un desafío que ha tomado varios años ha acabado y ahora solo hay aburrimiento y hastío. Un coche deportivo que papá regala lleno de orgullo, un equipo submarinista que solo consigue aumentar la sensación de ridículo. Desde luego, dan ganas de quedarse allí abajo, en el fondo de la piscina, con las gafas y las bombonas de oxígeno y que el resto del mundo se calle y deje pensar.
Y luego aparece esa señora de buen ver, atractiva y madura, que sabe todo lo que se debe saber y la seducción envuelve a la torpeza. Quizá el desafío sea ahora conseguir verse una y otra vez sin que nadie se entere. Es sucio, es reprochable, es indecente pero…tiene su morbo. Esa mujer atrae más con las piernas abiertas que la mayoría de las jovencitas con sus vaqueros ajustados. Eso queda para los inmaduros, para los irresponsables, para los iletrados. Un graduado tiene que trepar por la colina de las sábanas y llegar a la cima de lo prohibido si no… ¿cómo podrá tomar cualquier decisión?
Pero la decisión no llega. Probablemente porque a Benjamín Braddock no le apetece tomar ninguna. No quiere tomar decisiones porque eso es lo que el resto de su entorno le pide. Que decida qué es lo que quiere ser, qué es lo que quiere hacer en su vida. Y mientras dure esa presión, él no quiere hacer nada. Solo disfrutar de una posición acomodada, hacer el amor a una mujer casada que se le ofrece sin ningún trabajo y tumbarse en un colchón de aire en una piscina que no hace más que recordarle que solo va a la deriva. Y eso es lo más cómodo: ir a la deriva.
El amor es un traidor. Puede llegar de improviso, incluso si no se busca. Primero es una conexión algo estúpida, unas palabras dichas sin sentido que, escuchadas por otra persona, cobran un significado especial. Luego es esa sonrisa, ese gesto, esos ojos que miran algo entornados. Más tarde es la seguridad de que eso es lo que se quiere. Hay que apartar el mundo de los adultos, adocenado y vulgar, y abrirse a paso en una carrera sin final, con el objetivo nítido de llegar hasta quien se ama e impedir la nada que se abre si la otra persona tira por el atajo de la comodidad. Habrá que defenderse con una cruz, habrá que correr desaforadamente, habrá que coger un autobús hacia ninguna parte para tener la seguridad de que el silencio y el aburrimiento volverán a asentarse después de la locura. En cierto modo, también hay que graduarse para saber lo que es amar. Casi nunca sabemos lo que puede ser. Es lo que viene después del entusiasmo.
Uno de los grandes éxitos del cine de los sesenta que desveló el interior de una juventud que no sabía hacia dónde caminar y la frustración que anida en las casas pudientes de la generación anterior. Dustin Hoffman se convirtió en estrella. Anne Bancroft, en mito. Y, en el fondo, todos quisimos ser ese Benjamín Braddock que corre, corre sin descanso para tener entre sus manos a la persona que realmente quiere en un mundo que no le gusta nada.

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