viernes, 31 de octubre de 2014

DIARIOS DE MOTOCICLETA (2004), de Walter Salles

Son tiempos en los que hay que dejar que la mirada se pierda en la inmensidad de un espacio que suspira por recoger ideas. Una cascada, un páramo, una carretera de tercera, el ruido incesante del motor. La amistad que siempre coloca las cosas en su sitio mientras el sufrimiento cala en el corazón y se siente la necesidad de hacer algo por los que menos tienen. Quizá no haya mejor recompensa que una sonrisa, que un agradecimiento silencioso, que una noche bajo las estrellas. Solo así, paladeando la felicidad de la obligación, se puede ver la luz al otro lado del río. Porque solo así, dando longitud al pensamiento, se puede ver con claridad cuál es el destino que se quiere seguir.
Y hay demasiadas cosas que resolver en el exterior para que el interior se remueva y se decida a actuar. No se puede pasar de largo, en un viaje de aventura y conocimiento, ante alguien que llora, ante alguien que sufre, ante alguien que muere e, incluso, ante alguien que sueña. Lo más hermoso es hacer algo para que el sueño se convierta en algo tangible, verdadero, auténtico. Luego ya vendrán las ambiciones, la muerte del ideal, las envidias malsanas y la leyenda, tal vez, algo injusta. Pero ahí, con la mirada escrutando la oscuridad, buscando la luz que ilumina el camino, es donde está el hombre de verdad, el que no se arredra ante los embates de los intereses creados, el que no retrocede ante el enemigo inmovilista y acomodado, el que cree realmente en otro futuro posible. Basta con que el corazón hable y el alma se agite. Basta con que el río no sea solo la corriente de una vida sino decidir ser el cauce de muchas aguas.
El idealismo debería ser algo que pudiéramos conservar hasta el fin. No olvidarlo. Tenerlo a resguardo de todo el ruido exterior que es producido por la malsana satisfacción de explotar a un igual. Debería estar ahí, latente, dando sentido a nuestros actos y no escondiéndose cuando la corrupción se presenta como un monstruo devorador que se lleva por delante al hombre que un día habitó en nosotros. En esa mirada idealista, única, es donde se halla nuestra esencia, nuestra facultad humana para la empatía y el altruismo. Hacer algo para los demás es maravilloso y, no solo eso, es esencial si, realmente, queremos cambiar las cosas. Allí, en algún lugar de Argentina, un hombre se vio a sí mismo intentando remar contra la corriente y llegando a aguas tranquilas. Más tarde, la vida se encargó de instalar en él algo parecido a la confusión y al desaliento, obligándole a tomar atajos que no todos pudimos comprender.
Ser parte de la historia quizá no sea suficiente…

Walter Salles. Robert Redford. Gael García Bernal. Rodrigo de la Serna. Nombres para acompañar en un viaje que no debió de terminar nunca. Aunque la moto se estropease. Aunque no hubiera gasolina para seguir empujando.

jueves, 30 de octubre de 2014

EL JUEZ (2014), de David Dobkin

A veces, el orgullo es una carga demasiado pesada y es difícil enfrentarse a él. Dejar un rastro por donde se pasa, una pequeña aureola de prestigio coronada por una vida honesta puede ser el sueño de muchos pero, realmente, está al alcance de muy pocos. Más aún cuando el fracaso se ha asomado demasiadas veces por la puerta y no se estuvo cuando se tenía que estar, o no se dijo la palabra justa, o, sencillamente, se miró hacia otro lado porque no había otra opción que mantuviera la honradez. No se puede volver hacia atrás y arreglar los errores. Solo se puede recordarlos y buscar una explicación.

Muchos hijos hemos tenido la impresión de que nunca hemos sido lo suficientemente buenos como para que nuestros padres, quizá las personas más importantes de nuestras vidas, estuvieran orgullosos de nosotros, de nuestra trayectoria, de nuestra forma de ser, de nuestras virtudes y también de nuestros defectos. Y todos, de alguna manera, hemos emprendido una huida hacia delante, intentando ganarnos la vida por nosotros mismos prescindiendo de ese vacío que hemos dejado atrás. Quizá hemos regresado y hemos encontrado algún atisbo. Quizá hemos pensado en la oscuridad de nuestra sala de estar y hemos hallado algún detalle escondido en la memoria que nos descubría la verdad. Quizá hemos subido hacia arriba y, cuando hemos mirado hacia abajo, nos hemos dado cuenta de que el éxito no era lo que más importaba. Porque un padre no mira hacia el éxito, mira hacia el corazón. Cuando no hay corazón, es el momento de pensar que, efectivamente, su orgullo de padre se encuentra herido de muerte.
Y cuántas veces hemos pensado en hacer una demostración de nuestra valía. Desde que éramos pequeños quisimos jugar el partido de nuestra vida delante de ellos, luego, tal vez, quisimos sacar buenas notas para que, al leerlas, tuvieran una sonrisa silenciosa al leerlas. Más tarde deseamos traer una chica a casa, una chica especial, que fuera la que él considerara suficiente para su hijo. Los nietos, esos que son tan difíciles de ver en algunas ocasiones...Nunca hay palabras para justificar que si no demostrábamos que éramos buenas personas, lo demás se derrumbaba como un castillo de naipes.
Aquí tenemos a un hijo, brillante y poco escrupuloso abogado, y a un padre, juez creyente en la justicia y en el sistema, que tienen que volver a reencontrarse porque alguien muere y alguien mata. Y todo toma forma de complicada despedida para que el corazón de quien se queda tenga la bandera a media asta en señal de homenaje y sentimiento. No importa el crimen salvo para explicar cuánto se ha querido. No importa la defensa salvo para demostrar la valía y para exhibir unas habilidades. Todo quedará reducido a una sola frase final que haga que cobren sentido los desvíos y los atajos y las arrugas descansen con la tranquilidad de haber hecho lo correcto. Lo correcto. Lo correcto. Eso que a tantos nos es tan difícil distinguir.

Para contar este drama familiar (no se dejen engañar, no hay tanto misterio en el asunto) hay dos actores de categoría como Robert Downey Jr., y Robert Duvall, presente y pasado de la interpretación que dirimen un duelo de sentimientos e intensidades que gana el segundo aunque no desmerezca en nada el trabajo del primero. La película es aceptable, digerible, entretenida, con una dirección correcta y una fotografía maravillosa de Janusz Kaminski para enmarcar esta historia de amor paterno-filial de rincones algo tortuosos. Hay personajes algo planos, algún diálogo certero, un par de momentos buenos y sobre todo, dos actores en la escena. Grandes, capaces de dar lo mejor de sí mismos, matizados, expresivos. Uno poniendo cara de no haber agotado la ida y el otro, extenuado de una vuelta demasiado penosa. Y así es como, en algún lugar del camino, la lágrima será recogida por un leve toque de orgullo a media asta. 

miércoles, 29 de octubre de 2014

TWO JAKES (1990), de Jack Nicholson

El pasado siempre vuelve para encontrarte y hacerte daño de nuevo. La solución para dejarlo apartado ha sido volver la cabeza, cerrar los ojos y poner en la cara una mueca de decepción porque allí, en algún lugar del Barrio Chino, dejaste tu amor, tu honradez y tu verdad. Luego ya vino la guerra y el tiempo, enemigos del recuerdo, y tal vez fue más fácil afrontar un futuro que, para un detective, siempre es oscuro y vacilante. Sin embargo, el pasado estaba ahí. Seguía el mismo grito, el mismo claxon insistente, el mismo coche que se paraba porque ya no lo conducía nadie. Desde entonces, te prometiste a ti mismo no hacer daño a nadie porque tu alma se quedó allí y ya dejaste de sentir, dejaste de vivir.
Los divorcios, la rutina, el dinero fácil…Todo eso son páginas de tiempo que se echan encima de la memoria. La prosperidad no tardó en presentarse. Tal vez como una compensación burlona por parte del destino. De repente, un caso rutinario… y algo sale mal. Surge un nombre y la cicatriz se abre. Y se desangran los principios como una botella rota. No puedes relacionar ese nombre con lo que ha pasado y se pone la venda antes de que se produzca la herida. Una grabación es la culpable.
Lo cierto es que ella, Evelyn, sigue allí, en tu despacho, mirándote a la cara como lo hizo tantas veces escondiendo una verdad que ni ella misma podía asumir. Durante todos estos años, la has mirado como la única persona que consiguió remover algo dentro de ti y que ni siquiera habías soñado que pudiera existir. Ahora, de alguna manera misteriosa, se vuelve a presentar para exigir el pago de una deuda. Una deuda de protección. El cliente es culpable. Pero hay demasiados puntos oscuros, demasiados rincones que iluminar con la inteligencia cuando todo conduce, de nuevo, al dinero, a los intereses creados, al intento de dos hombres que se llaman igual por proteger a alguien que no mereció sufrir. Estúpidos románticos. Malditos perdedores.

Jack Nicholson interpretó de nuevo al detective privado Jake Gittes dotándole de un mayor cinismo, de un mayor desencanto y de una decidida apuesta por la madurez unos cuantos años después de que perdiera todo lo que amaba en Chinatown, de Roman Polanski. El mismo actor se puso tras las cámaras para dirigir una película que, en su momento, fue vapuleada por la crítica y por el público pero que es mejor de lo que el destino ha tenido a bien reconocer porque quizá había que tener asumido que un hombre como Gittes ya no podía ser nunca más el mismo. Y volver al Barrio Chino, allí donde lo perdió todo, hubiera sido una estupidez. Aquí, el caso policiaco se convierte en un caso melodramático porque Gittes se siente responsable y tiene que aparcar su cinismo pero no su inteligencia para hacer aquello que prometió a Evelyn y que el mismo destino le impidió cumplir. Para ello, tenía que volver hacia el pasado. Pero hay algo que olvidamos cuando volvemos hacia atrás y es que ya no somos los mismos que vivieron lo anterior y eso…sí…puede que duela. Evelyn está muerta y Gittes es vulnerable aunque no lo parezca. Aquello no gustó nada. Y fue tan injusto como la vida con ese detective privado que miró hacia delante sin dejar de prestar atención a lo que dejaba atrás.

martes, 28 de octubre de 2014

LA KERMESSE HEROICA (1935), de Jacques Feyder

Si queréis escuchar el maravilloso coloquio que sostuvimos en "La gran evasión" acerca de "El espíritu de la colmena", de Víctor Erice, éste es el lugar. 

¡Que vienen los españoles! ¡Que vienen los españoles! Ese ejército de zafios y brutos que lo único que querrán es saquear este noble pueblo de Flandes, violar a nuestras mujeres, destrozar nuestras casas y colocar su pendón en lo más alto del Ayuntamiento. ¿Qué hacemos, vive Dios? Cualquier descortesía la tomarán como una afrenta y, además, seguro que nos vienen a evangelizar con sus rezos, sus diezmos y su beaterío insoportable. Yo creo que lo más sencillo es hacerse el muerto.
Pero claro, hacerse el muerto siendo el burgomaestre tiene sus inconvenientes porque quien va a coger las riendas es la esposa del adalid de nuestra ciudad. Y así, de la noche a la mañana, esto pasa de ser un patriarcado condescendiente a un matriarcado implacable. Las damas saldrán a recibir a los soldados, harán reverencias a diestro y siniestro, ofrecerán bebidas para el solaz y el sosiego de las gloriosas tropas invasoras y, con la mejor de las maneras, les dirán que el luto embarga a la ciudad y que lo mejor es que pasen de largo respetando tan infausta hora para la honorable villa. Y la cosa funciona a medias. No se quedan mucho tiempo, pero al menos una noche sí se quedan. Y claro, el matriarcado tiene que seguir funcionando. Un banquete, un coqueteo, un quíteme allá esas manos, monseñor…Y, bueno, la vida al fin y al cabo, son dos días. El marido está muerto (o, al menos, lo parece) así que más vale pasarse por la piedra a estos españoles cuya conquista siempre pasa por el cañón de las delicias, por el desfiladero de la lluvia más blanca, por el camino por el que se entra en la gloria y se sale en retirada. Es duro esto de ser mujer en un matriarcado servil.
Además, seamos sinceros, el español podrá ser zafio y bruto pero de tonto no tiene un pelo y sus maneras, modos de conquistador sobrado y dominante, son agradables. Y una cosa es parecer tonto y otra, serlo. El comandante de las fuerzas invasores lo parece pero solo porque quiere clavar la pica de la victoria en la misma cima del monte de Venus. Y algo así ha debido decir a sus hombres. Incluso el cura que les acompaña comienza a renunciar a su voto de pobreza con tal de arramblar bajo manga con todo lo que Dios quiera. Es lo que merecen los infieles. Y Dios, en su infinita misericordia, ha hecho que las tropas españolas pasen un delicioso fin de semana en este hospitalario pueblo flamenco en el cual se ha bailado flamenco, se ha bebido buen vino, se ha disfrutado de agradable compañía sin necesidad alguna de usar la fuerza y, además, se ha asistido a una representación tronchante de un velatorio que tiene tanto de verdadero que es preferible hacer la vista gorda y asumir el dolor por los muertos que no existen.

Maravillosa película de Jacques Feyder que ironiza sobre la condición de invasores y de invadidos. Muy a menudo las victorias se cuentan en ábacos de carne con las piernas abiertas y, en este caso, las dos fuerzas antagónicas han saboreado el triunfo.

viernes, 24 de octubre de 2014

SAN FRANCISCO, CIUDAD DESNUDA (1973), de Stuart Rosenberg

Un antiguo caso sin resolver siempre es una espina clavada en la moral de cualquier policía. Es como esa novia con la que no llegaste hasta el final. Llega a obsesionarte y, en un momento dado, decides compartir tus errores y tus decepciones con un compañero que demuestra que te aprecia y te respeta. El siguiente paso es fácil. El hombre que comparte contigo tus casos y tu rabia se pone a investigar por su cuenta.
La tragedia aparece porque hay demasiada gente que se pone nerviosa. Y la sangre corre y entonces algo se remueve en las entrañas del policía que nunca resolvió aquel caso. La noche esconde a los criminales en medio de una ciudad sucia, descuidada, furtiva, como un telón oscuro que difumina las luces y se recrea en los manchones de paredes blancas. El policía del caso sin cerrar comienza de nuevo a seguir los pasos de su compañero con la ayuda de otro inspector joven y no puede evitar la rabia y la ansiedad que le provoca el intento de dejar de fumar. La ciudad son seres humanos pero también es sangre que se va inevitablemente por los sumideros más sucios, por las cloacas más innombrables. Habrá que matar y habrá que estar juntos porque la taimada actuación del asesino, siempre bajo el anonimato, buscará separar vidas y todo el que se junte con este tipo que dejó el caso sin cerrar correrá mucho, mucho peligro.
Era difícil imaginarse a Walter Matthau como un policía duro pero Stuart Rosenberg lo colocó al lado de Bruce Dern para hacer una de esas parejas imposibles en las que solo existe comunicación en uno de ellos y que, milagrosamente, funciona para dar caza a un asesino que no tiene ningún inconveniente en ametrallar un autobús urbano para evitar su propia culpabilidad. La estética de calle húmeda, de luces cansadas, de ciudad que solo mira a través de sus ventanas porque en su interior hay demasiadas tinieblas, demasiadas pistas falsas, demasiados fogonazos segando vidas mientras las vidas de unos hombres honestos se malgastan entre la desilusión y el desencanto.

Y es que ser policía no consiste solo en enseñar la placa y hacerse el duro. Hay que interrogar a confidentes que se ocultan tras una inútil verborrea, hay que interrogar desagradablemente a personas cercanas al sufrimiento, hay que sacrificar una gran parte de la privacidad para encontrar al tipo que aprieta el gatillo, hay que luchar contra un jefe que te impone presión porque hay determinados crímenes que no se pueden dejar sin resolver. Y, sobre todo, hay que saber cuándo hay que guardar silencio porque si ese policía de caso sin cerrar hubiese cerrado el pico, su compañero no habría muerto acribillado en los sórdidos asientos de un autobús nocturno de ciudad desnuda. Por eso no quiere comunicarse con su nuevo camarada, por eso no quiere comunicarse con nadie. Ni siquiera con los que tiene más cerca. Al día siguiente, después de todo, quizá sea el momento de echar la vista hacia delante y conseguir que todo este mal humor y esa desorganización privada comience a ocupar su sitio.

miércoles, 22 de octubre de 2014

THE EQUALIZER (El protector) (2014), de Antoine Fuqua

Todos hemos tenido alguna vez la sensación de que podríamos hacer algo por los demás. Tal vez por esa señora que coincide con nosotros en la cola de la pescadería, o por aquella chica atribulada que nos cruzamos todos los días a la misma hora por la calle, o incluso por ese anciano que siempre está sentado en un banco del parque y que, a través de sus ojos, parece que pide a gritos un rato de compañía. Si pudiéramos dar un poco más, quizá el mundo sería un lugar más pacífico, más tranquilo, más humano aunque, a lo mejor, tuviéramos que ser un poco inhumanos para conseguir dar algo realmente valioso.

Un hombre tiene su universo perfectamente ordenado. Su casa está limpia, su ropa está lista, su comida está limitada en las calorías, su dolor está controlado. Incluso su insomnio le proporciona el placer de la lectura en alguna cafetería cercana donde siempre coincide con alguien que le da unos minutos de simpatía. De pronto, siente que tiene que hacer algo por otra persona. Puede que haya conseguido no sentirse tan solo con ella o, tal vez, cree que debería ceder parte de su orden para que esa otra persona tenga un poco más de progreso personal. En su mirada hay algo triste, melancólico, perdido pero, sin embargo, también tiene algo de agresivo, de temible, de témpano negro que no puede derretirse. Y el pasado vuelve a meterse bajo su piel para que el asesino que un día fue regrese con toda la crueldad que se pueda imaginar. Solo que sus víctimas serán aún peores que él.
Y así tenemos la figura de un justiciero atípico, que no quiere derramar litros de sangre solo para saciar su sed de venganza, sino para tener un poco de paz a su alrededor, de control en medio del caos. Su mirada tiene la rapidez de una fiera que sabe exactamente qué es lo que tiene que hacer en cada momento. Sus movimientos son claros y precisos, seguros y certeros. Sus motivos solo nacen de la buena persona que, en algún rincón de su interior, sabe que es porque el amor se encargó de descubrírselo. La sangre saldrá a borbotones y no será por su olvidada naturaleza de violencia. Solo será porque eso es lo correcto y eso es lo que mejor ha sabido hacer nunca.
Lo más curioso de esta película es que tiene hechuras de algo visto mil veces y no lo es tanto. El justiciero urbano se nos presenta con sentimientos y debilidades y resulta tan fascinante que es muy difícil no estar de su lado. Para eso Denzel Washington se encarga de dotar de carne y fondo al personaje y, sencillamente, no se puede apartar la mirada de lo que está ocurriendo porque comienzas a saber cómo piensa ese hombre que, en el fondo, solo quiere ayudar para sentir para qué sirve. Como dice Mark Twain: “Solo hay dos momentos importantes en la vida: el momento en que se nace y el momento en el que sabes por qué”.

Y con excelentes escenas de acción, bien pensadas por su originalidad, con algún que otro detalle visual de cierta entidad, nos llevamos la sorpresa de que la película pasa el examen con notable, con el convencimiento absoluto de que hay muchos otros que no han dudado en ponerla a caer de un burro sin haberla visto. No es la obra maestra definitiva sobre un hombre que escoge emplear los métodos más reprochables para causar algún bien pero es toda una reflexión sobre un mundo que ni siquiera vuelve la cabeza para atender a un hombre desvanecido en el suelo y que, ni mucho menos, se implica en los problemas de los demás. Ya tenemos bastante con los nuestros. Tanto es así que muchos pasarán de largo ante esta estimable película con una mirada de desprecio por su evidente vocación comercial y se estarán perdiendo el espectáculo de una batalla que no destaca por su rabia, que tiene a un actor que es capaz de hipnotizar y que deleita a los más exigentes con la inteligencia del personaje protagonista. Algo que muchos otros hacen gala de no poseer creyendo que escupir palabras como balas es suficiente arma como para seguir con la mafia de sus pensamientos.

martes, 21 de octubre de 2014

ARDE MISSISSIPI (1988), de Alan Parker

Tres jóvenes que creen en la igualdad son asesinados por una banda de salvajes racistas. Nada nuevo si estamos hablando de Mississipi. Allí los hombres solo pueden tener un color si quieren vivir en paz. Y ese color es el blanco. Los demás, esas cosas que respiran pero que son peores que la peste, son prescindibles. Claro que esos tontos engominados de Washington no creen lo mismo. Se plantan aquí con sus elegantes trajes, con sus camisas blancas y sus corbatas negras y tienen la inmensa osadía de decir a los honrados ciudadanos del estado soberano del Mississipi lo que tienen que hacer. ¿Quién se han creído que son? Universitarios con un sentimiento de superioridad que no tienen en cuenta que aquí el odio hacia los negros se mama desde pequeños. Dicen que un niño blanco que nace en Mississipi viene con un rifle para matar negros en las manos. Y llora si se lo quitan. Es así, amigos. La vida en este estado vale menos que una cerveza en un tugurio de mala muerte.
De pronto, vienen esos tipos del F.B.I. dispuestos a esclarecer el asunto. Se han establecido en el cine del pueblo y lo han convertido en el cuartel general donde centralizan la información. Lo que pasa es que es otra forma como otra cualquiera de darse importancia. Valientes petimetres. Les haría quedarse por aquí en la temporada de cosecha y verían lo sucios e impresentables que son esos negros. Esos federales no tienen ni idea y, desde luego, no van a sacar nada en claro de aquí. Curioso ¿eh? Vienen a ver si sacan algo en claro y lo llevan negro.
Tal vez habría que pensar que esta gente de Mississipi, en realidad, son unos paletos que asustan. Desde que John Kennedy llegó a la Casa Blanca hay una clara intención por cambiar las cosas. Y no hay mejor equipo que el de un tipo decidido y sin miedo y otro lleno de experiencia y sin miedo. Uno cree que las cosas hay que hacerlas dentro de la ley. El otro piensa que a los racistas y a los extremistas hay que tratarlos con sus propias armas. Y esa arma no es otra que el miedo. Hay que meter miedo. Hay que hacerles confesar con una navaja en la mano y amenazando con cortarles sus atributos, meterlos en un vaso y que se beban su sangre. Los paletos son orgullosos, creen que, a pesar de que no tienen ni idea de nada, están en posesión de la razón porque es lo que han visto desde siempre y lo injusto, lo inmoral, lo pervertido, lo banal y lo estúpido hay que arrancarlo de raíz. El mal siempre está en la propia casa. Y ellos están en casa.

Excelente película con una interpretación antológica de Gene Hackman y con una dirección ajustadísima de Alan Parker que no deja de exponer las razones del odio y también las del perdón para componer un fresco sobre la violencia racial en un país que todavía no ha superado sus prejuicios de piel. Las cruces ardiendo clamando una venganza que no existe sobre una raza considerada inferior es un pecado cuando se presume de una democracia y de una búsqueda de la felicidad que a todos corresponde. Y si hace falta que un estado entero arda en llamas, no habría que vacilar en prender la mecha. Con camisa blanca y corbata negra. Con la certeza de que se está haciendo lo correcto a través de medios que no lo son tanto. Y esto, qué ironía, nadie lo pone en duda.

lunes, 20 de octubre de 2014

EL ESPÍRITU DE LA COLMENA (1973), de Víctor Erice

Si tenéis ganas de reíros un rato y recordar lo bien que se pasa con "La fiera de mi niña", de Howard Hawks aquí tenéis el enlace para escuchar el último programa que hicimos en "La gran evasión". Y no os olvidéis de traer la clavícula intercostal.

“Alguien a quien yo enseñaba últimamente mi colmena, el movimiento de esa rueda tan invisible como el movimiento principal de un reloj; alguien que veía a las claras la agitación innumerable de los panales, el zarandeo perpetuo, enigmático y loco de las nodrizas sobre las cunas de la anidada; los puentes y escaleras animados que forman las cereras; las espirales invasoras de la Reina; la actividad diversa e incesante de la multitud; el esfuerzo despiadado e inútil; las idas y venidas con un ardor febril; el sueño dorado de las cunas que ya acecha el trabajo de mañana; el reposo mismo de la muerte alejado de una residencia que no admite enfermos ni tullidos…Alguien que miraba esas cosas, una vez pasado el asombro, no tardó en apartar la vista en la que se veía no sé qué triste espanto,”

La colmena se mueve sacudida por una experiencia inútil y terrible, haciendo que todas las abejas se agrupen y se remuevan siguiendo los dictados de la Reina, siempre allí arriba, cómoda, segura, caliente. Los campos de Castilla se presentan como escenarios mismos de la desolación y la chispa de la rebeldía, de la no aceptación de una realidad que se adivina inevitable, surge en el fondo de la imaginación. No interesa demasiado que los obreros imaginen, tal vez, porque la imaginación es un arma para pensar. Se piensa y se desahogan pensamientos que, de otro modo, pasarían a ser un bulto más en el inmenso almacén de la frustración de un país que se muere ya lentamente. Sin libertad, sin verdad, sin esperanza. Solo el frío. Solo la muerte.
La niña indaga en sus sueños para encontrar a la criatura que hace que el miedo sea un juego de niños. No es la fantasía la que alimenta las peores visiones, sino el mismo hombre que deja huellas de sangre roja, que deja agujeros horadados en paredes blandas, que deja el desánimo enganchado a los osados que un día tuvieron ideas y hoy solo se entretienen con abejas que saltan de panal en panal, haciendo el denonado esfuerzo de no pensar en su esclavitud mientras están entregados al trabajo. El hombre se encarga de destruir cualquier imagen que vaya más allá de la realidad, al igual que la Reina. Solo se puede alimentar el orden con una vaga idea de lo que hay más allá del panal.

Víctor Erice realiza una película que arrasa el alma y que espolea la intimidad hasta llegar a manifestarse en el amigo imaginario de la infancia. La mirada es limpia y lúcida y termina por instalarse en el alma como un día de frío en medio de los campos sin arar, o en algún sitio de labranza donde el suelo ya ha quedado congelado como barro endurecido. Por allí no faltarán otros protagonistas de una época que debió quedar enterrada para siempre en alguna fosa común como el silencio, la tristeza, la espera sin esperanza, la prolongación por inercia, la imagen desnuda, el cine peligroso, la impresión en la inocencia, el arma de la curiosidad. Palabras bonitas y huecas que se tornan dardos imprevisibles si caen en el vocabulario de alguien al que no conviene más que haya abejas a las que mandar. Y pegando la oreja al raíl del tren nos daremos cuenta de que los sueños son atropellados por la locomotora del destino para dejar paso a la siempre odiosa juventud, esa misma que acaba con la infancia arrojándola a un río porque ya no tiene más flores con las que jugar.

jueves, 16 de octubre de 2014

PÁNICO EN LAS CALLES (1950), de Elia Kazan

El virus anda suelto. Es escurridizo porque se ha transmitido allí mismo donde parece que habita el Diablo. Y no se deja coger. El agotamiento aparecerá pronto como síntoma inequívoco de que lo están buscando sin descanso. Un policía escéptico se encuentra con que tiene que buscar algo que no se ve. Un médico militar sabe que lo que no se ve es aún más peligroso que lo que tenemos delante de los ojos. Y hay falsas alarmas, contagios estúpidos que solo son culpables de aparecer detrás de una mentira, incluso el médico militar no puede besar a su mujer porque ahí, en un rincón, está lo que más quiere y él es lo único que puede salvar a la ciudad del caos y de la muerte colectiva. Empieza con fiebre, como si alguien estuviera constipado, congestión, sudores excesivos, dos o tres días, la fiebre sube y la muerte aparece. Maldito marinero que bajó de un oscuro barco y se puso a jugar a las cartas con ése que lleva el virus de la violencia, del asesinato, del ejercicio del poder en las calles. El policía lo sabe y aporta toda su experiencia. El médico sabe que el virus acabará con él y también quiere evitarlo.
Al fondo, Nueva Orleáns. Casi en tinieblas. Haciendo de la noche la guarida perfecta para ese virus que se resiste a ser cazado. Las horas pasan y el médico lo dice bien a las claras. El tiempo es un elemento clave y las víctimas pueden llegar a ser millones. Hay que agarrar a ese tipo. Hay que aterrorizar al gordo que le conoce para que la enfermedad no se propague. La angustia se establece entre los callejones de una ciudad que parece insana, sucia, embalse de virus que matan con la fiebre de balas y con los síntomas iniciales de violencia brutal.

Richard Widmark convence como ese médico militar que emprende un lucha sin cuartel por agarrar al elemento vírico que se mueve como pez en el agua en las calles de Nueva Orleáns y Paul Douglas encarna al policía descreído, de vuelta de todo, que ya ha visto de todo y que, no obstante, no acaba de tener fe en que ese virus sea tan peligroso como se le ha advertido. Más peligrosos son esos individuos que pueblan los bajos fondos con sus maldades y sus vergüenzas y que tratan de eliminar a la gente con tanta celeridad como la más mortal de las enfermedades. Elia Kazan lo sabe muy bien y se aleja de su estilo habitual para llenar la película de planos generales, descriptivos de una acción bien llevada, tensa y febril, como la dolencia que se persigue, como el silencio que se escapa por entre las paredes húmedas de una ciudad que parece pasear su indignidad por sus calles. Tal vez solo sea pánico. O quizá sea el síntoma de la rendición después de comprobar que allí, en Nueva Orleáns, siempre ha habido un virus que diezma a la población con consecuencias morales irreparables.

PERDIDA (2014), de David Fincher

Es posible que cuando se encuentra a la mujer de tu vida, comience un juego de complicidades e inteligencias que delimitan el territorio en el que la pareja se va a mover. Sin embargo, la vida es siempre una ingrata y le gusta, de vez en cuando, destrozar lo que aparentemente es perfecto y entonces es cuando, sin darnos cuenta, iniciamos una bajada de peldaños hacia la vulgaridad, hacia la nada que se nos impone y en la que nos regodeamos. Y ahí es cuando un abismo se abre y solo se puede cerrar con un trauma que, en el fondo, no es más que otro fracaso de dos.

Un buen día el trauma ocurre. La desaparición tiene un doble filo que es demasiado cortante. Por un lado, el problema se esfuma. Por el otro, todo el mundo alrededor se preguntará el por qué. Y es entonces cuando empiezan las preguntas incómodas, la obligación de confesar aquello que has estado escondiendo porque, en realidad, sabes que eres un mediocre más. La prensa aparece con el sagrado derecho de información y las conclusiones precipitadas y difamatorias que suelen acompañar a unos medios trasnochados y sensacionalistas son creídas y coreadas. El mundo se descoloca porque las miradas ya no son de compasión. Son de acusación. Y así es muy difícil mantener la frialdad.
Sin embargo, la verdad está ahí mismo, solo que envuelta en un regalo. Lo que parece ideal resulta vano y hasta un punto ordinario. El plan funciona porque la gente quiere que funcione. Los equívocos se suceden porque, si se indaga en la intimidad de una persona, salen a la luz cosas de las que todos nos avergonzaríamos. No somos entes perfectos, que calculan al milímetro las reacciones ajenas y manipulan a su antojo los sentimientos y las emociones. Eso se lo dejamos a las mentes privilegiadas que saben tocar el punto débil para hacer que todos se muevan como marionetas, mueran como muñecos, hablen como cotorras y ensordezcan como paredes.
David Fincher dirige con buen pulso este aparente thriller en el que lo planeado se convierte en verdad por arte y magia de un ambiente que presiona, casi siempre, en la dirección equivocada. Para ello, cuenta con una excepcional interpretación de Rosamund Pike, la esposa aparentemente secuestrada, que oscila en sus registros con verdadera inquietud dejando al resto del reparto desnudo y dispuesto a la evidencia. Ella es el centro y razón de toda la trama que se arma alrededor de un crimen del que no hay cadáver. Ella mira y estremece, mira y enternece, mira y sobrecoge, mira y asombra, mira y excita, mira y atrapa, mira y atraviesa. Y todo eso que, bien mirado, es muy literario, resulta fundamental en esta historia de intimidades desveladas, de caras y cruces de terrible acuñación, de maldades puestas en marcha como antídotos, de miserias instaladas más allá de puertas que, en esta ocasión, se abren para dejar pasar a todo aquel que quiera dar rienda suelta al viejo oficio de criticar hasta la saciedad a personas que sufren y que, en realidad, pecan de conformistas a pesar de que intentan cambiar la situación. Quizá al público le encante criticar a cualquier incauto que parezca culpable y que así haya sido presentado en los medios de comunicación. Así es la personalidad de esa bestia que siempre está mirando y que presume de lengua larga y vehemencia comprobada. Se llama gente y tiene el defecto de ser terriblemente voluble.
Y es que más allá de lo que se exhibe ante nuestros ojos como una verdad irrefutable hay muchísimas consideraciones que pueden ser valoradas por los implicados en una desaparición extraña y compleja. Porque solo se oye la mitad de la historia. Porque, quizá, en algún momento nosotros también hayamos caído hechizados por una cara con ángel que parece el cielo bajado a una tierra llena de envidiosos maledicentes.



miércoles, 15 de octubre de 2014

ASCENSOR PARA EL CADALSO (1958), de Louis Malle

La espera es interminable cuando tú no estás, amor mío. Hemos pasado muchos ratos malos, mirando hacia nuestro interior, encontrar algún rastro de humanidad que nos librara de nuestros propios actos pero fue imposible. Tú decidiste que ibas a matar a mi marido y yo solo pude mirar la taza de café que tenía delante y perderme en la crema, intentando pasar por una burbuja más y hundirme en la oscuridad. Me dijiste que todo lo tenías planeado, que no podía fallar nada y, sin embargo, aquí me tienes, esperándote, como he hecho el resto de mi vida. No estás, no sé qué ha pasado contigo, no sé si has llevado a cabo tu plan, no sé si has tenido algún problema o, simplemente, te has horrorizado tanto de lo que has hecho que has emprendido una huida. Una huida de mí. Y el tiempo se me vuelve gris y vacío y austero y pesado. Deseo que aparezcas por esa puerta y que nos pongamos a charlar de cosas intrascendentes, como tantas veces hemos hecho, para no hacer frente a nuestros propios problemas, al hecho de que tú te habías enamorado de mí y yo de ti y que mi marido era tu jefe y que no podríamos tener nunca la felicidad completa a pesar de que la buscábamos tanto que cada vez se nos perdía más. Una trompeta, en pleno lamento, parece que suena a lo lejos y los minutos, poco a poco, se vuelven culpabilidades y derrotas. Dime algo, preséntate, no me tengas suspendida en la nada que significa esperar. El coche ya no está. Tú tampoco. Y este crimen va a terminar por ser nuestro callejón sin salida.

Estoy aquí encerrado, cariño, en el ascensor. El azar ha querido que yo lo hiciera todo bien, que planeara hasta el último detalle, que el crimen pareciera un suicidio estúpido y que nosotros tuviéramos un futuro lleno de compañía y de amor. Pero estoy aquí, encerrado en el elemento sorpresa, en lo único en lo que no llegué a pensar. El ascensor, aún estando parado, me está llevando hacia el cadalso y tú estás esperando que yo llegue y te diga y te haga y que corramos y que salgamos de este agobio que ha sido nuestra relación. Eso no es nada comparado con el agobio que siento aquí, entre estas estrechas paredes que me gritan a cada momento que estoy perdido y que me van a pillar atrancado entre dos pisos. El suelo está lleno de colillas, me estoy quedando sin tabaco, no sé cómo salir de aquí y aún parece que puedo oler la sangre de tu marido sobre mí. El tiempo ya no es color, ni siquiera es blanco y negro, es penumbra, casi ceguera. No puedo atisbar sensaciones porque no siento nada salvo que todo ha sido una broma cruel de un destino que no quiso pertenecernos. Una trompeta, en pleno lamento, parece que suena a lo lejos, como anunciando que yo voy a morir y que tú te vas a quedar sola. Y yo sé, cariño, que eso para ti es una condena peor que la cárcel. Necesitas de mis brazos y yo de tus besos y lo que nos hemos regalado es un crimen. Muerte a nuestro alrededor cuando todo debería ser luz y vida y felicidad y deseo. El maldito Malle lo hizo con esta historia nuestra y nos predestinó a la agonía para el resto de la eternidad. Tantos años han pasado ya desde que se hizo esta película y yo sigo aquí, encerrado, esperando tener una idea milagrosa que me saque de este sarcófago vertical pero soy incapaz, soy incapaz…Estoy ya tan muerto como tu marido. Estoy ya tan cansado que me he atrancado entre dos pisos para siempre.

martes, 14 de octubre de 2014

EL SIGNO DEL ZORRO (1940), de Rouben Mamoulian

Si queréis pasar un rato de pánico saludable, el debate que sostuvimos sobre "La noche de los muertos vivientes" está aquí. Asegurad las puertas y las ventanas. Los mordiscos están ahí fuera.

Una espada clavada en el techo, como esperando la mano más digna para blandir su empuñadura. Una llamada de socorro y entonces la renuncia aparece con tanta facilidad que lo correcto no es más que un desvío del propio destino. La injusticia tiene que ser detenida y, para ello, un hombre tiene que esconderse tras una máscara y luchar por su padre, por su familia, por sus hermanos, por un pueblo que se muere de hambre con la opresión de los tiranos. La zeta se multiplica n veces. Y entonces la espada, ese animal alado que, grácil y rápido, baila con el aire con aire como compañero, no se detiene ante nada. Solo parará cuando todo encaje, cuando el pueblo tenga algo para comer y el destino vuelva a un cauce que solo se desvió cuando un caballero quiso ser soldado.
Por supuesto el precio será el de pasar por un petimetre de tres al cuarto, un estúpido integral que se horroriza ante toda la miseria que le rodea, disfraz perfecto para que los guardias pasen de largo ante la encarnación del héroe. Incluso el simple gesto de secarse el sudor alrededor de la boca con un pañuelo resulta cursi, trasnochado y señal inequívoca del bobo con ganas que intenta presentarse como un caballero. La honestidad, vieja lección, no se presume, se demuestra y don Diego no sabe comportarse como un caballero, solo lo parece.
Todo resulta mucho más fácil cuando una mujer está ahí, esperando ese beso que no se olvida mientras el luchador nato se esconde detrás de un hábito, o en un rincón oscuro desde el que puede observar todo y sacar sus propias conclusiones. La primera cualidad de cualquier héroe no es la capacidad de la acción, sino la capacidad de observación. Y ese enmascarado negro parece que está en todas partes porque su mirada recorre la injusticia, el dolor y el sufrimiento de los más pobres porque su corazón, bajo la capa que ondea al viento con pliegues de épica, está con ellos a pesar de no pertenecer a la casta de los más desfavorecidos.

Personaje revisado mil veces después de que Douglas Fairbanks lo interpretara en 1920 en La marca del Zorro, de Fred Niblo, quizá la mejor interpretación del personaje la hiciera Tyrone Power en la película que le convirtió en una estrella capaz de competir con Errol Flynn allá por los cuarenta. A ello, contribuyó en gran medida la maravillosa dirección de Rouben Mamoulian, que supo dar al mítico personaje un vigor casi juvenil que lo hacía aún más cercano tanto debajo de la máscara como en su grotesca encarnación de don Diego de Vega, fino caballero de maneras irritantes que embutía su figura en pantalones que harían sonrojar al más desinhibido de los espadachines. Power consiguió que el héroe fuera las dos caras de una personalidad apasionante aunque no volvió a interpretarlo nunca y a los demás, simples sufridores de injusticias prolongadas, no nos quedó más remedio que esperar a que el Zorro, el hombre de la espada de relámpago, volviese con su verdadero rostro para arreglar todo esto de una vez con esa marca que delataba que la verdad y la justicia no había muerto para siempre.

viernes, 10 de octubre de 2014

EL QUIMÉRICO INQUILINO (1976), de Roman Polanski

París es esa ciudad de luz y de color, llena de rincones acogedores y de grandes espacios etéreos, alfombra de cielo posada en la tierra que hace soñar con solo acariciar sus calles de adoquines y sus aceras de límpida eternidad. Pero también es una ciudad de oscuros callejones que se amontonan en la mente con aviesas intenciones. En esas calles desconocidas, casi fantasmales, donde hay una tasca y unos cuantos coches, hay vecindades que pueden ser verdaderas pesadillas. Es como si Franz Kafka fuera el arrendador de un puñado de viviendas destartaladas e imprecisas, de paredes de papel y desconchones en la decoración. Más aún si antes vivió allí alguien que acabó tirándose por la ventana, una salida que solo da a un escenario para el suicidio entre ovaciones. La conspiración presentida. La razón en total aturdimiento.
Y es que, señores, este piso es una ganga. Está en un sitio razonablemente céntrico. Enfrente tiene usted un bar donde el simpatiquísimo dueño jamás tiene el paquete de tabaco que usted desea pero, eso sí, tiene un chocolatito mañanero para chuparse los dedos. A la derecha, en la entrada de la finca, tiene usted portera. Sí, es esa señora que solo está para servir a su dueño y que protesta por todo porque, al fin y al cabo, todos los que trabajan de porteros siempre están ocupadísimos y malamente pueden ocuparse de las necesidades del vecindario. No pueden estar en todo. Eso ténganlo muy claro.
Por supuesto, el piso es un tercero y no hay ascensor pero la escalera…eso es un lujo. Una escalera circular que no llega a ser de caracol, que más bien parece un ojo desquiciado si se mira en plano cenital. Toda ella alfombrada para que los pasos de los vecinos y de los visitantes queden escondidos en sus prisas y en sus zafios zapatos de suela sonante. Entre, entre, verá usted qué maravilla.

El recibidor es a la vez cocina, lavabo y salita. ¿A que no lo había visto nunca? Y usted duerme tranquilamente en el salón. El excusado no funciona pero tiene uno en el rellano de la escalera, al fondo a la derecha. Fantástico ¿eh? Y la vecindad…uy, eso sí que no tiene desperdicio. Justo debajo vive el dueño. Un señor mayor, exigente con sus inquilinos pero tolerante. Arriba, una arpía más simpática que las serpientes. Al lado, una señora algo patética con una niña con polio. Más arriba, un matrimonio que se va a dormir temprano. Eso sí, utilice usted zapatillas a partir de las diez, su vecindario se lo agradecerá y usted estará más cómodo. Mientras tanto, reúna pruebas, alucine con ese ventanuco que da a un patio en el que todos estarán pendientes de usted y, sobre todo, pruébese ese vestido que dejó la anterior inquilina. Estará de lo más favorecido y proporcionará un rato de carcajadas a todos los que compartimos escaleras y rellanos. El alquiler es muy alto y el resultado, no lo dude, será un alarido de angustia porque se reconocerá usted mismo en el dolor y eso no tiene precio. ¿Se anima a trasladarse con nosotros?

jueves, 9 de octubre de 2014

LA DESAPARICIÓN DE ELEANOR RIGBY (2014), de Ned Benson

Dante Alighieri ya decía que el que sabe de dolor, todo lo sabe. Y cuando una pareja tiene que despertar de un trauma, alguien tiene que desaparecer. Porque las personas no sufren igual, no reaccionan igual, no se enfrentan con sus propios miedos de la misma manera. Puede que alguien decida mirar hacia delante por la sencilla razón de que hacerlo hacia atrás es demasiado difícil. Puede que otro quiera evaporarse porque la vida ya no tiene razón, por mucho amor que se haya saboreado. Y lo que es peor, puede que juntos no lleguen nunca a entenderse porque es muy complicado llevar una relación que lleva el paso cambiado.

Y hay que ser conscientes de que las acciones que nosotros mismos llevamos a cabo, no nos afectan solo a nosotros sino que influyen en todas las personas que están en nuestro entorno. A través de esas decisiones extremas que llegamos a tomar la ayuda cambia, la pasión se disfraza, la compasión huye, la verdad queda, el cariño tira, la impotencia aparece y se perturba el posible equilibrio de los demás. En el fondo, tal vez, el sufrimiento es un acto demasiado egoísta. Aunque solo dure un par de segundos.
La desaparición no es solo física, sino también moral. No se sabe hasta dónde llegan los límites de uno mismo y se comienza a pasear la certeza de ser alguien difuso, sin mirar mucho más allá de los próximos minutos, al que le da igual estar aquí que allí, al que le da lo mismo querer que abandonar, al que comienzan a ahogársele los sentimientos por mucho que no se desee. La vida tira en muchas direcciones y entran y salen personajes, la experiencia de los mayores resulta ser vital, el momento de intimidad con otra persona es una catarsis y se intenta construir algo sabiendo que todavía no ha quedado derruido todo lo anterior.
La idea primigenia de esta película se basaba en la premisa de hacer dos, cada una con el punto de vista propio del hombre o la mujer de esa pareja perdida, que va sin rumbo y que necesitan encontrar una razón para seguir juntos, para seguir viviendo y para seguir en busca de un futuro. Cuando el productor Harvey Weinstein se negó en redondo a financiar dos películas con la misma historia y distinta mirada, el director Ned Benson decidió hacer una sola alternando el sentimiento de los dos y el resultado es una historia de amor aburrida, sin interés, ingenua hasta la irritación, con muchos tópicos que hemos visto una y otra vez y algunas ideas carentes de interés. En contrapartida, haciendo frente a una trama que no tiene pasión y que se centra solo en una búsqueda de equilibrio bastante discutible, está el trabajo de Jessica Chastain, espléndido, así como el de esos fantásticos secundarios que interpretan William Hurt y la maravillosa Viola Davis, ambos con todos los billetes de vuelta comprados pero con su corazón intacto.
Y es que no es fácil colocar un mapa con elipsis tan enormes que hacen que el espectador, durante un buen rato, no sepa dónde colocar sus simpatías. Tal vez porque todos hemos visto en una discoteca repleta de humo y alcohol a una amiga que bailaba con los brazos encima de la cabeza y los ojos cerrados de dolor y decepción intentando tapar con la danza lo que era evidente para todos. O porque mostrarnos a una francesa permanentemente enganchada al más exquisito vino es de una simpleza vergonzosa. O, incluso, porque se ven venir las reacciones desde la siguiente manzana del Village. Aunque quizá la respuesta la dé aquellos primeros versos de la canción de los Beatles:
"Eleanor Rigby recoge el arroz en una iglesia después de una boda,
Vive en un sueño, espera en la ventana,
Con el rostro que ella guarda en una jarra en la entrada
¿para quién?
Toda la gente solitaria ¿de dónde viene?
Toda la gente solitaria ¿a dónde pertenece?"


martes, 7 de octubre de 2014

LA DAMA DESCONOCIDA (1944), de Robert Siodmak

El asesino se mira las manos obsesivamente. Piensa que las manos son capaces de crear la mayor de las bellezas pero también el más artístico de los horrores. Las manos, iluminadas en la sombra, que son mariposas en la oscuridad buscando algo donde agarrarse, esconden la cara de la culpabilidad, ayudan a la expresión hablada, son las asas del cuerpo donde se depositan las ilusiones, los deseos, los sueños y los sentimientos. Manos blancas que delatan la inocencia, manos negras que dibujan en las arrugas de sus palmas el mismo rostro de la culpabilidad. Son esas manos, y no otras, las que han hecho que un hombre tenga el poder sobre la vida y sobre la muerte. Y además encierren a otro a la espera de las manos del verdugo. Todo es una cuestión de jugar bien con las manos.
El sombrero fugitivo que podría demostrar la inocencia del condenado parece que solo espera a la piedad de una mujer y al empeño de un policía. La suerte está echada. El condenado será ejecutado pero el policía sabe que ese hombre no ha cometido el crimen del que se le acusa. Es demasiado ingenuo para que todo lo sostenga en una coartada tan estúpida. Una mujer deprimida en un bar puede testificar que él estaba con ella en el momento del asesinato pero esa mujer no existe, no está, nadie la encuentra, nadie puede decir que la vio. Ni siquiera el lascivo batería de esa banda teatral que apoya a la estrellita brasileña de turno, orgullosa de sus tocados y endiosada por su garbo. La oscuridad se mueve y nadie puede demostrar nada.
Salvo el amor, por supuesto.

Robert Siodmak dirigió esta película con un toque maravilloso de austeridad que bordea el expresionismo, haciendo que todo lo que es realmente fundamental y que hoy sería mostrado sin ambages, ocurriera al otro lado de la cámara, es decir, fuera de campo. El asesinato no se ve, se ve la coartada. El cadáver es recogido por el equipo forense pero tampoco lo captan los ojos, solo los oídos que se prestan a escuchar el lamento del marido de la víctima. El juicio solo se puede intuir porque Siodmak no coloca la cámara en el juez, los abogados y los testigos, sino en el público que asiste a la audiencia. El batería que experimenta un éxtasis tocando su instrumento no puede enseñarnos qué es lo que le lleva a tan altas cotas de placer. El asesino decide acabar con su vida dejando solo un quebradizo rastro de cristales rotos…Todo tiene que ser reconstruido en la mente del espectador porque a Siodmak no le interesa lo evidente, le interesa lo sugerido y la reacción que provoca el hecho. Maestría impresionante mezclada con ángulos de cámara inclinados, sombras amenazadoras y un argumento ciertamente mediocre que se enriquece gracias a que hay un director que pretende ofrecer algo en cada uno de sus planos, de sus intenciones y de sus ganas. Siodmak intenso.

lunes, 6 de octubre de 2014

LA NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES (1968), de George A. Romero

Si queréis comprobar la auténtica locura que fue el debate en "La gran evasión" sobre "Alguien voló sobre el nido del cuco", lo podéis hacer aquí. Tomad un valium antes, eso sí.

El aire parece tan plomizo que pesa en el ánimo. A lo lejos, la figura de un muerto andante, caminando en un cementerio. El horror está ahí mismo y no sabemos identificarlo. Todo muere para revivir y ser peor. Quizá el más perseguido sea el más válido y siempre, en situaciones extremas, el egoísmo individual hará acto de presencia para ser al ansia del sálvese quien pueda. El trauma se queda ahí, permanentemente, como una neblina que impide ver el pánico siendo el mismo pánico el que no deja ver. Hay que sobrevivir a cualquier precio pero pensando en todos, en que esto es un accidente del miedo que se ha adentrado en el territorio más horrible del alma humana. Lo malo es que el alma es lo único que allí no está.
Las noticias llegan y nadie sabe explicar con exactitud de dónde proviene la maldición. Tal vez del espacio exterior o quizá el mismo diablo se ha hecho presente y los muertos vuelven para devorar todas nuestras impurezas. El lento caminar se cierne como una amenaza y el único deseo es salir de un gran ataúd donde están encerradas siete personas. El cielo no está porque la negrura es el mismo horizonte y el día no quiere llegar. La noche es larga pero más larga aún es la muerte. Sobre todo si solo dura unos minutos y los ojos se vuelven vidriosos y el hambre aprieta desde más allá de las tinieblas.

Paradigma de la serie B que George A. Romero supo elevar hacia el éxito mundial, esta película ofrece horror, chapuza, modestia y presente. Rodada en 1968, no dudó en modificar el guión para poner de protagonista a un hombre de color que, en todo momento, sabe lo que hay que hacer y que es el único que mantiene la cabeza fría en una orgía de canibalismo y terror que, vista hoy en día, apenas es un juego de niños. En aquel entonces, la reivindicación por los derechos civiles liderados por Martin Luther King  estaba en plena efervescencia y Romero no duda en ofrecer un final a la altura de las circunstancias en una sociedad que no duda en aniquilar al diferente sin atender a premisas de valor. Para ello, nos coloca en medio de una casa de campo que cierra todos sus agujeros para no dejar pasar a los devoradores de seres humanos sin darse cuenta de que el peligro, en el fondo, está ahí dentro, en el mismo salón de nuestras casas, haciendo del egoísmo nuestra religión y de la condición humana, una circunstancia salvaje. El resto ya es historia. Múltiples secuelas, precuelas y locuelas y, por si fuera poco, nuevas versiones actualizadas con medios mucho más avanzados que, curiosamente, no hacen sino quitar el encanto de esta primera y rompedora versión que se rodó en nueve meses, con cuatro dólares y medio y que no atiende a fallos técnicos porque abundan como muertos vivientes. La gente perdonó todo esto y, desde entonces, los zombis pueblan nuestra imaginación, viniendo cada noche a devorar lo poco que queda de nuestra alma, justo aquello que nos diferencia de los que ya no pueden volver a la vida. 

viernes, 3 de octubre de 2014

LA FÓRMULA (1980), de John G. Avildsen

Un tiro para acallar fórmulas. O un poco de drogas. O una mujer flotando en el agua. Todo eso da igual. El petróleo es el motor que mueve el mundo y el hecho de que hace mucho tiempo, un grupo de científicos desarrollara un combustible sintético no es algo que favorezca demasiado los intereses de los grandes emporios petrolíferos. Cuesta creer que un simple asesinato destape toda la trama de espionaje, de maniobras y de falacias que las auténticos modernos usureros han puesto en práctica para mantener al consumidor subyugado, obediente y dispuesto a dejarse billones y billones de dólares en las gasolineras de todo el mundo.
Es difícil dejar de luchar cuando se es un viejo policía que, además, tiene un anticuado sentido del honor. Las amistades, al final, son lo único que queda en el corazón y, cuando un amigo es abatido, hay que llegar hasta el fondo del asunto, aunque ese fondo esté repleto de nazis, de auténticas barbaridades perpetradas con el fin de perpetuar el negocio. La vida humana no vale nada pero siendo un experto sabueso al borde la jubilación, uno no se puede permitir unirse a esa banda de criminales que nos saquean los bolsillos todos los días. Lléneme el depósito, por favor, y que no falte ni una gota.
De hecho, llega a sorprender cuando uno se ve cara a cara con el que ostenta el verdadero poder. Si se piensa fríamente, no es más que un hombrecillo, que se peina de forma ridícula, pasado de peso, que habla de una forma muy extraña al hacer continuas comparaciones con el ajedrez… ¿Ese es el que controla todas las vidas? ¿El que consigue que mi coche ande? ¿El que oculta secretos que podrían facilitar las existencias de los simples mortales? Decepcionante. El tipo se preocupa del cloro de su piscina, de cuidar su estúpida planta de interior y de parecer un tipo bonachón que jamás se altera por nada. No tiene necesidad, por otra parte. Basta una llamada telefónica para que se haga todo lo que desea. Y cada llamada vale un millón de dólares. “No os enteráis de nada. Los árabes somos nosotros” y sigue desayunando una taza de sangre bien cargada.

Interesante título cuyo mayor activo reside en las interpretaciones que ponen en juego actores de sublime veteranía como George C. Scott, Marlon Brando o John Gielgud para decirnos bien a las claras que todo es una enorme tomadura de pelo por la que hay que pagar. Nadie puede estropear un negocio, sea cual sea. Y menos aún si de ese negocio depende todo lo demás. ¿Combustible sintético? Eso sería competencia desleal. Entraría en el mercado como una reina comiéndose a una torre y abarataría los precios hasta dejar el cartel en las gasolineras de “no rentable”. Más o menos como las vidas humanas cuando dejan de ser útiles. Simples chocolatinas para que la gente murmure y tendremos otros treinta años de tranquilidad y caja. 

miércoles, 1 de octubre de 2014

LA ISLA MÍNIMA (2014), de Alberto Rodríguez

Lo peor del destierro es hollar una tierra desconocida que parece cincelada por el Diablo. No hay pistas donde buscar, no hay infiernos a los que ir porque están allí mismo, donde el agua parece escaparse entre el tramposo suelo, donde la sangre no deja rastro porque se filtra hacia las profundidades, donde las aves parece que miran, acusadoras, como queriendo echar en cara las razones por las que van a batir sus alas. Allí y solo allí es donde lo siniestro parece adquirir una rara belleza. Y más bien es una corriente que, en cada uno de sus meandros, está diciendo que no te quiere merodeando, que mejor será que te vayas, que los secretos deben permanecer en silencio y que el ruido de la ciudad que traen dos policías es un engaño que tapa sus debilidades.

Uno de los policías mira hacia delante, hacia una España libre, que lucha por tener un destino y quiere poseerlo. El otro mira hacia atrás, hacia una España opresora que comienza a formar parte, a marchas forzadas, del pasado. Sin embargo, en sus rostros serios, intensos y profesionales, yace un intento de amistad y algún que otro aprecio. Será porque ambos están metidos en un lío que parece no tener respuestas. O, tal vez, sea porque uno es más joven, más impulsivo y el otro es perro viejo, curtido en mil batallas y todas ellas deshonestas. Ambos tendrán que desentrañar un misterio escrito en la pobreza, en la indignidad, en un mañana que intenta abrirse paso entre la oscuridad de unos personajes que no quieren cambiar las cosas y siempre desean aprovecharse de los mismos desfavorecidos. El sol quema en los aledaños del Guadalquivir y la lluvia cae tan fuerte que quiere tocar una melodía en los tambores de pelo de todos los que se atreven a caminar bajo ella. Y ya es hora de que todos nos ayudemos un poco más, incluso a salir de una lluvia que solo esconde a los que se quieren ocultar.
El director Alberto Rodríguez dejó atrás los nerviosismos que se levantaron como el peor defecto de Grupo 7 y se ha atrevido con una intriga de marisma donde los policías interpretados por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez resultan creíbles, directos, auténticos, con olor a cuero cansado y a tela de coche encerrada. Para ello se ayuda de una espléndida fotografía, de color adecuado e intención clara, y de unos paisajes olvidados que parecen el mismo hogar del Diablo. Allí es donde acaban por morir las intenciones y los sueños, como un laberinto de agua sin salida que parece dibujar a cada metro la soledad, la desolación, la perplejidad, la frustración vital, la nada convertida en paisaje. El resultado es una buena película, con personajes bien trazados, con misterios bien urdidos, con decepciones bien compartidas y con seguridades agobiantes que rodean a una investigación policial como juncos en un pantano. No en vano, Rodríguez toma en parte como modelo al Nicholas Ray de Muerte en los pantanos y sabe planificar con elegancia con el agua como alfombra y las solitarias luces de los coches como heridas abiertas en una oscuridad que se empeña en cerrarse y dejar al resto del mundo fuera.

Y es que es hora de dar una compensación a los que peor se sienten y dejar atrás a la misma Historia. La violencia aún es necesaria para soltar lenguas y atar cabos pero la corriente empuja hacia los adentros y el silencio y la sencillez son amarras demasiado fuertes como para partir hacia la verdad. La mentira fluye, al igual que lo hace el río y dos luces rojas en la noche son los ojos de ese Diablo que habita en las marismas, haciendo daño y destruyendo lo poco que le queda a la gente más humilde. Lo demás es especulación, ruido, mentiras dichas con medias verdades y el viento que abofetea, húmedo e insolente, al volver ahogándose en una cazuela de guisado de corzo, como unas marismas dejando correr entre sus cauces el río de salsa que indica que un día en sus trozos hubo vida. Y la vida seguirá siendo un lujo en medio de la libertad.

AL ROJO VIVO (1949), de Raoul Walsh

“¡Mira, mamá! ¡Estoy en la cima del mundo!”.
Y la cima del mundo explota porque el fuego se lanza en pos de alguien de su condición. La rabia y el odio se consumen en él, mezclados con la neurosis, con el complejo de Edipo y, sobre todo, con la traición de quien se supone que es un amigo. Cody Jarrett es un asesino, no tiene piedad, no guarda ni el más mínimo aprecio por la condición humana pero, dentro de él, hay muchos traumas, demasiados cariños sin destino, algunos engaños de una infancia que no se intuye como muy feliz. Y el traidor…el traidor…el amigo que se había ganado la confianza de la bestia y, al final, sin ningún escrúpulo, abandona toda consideración para entregar al delincuente. Malditos infiltrados, no tienen en cuenta de que los malvados también tienen sentimientos.
Y es que, incluso en el amor, no ha habido más que aprovechamiento. Un poco de sexo a cambio de un montón de caprichos. Luego, el miedo y la certeza de que, por ahí, acabará el destino. Las mujeres, salvo quien da la vida, no son más que decepciones teñidas de rubio. Un par de ojos bonitos, unos labios sugerentes y lo siguiente siempre es una petición. Quitárselas de encima es lo peor. Menos mal que mamá está ahí, siempre dispuesta a consolar, a acunar en los brazos crueles del origen más sórdido que, al fin y al cabo, es el único lugar en el que Cody se siente a gusto. Malditas mujeres, no tienen en cuenta de que los malvados necesitan llorar.
La policía anda tras él y ese tipo nuevo, Vic Pardo, que se cree muy listo, quiere trepar rápido al lado de Cody. Demuestra su lealtad y hace un par de favores y, sobre todo, maldita sea, escucha. Sabe escuchar. Y le da exactamente igual. Vic Pardo se transforma en Hank Fallon y entonces se acabaron las contemplaciones. Ya no hay tiempo para escuchar, solo para apretar el gatillo y hacer que todo vuele por los aires. La traición prospera. Cody está condenado. Y eso ocurre porque mamá no está si no, ella no hubiera dejado que un advenedizo se saliera con la suya. Malditos policías, una vez que cogen la placa ya no saben dónde se halla el verdadero amigo.

Raoul Walsh dirigió con un ritmo endiablado a James Cagney y Edmond O´Brien para contar la historia de un psicópata que tiene demasiadas heridas abiertas y que dejan entrever, allí, muy al fondo, la verdadera naturaleza del ser humano que late siempre por debajo del más horrible de los hombres. El rechazo continuo fabrica asesinos. Y Walsh no deja de mostrar sus simpatías hacia ese personaje cruel y desolador que, a la hora de morir, solo ruega por el orgullo delante de su madre. La sangre es muy fuerte dentro de ese Cody Jarrett que cobra vida bajo el rostro de Cagney con tantas enfermedades mentales que nos llegamos a preguntar hasta qué punto los demás podemos considerarnos sanos.