viernes, 27 de febrero de 2015

EL DESTINO DE JÚPITER (2015), de Andy y Lana (Larry) Wachowski

No sería de extrañar que algún día nos quedáramos anonadados al comprobar que la reina más fulgurante que podamos imaginar se dedica realmente a limpiar baños. Es lo que tiene el destino cósmico, que te puede reservar cualquier sorpresa. Lo cierto es que si alguien quiere que ese destino se cumpla y además mezcla el asunto con una cuestión de herencias para repartirse el universo y con que nuestra alma humana se embotella en carísimo perfume de la juventud, estaremos ante un par de cineastas que, con toda probabilidad, han fumado un poco más de lo normal.
Y es una pena porque los hermanos Wachowski habían dado en todo el blanco con esa historia extrañamente hermosa que fue El atlas de las nubes y aquí se limitan a describir una aventura más, repleta de efectos visuales y explosiones gigantescas razonablemente sazonadas de conversaciones intrascendentes, charlas jeroglíficas y desviaciones poco oportunas. Aún habría que atreverse a afirmar que con la consabida cámara lenta y algún que otro abrigo largo que se les escapa a los ínclitos hermanos estamos mucho más cerca del universo de Matrix que de cualquier otra cosa.
No deja de ser cierto, por otra parte, que los Wachowski proponen una fábula que mezcla con algún atractivo el misticismo, la existencia de Dios, la burocracia propia de Terry Gilliam en Brazil (de hecho Gilliam sale en la película pero tendrán que adivinar quién es), un toque de Shakespeare y un buen desfile de criaturas que van desde un atractivo guerrero que es mitad hombre y mitad lobo hasta unos lagartos bastante innecesarios que podrían haber sido perfectamente unas personas muy feas y la historia no hubiera cambiado lo más mínimo.
Eso sí, los Wachowski saben rodearse de gente buena y ahí tenemos a Eddie Redmayne haciendo de un malo celestial, a Mila Kunis muy atractiva, a Channing Tatum que vuelve a sorprender pareciéndose a un actor, a Sean Bean, como siempre desaprovechado, y a unos personajes que aparecen y luego desaparecen sin saber muy bien por qué después de tanta jerga universalmente ininteligible. Debe de ser porque destruir el cielo no deja de convertirse en una tarea complicada y hay que explicarlo todo muy enrevesadamente para que el público lo entienda.
Y es que basta con mirar las estrellas para darnos cuenta de que no estamos solos. Allí donde hay una, hay un sistema solar con sus planetas propios que encierran tantos misterios como kilómetros nos separan. Quizá unos habitantes de esos planetas son los que vinieron aquí y exterminaron a los dinosaurios. O tal vez haya que hacer un gel con nuestra alma para que unos seres obsesionados con la belleza consigan rejuvenecer con la esencia de lo que fuimos. Da igual. Los Wachowski ni siquiera se molestan en explicar demasiado lo que no se entiende. En esta ocasión solo les ha interesado lo visual, lo místico y lo humano. Y llegan a cansar en los tres aspectos.


jueves, 26 de febrero de 2015

LA MUJER DE NEGRO 2: EL ÁNGEL DE LA MUERTE (2015), de Tom Harper

En las frías marismas de un rincón apartado de Inglaterra vaga un espíritu que aún tiene que ajustar cuentas con su pasado. Puede que sea uno de nosotros porque todos tenemos que saldar esa deuda. Hicimos algo que no debimos. Propiciamos la mala suerte de alguien. Conspiramos para que una vida se acabase antes de tiempo porque no fuimos lo suficientemente valientes, o lo suficientemente sinceros, o lo suficientemente honestos. Y en esas marismas de nuestros pensamientos es donde surgen los espíritus que nos acosan y que se niegan tercamente a abandonarnos.
No hay demasiados consuelos para nuestros errores. Nada ni nadie hará que no existan y en las largas y frías noches vendrán a visitarnos esos mismos errores para recordarnos que no somos tan buenos como pensamos, que dimos la espalda a lo correcto, que no luchamos lo bastante. Y eso es lo que nos pierde. Eso, precisamente, es lo que nos hace tener miedo porque si hemos fallado una vez, podemos hacerlo otra. Y otra. Y otra. Somos seres inseguros que pagamos con intereses cada paso en falso que hemos dado y, muy a menudo, cuando nos miramos en el espejo vemos en él un rostro que no nos pertenece porque hemos corrompido toda la inocencia que podíamos guardar.
Ni siquiera podrá salvarnos el amor porque siempre pierde cuando se enfrenta a la muerte. En las situaciones más desesperadas, esos fantasmas persistentes también se presentarán para ayudar al caos del espíritu, para hundirnos cada vez más en el pozo de los terrores que significan todas nuestras actitudes. La marea crece en las marismas y, a menudo, cuando estamos solos, cuando nadie comparte nuestras inquietudes, sentimos que nos ahogamos, víctimas de una decisión que no debimos tomar.
Con esta película, estamos muy lejos de aquella La mujer de negro que James Watkins dirigió con cierta eficacia con Daniel Radcliffe de protagonista. Donde allí había un uso hábil de la mecánica del pánico, aquí hay una sucesión de sustos previsibles, mal administrados, peor ejecutados, sin orden y sin concierto. El cine de terror tiene que tener una lógica para asustar y en la primera parte de esta historia, la había. Ahora estamos ante una premisa que, en principio, parece interesante pero que resulta débil en todo momento, con un diseño de personajes muy esquemático. Tanto es así que los protagonistas cambian de opinión de un momento a otro sin transición ninguna, perdiendo su misterio, extraviando su intriga, olvidando su posibilidad y faltando a la tensión.
No habría que olvidar que, en cambio, es una película que está muy bien ambientada en la época de la Segunda Guerra Mundial, que posee un diseño de producción muy convincente y que el escenario de esa casa aislada porque la marea cubre la carretera será siempre estremecedor pero no es suficiente como para hacer que la historia vuelva a impresionar como lo hizo Watkins adaptando la historia de Susan Hill con sentido del ritmo e, incluso consiguiendo escalofríos juntando con precisión un buen puñado de tópicos que, a pesar de los pesares, siguen funcionando con eficacia. Y es que no siempre lo que es terrible causa terror pero una película mala siempre hace que salgas despavorido del cine.    


miércoles, 25 de febrero de 2015

YAKUZA (1974), de Sidney Pollack

El honor no es algo que se quite y se ponga como una gabardina. Es algo que es difícil de llevar porque es lo que da la exacta medida de un hombre. El pasado siempre está reñido con el honor. Un favor a un viejo amigo. Una deuda pendiente. Una ofensa que sabe a humillación…Tal vez, el pago de la deuda viene de alguien que se considera un enemigo. Y en medio, la mafia japonesa, dispuesta a llevar hasta el final el saldo. Es una contabilidad de muertos que derraman su sangre con lentitud, con parsimonia oriental, con la mirada fija en los mismos ojos del horror.
El amor de verdad es algo que se queda ahí, latente, dormido por mucho tiempo que transcurra. Otra vez el pasado que sale al encuentro con la fuerza de unos sentimientos que costaron mucho dominar. Las gotas de sangre gotean por la espada del samurai. Los disparos resuenan como golpes del destino. Hay demasiado dolor agrupado en un solo hombre. Hay demasiadas deudas que no se pueden pagar porque permanecen en silencio. Y dos hombres dan su medida pagando con su propia carne en el mejor de los gestos, en el más inútil, en el más terrible.
Robert Mitchum aporta un rostro cansado, de vuelta de todo. Es el rostro de un hombre que ya hace mucho tiempo que perdió todo. Perdió su amor. Perdió su razón de vivir. Desde entonces, lo único que ha hecho ha sido deambular por el mundo, hacer favores a viejos amigos, trabajar de detective privado en un tiempo en el que ya no quiere ser protagonista. Lo fue para una mujer pero aquello tuvo que acabar porque no había futuro. Ella lo tuvo pero él no y fue un precio que pagó con gusto porque el amor impone sacrificios aunque siempre se vuelva a él. Ken Takakura posee un rostro que oscila entra la ira y la vergüenza. La ira que proporciona el deseo de haber sido mejor. La vergüenza que no se borra porque no estuvo allí donde se le necesitaba en el momento adecuado. Y ahora es el momento de pagar su deuda de honor. La ofensa tiene que ser lavada, la humillación debe ser entregada al olvido. Solo la verdad podrá hacer todo eso. Y el honor pide sangre.

Sidney Pollack dirigió la que, tal vez, es la película que mejor habla sobre el honor nipón y su particular manera de entenderlo. No es fácil narrar en menos de dos horas el ambiente que rodea a la mafia japonesa con un código de honor rígido e impío pero Pollack lo consigue porque no se entretiene por el camino. Cuenta el amor que aún perdura, cuenta la amistad que, demasiado a menudo, cae hecha añicos. Cuenta la obligación que tienen los hombres de saldar las deudas con otros hombres de verdad. Cuenta el dolor que subyace en esos tipos duros que han vivido al borde del peligro y, finalmente, se tienen que enfrentar a él. Es una búsqueda de la verdad que late en el interior de cada uno, desempolvando la rabia de los rincones y sintiendo cómo el filo de espada recorre la espalda de un dragón que solo tiene que despertar cuando otros lo necesitan.

martes, 24 de febrero de 2015

LA CAZA DEL OCTUBRE ROJO (1990), de John McTiernan

No te fíes nunca de un ruso, seguro que sus intenciones son otras. Es fácil de decir. Y, sin embargo, Jack Ryan sabe leer en la mente de un comandante que quiere pasarse al otro lado en plena Guerra Fría. Es un hombre de temple, que sugerirá la posibilidad tan solo si sabe que, en el bando contrario, hay alguien que le pueda entender. Y además hay toneladas de agua de por medio. Un arma mortífera, capaz de burlar a los más sofisticados radares tiene que servir para mantener el equilibrio en el mar. Lo demás es solo política. Se necesita analista. Razón: fondo del mar.
Para ello el Comandante Marko Ramius debe tener a una serie de oficiales que estén de su lado. El plan es arriesgado y comprometedor porque el más mínimo movimiento en falso significa un torpedo en las nalgas. El capitán del U.S.S. Dallas lo sabe bien y tiene la certeza de que en cuanto a ese ruso se le ocurra hacer una maniobra sospechosa no le va a dar tiempo ni a toser. Pronto, los rusos movilizan a toda su flota para dar caza al desertor pero no dudan en decir a los Estados Unidos que ese tipo quiere lanzar un misil nuclear a pocos kilómetros de la costa estadounidense. Se desata la jauría. Los americanos están de sobreaviso, en alerta permanente. No, no te fíes nunca de un ruso, te lo hará pagar caro.
Jack Ryan, en cambio, es un tipo que sabe leer entre líneas. No es lógico que un hombre como Ramius quiera desatar un ataque unilateral contra los Estados Unidos. Él es cabal, es un marino de pura cepa, con un alto concepto del honor, con la caballerosidad que solo tienen algunos oficiales. El hombre es Ryan y se debe lanzar desde un helicóptero a un mar casi helado para evitar una catástrofe.

Maravillosa película de acción, llevada con inteligencia, donde se ponen en juego las tácticas navales con asombrosa claridad, con un John McTiernan en estado de gracia que supo mover las piezas del tablero con sabiduría y dirigir a un Sean Connery que atrae y que consigue ese rostro de confianza que solo los que saben hacer bien su trabajo llegan a tener. Detrás de él, toda una serie de actores que dan una textura densamente acuática a la película como Alec Baldwin, quizá el mejor Jack Ryan que haya dado el cine, Scott Glenn, Richard Jordan, Stellan Skarsgard, Fred Dalton Thompson, Sam Neill, James Earl Jones, Joss Ackland, Tim Curry, Peter Firth y Jeffrey Jones. Todo un reparto para encerrarse entre las paredes redondeadas de un submarino y entablar una partida de ajedrez de movimientos llenos de astucia, de intenciones interpretadas con una delgada posibilidad, de maniobras loco Iván, de planos de abismos marítimos, de una lucha continua que lleva a la nave rusa a navegar entre dos enemigos, a torpedos sin rumbo que buscan desesperadamente un blanco, al ridículo diplomático que conlleva no querer decir la verdad en ningún caso, al deseo desesperado de una libertad en equilibrio porque, en algún lugar, siempre hay un lago en calma que recuerda los días de la infancia.

viernes, 20 de febrero de 2015

EL OSCAR ECHA A VOLAR



Dicen los más entendidos en esto del cine que ganar un Oscar es como echarse a volar. El mundo alrededor se desvanece, se aleja y se pierde y los actores, actrices, directores y productores que se llevan la estatuilla a casa van en volandas, como si hubiesen adelgazado unos cuantos kilos en una sola noche de parranda, con sus elegantes vestidos y sus vanidades a punto. El próximo día 22 de febrero hay una nueva entrega y los más numerosos, es decir, los perdedores, tendrán que volver a su mansión en taxi.

Así pues podríamos echar un vistazo a la categoría de Mejor Película Extranjera. Nuestro corazón español nos lleva a estar al lado de Damián Szifrón y su Relatos salvajes, divertida e inteligente antología de fábulas sobre la ira que se esconde en cualquier ser humano. Tiene opciones pero ahí está la polaca Ida, de Pawel Pawlikowski, la historia de una novicia que, justo antes de tomar los votos de monja católica, quiere indagar sobre sus padres judíos que la abandonaron en un convento nada más nacer ante la cercanía de la barbarie nazi. Está rodada en un esplendoroso blanco y negro, con un ritmo y una cadencia bastante lentos pero narrada con cuidado y además tiene una gran baza a favor.y es que Polonia nunca ha ganado un Oscar a pesar de que grandes gurús del cine polaco se han quedado a las puertas como Andrzej Wajda, Roman Polanski, Jerzy Kawalerowicz o Agnieszka Holland.
Como mejor director, me temo que la Academia se va a echar en los brazos de Richard Linklater por la paciencia que derrochó a lo largo de doce años para rodar esa cosa insulsa y sin gracia que se llama Boyhood pero si la justicia desplegara sus alas infinitas el premio debería recaer en Alejandro González Iñárritu por la discutida y discutible Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) por varias razones. La primera es la excelente dirección de actores de todo el reparto frente a la improvisación recurrente en el cine de Linklater con un puñado de interpretaciones grises como las plumas de una paloma zurita. En segundo lugar, por el despliegue técnico de Iñárritu que no solo es impresionante, sino que en ningún momento llega a chirriar. Y en tercer lugar porque la historia es bastante más interesante, más apasionante y más certera que la de Linklater. Ahora bien, no faltarán los que defiendan a morir a Boyhood más que nada porque el postureo de la independencia coloca a los entendidos en otro status más molón.
En cuanto al mejor actor secundario el premio está muy decantado justamente hacia J.K. Simmons por el papel de maestro tiránico y psicópata de Whiplash, toda una disección sobre el sacrificio del virtuosismo musical. Simmons consigue hacer que la película, más que una historia de aprendizaje, se sitúe en los márgenes del thriller y todo esté bajo la sombra de ese inmenso cuervo que exige más y más por razones que solo el que haya ido a ver la película podrá entender. Será el ganador.
En cuanto a mejor actriz secundaria pondremos nuestras cartas, ahí sí, al lado de Patricia Arquette por Boyhood por esa sufrida interpretación de una madre que tiende hacia la inestabilidad familiar que, por otra parte, no influye en absoluto en el chaval protagonista de la película. A través de los doce años que el director Richard Linklater tuvo que esperar vemos a Arquette envejecer ante nuestros ojos y pasar de una mujer irremediablemente atractiva a una cincuentona pasada de kilos, arrugada por el tiempo y castigada por los errores. El trabajo es meritorio y que la película no sea maravillosa no quita su reconocimiento. También será ganadora con casi todas las papeletas en el bolsillo.
La categoría de mejor actor será de las más competidas porque hay dos claros dominadores: Uno es Michael Keaton en la piel de ese actor inseguro que quiere su ración de prestigio en el hostil mundo teatral de Birdman. El otro será Eddie Redmayne, réplica perfecta del científico Stephen Hawking en La teoría del todo. Ambos serían justos ganadores pero me inclino a pensar que el que irá volando a casa será el propietario de las alas, es decir, Michael Keaton. Aparte de su soberbio trabajo hay dos razones más que apoyan la apuesta. Es un actor veterano, de cierta solvencia, al que no le quedan muchas más oportunidades para obtener el reconocimiento de la Academia. La otra es justo la contraria: Redmayne es un actor joven, con un largo recorrido por delante y con un talento excepcional que le coloca entre los mejores de su generación. Físicamente su encarnación del brillante científico condenado por la esclerosis lateral amiotrófica fue una auténtica tortura y tal vez la Academia lo valore pero Keaton tiene las garras dispuestas para llevarse al calvo de oro hasta la repisa de su chimenea.
Como mejor actriz, la cosa va a estar muy clara. Julianne Moore va a ganar de calle por su papel de enferma de Alzheimer en Siempre Alice. Sin ser una película estupenda, ha sido una actriz que siempre ha dado lo mejor y ya es hora de que le llegue su agradecimiento. Esta va a ser su última oportunidad y lo hace francamente bien. Julianne Moore es la chica que, cuando te mira, sientes que eres capaz de volar.
Por último, llegamos a la categoría de mejor película con tres títulos luchando por hacerse un hueco en una lista para la historia. Una es, desde luego, Birdman, de Alejandro González Iñárritu. Otra es, por supuesto, Boyhood, del ínclito Richard Linklater. La tercera y más tapada es El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson, una película que podría dar la sorpresa a pesar de que no está nominada en las categorías principales. En todo caso, yo me inclinaría por Birdman, más que nada porque, amiguismos aparte, es la mejor película del año. Decir lo contrario no sería justo. Por mucho que duela a los amantes del “soy diferente porque yo lo valgo”.
Llegó la hora de mirar hacia el cielo y ver quién planea mejor sobre las corrientes artísticas, comerciales e industriales de Hollywood. En cualquier caso, no se preocupen si no gana la que ustedes prefieren, este día hay que tomarlo como la fiesta de San Cine y nada más. El resto es pura vanidad. Como un pájaro que vuela, altivo y arrogante, sobre las cabezas de millones de mortales. 

jueves, 19 de febrero de 2015

EL FRANCOTIRADOR (2014), de Clint Eastwood

Por la mirilla todo se ve prescindible. Solo hace falta realizar una especie de acto reflejo con el dedo índice apoyado en el gatillo, escuchar el estampido y ver cómo los cuerpos caen. A cada disparo, la mente queda un poco más herida, por mucho que se piense que esa bala ha salvado la vida de unos cuantos compañeros. Los músculos se destensan con la respiración pausada. Se trata de matar sin que los nervios puedan desviar el tiro. Se trata de ser un pedazo de roca lo suficientemente dura como para que todos se sientan seguros a través de la mirilla.

La culata tiene que estar bien pegada al hombro, los ojos se obligan a estar atentos, muy pendiente de todo lo que se mueve, la posición debe ser cómoda y relajada. Los dientes se aprietan pero luego la boca tiene que liberarse. La mirilla es la verdad. El asesinato se perpetra, por mucho que sean enemigos que intentan defender lo que ellos creen que es justo. Eso, en el fondo, no tiene mucha importancia. Lo único que es importante es tratar de hacer que los que comparten día contigo vean otro amanecer y luchar por lo que te han dicho que es la libertad más supuesta. La guerra nunca es libertad. La guerra es muerte y no hay nada de heroico en ella.
El regreso es aún peor porque no se quiere que nada del entorno se vea salpicado de la sangre que se ha probado allí donde el desierto nunca termina. La vida es cómoda en casa. Los niños saltan alrededor del calor de un padre y ninguna emoción puede salir a la luz. En el fondo, es como mirar por una mirilla sin cañón a todo lo que realmente se ama. Todo debe quedar ahí dentro, sin decirse. Porque si no se dice, no se hará realidad en las vidas ajenas. Pero todo eso se va terminando. A cada viaje al frente, se vuelve más destrozado. Hay instantes en los que uno se llega a preguntar si el hecho de volver a casa no hace que mueran más compañeros. El corazón se va apagando poco a poco porque ha habido que disparar a niños, a mujeres…sin piedad…y cuando uno se acostumbre a no tener piedad, se olvida de ponérsela cuando está con los suyos.
Clint Eastwood vuelve a sorprender con una película que no es redonda pero que, sin duda, alcanza niveles muy altos. Para ello, en esta ocasión, tiene la entrega de Bradley Cooper, absolutamente creíble en ese papel de soldado que realmente cree en lo que hace pero que llega a confundir sus propios sentimientos con la realidad de una guerra que le está agotando por dentro. Solo el altruismo puede salvar el derribo mental aunque el destino tenga preparada una última bala. Y Cooper pasa por todos los estados de ánimo siempre reprimidos en una interpretación de mérito al tener que jugar en todo momento con las armas de la contención y del autodominio. Por lo demás, todo es una minuciosa reconstrucción de un estado de ánimo, de un modo de pensar que nos puede resultar algo ajeno porque el concepto “patria” no existe en España. Lo único cierto es que en una guerra muere gente y también muchos la sufren, y no solo los perdedores.

Y es que conservarse vivo no es la única obligación de aquel que está en el frente. También lo es volver con las ideas claras, sin haberse contaminado de toda la crueldad, de toda la sensación de peligro, de todas las cosas horribles que se tienen que vivir en primera línea. Para ello no es suficiente con proponérselo. Hay que ser fuerte desde el primer momento, no llamándose a engaño, sabiendo lo que se va a encontrar por esas calles y esas guerras que se hacen por traición y en la que al enemigo no le importa morir. Más que nada porque se puede tener la idea de que la vida vale muy poco y que un perro jugando puede ser una amenaza. Eastwood pasa de puntillas por esa idea pero él siempre ha hecho un cine de trazos y esbozos, dejando que el público ponga lo que él no ha contado. Sabe que sabemos. Y eso le coloca allí arriba, en el sitio donde solo los grandes directores que han considerado al público inteligente pueden estar. Con dos líneas finas diciendo de dónde vienen y hasta dónde pueden llegar sus personajes. 

martes, 17 de febrero de 2015

LA SEÑAL (2014), de William Eubank

El paso de la adolescencia a la madurez es algo duro de asumir. Tal vez porque, poco a poco, el niño se va dando cuenta de que tiene que tomar decisiones y en cada una de ellas afecta la vida de los que le han estado acompañando hasta ese instante. O puede que la vida se haya encargado de poner un par de pruebas que cambian su concepción de la existencia. Un viaje es el principio del camino. El más grande de los viajes es el último de los descubrimientos.
La normalidad se altera porque, de repente, el mundo se llena de exigencias y el niño tiene que volver a aprender a caminar, a desenvolverse, a hacer cosas con sus manos que ignoraba que podía hacerlas. El amor se revela como algo doloroso en cada separación y solo queda el consuelo de saber que la inteligencia es algo que no podrá ser arrebatado en ese trascendental tránsito. De repente, todo cambia. Y es cuando se mira a un adulto y no se comprende qué intención hay cuando antes era tan fácil de adivinar.
Y es que el problema no es tanto que uno de los tuyos trate de observarte y ayudarte sino que los mismos adultos, esos extraterrestres, intenten observar la evolución de una inteligencia cuando se la dota de complementos físicos excepcionales. Tal vez volver a tener un par de piernas sea algo que merezca más la pena que resolver la más complicada ecuación matemática. Pero aún mejor es que esas piernas nuevas sean utilizadas con la precisión de la más complicada ecuación matemática.
Interesante parábola sobre el crecimiento disfrazada de cuento de ciencia ficción que nos lleva por el misterio de la vida replicada, de las segundas oportunidades, de la extrañeza de la competitividad diaria. Hay momentos de cierta intriga que consiguen ser una drogadicción para seguir adelante con esta historia. En cambio, en otros, se ha caído en algo fácil, sin demasiado sentido, dejando al interrogante una innecesaria prolongación pero, en conjunto, el director William Eubank consigue secuestrar nuestro pensamiento hasta tal punto que la sensación del espectador cuando sale del cine es que no sabe muy bien hacia dónde se ha dirigido la película y la solución está mucho más cerca de lo que nadie piensa. Basta con mirar con atención y darse cuenta de que los experimentos no han funcionado porque la inteligencia es la auténtica arma del ser humano y, en muchas ocasiones, nos hemos negado a utilizarla prefiriendo el disfraz de la resistencia. Y eso, en realidad, no es más que debilidad. Uno de esos defectos casi intrínsecos del hombre que es despreciado por cualquier observador de cierta perspicacia. Aunque ese observador sea un adulto ya abducido por un mundo tecnológico que no tiene demasiada consideración por el roce de unos con otros. A eso nos han condenado las máquinas, a ser meros instrumentos de una competición que solo alimenta de manera muy peligrosa nuestra propia vanidad. Y lo peor es que nos estamos perdiendo el apasionante desarrollo de nuestros pensamientos y de nuestra propia personalidad. 


OCHO Y MEDIO (1963), de Federico Fellini

La semana pasada se me olvidó incluir en el blog el debate que sostuvimos en "La gran evasión" sobre "Solas" con la invitación muy especial que hicimos a Carlos Álvarez-Nóvoa para que nos hablara de la película. Si aún queréis escuchar todo lo que dijimos podéis hacerlo aquí. Así mismo estuvimos el martes pasado hablando sobre "La mujer del cuadro", de Fritz Lang, todo un rato de ensoñación que también podéis escuchar si os apetece aquí. Hoy hablaremos sobre esta magnífica película sobre la angustia de la creación de Federico Fellini.

La vida es un guión que no tiene ningún sentido. Por la imaginación real pueden pasar mujeres alocadas, mujeres locas, mujeres pocas y mujeres ocas. Da igual. A todas hay que mantenerlas a raya con un látigo o si no te devoran cual fieras en la pista central de un circo. Es fácil tomar una copa en una terraza soleada y quedarse ensimismado pensando en que esa chica que está un par de mesas más allá tiene una historia de amor contigo. Apasionada y falsamente. Y es que, a veces, el cine es más real que la propia realidad. Una realidad que golpea con preguntas inútiles, que arrastra hacia el nerviosismo más diletante, que inutiliza al que se atreve a vivir. La fantasía es más placentera, es moldeable, es un refugio pero también tiene algo con lo que aprendes y vives. Es la magia que parece que se esconde entre las sucias casas grises que esperan siempre el regreso del trabajo. Sí, ese trabajo que parece también algo extraordinario cuando, en muchas ocasiones, es tan aburrido que dan ganas de tirarse por el balcón. La luz, amigo, la claridad. Sí, es eso que esquiva la mirada y el pensamiento cada dos por tres. O cada ocho y medio.
Y es que incluso los momentos de solaz están extraídos de una mente corrupta que lucha por acabar con esos instantes con la mayor celeridad. No basta con coger elementos reales para hacer una película, hay que coger lo mejor de las ensoñaciones para dar a todo un aire caótico y ciertamente coherente. La copa quema en el interior y siempre viene el pelmazo de turno a sacar a la persona del momento. Cuánta estupidez. Cuánta nadería. Lo importante de la vida es la vida misma y no cómo ganárnosla sin reparar en los minutos que pasan por el corazón y por el sentimiento aunque se puede aceptar que esos sentimientos estén tan vacíos como una cámara que va grabando mecánicamente todo cuanto pasa por delante de ella. En el fondo, la mente es el circo donde se recrean las más fabulosas atracciones, donde está el verdadero espectáculo. Lo otro no es más que una pobre sesión continua llena de chapuzas en la que el director es un auténtico lerdo con ínfulas. La peor clase de lerdo que hay.

Federico Fellini llenó sus fantasías de comedia y puso a Marcello Mastroianni para llevar adelante sus inquietudes en esta película que, quizá, sea la mejor de toda su filmografía. En todo caso, eso no es más que una frase que, probablemente, no haga sino atormentar al gran director italiano mientras se encierra, una vez más, en su delirante imaginación en la que la mujer ejerce de crítica feroz de su forma de vivir, aún peor que esos falsos intelectuales que se dedican a juzgar sus películas. Y es que el circo no debe parar. Al fin y al cabo, solo quedan ocho y medio para acabar la función. Algo más que un número perfecto. Quizá una oronda mujer sentada esperando a que la extraviada fracción vuelva de su paseo por las nubes.

viernes, 13 de febrero de 2015

SELMA (2014), de Ava DuVernay

“Que suene la libertad y que, cuando esto ocurra y permitamos que la libertad suene, cuando la dejemos sonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podamos acelerar la llegada de aquel día en el que todos los hijos de Dios, blancos y negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos sean capaces de juntar las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual negro: ¡Libres al fin! ¡Libres al fin! ¡Gracias Dios Todopoderoso! ¡Somos libres al fin!”
Cuando Martin Luther King fue asesinado, su esposa Coretta grabó la siguiente inscripción en su lápida:

“Al fin eres libre”

Y es que el camino de la libertad es un sendero difícil y quebradizo porque sin libertad, no hay derechos y sin derechos no se satisfacen las necesidades más básicas. Se podrá alimentar al pueblo de migajas y de promesas pero eso no son más que engaños del poder político que trata de contentar a los que verdaderamente tienen el poder. El mayor acto de libertad es el que empieza cuando un hombre es capaz de ponerse de pie y sin ningún uso de violencia se atreve a decir “No”. Lo demás es solo entrar en el juego, ser uno más de una multitud sedienta de venganza, convertirse en el enemigo y eso deslegitima, desacredita, desilusiona y quita la razón a quien, de por sí, la tiene.
Y cuando es tan evidente que los de siempre, los que intentan imponer la razón por la fuerza (lo cual hace que su idea sea extremadamente débil), son solo opresores de la libertad porque no les gusta que la gente piense y sea y se levante y diga “No” entonces es cuando hay que mantener la verdad a salvo porque, sin ella, no puede haber rebelión. Todas las rebeliones, más tarde o más temprano, han terminado corrompiéndose porque, al fin y al cabo, no han hecho más que repetir el mismo sistema con algunas variaciones. La gente es lo primero, es la que tiene derecho a decidir, es la que habla a través de las urnas, es la que expresa sus protestas pero respetando en todo momento la paz…sí, en todo momento, incluso cuando las porras vuelan y se quiebran huesos, incluso cuando las armas salen a relucir y un disparo acaba con la vida de alguien porque si empleamos la fuerza contra la fuerza…estamos asesinando la libertad y también nuestro derecho a ser demócratas.
Martin Luther King luchó con insistencia por los derechos de la gente de color en Estados Unidos. Lo hizo con rabia y con serenidad, tratando de contener la furia natural que brota en el ser humano cuando la injusticia rompe las costillas y pisotea los derechos. Y siempre tuvo razón. Y esta película, aún con sus defectos, habla sobre esa resistencia, sobre esa capacidad de negociación porque todos, blancos y negros, eran ciudadanos del mismo país. Y el gobierno debe legislar para todos y no solo para unos pocos. No importa que se cambie de signo. Esa máxima debe imperar en cualquier gobierno que sea democráticamente elegido. Porque no son un puñado de jefes sobre millones de personas sino que son un puñado de empleados bajo el mandato de millones de jefes.
Emocionante a ratos, necesaria en la mayoría, valiente en el retrato aunque ligeramente hagiográfica e irregular en algunos instantes, Selma contiene una excelente interpretación de David Oyelowo como el hombre que fue Premio Nobel de la Paz pero también de Tom Wilkinson en la más ajustada encarnación que se ha hecho nunca en el cine del Presidente Lyndon B. Johnson y de Tim Roth, a pesar de lo breve de su aparición, como el más que discutible Gobernador de Alabama George Wallace. El resto es historia. Es la capacidad que tuvo un hombre que despertó la suficiente ilusión como para hacer una marcha de un millón de hombres por algo tan básico y tan fundamental como los derechos civiles para hacer que una nación fuera más libre y, de ahí, menos pobre…y no al revés. 

jueves, 12 de febrero de 2015

FOXCATCHER (2014), de Bennett Miller

El dinero lo compra todo. Una finca de ensueño en un lugar donde las nubes acarician la tierra. Una sala llena de trofeos donde se exhibe el íntimo orgullo familiar de haber criado a los mejores caballos de América. Un gimnasio espectacular donde se puede entrenar la lucha libre con pasión. La única pregunta sin respuesta es si el dinero es capaz de comprar la estima y el cariño de los demás. Alguien cree que sí.
Todo empieza porque un deporte no significa solo pasión por él, sino también distanciamiento de la sombra más alargada. Es una forma de independencia pero no hay que olvidar que en toda independencia hay un intenso deseo de llamar la atención para demostrar que se vale, que se siente y que se lucha. Aunque sea lucha libre. Aunque sea un deporte de tipos con no demasiado cerebro y nula elocuencia. Eso da igual. Lo importante es demostrar. Demostrarlo todo. Dejar bien claro que se vale. Y dejar bien claro que se vale más allá de los ceros que existen en la cuenta corriente. Porque si esa fuera la unidad de medida del valor entonces lo mejor sería demasiado barato.
Más allá de eso hay una complicidad buscada pero que nunca llega a ser del todo sincera. Quizá porque detrás de la máscara de impasibilidad hay una nebulosa que indica que algo no marcha bien. Tal vez porque el cariño se niega a aparecer si no se comparten cosas que, en el fondo, no hacen más que dañar el espíritu y entregarse sin lucha. Aunque sea lucha libre. Aunque sea un deporte de tipos con llaves de fuerza que aplastan al adversario para que la rapidez y la astucia sea solo patrimonio de los campeones. No es lucha libre por casualidad. Es lucha libre porque así se cree que hay una permanente exhibición de fuerza que evadida por todos los lados de la colchoneta.

Sin duda, hay que destacar el trabajo de Steve Carell y de Mark Ruffalo en esta película. Ambos están perfectos en sus papeles y están acompañados de un Channing Tatum que, por primera vez, muestra algo de talento interpretativo moviéndose como ese luchador que pierde sus combates en la mente y los gana mientras tiene equilibrio. Detrás de las cámaras, Bennett Miller, director deTruman Capote, que vuelve a pasearse por los abismos del daño que puede hacer un cariño artificial y que solo desembocará en una expresión de inmadurez que acabará con todas las ilusiones, incluso la de un futuro lleno de comodidad después de un presente inmovilizado en la tarima. El resultado es una película irregular, con buenos momentos y una cierta morosidad narrativa para subrayar, con un tono algo cansino, los sentimientos que mueven a los protagonistas. Más allá de eso, todo se reduce a algo que podría haber sido explicado en menos tiempo y con más ritmo por mucho que se quiera acentuar que aquí no hay victorias heroicas ni peleas llenas de adrenalina. Solo el patetismo de un millonario que no sabía expresar el cariño pero que lo demandaba a golpe de talón. Ni siquiera sabía expresar la decepción mucho más allá de una bofetada inocua a pesar de que algo en su presencia movía hacia el temor. Quizá sea la soledad del poder. O quizá, también, sea la certeza de que, sin todos los millones que adornan una existencia vacía, no había nada salvo una enorme frustración. Y era incapaz de encontrar la última llave de aquellos a los que quería entregarse. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (1974), de Sidney Lumet

Doce hombres justos casi siempre pronuncian un veredicto justo. Un tren, detenido en medio de ninguna parte y un asesinato. Un crimen que haría las delicias de cualquier salón de té. Basta con ponerse en la piel de un detective privado que solo acepta casos difíciles, de esos que hacen discurrir las células grises y ya está introducido el elemento inesperado. El crimen perfecto puesto en entredicho porque un cursi y remilgado detective belga llamado Hércules Poirot duerme en el mismo vagón donde se comete el asesinato. El pasado, demasiado a menudo, no ayuda a ajustar cuentas.
Y todos los sospechosos están demasiado perfilados. La mujer que no deja de charlar, la sueca que habla trastabillándose y con una cadencia algo retardada, el mayordomo impecable (no lo olviden, si en un asesinato hay un mayordomo de por medio, sigan la pista), el vendedor de coches italiano, el eficiente conductor del coche-cama, el conde y su bellísima mujer, el coronel del ejército colonial, la guapa señorita que esconde un secreto, el nervioso ayudante de la víctima. Todo está demasiado caracterizado, como preparado de antemano, como si éste fuese un caso que se lleva planeando más de veinte años. El color sepia se confunde con el color, la tinta de los periódicos de entonces parece la grasa de las ruedas del tren inmóvil, maldito detective relamido…
Sidney Lumet dirigió la que, posiblemente, sea la mejor adaptación que se haya hecho nunca de una novela de Agatha Christie, con un actor impresionante dando vida al mítico detective creado por su pluma en la piel de Albert Finney. Solo él ha sido Poirot, solo él ha conseguido dotar de una capa de grasa inteligente al ridículo hombre del bigotito, el bombín que se ha dedicado a investigar crímenes entre la aristocracia. Su interpretación eclipsa al resto del esplendoroso reparto, acertadísimo, al que Lumet otorga su momento de lucimiento con sabiduría en el ritmo y, sin salir del tren, con una ambientación absolutamente creíble. Y ésa es una de las grandes virtudes de la película. Podemos intuir el mundo de alrededor sin salir de esos pasillos estrechos, lujosos, únicos de un tren que ya es leyenda. Eso solo puede hacerlo alguien que dominaba como nadie las tramas situadas en espacios cerrados, como la mente de Poirot, como el lugar de un crimen que no dejará pistas en el momento de llegar a alguna parte.

Y es que es muy difícil buscar culpables cuando la maraña de engaños se enreda en los más ínfimos detalles y las pistas que puedan conducir al asesino son las que deja el propio asesinado. Recuperar un papel quemado con una sombrerera de mujer, hallar el desafío de un batín con el dibujo de un dragón a la espalda, un fantasmagórico empleado de ferrocarriles de baja estatura y al que le falta un botón de la chaqueta, un pañuelo con una inicial, un puñal, ruidos de distracción…El misterio está ahí mismo, en la noche atravesada por un tren que recorre media Europa en busca de una inocencia que se perdió hace mucho, mucho tiempo y por una crueldad que necesita hallar su final después de tanto sufrimiento.

martes, 10 de febrero de 2015

MUERO CADA AMANECER (1939), de William Keighley

Muero cada amanecer porque un maldito fiscal del distrito lo ha arreglado todo para que yo vaya a parar con mis huesos en la cárcel. La corrupción está entre los que mandan y mi profesión de periodista que dice la verdad molesta a todos. Han muerto tres personas y se me culpa. Intento que nada me afecte pensando que la cárcel es solo un estado temporal a pesar de que me han condenado a veinte años y un día. Pero esto acaba con cualquiera. No se puede hablar salvo en las horas de patio. Hay que trabajar todo el día en un telar de algodón que se enreda, que corta las manos, que se atasca y que hay que engrasar todos los días. Como alguien no haga algo pronto, no saldré de aquí nunca.
Muero cada amanecer porque he conocido a muchas personas malvadas, deseosas de dar rienda suelta a su ambición y, sin embargo, aquí, en la cárcel, he encontrado a un mafioso de cierta categoría que es capaz de dar lo mejor de sí mismo por mí. Y eso no es corriente. Es una contradicción vital. Es un hombre malo que, en algún lugar de su corazón, guarda un resquicio de gratitud y quiere pagar demostrando mi inocencia. Todo lo que yo tengo que hacer es denunciarle por un crimen. Y entonces todo se aclarará. El maldito fiscal del distrito ha nombrado a uno de sus secuaces como jefe de la junta de libertad condicional. Jamás saldré de aquí por esa vía. Y sigo muriendo, día tras día, esperando que alguien se fije en mi caso y se dé cuenta de que soy inocente. La cárcel me ahoga.
Muero cada amanecer porque tengo una chica ahí fuera esperándome. Es otra periodista. Es inteligente y tiene empuje. Llora por mí todos los días y yo la quiero. Pero es inútil. Tiene que jugar algunas cartas con astucia para que el mafioso se decida a aclarar el crimen del que se me acusa. Ella lucha mientras yo espero. Y la espera me mata porque el algodón es aburrido, insoportable, pesado y odioso. Los guardias de esta prisión son viciosos de la crueldad. Les gusta humillar a todos. Alguno muere por su culpa. Y ellos no tienen conciencia. En realidad, si lo pienso un poco, ellos son los prisioneros y yo soy el hombre libre. Y no puedo quitar de mi vista estos barrotes que me encierran y me enmudecen. Muero porque la verdad no la quiere conocer nadie. Muero por una libertad que no llega.
Muero cada amanecer porque el día se hace eterno y la noche es demasiado silenciosa. Cuando te encadenan en la celda de castigo te obligan a estar de pie todo el día, a comer de un plato como si fueras un perro, a dejar de ser hombre. Tortura. Para librarme de ella solo tengo que morir y, no obstante, cada amanecer se presenta un nuevo día en el que hay menos esperanza y solo una promesa de repetición. No es fácil morir todos los días.

Muero cada amanecer supuso la primera nominación al Oscar para James Cagney. Y no hacía ningún papel de asesino, ni de ladrón, ni de hombre hecho a sí mismo que se salta todas las leyes para construir un imperio. Solo era un periodista que fue encarcelado por decir la verdad. Y a punto estuvo de convertirse en un hombre malo. Dirigida por William Keighley, la película retrata la vida en la cárcel para un inocente. Con sus días repetidos, sus pactos secretos, sus veladas amenazas, sus certezas vigiladas y su silencio arrinconado. Es como para morir cada amanecer.

viernes, 6 de febrero de 2015

RELATOS SALVAJES (2014), de Damián Szifron

Comedia negra, ira clara. Situaciones que escapan al control porque no podemos seguir aguantando una vida que se empeña en partir la cara a los que la miran de frente. Para partir la cara, mejor al de delante. Reaccionar delante de los que te han arruinado la vida es lo mínimo que se le puede pedir a un ser humano. El meollo de la cuestión es saber hasta dónde se puede llegar…y si nos pasamos de frenada da igual. Hemos dado gusto a la rabia, que es esa cosa que te hace hervir las tripas y te sale a gritos de la garganta cerrada.

Golpe a golpe, venganza inmediata. Eso es lo que verdaderamente importa. Eso de que la venganza es un plato que se sirve frío es una pavada. El tiempo no hace más que arrojar la capa del olvido, incluso en la cólera que sale espontánea, incluso en las bajezas tan propias de cada uno que nos esforzamos por aplastarlas para no dar la medida de nuestro verdadero ser. La vida es un puro cuento. Y aquí hay seis ejemplos. El cuento del avión, el cuento de la cafetería, el cuento de la carretera, el cuento del límite humano, el cuento del accidente o el cuento de la boda. Todos terribles, salvajes, incontables. Y, sin embargo, en el fondo de ese pozo sin fondo que es el ser humano, hay algo de humor, algo de reírse de nosotros mismos, algo de que todo aquello sería imposible si nosotros no fuéramos tan posibles. En el fondo, la violencia brutal que anida en el interior de cada uno es un chiste fatal.
Y lo peor de todo es que lo pasamos bien, que somos espectadores de ese mundo irreal que tan cercano es a nuestras inquietudes. Quizá la sonrisa asoma en algún momento pero, en el fondo, es una sonrisa de miedo porque da auténtico pánico pensar que tenemos congéneres que pueden traspasar los límites de la conciencia y comportarse así, consumando el rencor en apenas unos minutos, quemando toda la frustración que se arrastra como si fuera leña en la hoguera, crepitante y consoladora. Tal vez haya algo de Quentin Tarantino pasado por un tamiz latino…y eso lo hace aún más temible.
Damián Szifron ha dirigido con pulso y complicidad, sabiendo dónde están los agujeros negros de lo que pretende contar y contando con la complicidad de actores superlativos como Ricardo Darín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia o Marcelo Pozzi, extraordinario en su breve aparición como cocinero sabio en medio de una boda condenada. El resultado es salvaje y, al mismo tiempo, conmovedor porque creemos que todo eso no va a pasar y, sin embargo, algo dentro de nosotros nos está avisado de que sí, de que es posible, de que puede estar a la salida de un cine,  o en la cola, o en una escalera con un vecino, o en un mal gesto al volante. Y eso no hace más que colocarnos al borde de un abismo de consecuencias imprevisibles. Porque todos nosotros somos un precipicio de sentimientos que pueden acumularse hasta convertirse en una bomba de relojería que solo espera un golpecito final.
Y es que la oscuridad, la diversión y el realismo se dan extrañamente la mano en este cuento de cuentos que invita a usar el cerebro como arma y el pensamiento como filo. Hay historias mejores que otras, de eso no cabe duda, pero todas forman un rompecabezas literal de verdades dictadas con el puño y la ira. Lo peor de todo es que ambas cosas son adictivas y, una vez que se dejan salir del interior, pueden volverse una rutina y entonces es cuando haremos de este mundo algo totalmente inhóspito y vacío. Por mucha risa negra que haya detrás. Por mucha broma que podamos marear. Por mucha respiración que saquemos de nuestros cansados pulmones intentando dar una prórroga a la paciencia. La ira está ahí, como una droga, intentando desatar nuestras manos y nuestro odio largamente ahogado. Y en esta película, él es el protagonista. Somos una pandilla de resentidos, reconozcámoslo… ¿o no? 

jueves, 5 de febrero de 2015

NIGHTCRAWLER (2014), de Dan Gilroy

Las ciudades son agujeros negros donde impera el crimen, el asesinato, la muerte y la sangre. Un accidente terrible de cristales rotos y huesos desmenuzados. Un ajuste de cuentas entre dos desgraciados que sacaron a relucir sus pistolas. Un tiroteo brutal. Un cuello roto que vende más que cualquier buena noticia. La gente se abalanza sobre el morbo como carroña deseosa de devorar un buen banquete de podredumbre y la sociedad muestra, con las audiencias como medida de moral, que está mortalmente enferma.
En medio de tanta inmundicia, hay unos animales que olisquean el asfalto y se dedican a grabar los detalles más macabros de cualquier huella de violencia. La rapidez y el presentimiento se convierten en las armas primarias y una cámara y un foco son las que asestan el golpe fatal. El periodismo sensacionalista es un auténtico cáncer que alimenta las mentes sedientas de sangre consumida por los ojos y ya es una parte importante de un problema que corroe a todo aquel que se sienta delante de un televisor. Y entonces es cuando ese problema aumenta hasta límites insoportables porque la libertad de información se convierte en pura pornografía truculenta.
Uno de esos animales que no reparan en detalles morales y éticos puede que sea alguien que no siente la más mínima empatía hacia nadie. Puede grabar a un hombre con el cráneo destrozado sin pestañear o incluso puede preparar la escena si llega antes que la policía. Es uno de esos que pertenece a una generación que lo ha aprendido todo de la red, que cree que todos los conocimientos están contenidos en ella y que, por tanto, todo es verdad. Porcentajes, estímulos, estrategias y comprensiones. Él carece de todo eso porque, sencillamente, no ha nacido con ello. Cree que el amor se puede negociar. Cree que explotar a otros es lo más natural, que piensen e inventen algo para salir del hoyo como él lo ha hecho. El asfalto llama todas las noches y él se va a encargar de retransmitir el espectáculo. Ese tipo de periodismo puede llegar a ser cómplice de los mismos crímenes que se encarga de hacer llegar a todos los hogares. Las audiencias mandan. Las influencias hacen subir. Ser famoso es una ventaja y nadie merece serlo más que él.
Notable película, realizada con talento y ritmo, con sentido crítico y valentía por parte de Dan Gilroy, hermano pequeño de Tony Gilroy, director de, entre otras,Michael Clayton, y que cuenta con la colaboración de Jake Gyllenhaal dando a la perfección el perfil de un monstruo que deambula por las calles de Los Ángeles en busca siempre de más vísceras. Una máquina sin sentimientos que recita como un papagayo lo que aprende de internet y que no duda en utilizar cuantos medios estén a su alcance para alcanzar sus objetivos, incluido el de una cámara que siempre mira hacia arriba, intentando llegar a la cima de una ciudad corrompida que solo se para delante de una pantalla para participar de la muerte, con los ojos fuera de órbita y los colmillos asomando.
Y es que el asfalto es el colchón perfecto para derramar unos cuantos litros de sangre mezclada con la falta total de escrúpulos que nos invade. Es la certeza de que solo somos muñecos de unos cuantos desalmados que nos regalan nuestros quince minutos de fama…cuando ya estamos muertos. 


martes, 3 de febrero de 2015

EL INFIERNO DEL ODIO (1963), de Akira Kurosawa

Dar toda tu vida, tu esfuerzo, tu sueño para salvar al hijo de otro es un dilema moral de difícil solución. Un desalmado odia a ese magnate que está ahí arriba, con su casa llena de lujo, de diseño moderno y vida cómoda y el rencor es un monstruo que no hace más que crecer y devorar. El dinero es importante pero aún lo es más causar daño a ese malnacido que mira desde arriba a toda la pobreza de ahí abajo. Hay tanta simpleza en su interior que no repara en que ese hombre que se construyó una especie de castillo en lo alto de una colina de Japón comenzó como un humilde zapatero. Todavía guarda sus utensilios. Quizá para recordarse a sí mismo que también fue nadie. La elección es imposible. Por tu hijo, sí, haces lo que te pidan. Por el hijo del chófer…tal vez no sea tan fácil echar toda tu existencia por la borda, incluso en el momento en que ya se iba a dar el gran salto para ser alguien de verdadera importancia en el mundo de la industria zapatera. Hasta ahora, él piensa que las cosas han ido bien a base de esfuerzo, de muchas horas de trabajo, de decisiones acertadas. El instante para dejar atrás todo eso ha llegado…y un tipo que solo quiere droga para acabar con sí mismo quiere acabar con el sueño del lujo, de la ociosidad, de la siempre dulce idea de no hacer nada.
La maquinaria policial se pone en marcha y localizar al individuo es una tarea enorme en un país que todavía está pagando las consecuencias de la guerra. Japón tiene aún grandes diferencias sociales y apenas existe la clase media. Solo los de arriba y los de abajo. Y el trato es una canallada que no puede quedar diluido en la nube de gente que deambula para ir al trabajo, para divertirse en locales donde se baila tan apretado que apenas se pueden mover los pies, para olvidar tanta tragedia que, después de quince años, aún asola a un país que perdió el orgullo y la paz. El agobio es evidente pero alguien tiene que escarbar en esa ciudad de calor y de tonalidades blancas y negras, plagada de luces y de malas personalidades, de rostros que, a pesar de desear la diversión con todas sus fuerzas, exhiben su languidez porque no ven la luz al final del túnel. Vale la pena trabajar para que ese hombre hecho a sí mismo, recupere algo de su dignidad. Sobre todo porque su futuro ya ha muerto y no hay rescate para recuperarlo.

Una gran película que Akira Kurosawa rodó muy cerca del drama personal y del cine negro poniendo en juego a dos de sus intérpretes preferidos como Toshiro Mifune y Takashi Shimura en la piel de ese millonario que no podrá progresar y de ese policía que se emplea a fondo para reparar, aunque sea con un grano de arena, la desgracia de un secuestro equivocado. En ella, Kurosawa pone en juego el odio que se llega a tocar en los suburbios por la gente a la que se ha olvidado en la tarea de la reconstrucción y que jamás podrá subir una colina para poner la piedra de una casa digna. El camino para ellos solo es cuesta abajo y el descenso será más lento si aparece la injusta crueldad para recordarnos a todos, a los que nos va bien y a los que nos va mal, que el odio no es la solución, que eso solo hunde más y más a todos aquellos que deseamos un futuro mejor sin exclusiones.

SOLAS (1999), de Benito Zambrano

El martes pasado sostuvimos un debate muy especial sobre "El espejo", de Andrei Tarkovski. Si queréis saber por qué, es mucho mejor que lo escuches aquí. Merece la pena, os lo aseguro.

La vida ha sido demasiado cruel porque ha hecho enfermar a la gente de soledad. No hay voces resonando en el interior de las habitaciones de las casas. No hay una risa contagiosa retumbando por entre los azulejos de las modestas cocinas. La verdadera miseria no es la falta de dinero, no es vagar sin rumbo por una vida que se ha cansado de rechazar a los que quieren entrar. La verdadera miseria es estar solo, sin compañía, sin nadie con quien hablar de naderías, de trascendencias, de vasos sucios y de platos blancos, de amaneceres que pasan desapercibidos y de atardeceres melancólicos que apagan la vida hasta la incógnita del día siguiente. Una voz sin respuesta. Un eco sin resonar. Solo el vacío, el frío más silencioso y, después, la indiferencia.
Y es que la vida se encarga de ahogar ilusiones. Puede que los hombres nunca seamos las respuestas esperadas. Puede que las mujeres aguanten el sufrimiento hasta límites insospechados pero, si vamos un poco más allá, solo asistiremos al auténtico rostro de la desesperanza porque no hay nada más ruinoso que una mujer que ha luchado y que ha perdido. Los autobuses ya emprenden el camino de vuelta y detrás no se ha dejado absolutamente nada. Se ha pasado por la vida con la misma ligereza que el viento, con la misma sensación de inutilidad que un buen montón de cascotes amontonados en un barrio viejo y cambiado. Quizá, al final, justo antes de continuar el camino, habrá una victoria insignificante que querrá dar una tregua al desequilibrio, con un rostro de niña y una barba de viejo. Con un par de palabras dichas en el momento oportuno para tener la seguridad, la íntima seguridad, la plena seguridad, de que no hay sitio para la soledad mientras la vida late y se abre camino a través de las inquietudes y de los miedos. Porque el secreto no está en saber vencerlos sino en saber dominarlos.
Tal vez quien haya tenido una existencia de humildad y servidumbre, de golpes sin caricias, de amor vertido en los pequeños detalles haya sabido mirar de frente al sol. Puede que un viejo sin más compañía que una lubina cruda y un perro listo tenga fuerzas para dar un buen puñado de esperanza y agarrar una nueva razón para seguir adelante. Quizás una mujer que solo encuentra callejones en el fondo de un vaso lleno de humo y resentimiento tenga una última oportunidad para darse cuenta de que ella nació para algo grande como es dar vida, lo más grande a lo que puede aspirar una mujer. Por eso, las madres son heroínas todos los días, todos los amaneceres, todas las noches, durante todas las lágrimas, durante todas las esperas. Son robles enfermos que nunca se doblegan ante la fuerza del viento, ni siquiera ante la fuerza egoísta de un hombre, ni siquiera ante la ingrata perspectiva de un destino que no guarda sorpresas, ni ilusiones aunque siempre, siempre, tendrán una esperanza en esos ojos que han sabido mirar mucho más allá de la superficie en la que todos nos escondemos tratando de disfrazar unos miedos que, ante todo, son cobardes.

Ana, María, Carlos…ya no estáis solos.