martes, 27 de enero de 2015

ROD TAYLOR: UN PUÑADO DE POLVO



Su rostro parecía una roca cincelada a medias, como si el escultor se hubiera cansado de tanto trabajo y hubiera abandonado premeditadamente su obra. Eso le daba a Rod Taylor un aire de héroe duro pero también tierno, de ojos profundos y colores sospechosos, de barba nunca rasurada del todo y pelo pensado al milímetro. Era un galán pero también un granuja. Era un héroe de mandíbulas apretadas y vigor suelto. Nunca fue una estrella aunque tal vez nunca necesitó serlo, pero en los años sesenta hizo un puñado de buenas películas que permanecen en la memoria de todos. Tal vez porque en él había un aire de despreocupación, de baja intensidad, de certeza de estar actuando, de verdad y mentira a partes iguales.
El primer aviso lo dio con un breve papel en la excelente Mesas separadas, de Delbert Mann mientras deambulaba de una serie a otra intentando que su rostro fuera conocido para el público. Bien es verdad que ya se había paseado en películas muy conocidas como Gigante o El árbol de la vida pero aún no había la suficiente dureza en su rostro porque el escultor aún estaba trabajando en él. Se llamaba tiempo.
El salto a la fama ocurrió con esa maravillosa película de George Pal titulada El tiempo en sus manos. Con ella, Taylor pudo viajar al futuro mientras veía al maniquí de la tienda de enfrente de su casa cambiar de ropa, de moda y hasta de aspecto. Fue el científico perfecto, capaz de expresar con su cara a medias la aventura de no salir de su casa mientras el tiempo, ese escultor, se esforzaba en cambiarlo todo a su alrededor. En ella, vimos cómo Taylor descubría la estupidez humana, siempre empeñada en enfangarse en guerras estúpidas, guerras de cobardía y mansedumbre, guerras que para él, viajero del tiempo, eran totalmente incomprensibles. El científico que incorporaba (y que, para colmo, se llamaba H. George Wells, como el autor del relato) no era más que un testigo que nacía en cada época y moría con cada estupidez. Mejor cada uno en su minuto, cada uno en su día, cada uno en su entorno.
Siguió haciendo televisión mientras le llegó la mejor oferta que jamás recibió: encarnar al abogado Mitch Brenner que pasa un fin de semana con su familia en Bodega Bay en la espectacular Los pájaros, de Hitchcock. Ahí supo dar la talla como un hombre de movimientos seguros, de serenidad nunca perdida, de pocas preguntas y mucha acción. Él protegía mientras los demás personajes se dedicaban a sufrir. Los picotazos de las aves rebeldes dolían en sus manos punteadas de sangre pero solo comete un error: deja que su hermana se lleve unos periquitos que la bella Melanie Daniels le ha regalado, mitad por coqueteo, mitad por insolencia. Así son las mujeres y los pájaros.
Fue el hombre de negocios al borde de la ruina en Hotel Internacional, compartiendo cartel con auténticas luminarias del momento como el matrimonio Elizabeth Taylor-Richard Burton, Orson Welles, la impresionante Margaret Rutherford o esa secretaria secretamente enamorada de él bajo el rostro de Maggie Smith. Ésa era una de las ventajas de Rod Taylor y era que nunca desentonaba. Es verdad que nunca estaba en cabeza pero daba textura a las historias en las que intervenía. Y lo hacía con profesionalidad.
Interpretó al piloto profesional que era capaz de hacer volar cualquier cosa que tuviera motor en la nunca suficientemente valorada Los pasos del destino, de Ralph Nelson, poniendo los dientes largos a Glenn Ford y siempre llevándose a la chica. Todas quedaban fascinadas por su tranquilidad y por su voz mientras cantaba en las peores situaciones Blue moon. Es un clásico a revisar y él está ahí, dando muy bien el tipo.
Quiso hacer de oficial nazi que intenta atormentar a James Garner en 36 horas, un cambio de registro notable que, sin embargo, no tuvo eco al ser una película ciertamente mediocre. Fue El soñador rebelde para John Ford y su sustituto, el gran director de fotografía Jack Cardiff aunque no tuvo mucha suerte. La película se resintió de que Ford no pudiera darle forma y ahí se perdió una oportunidad para que Taylor escalara posiciones de prestigio. Doris Day le quiso como compañero para dos de sus aventuras domésticas como fueron Por favor, no molesten y Una sirena sospechosa, decisiones poco afortunadas que le relegaron a un actor sin trascendencia por mucho que su siguiente película es una de esos títulos notables que quedaron en el olvido: Intriga en el Gran Hotel, de Richard Quine, título que dio origen años después a la serie Hotel con James Brolin y Connie Selleca. Aquí, Rod Taylor dio la impresión de ser el único y auténtico Peter McDermott, gerente del St. Gregory Hotel de New Orleáns, colmena de intrigas, dimes y diretes, movimientos inocentes y oscuros y mosaico de todas las pasiones humanas. La película tiene una estupenda dirección y Taylor, con su tranquilidad a cuestas, transmite esa impresión de saber en todo momento lo que está haciendo, sin alterarse, llevando adelante un establecimiento al que ya nadie va porque se ha quedado perdido en algún lugar de la memoria.
Después de probar fortuna en el terreno del western en la aceptable aunque corta Chuka, de Gordon Douglas, Rod Taylor hace otra de esas películas no demasiado conocidas pero que, además de ser un notable espectáculo de acción, resulta también una especie de despedida del actor que tan buenos recuerdos trae de la década de los sesenta. El último tren a Kananga, de Jack Cardiff, una estupenda película sobre mercenarios en África que Taylor domina de principio a fin acompañado de Jim Brown. Una trepidante historia que te sumerge en las cloacas de la agitación política en el tercer mundo en medio de guerras y de una improbable caza de un botín en diamantes. Excelente despedida para un actor que ya nunca pudo remontar el vuelo.
El resto fueron mediocridades como el intento con Antonioni de Zabriskie Point, la rutinaria Más oscuro que el ámbar, dos intentos de triunfar en televisión con serie propia como Dos contra el mundo, al lado de Fernando Lamas y La caravana de Oregón, un papel secundario haciendo sombra al mítico John Wayne en Ladrones de trenes, una tonta visita al cine español de la mano de Miguel Hermoso con Marbella, un golpe de cinco estrellas que navegó vacilante entre el trazo grueso y el robo fino y, por supuesto, su última aparición en pantalla, casi irreconocible, como Winston Churchill bajo la dirección de Quentin Tarantino en la excelente Malditos bastardos.

Poco a poco, el rostro fue adquiriendo peso y perdió expresión, además de juventud. Ya no tenía la mirada tierna y el gesto hosco. Eso sí, no consiguió nunca borrar de su mejilla un puñado de polvo que parecía adherirse con facilidad en medio de sus aventuras. No fue un gran actor pero fue un actor que supo introducirse en la memoria de muchos espectadores. No fue un gran actor pero sí que fue un hombre para recordar luchando contra pájaros, contra las tribulaciones de todos los clientes de un gran hotel o contra los intereses creados de las grandes potencias en el continente negro. Y siempre nos quedará su mirada, tierna, algo somnolienta, despreocupada, segura, cine…

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