martes, 30 de junio de 2015

ALL THAT JAZZ (Empieza el espectáculo) (1979), de Bob Fosse

El debate que se sostuvo la semana pasada en "La gran evasión" sobre "A puerta fría", de Xavi Puebla con el gran Antonio Dechent en directo lo podéis escuchar aquí

“Dicen que las luces de neón son brillantes en Broadway,
dicen que siempre hay magia en el aire,
pero cuando estás paseando por la calle
y no tienes suficiente para comer
el brillo se evapora
y no estás en ningún lugar”

Quizá las luces de neón han cegado demasiado a Joe Gideon. Chicas, alcohol, éxito, noches interminables, repartos, montajes, cigarrillos, la pastilla de Dexedrina…Ése no es el camino de Broadway, Joe. Es solo un atajo hacia tu último espectáculo. Y no es otro que un maravilloso mutis por el foro del escenario en forma de ataque al corazón galopante. Y entonces, sólo tendrás que preocuparte por una conquista más y es esa mujer que te parece tan atractiva, con la que coqueteas sin parar y que es la Muerte. Atrás se van a quedar tus inicios, tus deseos de triunfar, tu concepción de un baile diferente pero fascinante, tu hija, Joe…Lo único que te puede importar aunque tengas a tu lado a una serie de mujeres excepcionales que solo quieren ser amadas por ti. Pero tú no amas a nadie. Por eso el brillo se evapora y se va, por eso ya no estás en ningún lugar.

“Dicen que las mujeres te tratan bien en Broadway,
pero mirándolas solo te dan tristeza
¿cómo vas a tener algo más de tiempo
si solo tienes una moneda de diez centavos
y con eso no vas ni a poder limpiarte los zapatos?”

Sí, Joe, tu vida ha sido solo una moneda de diez centavos gastada y rayada. Ya no tiene brillo, ya no engaña a nadie. Te has dedicado a vender humo y ahora es humo lo que tienes. Porque, al fin y al cabo, eso es el éxito. Puro humo que se eleva por encima de las luces de neón que tanto te han cegado y que ahora te devuelven tan poco que ni siquiera te das cuenta de que el tiempo se te acaba, de que ya has dado lo mejor de ti, de que ir corriendo de un lado a otro no hace que seas mejor sino más difícil, más perdido, más nervioso, más víctima y, a la vez, más verdugo de un montón de ilusiones, incluidas las tuyas. ¿De verdad vivir así te compensa, Joe?

“Dicen que no voy a durar mucho tiempo en Broadway,
todos dicen que voy a coger un autobús para irme a casa.
pero están equivocados, sé que lo están,
porque puedo tocar aquí la guitarra
y no pararé hasta ser una estrella en Broadway”

Tal vez, ése ha sido uno de tus mayores errores, Joe. Creíste que los demás no tenían razón y que tú estabas en lo cierto. Que el arte que tenías dentro se complementaba con un estilo de vida que consistía en ir de cama en cama, dando papeles a cambio de noches, quedándote tranquilo con la demostración del descontento del artista exigente, dejando que la inspiración fuera solo una chica más con la que acostarse y luego dejar tirada en cualquier sitio. Ni siquiera pensabas que ellas consentían solo porque tú eras Joe Gideon, el gran coreógrafo, el excepcional director de cine, el hombre que revolucionó el musical y el tipo que solo quería ser el galán de la muerte. Todo eso lo era Bob Fosse, y lo demostró con esta película sincera y dolorosa y testimonio final de que aquello ya no lo iba a parar nadie.



jueves, 25 de junio de 2015

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE (1930), de Lewis Milestone

Una flor que indica que la belleza no está perdida en medio de la destrucción y todo acaba. Un tiro furtivo, una ráfaga, un sueño roto. La decepción ya, con la marcha de la misma vida, es completa. En el colegio hubo muchas historias de heroísmo y los jóvenes creyeron que marchar hacia el combate era lo máximo a lo que se podía aspirar. Cuántos escritores, médicos, maestros, fontaneros o soldadores se perdieron por causa de esos estúpidos delirios de grandeza. La doctrina imbuida en el patriotismo, en el deseo de vencer porque se pertenece a un país invicto. Y luego, después de aquella instrucción infernal, los piojos, las trincheras llenas de barro, los disparos con su sonido mordedor…la sangre del amigo en las manos. Las fuerzas van abandonando el ímpetu juvenil y, de repente, ya no se es un niño deseoso de ser recibido en loor de multitudes. Solo se es un hombre que quiere sobrevivir, volver, recuperar las mañanas de olor a pan recién hecho, el sonido de los cascos de los caballos en las calles adoquinadas, las sábanas limpias en la cama de su propia casa y encontrar el amor, o la amistad, o la comprensión, o la compañía en la simple sucesión del día a día. No, desde luego, mi capitán, no hay novedad en el frente.
No hay nada de heroico en la guerra. Ni siquiera algo noble. Matar al otro no tiene mérito, ni historia, ni es digno de mención en cualquier hazaña. Lo matas porque es él o tú o, también, porque tienes a algún cabeza cuadrada gritándote al oído que debes disparar y desparramar sus tripas en el suelo. Las lágrimas son balas perdidas en la tierra estéril. Solo pequeñísimos agujeros que se filtran rápidamente por esa superficie negra y roja. La boca quiere gritar, los ojos quieren llorar y allí no hay nadie que te pueda escuchar. Solo la bomba que, con toda seguridad, se lanza para matarte.

La impresionante novela de Erich Maria Remarque tuvo su mejor traducción al cine en esta versión de Lewis Milestone, un director que jamás llegó a la categoría de autor pero que, aún así, supo hacer buenas películas como la primera versión de Primera plana con el título de Un gran reportaje; o la estupenda reflexión bélica Un paseo bajo el sol. En todo caso, a pesar de los años transcurridos, Milestone consigue una película pacifista que arroja al pozo de los lobos el ansia de intervención de una juventud que tiene la obligación de vivir antes que de intervenir. Un país no es lo más importante. Lo más importante es la gente que vive en él. Y el protagonista (un espléndido Lew Ayres) se da cuenta del verdadero valor que tiene la paz y la inteligencia del ser humano, condenado a vivir en permanente conflicto cuando su vocación genuina es la contraria. Solo así se puede dar cuenta de que una flor en medio de un campo de batalla merece una vida, tal vez porque la vida, en sí misma, es una flor en medio de un campo de batalla. Sin novedad en el frente. Solo unos cuantos muertos…

EL NIÑO 44 (2015), de Daniel Espinosa

No puede haber asesinos en serie en el Estado feliz y perfecto. Es imposible por la sencilla razón de que la psicopatía asesina es propia de los estados capitalistas que corrompen hasta la médula y sientan las bases de una sociedad enferma por su afán de ganar dinero. Es muy sencillo. En el Estado perfecto todos son felices, todos son llamados a ocupar trabajos que, aunque no están de acuerdo con sus habilidades, sirven para el bien común, todos saben que en el paraíso no hay crímenes. Solo traidores.
Y así no hay ningún problema en mandar a un héroe de guerra, que se ha distinguido allá por donde ha pasado, al destierro a alguna ciudad gris y escondida para que sirva como un soldadito más de la milicia por el mero hecho de que está poniendo en sospecha el bienestar del Estado feliz y, por si fuera poco, se niega a delatar a su propia esposa. Más que nada porque el que se niega a delatar a cualquiera, sea quien sea, es un traidor en sí mismo. Y si encima está sitiado por la envidia y la monstruosidad de la maquinaria del Estado feliz y perfecto, el individuo está condenado a guardar silencio en alguna esquina de la geografía donde no se pasa hambre, pero no hay libertad.
El asesinato, por otro lado, puede ser un arma para la subversión con dos caras. Por un lado, el asesino mata para demostrar que ese Estado feliz nunca existió, que solo ha habido un reparto igualitario de miseria para todo el mundo a costa de tener la boca bien cerrada salvo cuando existe la obligación de hablar. La sangre tiene que correr sobradamente. Por todos aquellos que sufrieron con él y tuvieron que cazar en los bosques carne de rata para poder sobrevivir. Por otro lado, el sabueso tiene que demostrar que el asesino existe, que los asesinatos existen, que el odio existe en ese Estado feliz donde todos trabajan para todos. A nadie le interesa esto. No hay homicidios en las sociedades avanzadas. Y si los hay, son disculpables. Si la sangre corre sobradamente, no tiene la menor importancia. Y menos si se trata de unos cuantos niños. Ellos, al fin y al cabo, no son productivos. Ellos son meras piezas que aún tienen que ser pulidas bajo la lima del adoctrinamiento.

Daniel Espinosa ha dirigido una película que no se queda solo en la serie de asesinatos y en la posterior caza y captura del culpable. Hace una radiografía de una sociedad moribunda, presa del miedo y de la terrible ingratitud de un Estado feliz que exige los mayores sacrificios sin ofrecer nada a cambio a no ser que alguien tenga más información de la debida, más conocimiento de la maquinaria, más conciencia del fracaso social de un sistema hermético y corrompido en su misma concepción. Sin estar exenta de fallos en las secuencias de acción y en algún que otro salto incomprensible en la narración, cuenta con excelentes interpretaciones, de trazo y profundidad, por parte de Tom Hardy y Noomi Rapace capaces de reflejar hastío y una compleja relación personal que va creciendo a medida que la película avanza. Quizá como una delación de la crueldad gratuita que siempre asoma sin vergüenza en cualquier sistema totalitario basado en el enfrentamiento y en la ruptura de unos con otros. Porque es condición propia del ser humano tomar ventaja cuando el Estado feliz y perfecto se limita a cambiar la libertad por un plato de lentejas. Y ese nunca debe ser el precio.

miércoles, 24 de junio de 2015

KLUTE (1971), de Alan J. Pakula

Hay pocas oportunidades para darse cuenta de la oscuridad que habita en el interior de un amigo. John Klute tiene esa oportunidad. Se le encarga un caso de desaparición porque conoce a la víctima y va a tener que hurgar en los sótanos de su personalidad. Él es un detective privado, antiguo guardia de seguridad, que observa mucho y calla aún más. La discreción es su insignia. No se sabe muy bien si su retraimiento es fruto de su capacidad de análisis o, tal vez, de la perplejidad que emana de sus sucesivos descubrimientos. Pero es competente. Y comienza a tener la certeza de que no todo es blanco o negro, de que hay muchas tonalidades en el gris y de que él está en medio de esas tonalidades. John Klute es remiso pero no es cobarde.
Una de las cosas que sorprenden a Klute es la oscuridad que envuelve la gran ciudad. Sí, había ido algunas veces por cuestión de trabajo pero no había destapado las alcantarillas y no podía imaginar los sueños escondidos de esos millones de personas que se esconden detrás del cemento de sus casas. No era capaz de atisbar que las prostitutas hiciesen realidad los sueños de muchas represiones ahogadas por las apariencias. No puede creer que alguien que se dice amigo sea más propenso a la traición porque la ambición se mueve como pez en el agua en la jungla de coches, asfalto, marginación y frustración que late continuamente en la gran urbe. Las palabras no valen nada y no tienen ningún valor. Y eso Klute no lo comprende aunque sí desea entenderlo. Y, precisamente, es una prostituta, que se dedica a mentir, a fingir, a vender su cuerpo al que esté dispuesto a pagar, la que le enseña que hay palabras que son importantes, que se tienen que mantener, que existen refugios para las vidas desgraciadas, que el cobijo se busca de cualquier manera cuando el destino se extravía en la tupida lluvia del agobio urbano. No importa que uno se venda, lo que realmente importa es saber extraer lo positivo de la situación. Quizá el sacrificio merezca la pena si un anciano paladea durante unos instantes una realidad que se ha escapado admirando el cuerpo desnudo de la ramera. Quién sabe. Puede que hasta Klute tenga que buscar en sus instintos más bajos para descubrir que toda mentira tiene algo de verdad.

Con un ritmo deliberadamente lento, Alan J. Pakula dirigió esta película con un especial cuidado en la dirección de un reparto que está impresionantemente encabezado por Donald Sutherland y Jane Fonda. Ambos consiguen dotar de amplitud y de ambiente a una película triste, que arranca como un rutinario caso de investigación y termina siendo un descenso a los infiernos que descubre los intensos recovecos que pueblan el alma humana. Y, por primera vez, siente que la mentira tiene una piel suave de la que no querría jamás volver a despegarse. Aunque eso signifique un extraño y motivador sometimiento psicológico ante una mujer. 

martes, 23 de junio de 2015

A PUERTA FRÍA (2012), de Xavi Puebla

El coloquio que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "Factótum" y de Charles Bukowski, lo podéis escuchar con un vaso de whisky en la mano aquí. Gracias a todos.

La voz parece que huye en medio de tanta falsedad sitiada por demasiados cigarrillos y demasiadas copas a la luz de la soledad. La factura está llegando a su fin y ya estamos en el descuento y ya solo puede ganar el que pueda ofrecer más, incluso aquello que está fuera de cualquier catálogo. Las conversaciones para ganarse al comprador son destellos de nada en el fulgor del bolígrafo deseando escribir el maldito pedido. El día se echa encima y el fin de semana se convierte en un muro forrado de maderas nobles. El agobio no se puede describir en medio del aliento a tabaco rancio, a ceniza quemada, a alcohol fermentado y a corbata aflojada. Más tarde, la recompensa será la nada, el olvido absoluto, la certeza de que todo el esfuerzo, de que todas las sonrisas fingidas y las cínicas amabilidades que tanto cuestan sacar a la luz, será pasto de la última venta, de algún recuerdo bañado en noche y hastío, de alguna mirada desesperanzada esperando el mismo destino. Ya solo queda bajar a los infiernos y tirar la llave.
El amigo americano hará todo lo posible para aprovecharse porque, al fin y al cabo, todo buen contrato tiene que incluir alguna ventaja. El arribismo ultraja todo atisbo de moralidad y aniquila tanto a la verdad que ya no se sabe cuándo se dice y cuándo se siente. El hotel sigue ahí, incólume, con su música de sala de dentista sonando una y otra vez en los fastidiosos y escondidos altavoces mientras las nuevas generaciones creen que ha llegado su hora sin darse cuenta de que será tan efímera como la sensación de haber hecho las cosas bien. No quedan más garabatos que incluir al pie de la nota de pedido. No quedan más descuentos. No quedan más porcentajes. No quedan más regalos. Ya solo resta dar lo que uno mismo conserva de nobleza y de refugio. Mañana solo habrá más copas, más mentiras, el mismo agobio y la misma sensación de fracaso aunque hoy se haya triunfado.

Antonio Dechent realiza un enorme papel en esta película que pasa por ser la versión española de Glengarry Glen Rose con el espíritu de David Mamet sobrevolando toda la trama que se construye apenas con el sueño de llegar al día siguiente. Los apretones de mano ya no significan nada porque, de todas formas, no habrá ninguno cuando la muerte venga a hacer la última compra. El actor se vacía con su voz rota y su mirada hundida en la decepción vital y, sin embargo, hay algo que aún le empuja a seguir hacia delante. Tal vez un mínimo de orgullo que le permita imponerse a los arrogantes y estúpidos que creen que valen mucho más que él, solo porque han cerrado un pedido y eso, lo sabe bien, no significa nada. No es más que un vale firmado para continuar sin pesadumbre en las próximas veinticuatro horas. Después se abrirá un abismo en el recuadro reservado para la rúbrica, un vacío que en muchas ocasiones se antoja imposible de llenar. Ni siquiera un whisky en la inmaculada barra del bar del hotel será suficiente para ahogar la inmensa derrota de perder lo único auténtico que había detrás de tanta mentira impostada, de tanta táctica de mercado, de tanta nada revestida de trampa.

viernes, 19 de junio de 2015

TRES LANCEROS BENGALÍES (1935), de Henry Hathaway

Teniente MacGregor. Escocés. Lo cual no dice mucho en su favor. Es uno de esos que no duda en pelearse si la ocasión lo requiere. Valiente, de eso no se duda. Leal. Un caballero cuando lo tiene a bien. Algo indisciplinado. Pero es el hombre que todo coronel querría en su regimiento. Calla mucho para lo que ve. Con recursos. Bromista hasta la médula. Un poco maniático con aquello de las flautas indias y las serpientes. Muy amigo de sus amigos. El mejor cómplice posible. Si hay alguien arrojado, ése es él. No es fácil encontrar hombres así. Es ese tipo con el que uno querría estar si se halla en dificultades. Resistente a la tortura. Aseado. No es un matón de taberna. Es un oficial que no entiende mucho de ordenanzas, que prefiere actuar antes que someterse a estúpidas reglas del ejército colonial inglés. Además se parece lejanamente a Gary Cooper. Jinete de valor, apuesto, elegante. Habla pashtun con soltura. Se camufla entre el gentío con verdadera maestría. Perfecto como espía. Cruz Victoria. Un honor servir junto a él.
Teniente Forsythe. De los azules. Sí, ese regimiento de señoritos elegantes que lucen uniforme allá por donde pasan. Es cauto pero inteligente. Muy observador de la disciplina y del respeto militar. Todo un caballero, siempre. Muy amigo de sus amigos. Le gusta bajar los humos a quien los tiene demasiado altos. Otro gran cómplice. Siempre estará allí donde se le necesita y dispuesto a dejarse la piel con el cuchillo entre los dientes. Valiente hasta la médula. El perfecto apoyo para cualquiera que desee hacerse el héroe. Es elegante hasta cuando va de paisano. Tiene los rasgos de Franchot Tone pero es solo una impresión. Solo habla inglés y además de la mejor escuela. Si se tiene que infiltrar entre las líneas enemigas tendrá que hacerse pasar por sordomudo. Perfecto como amigo. Cruz de Servicios Distinguidos. Un honor sentirse su amigo.
Teniente Stone. Recién salido de la Academia Militar de Sandhurst. Niño de mamá. Muy verde para vérselas con todas las tribus rebeldes de la frontera india. Deseoso de ser el orgullo de su padre, el coronel del regimiento. Tal vez porque nunca ha tenido su cariño cerca y lo desea más que nada en el mundo. Se derrumba con el dolor porque, en el fondo, ya está destrozado por dentro. Es guapo e impulsivo. No demasiado inteligente pero tiene valor. En su cara aún hay rasgos de niño. Aún tiene que bregar mucho para llegar a ser un auténtico oficial. Pero tiene una rara cualidad: sabe hacerse querer. Siempre va con MacGregor y Forsythe y, si está en un apuro, los otros dos irán a ayudarle sin pensárselo dos veces. Cruz de Servicios Distinguidos. Un honor asistir a la reparación de un daño dejando el miedo a un lado. Sus compañeros no se lo echarán en cara nunca. Tiene un aquél a Richard Cromwell, que luego salió como secundario en la estupenda Jezabel, de William Wyler. Pero eso, como diría Kipling, es otra historia.

Henry Hathaway. Director de legendario malhumor. Versátil como pocos. Capaz de rodar historias de amor, de guerra, de aventura, de heroísmo, comedias y cine negro. Artesano de los que ya no quedan. Hábil con la cámara. Feroz con los actores. Muy amigo de sus amigos. Gordo y malencarado. Magistral cuando quiso y pudo. Él hizo historias.

jueves, 18 de junio de 2015

JURASSIC WORLD (2015), de Colin Trevorrow

El hombre ha intentado jugar a ser Dios en demasiadas ocasiones. Y siempre lo ha hecho rematadamente mal porque hay un ingrediente que hace que se desvíe de su objetivo principal: la ambición. Con ese pequeño detalle se pervierte toda idea inicial, se disfraza de parque temático y se tranquilizan conciencias con medidas de seguridad futuristas pero la vida es el peor enemigo de todos. Cuando ella se abre paso, no existen cercas lo suficientemente altas.
Y así se priva a seres clonados de su desenvolvimiento en un entorno natural fabricando monstruos que se divierten al encontrar su lugar en la cadena alimenticia. Los dinosaurios ya tuvieron su oportunidad y el mismo ciclo natural les condenó a la extinción. El hombre está en ello y lo conseguirá, más tarde o más temprano. Lo cierto es que el olor a sangre fresca es algo que despierta el instinto animal de cualquier especie. E incluso habrá alguno que quiera utilizar cualquier descubrimiento genético como arma militar. Y esa es la diversión de un monstruo como el hombre, muchísimo más peligroso que el renacimiento de cualquier especie.
No cabe duda de que la gente disfrutará insanamente viendo cómo una criatura gigantesca devora en un abrir y cerrar de ojos a otro animal ofrecido en sacrificio. El circo, al fin y al cabo, no ha evolucionado tanto desde la época de los romanos. Lo único que ha cambiado son los protagonistas. Ver a un dinosaurio moverse haciendo temblar el suelo parece algo que puede divertir a los niños. Y la verdad es que, de hacerse algún día algo así, habría que vigilar muy de cerca todo lo que se hace en los laboratorios de tales lugares.
Volvemos al parque veintidós años después. La historia vuelve a funcionar porque entretiene y da lo que se espera. Hay duelos de colosos, suspense entre garras, ambiciones desmedidas, malvados recalcitrantes, recuerdos nostálgicos y bastantes errores amparados en la sempiterna excusa de la manipulación genética. Por ejemplo, un dimorphodon nunca fue tan agresivo como se muestra en la película, o un mosasauro no es tan gigantesco como ese monstruo que salta y engulle a un tiburón de un solo bocado e, incluso, lo que se llama velociraptor no es tal sino que en realidad es un deynonichus. No importa, eso son solo fallos que solo atañen a los amantes de la veracidad científica. Dentro de la lógica narrativa también hay saltos como el pedazo de carne con el localizador que aparece y desaparece por arte de magia o el desembarco de todo un arsenal militar que luego, misteriosamente, no se utiliza. Carece de importancia. La gente se lo pasa bien. Se asusta, teme, corre con los protagonistas, se maravilla con la autenticidad de las criaturas que parecen querer hacerse unos pastelitos de carne con el espectador y las escenas de acción se suceden. ¿Se puede pedir más?

Por pedir…yo tal vez sugeriría que hagan de una vez un parque con las medidas de seguridad un poco menos chapuceras y que algunos padres no lleven a niños tan pequeños a ver estas aventuras pero eso también carece de importancia. No vaya a ser que alguno llegue a decir que lo mío también es la diversión de un monstruo que se ha saltado la cerca una vez más. Y es que la trampa está en el mismo disfrute.

miércoles, 17 de junio de 2015

MÁS DURA SERÁ LA CAÍDA (1956), de Mark Robson

Es fácil publicar en prensa unas cuantas letras a tamaño sensacionalista para decir que un tipo que no sabe casi ni andar con soltura suelta unos mandobles de impresión. Al fin y al cabo, el periódico no tiene puños y no se puede demostrar ni desmentir nada. También es muy fácil todo lo contrario. Destapar, de repente, que ese mismo tipo ha sido un fraude y que no merece ni el esfuerzo de ir a verlo pelear en un cuadrilátero. La mafia del boxeo se encarga de todo. Aquí está un gigante con pies de nata que no sabe pegar, no sabe moverse, no sabe pensar, se invierte un montón de dinero en él y se coge a un buen agente de prensa para que se venda el producto a tanto el kilo. Y este don nadie tiene muchos kilos. Cuando se compran combates a precio de saldo, uno tras otro, es difícil creer que todo ha sido un amaño continuo. Así que se encumbra al saco de carne. Luego se le pone a un verdadero campeón y se le deja caer. Las apuestas, naturalmente, ya han cambiado de lado. La fortuna asegurada. El negocio redondo. El tipo enviado de vuelta a casa con una auténtica miseria en el bolsillo. Y el agente de prensa con la conciencia malherida. Dinero maldito…siempre se necesita.
Y es que es ciertamente complicado conjugar lo correcto con el dinero fácil. Qué más da si por el camino se pierden unas cuantas viejas amistades o si el reproche cae sobre la conciencia como un martillo pilón cada día. Cuando decides asociarte con un sinvergüenza ya sabes cuáles pueden ser las consecuencias. Un periodista que, antaño, tuvo algo de prestigio tiene que hacer algo para sobrevivir y si ese algo es rodear a un paquete de elogios superlativos que parezcan sinceros…el sobre no falta a fin de mes y eso es lo que cuenta. Aunque tal vez no.

Última película de Humphrey Bogart, que rodó ya sabiendo que padecía cáncer y en la cual ya se pueden apreciar algunos rasgos del mal que le estaba corroyendo, Más dura será la caída es la demostración de que en el mundo del deporte nada es demasiado limpio, ni demasiado auténtico. Todo se mueve al compás que mueve el dinero, incluso las conciencias que se venden y se compran aprovechándose de la situación. La dirección de Mark Robson es muy certera y muy precisa, colocando la cámara justo donde se necesita y la actuación de Rod Steiger es agresiva y, quizás, sea uno de los pocos personajes que no dice la verdad en ningún momento de la trama. Algo que no chirría en un mundo donde todo se mueve por interés. Bien lo sabía Budd Schulberg, que escribió un guión mordiente y veraz, neorrealismo de bajos fondos salpicados de la sangre de cejas rotas y mentones magullados. Es lo que tiene encumbrar a un gigante torpe. Cuando llega, la caída es mucho, mucho más dura. Tanto para él como para aquellos que tienen conciencia de que la gente sufre, llora, lucha, siente y pierde. Y pierde sin tongo de por medio, dando lo mejor de sí mismos. 

martes, 16 de junio de 2015

FACTÓTUM (2005), de Bent Hamer

El coloquio sobre "La gran belleza",de Paolo Sorrentino que sostuvimos en "La gran evasión" podéis apurarlo aquí.

Henry Chinaski deambula por la vida buscando las verdades en el fondo de un vaso de whisky. No importa si se tiene que saltar todas las reglas. Al fin y al cabo, las reglas son un invento de los que mandan y escribir consiste precisamente en crear un universo propio con reglas cambiantes y, a menudo, inexistentes. El amor no tiene por qué ser necesariamente un éxito, el dinero va y viene porque esa es su obligación y lo único que parece que huye como conejo apuntado por una escopeta es la verdad. Chinaski será un vago, un automarginado, un ser asocial y amoral, un bastardo para la mayoría pero, como Sísifo moderno, seguirá empujando esa piedra para que se le despeñe por el otro lado con todo el peso de la verdad que él mismo profesa. La verdad consigo mismo. La única seguridad a la que puede agarrarse.
Chinaski no tiene refugios. Puede tener pequeñas islas que le permiten tomar algo de oxígeno entre trago y trago pero son solo casualidades temporales al borde del caos. Los límites están prohibidos, está prohibido prohibir. Solo hay que poner un pie delante del otro y acercarse hasta el bar de la esquina. Mientras se bebe, a través del líquido amarillento que pronto se convertirá en orín, se ven las cosas distorsionadas por la acuática sensación de la irrealidad traspasada por el dolor. Más allá de eso siempre habrá alguna chica que, entre brumas, se abrirá de piernas para recibir lo que es suyo y eso ocurrirá cuando el dinero no esté presente. Los trabajos se suceden y las verdades se quedan y no hieren porque, poco a poco, Chinaski va sintiendo menos salvo por lo que escribe en las sucias hojas de algún hotelucho olvidado. Él es el factótum, el que oficiosamente se entrega a todo tipo de servicios, el que sirve para todo y, sin embargo, no sirve para nada porque nadie aprovecha lo que sabe. Él no es un limpiador, ni un aletargado individuo de sala de espera que aguarda por cualquier trabajo por horas. Tampoco es un repartidor, ni un taxista. No se rebela, tan solo vive. Y las palabras revolotean por su cabeza esperando ser atrapadas en unas cuantas líneas que él sabe que nadie más puede escribir.

Distanciados son mis sentimientos hacia lo que cuenta esta película basada en la novela de Charles Bukowski. La realización fría, austera y concisa me impide conectar con Henry Chinaski, interpretado abúlicamente por Matt Dillon en una película que han visto media docena de personas. Quizá ese sea el mejor homenaje hacia el propio Bukowski. La falta de multitud. La carencia de empatía. La verdad no tiene por qué ser buscada y atesorada egoístamente. La verdad sirve también para comprender qué es lo que piensan los demás, por mucho que estén equivocados. Si no, solo se puede llegar a ser un espectador de la vida que inunda su hígado de alcohol, que huele a humo rancio de cigarrillo caducado por la ceniza, por el fuego, por la prisa y por la inutilidad de un mundo en el que, sencillamente, Hank Chinaski no debería haber nacido.

viernes, 12 de junio de 2015

CONSPIRACIÓN DE SILENCIO (1955), de John Sturges

Black Rock ni siquiera es un pueblo. Es una nada construida en medio del desierto. Por eso solo puede haber días malos allí. El silencio es el ambiente. Los que mandan en todos los demás se pasean como queriendo dar un martillazo en el suelo a cada paso. No hay nada que decir, tampoco hay nada que escuchar. Solo el viento yermo que sopla intentando decir en el vacío cuánta furia hay en ningún lugar.
Un hombre sin una mano. Y el silencio se agita. Parece que lo único que quiere es esconderse para que nadie pueda romperlo. El hombre hace preguntas y no se deja provocar. ¿A qué ha venido? ¿Para qué? ¿Con qué intención se ha bajado del tren, aquí, en Black Rock, en ninguna parte? No puede ser un visitante. Este tipo sin mano ha venido a poner las dos en asuntos que no le importan. Como, por ejemplo, averiguar cuántas vergüenzas pueden esconder los pretendidos patriotas que se presentan como los únicos valedores del sentimiento íntimo de cada ciudadano. Los japoneses amargaron la vida al país en Pearl Harbor, ya les dimos su merecido. Cada uno recibió lo suyo.
Sin embargo, el tipo, sin su mano perdida en algún lugar de Europa, sabe defenderse. Su carácter es tranquilo, apaciguado en extremo, intuye que ahí hay algo que todos quieren callar pero no lo proclama a los cuatro vientos. Con una sola mano es capaz de destrozar a cualquiera, al pueblo entero. Más que nada porque viene a hacer algo bueno y ese villorrio inmundo no sabe lo que es hacer algo bueno desde que a alguien se le ocurrió juntar cuatro piedras en este secarral. Silencio, muchachos, ni una palabra. No vaya a ser que este tipo con una sola mano sea capaz de acabar con todos de un manotazo.
El silencio, bajo el calor, parece aún más aplastante. Todo el mundo está comprado y la ley allí solo existe bajo la provinciana bota de un cacique malnacido. No solo todos tienen que callar sino que están obligados a hacerlo porque todos poseen algo que esconder en sus propias vidas. Más allá de sicarios y de provocadores, el pueblo de Black Rock y todos los pueblos parecidos, deberían borrarse de la faz de la tierra. Porque son unos cobardes disfrazados de buenos y silenciosos ciudadanos. Claro que todo es porque suponen que a nadie le importa lo que pueda ocurrir en esa aldea de madera podrida y viento recalentado. Solo a un hombre manco. Y ese tipo está dispuesto a decir bien a las claras que el miedo es solo una sensación que viene y se va pero que nunca debería quedarse.

John Sturges dirigió está trepidante y rápida película con un Spencer Tracy fuera de serie, dominador de miradas y de andares cansinos, que no se ajusta al físico de héroe pero que moralmente se erige en una figura dominante en medio de ese lugar de odio irracional, de orgullo rancio y vencido, de barro aunque no haya más que polvo. Todos callan y eso, en muchas ocasiones, es demasiado horrible como para que se mantenga. Y el hombre manco lo sabe muy bien. Por eso perdió un brazo luchando contra un enemigo que amaba el silencio.

jueves, 11 de junio de 2015

NEGOCIOS CON RESACA (2015), de Ken Scott

El fracaso es un estafador que puede presentarse vestido de las más diversas formas. Tal vez sea la consecuencia directa de una competencia desleal. O a lo mejor es la encarnación de la ineludible vejez. O, incluso, es posible que sea simplemente la irrebatible verdad que se empeña en marginar a los más débiles. En cualquier caso, el fracaso tiene un terrible defecto: no sabe hacer la postura de la carretilla, así que se le puede ganar con facilidad.
Lo cierto es que cuando se ha sido un ejecutivo de algún éxito, es muy complicado volver a llevar una vida más apegada a la realidad. Al hijo lo acosan por obeso, a la hija la acusan de acoso, a la madre le va el sexo por teléfono y muy a menudo las obligaciones económicas salen al encuentro con el afán de asestar un par de mamporros a la realidad. Pero esa da igual si se tiene empuje, si se traza una estrategia empresarial que asegure beneficios (tres palabras clave en una sola frase, no está mal), si uno no se rinde por mucho que llueva o la ropa esté cambiada. En el fondo, el juego de despachos se basa en mucha labia, poca ética y un par de suciedades ejecutadas con limpieza. Y eso se va a acabar. Se trata de ganar un contrato porque, sencillamente, se es el mejor. Y entonces es cuando se van a enterar de lo que es un “ejecutivo de algún éxito”.
La edad, maldita edad. Se ha perdido el encanto, la arrolladora personalidad, la perversa mirada. Y ya solo se desea todo aquello que no se ha podido tener. La postura de la carretilla es una de ellas. Otra es poder divorciarse por internet. Y otra más es agarrarse un buen viaje probando esas drogas nuevas de diseño que han dejado en pañales los cigarrillos de maría que se probaron cuando las energías estaban intactas. Gastos de representación se llama eso. Pero lo importante es la carretilla. Eso que no falte. Y ajustar el presupuesto. Al fin y al cabo, uno será viejo pero también es un poco perro.
Juventud sin demasiada inteligencia. Bueno, eso es algo hasta cierto punto normal. Pero mira por dónde. Si el viejo quiere la postura de la carretilla, el joven la ejecuta y así se convierte en ejecutivo. Tener un apellido de frisuelo es siempre un compromiso porque es bastante embarazoso tener que hablar sobre un producto y ver que todo el mundo se ríe. Pero lo importante es la carretilla. La fe mueve montañas y las carretillas también. Basta con saber el orden adecuado. Al menos la juventud siempre tendrá algo que los demás no poseen. Ingenuidad. Ilusión. Ganas de llegar al siguiente peldaño. Y perder la virginidad dos o tres veces. Incluso más.

Comedia fácil, de digestión ligera, sin grandes pretensiones, con algún chiste sobre el coloso en llamas que merece la pena y una sensación de flojera permanente, como si nadie se creyera demasiado que todo esto tiene gracia. Podría haberla tenido pero ya se sabe. Si uno pone el GPS lo que se va a encontrar es que hay que seguir la dirección de la maquinita y aquí se ha puesto con piloto automático. Ni siquiera la presencia de Tom Wilkinson arroja valor a la propuesta. Y es que unas cuantas luces discotequeras, un par de chutes mezclados con cerveza en cascada y un par de situaciones prometedoras y poco desarrolladas no son suficientes como para salir del cine con la risa puesta. Eso sí, no faltan ganas de descubrir la auténtica verdad de la carretilla.

miércoles, 10 de junio de 2015

MEDIANOCHE (1939), de Mitchell Leisen

“A toda Cenicienta le llega su medianoche”.
Y aquí parece que a Cenicienta se le resiste la medianoche porque está ahí, rondando esa felicidad que tanto acaricia, pero no se atreve a convertir la carroza en calabaza. Cuando todo parece que se va a desmoronar siempre ocurre algo, aún más absurdo que el mero hecho de convertir en princesa a una jugadora de ventaja. Quizá porque ya no haya hadas madrinas pero si hados padrinos que deciden gastar una verdadera fortuna para poder recuperar a la mujer que se ama.
Y es que el amor, reconozcámoslo, es el motor del mundo porque todo se hace por amor, incluso por amor al dinero. Las intrigas amorosas suelen divertir y dar pie a todo tipo de cotilleos infames que solamente quieren arrollar cuanto pillan, sean del tipo que sean. Si alguien es demasiado ambicioso, no se duda en despellejar sus actitudes aunque sean muy similares a las del dueño de la lengua viperina. Si alguien es demasiado atractivo, hay que apresurarse en desmontar el mito atacando cualquier otra faceta de la personalidad de esa belleza impoluta. Si alguien es demasiado encantador, no cabe duda de que hay que ir a por él para presentarlo como un ente sin corazón al que le encanta juguetear con los sentimientos ajenos. Y todo eso son medianoches que se colocan a la cola del hechizo desencantado para poner fin a los sueños. Sí, sueños. Es esa cosa extraña que dura muy poco y que parece demasiado cobarde como para quedarse quieto durante toda una vida.
Claro, que una llamada telefónica puede llevar a cualquier parte, incluso a la locura. Basta con tener unos cuantos testigos y luego decir que no, que todo eso es obra de un demente que está más traumatizado que una mona en un balneario y que de lo dicho no hay nada. Mientras tanto, los galanes se agolpan a la puerta de un dormitorio, los riñones al Jerez se enfrían y el desayuno se convierte en una exhibición de inquietudes más falsas que un diamante verde. Perdónenme, estoy tan emocionado que estoy a punto de coger un taxi y que me lleve a unos cuantos clubes nocturnos a ver si consigo un trabajo de bailarín de claqué.

¡Ah, medianoche! Tiempo de farsas impuestas que, por unos instantes, parecen realidades fingidas. Hora de decidir con claridad hacia dónde quieres mirar y posar tus ojos con la tranquilidad del amor revoloteando alrededor. Segundo mágico de confusión en el que el día ya se ha marchado y la noche tiene intenciones dudosas. Tanto es así que un divorcio de un matrimonio que no existe se convierte en el matrimonio de un matrimonio que no se ha divorciado. Pensándolo bien creo que estoy empezando a escribir tonterías. El señor Leiden dirigió a la señorita Colbert, al señor Ameche y, sobre todo y sobre todos, al señor Barrymore para recordarnos que la medianoche para nosotros es cuando aparece en pantalla la fastidiosa inscripción de the end.

martes, 9 de junio de 2015

L.A. CONFIDENTIAL (1997), de Curtis Hanson

Oficial Bud White: En su mirada parece que hay tanto riesgo como furia contenida. Parece un volcán a punto de estallar con sus puños como laderas de lava. Algo debió de pasarle de niño: no aguanta que se maltrate a una mujer. Y, claro, no duda en utilizar la brutalidad cuando lo cree conveniente o cuando no hay quien sujete esos puños de cemento. Si tiene que poner la pistola en la boca para que alguien confiese, no le tiemblan las pestañas. Sin embargo, en algún lugar de su interior, parece que busca un lugar donde reposar tanto odio y tanta ira. Tal vez haya que vigilarlo un poco. Al fin y al cabo, es un buen compañero y, desde luego, merece un poco de confianza. Por mucho que haya quien quiera alquilar su fuerza y su desbocado carácter. No es el raciocinio hecho persona pero es un elemento valioso. No hace preguntas. Es capaz de hacer lo que sea si se le ordena. Incluso meterse con los más grandes sin atender a consideraciones personales. Es valiente y debe tener un par de condecoraciones al valor. Y, a pesar de todo, posee una cierta ética que le hace vomitar de vez en cuando. Pero esto es Los Ángeles y las calles necesitan a policías como él.
Sargento Ed Exley: Detrás de sus gafas de empollón se esconde un individuo peligroso. No por la fuerza de sus actos sino por lo ladino de sus actitudes. Es un animal hecho para trepar. Y él sabe que, de una manera o de otra, conseguirá acabar en la cima. Es demasiado inteligente para ser policía. Se aprovecha de todo lo que puede. Y si tiene que delatar a compañeros, lo hace sin ningún escrúpulo. Sabe dónde presionar y qué es lo que más duele. Parece que en su placa hay escrito un diez. Diez de arribismo. Diez de oportunidad. Diez sobre diez. Es valiente. Y tiene un par de condecoraciones ganadas sin demasiado esfuerzo y, tal vez, no muy merecidas. De hecho, no merece ni que le inviten a comer en el restaurante de comida rápida de la esquina. Cuando se intenta colocar una trampa en su camino, él no solo la esquiva sino que la desarma y construye otra nueva para el siguiente. Su fuerza es su cerebro solo que a veces no lo emplea en línea recta y prefiere escalar peldaños, conseguir objetivos para atribuirse los méritos. Le importa un bledo Los Ángeles y la gente que lo habita. Solo le importa él.
Sargento Jack Vincennes: Es la estrella del Departamento. Sus ademanes recuerdan a los de Dean Martin. Tiene labia y encanto y sabe ganarse a quien se ponga por delante. Tiene un ligero defecto: le encanta ponerse delante de las cámaras para presumir de detenciones de gente con cierta fama en esta ciudad que tiene corrupción hasta en los cines. Y no duda en aceptar pequeñas cantidades de dinero para su fondo de pensiones particular. No obstante, tiene una ventaja sobre todos los demás. Tiene conciencia. Y sabe cuándo lo hace mal y se perjudica a alguien que es demasiado débil como para sobrevivir debajo del peso de la justicia. Tiene clase e instinto y sabe desenvolverse con un arma en la mano. Para él, Hollywood es el paraíso terrenal. Y conoce perfectamente cómo se las gastan entre tantas estrellas. No tiene problemas. Él, en el fondo, es un actor con placa. Y sus trajes caros le dan el aura de la cabecera de cartel. Los Ángeles es su territorio.

Russell Crowe, Guy Pearce y Kevin Spacey: Tres actores que hacen que Los Ángeles sea algo más que confidencial. Es la nueva Babilonia redescubierta en medio del lujo, de los coches de color y las luces de neón. Para eso tienen al director Curtis Hanson guardándoles las espaldas. Y están listos para que los fotógrafos hagan su agosto. Si lo sabrá Verónica Lake…o Kim Basinger…o como se llame la rubia esa que hace que el mundo gire y haga realidad lo que usted desee.

viernes, 5 de junio de 2015

TOMORROWLAND. EL MUNDO DEL MAÑANA (2015), de Brad Bird

El futuro es un ayer que aún no se ha gastado. Y ofrece múltiples posibilidades que, a su vez, van cambiando según vamos dando cuerpo a nuestras decisiones. El futuro se disgrega, se agrega y se segrega. Es un maremágnum de incertidumbres que, poco a poco, se van convirtiendo en certezas ineludibles. Y el reto no está en tener un futuro. Está en hacer un futuro mejor para todos.
Pero para ello se necesitan algunas personas especiales. No vale cualquiera. Están excluidos todos aquellos que se conforman, que se niegan a la insistencia de la curiosidad, que aceptan lo que les viene sin pensar en otras posibilidades, que se rinden antes de empezar la lucha. Se necesitan exploradores, hombres y mujeres de verdad que creen que puede haber un mañana mejor porque entienden lo que pasa en el mundo, mujeres de la limpieza que saben que están haciendo algo más que un trabajo penoso, creadores que nos hagan pensar con cada una de sus palabras domadas, con cada una de sus pinturas perfiladas, con cada una de sus formas cinceladas. Se necesita gente con capacidad para soñar, para hacer que no se instale una idea pesimista porque dan la vuelta a todo con tal fuerza que la convierten en optimista, para transformar la más profunda oscuridad en una fuente de luz y de inspiración. Gente que sueñe de verdad y sepa soñar con todos los dones que tienen y todos sus defectos. Gente que haga que la esperanza sea una verdad.
Y no abundan. Son difíciles de encontrar porque cada vez están más escondidos y no son demasiados. Se les reconoce porque hacen que su trabajo sea algo más que un simple medio de ganarse la vida, porque su corazón late con tanta energía que consiguen transmitir su empuje a los demás, porque una idea no es fácil de fabricar y, sin embargo, ellos las tienen porque creen que ese es el mejor homenaje a la raza humana. Hay que buscarlos en la inocencia, en la intimidad, en el día que vuelve a salir  a pesar de que la gran mayoría acepta su destino sin preguntarse mucho más y se empeña en permanecer en el ocaso. Y todo se puede cambiar. Mientras haya tiempo. Mientras haya una mirada que atraviese el espacio en un mundo que siempre tiende a agotar sus mañanas.

Brad Bird ha conseguido con esta historia hacer un derroche de imaginación muy recomendable. Sin ser una película redonda, hay fantasía teñida de verdad, hay un examen de conciencia de la raza humana que deberíamos tener muy en cuenta, hay efectos visuales utilizados con sentido, hay sentimientos removidos con mesura y precisión. Y es que quizá él también sea un soñador porque no se ha conformado con hacer una película que se hubiera decantado por la ñoñería llevado por el olfato de la taquilla fácil sino que ha buscado algo más. Algo con fuerza suficiente como para crear universos paralelos, como para recordarnos todo lo maravilloso que atesoramos en nuestro interior e intentar no olvidarlo nunca. Tal vez digan que estoy equivocado. Puede ser. Pero me da igual. Porque a lo mejor yo también quiero una pequeña insignia que me abra las puertas de entrada del mundo del mañana. Y si no lo consigo con este artículo, puede que algún día lo consiga con algún gesto, con alguna ayuda o… con alguna idea.

martes, 2 de junio de 2015

HASTA EL ÚLTIMO ALIENTO (1966), de Jean-Pierre Melville

La noche dibuja una tímida luz de contrapunto mientras tres figuras oscuras se recortan en la blancura de los muros de una cárcel. La fuga se consuma y el escondite está preparado. No es fácil mantener la ética en un mundo donde te tienes que codear con delincuentes de vocación. Sin embargo, también puede ser donde los auténticos amigos demuestran más sus sentimientos. El que te odia, te odia hasta la muerte. El que te ama, será capaz de dar la vida por ti. Y, sobre todo, el que cierra la boca pudiendo hablar…ése es el tipo que se debería llevar toda la confianza.
Es difícil soñar en un entorno donde la mujer de toda la vida está ahí, esperando, aunque su espera no sea, precisamente, la que sale en las películas. Basta con juntarse con los socios adecuados para perpetrar un atraco de furgón y zapatazo con tanta precisión como si fuera un mecanismo de relojería. Los movimientos están tan ensayados que todos saben exactamente qué hacer y en qué momento. Así da gusto trabajar. El problema es cuando caen sobre uno sin avisar y se corre el bulo de que se tiene la lengua larga y la ventaja cogida. Claro que siempre habrá alguien, quizá un asesino profesional que jamás demuestra sus sentimientos, que estará dispuesto a echar una mano a la empuñadura y decir bien a las claras que, de la gente de los bajos fondos, Gu Minda es el mejor.
Jean-Pierre Melville consiguió dejarnos sin aliento en una aventura policíaca de tiro preciso y gatillo suave. Se refugió en el blanco y negro para situar a sus personajes en entornos fríos, en los que el cañón de las pistolas parece coger hielo, para resaltar el corazón caliente de un malvado que tan solo quiere algo de dinero para salir del país y abandonar una vida que le ha quitado más de lo que le ha dado. Siempre es así cuando las gabardinas y los sombreros parecen hechos tan a la medida que se erigen en la segunda piel que esconde las balas de la venganza y de un fuego de honestidad que se extingue con la mirada de un Lino Ventura de rostro de granito y de segura redención. Es el último aliento de un gángster que siempre supo perder…pero que ya no quiere perder más. Ni siquiera ante un policía que intuye la verdad ante tanto silencio, un maravilloso y cínico hasta la médula Paul Meurisse.

Y es entonces cuando se instala la venganza y todos quieren ser el primero en apretar el gatillo. No hay sitio ya para los héroes románticos, ni para las citas a la luz de unas velas con un mantel a cuadros para decirse, sin decir nada, que dos almas estarán unidas a pesar de todo. Ni tampoco para las muestras de afecto excesivas con aquellos que se juegan la piel por ti. Eso poco importa. Lo que de verdad importa son los hechos. Si alguien recibe un balazo por ti, merece una compensación. Si alguien cierra la boca para no incriminarte, merece el cielo porque, al fin y al cabo, no hay nada más fácil que la traición y ese tipo, Gu Minda, será capaz de morir con tal de dejar sin pruebas a la policía y sacar de la cárcel a alguien que, una vez, le supo echar una mano de amigo, de confianza, de verdad.

OLDBOY (2003), de Chan-Wook Park

Si queréis escuchar el estupendo debate que sostuvimos en "La gran evasión" sobre "Plácido", de Berlanga, podéis hacerlo aquí.

 Un rumor sobre algo prohibido. Una cautividad sin respuestas. Una lengua que debió quedarse quieta. El poder de la sugestión. El arma de la hipnosis. La muerte siempre temida. El día blanco convertido en noche roja. El agobio de la venganza. La conspiración inacabada. La vida tirada a la basura. El rencor latente. Las horas implacables. La locura controlada. El error que nunca se pagó. La crueldad con premeditación. El pasillo de la muerte. La herida que no cierra. La pasión que no se comprende. La nada. El todo. El vacío. El cariño. La mente que olvida. La ejecución en marcha.
Y así un hombre pierde la vida aunque sigue viviendo. Todo cuanto hizo antes carece de importancia por mucho que haya sido un borracho, un pendenciero, un idiota integral bañado en alcohol. Detrás se quedan demasiadas pasiones sin consumirse. Demasiada ilógica como para ser asumida. Las verdades se obvian porque el daño está listo para saltar encima y devorar lo poco que queda. Ya no cabe más dolor en el cuerpo. Ya no queda nada por lo que luchar salvo un rincón de paz, de sueño, de silencio, de silencio.
Los ojos parecen hablar en un bosque de interrogantes sin sentido. La caza de las razones se convierte, en sí misma, en una razón. Los sentimientos se van ahogando poco a poco en un pozo sin fondo en el que solo espera el horror más negro, más profundo y más vergonzante. Todo planeado como si fuera un designio divino. La reclusión. La libertad. La arrogancia. La violencia. La tortura. La mutilación. Los dientes reventados. El corazón desangrado. El mar de pasiones pretéritas hundido en la verdad de un presente condenado al fracaso. No hay mañana si no hubo un ayer. Y el ayer se fugó con un comentario que nunca se hizo.

Quizá debiéramos prestar mayor importancia a las cosas que decimos porque en cada palabra hay un regalo, un aviso, un veredicto y una ejecución. Las gotas de sangre se desparraman en una orgía vandálica de refinada maldad. Y la satisfacción ni siquiera existe. Es solo un sueño que se evaporó con el tiempo. Vuelan las mentiras y los equívocos y la conspiración sigue ahí, moviendo sus fichas para que el resultado sea el fallo. Un agujero en un cristal no es la salida de la lujuria sino la entrada de la perdición. Y todo muere poco a poco, como cristales hechos añicos, como disparos en la oscuridad, como el gas irrespirable que sirve de excusa al tardío descanso. Los dibujos del papel pintado de la pared son ojos que observan con frialdad escrutadora y el ánimo se desdibuja como un grano o una piedra que se hunden por igual en el agua. El pecado es igual. La cuenta en la piel. La certeza de que es mejor morir que continuar. Y sin embargo se sigue el camino trazado por el verdugo con la esperanza de que la lógica llegue a despejar cualquier duda, con la esperanza de que las piedras, las mismas que se hunden, encajen a la perfección. Pero después de la respuesta, solo hay un invierno completo de nada, de amargura intragable, de intento desesperado por agarrarse a la rama de un olvido que intenta borrar los recuerdos pero jamás podrá hacer desaparecer el dolor infinito de las huellas más vacilantes.