martes, 10 de marzo de 2015

BULLITT (1968), de Peter Yates

El teniente Frank Bullit sabe lo que es estar muchas noches sin dormir guardando el sueño de la ley. Es perro viejo y no hace falta que nadie le diga que es una pieza prescindible, que si alguien va a salir quemado, él va a ser el primero con los pies negros. No importa. Hace su trabajo y lo hace lo mejor que sabe. Si hay que coger a un criminal por las calles, lo persigue. Si hay que proteger a un testigo vital para un proceso que ponga en solfa las actividades de la Mafia, toma todo tipo de precauciones. Si hay que denunciar a un policía que no cumple con su deber, Frank Bullitt estará ahí porque no le importan las consecuencias.
Y un buen día algo sale mal. Una cadena de puerta. Un disparo brutal. Un compañero con las rodillas hechas papilla. No le gusta. Algo huele a podrido en la habitación de un hotel de cuarta categoría donde ha dejado a un tipo que no le gusta porque es el testigo estrella de un senador arribista. Y lo que más le duele es que su compañero no ha tenido ni la menor oportunidad. Le dispararon y punto. Y ahora él va a perseguir a esos criminales y punto.
San Francisco es una ciudad endiablada que parece hecha sobre las ondulaciones del infierno. Cuestas hacia arriba que parecen contraindicadas a los ciclistas. Cuestas hacia abajo que destrozan los frenos de los coches por la misma fuerza de la inercia. Al fondo, una bahía para poner fin a ese encefalograma de asfalto y casas. Una persecución en esa ciudad es obra de locos, o de tontos. Y Frank Bullitt no es tonto. Todo lo contrario, él no perderá nunca la calma aunque tenga que conducir por las estrechas y enloquecidas calles de un laberinto de colinas y hondonadas o aunque tenga que echarse debajo de las ruedas de un avión en buscar de la auténtica verdad que hay detrás de un asesinato que nunca quiso ser testigo.

En esta película, Steve McQueen hizo, desde luego, gala de sus habilidades como conductor y demostró la valentía que tantas veces fue trampa en su cine pero, también, dio una lección sobre la personalidad de un policía que se refugia en la honestidad y en su vida privada. Una vida que no quiere mezclar bajo ningún concepto con los disparos de todos los días, con los neumáticos destrozados de todos los días, con las suelas desgastadas de tanto andar todos los días. Él es la ley, se confía en él y hay que hacer todo lo posible para dejar bien claro que es digno de esa confianza. Él sirve a la gente y no esos politicastros que todo lo ensucian con sus jugadas de efecto y sus titulares de prensa. Sabe que la primera cabeza que va a rodar es la suya y, sin embargo, juega todas sus cartas con convicción, con la rara estrechez de una placa oprimiéndole en la cartera pero sabiendo que llevar esa placa no es un derecho, es una obligación con todos los ciudadanos que esperan que él les conduzca hacia un camino donde puedan respirar tranquilos al borde de una bahía azul e inmensa. Aunque apretar el gatillo, en el fondo, no sea nada fácil.

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