martes, 19 de mayo de 2015

CAPITÁN CONAN (1996), de Bertrand Tavernier

Tumbados mientras los proyectiles caen alrededor, la hierba parece que huele aún más, como si presintiera que pronto va a ser regada con sangre. Los hombres respiran agitadamente y el asalto se va a producir en un momento. Todos ellos son valientes, aunque no sean de una pieza. La patrulla de vanguardia está compuesta por soldados que no se lo piensan dos veces a la hora de rebanar el cuello al enemigo. Saben buscarse la vida ya que la muerte no hace más que buscarles. La guerra les necesita. Y eso no es ningún honor fuera de los límites del campo de batalla. Malditos generales inútiles. Ellos no se han acercado para sentir el último aliento de ese hombre que está decidido a matar. Malditos y malnacidos. Las estrellas en la hombrera no les hacen más nobles. Son burócratas adocenados con una idea preconcebida sobre la lucha. No tienen ni idea. Nunca han puesto la mano en el vientre de un compañero para impedir que se le salgan las tripas. Ellos mandan morir. Nosotros nos encargamos de matar.
Después llega la paz. Una paz falsa, débil, timorata. Es el momento de ajustar cuentas con algunos descarriados. Una injusticia después de todo lo que han dado algunos en el campo de batalla. Por mucho que el comisario de investigación sea uno de los nuestros. Da lo mismo. Es un hombre recto que cree que la justicia debe imperar aún en tiempos de trinchera y es un inocente idealista que no sabe que los hombres de guerra no se rinden. Por mucho que hayan robado en un local finolis y hayan dado unas cuantas patadas a una prostituta y asesinado a una cajera insignificante. Los bárbaros son ellos, los que están detrás de las mesas de despacho, pensando cuál es el mejor momento para desmovilizar a unos guerreros que quieren volver a casa. Es lo que tiene la paz, que acaba atosigando a los que viven en permanente estado de sitio.

Bertrand Tavernier quiso dirigir esta espléndida película sobre unos soldados que tuvieron que bailar con la más fea para luego acabar siendo olvidados por la maquinaria militar. El patriotismo es otra cosa y, para ello, hay que defender, aunque no se tenga razón, a los que han derramado su sangre a tu lado. Lo que empezó siendo una retahíla de misiones suicidas ha terminado convirtiéndose en una lucha por la supervivencia en la que la mano del otro, en demasiadas ocasiones, separa la vida de la muerte. Al frente de ellos, un capitán que quiere seguir hacia delante, con la nube de las bombas poblando su horizonte, con los abrigos bailando en las piernas mientras se avanza tomando posiciones, con la seguridad de que, después de eso, de las balas, de la comida robada, de la camaradería saboreada, no hay nada. Solo un pueblo perdido en algún lugar de Francia viendo pasar una vida que hace ya mucho tiempo que decidió huir para alistarse. Y solo quedará la tristeza acompañada de una decadencia casi patética. Ni siquiera el gusto del vino podrá borrar esa sensación de desperdicio, de rabia, de olvido, de nada después de las adictivas descargas de adrenalina intentando vivir mientras se intenta matar. El Capitán Conan lo sabe bien. Es el primero, allí, en lo alto de la colina.

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