viernes, 10 de julio de 2015

DISTRITO QUINTO (1958), de Julio Coll

Hay gente que no sabe ir de aquí a la esquina sin cometer algún delito. Y lo hacen sin clase, sin reparar en las posibilidades, con un descuido irritante. Tal vez el individuo solitario, que se refugia en una habitación para que el mundo le olvide sea el mejor maestro. Al fin y al cabo, él puede ver la vida desde lejos, calibrando a las personas en su justa medida. Sabe que Gerardo será siempre el típico raterillo, vivo pero que, con frecuencia, se pasa de listo. Sabe que David es un infeliz bobo, con menos luces que una lancha de contrabando, que escribe poesías malas y que mendiga cariño por los rincones. Sabe que Andrés es el mediocre de turno que solo quiere trabajar y ganar suficiente dinero como para que Marta se fije en él. Sabe que Miguel nunca llegará a los escenarios para bailar un zapateado de tronío. Sabe que Marta es una jugadora de ventaja, que se aprovechará de quien haga falta usando sus ilimitadas armas de mujer. Sabe que Tina desea la tranquilidad y que eso es algo que, simplemente, no existe. Ese tipo que se hace llamar Juan, en el fondo, es la conciencia de todos ellos. Y la conciencia siempre es incómoda.
Así, todos desean progresar de forma rápida en una Barelona que se ahoga en su tono gris. Y lo más rápido es un atraco, llevarse unas nóminas, algo seguro y efectivo. Pero hay un enemigo en cualquier robo. La espera. Esperar es angustiante, ahoga a los participantes, les hace pensar y, desde luego, pensar demasiado mal, con la luz sesgada y el convencimiento partido. La espera les desespera y dan un mal paso porque la impaciencia les gana. Y eso es un trabajo para gente paciente, observadores del terreno, hormigas y no ratas. Y el que no entienda esto tiene comida y cama gratis en la cárcel más cercana.

Julio Coll dirigió una película sorprendente que se puede erigir a la perfección como un precedente cañí del Reservoir dogs, de Quentin Tarantino jugando con armas como el suspense, la falsedad, la listeza aguda de ese Juan interpretado espléndidamente por un intenso Alberto Closas y la certeza de que una reunión de perdedores solo puede llevar a la derrota total. Incluso para los que menos culpa tienen. En esa casa donde todos esperan y recuerdan y desechan y pierden se dan cita todas las mezquindades posibles, como si la honestidad ni siquiera se plantease. Ellos mismos cierran la puerta a sus sueños. Sorprenden con sus fingimientos. Se descubren torpes en sus trampas porque no van con todo lo que saben, van con todo lo que quieren y eso acaba por destruir cualquier sociedad. Por mucho que haya alguno que otro que guarde buenas intenciones. Por mucho que el amor guíe los pasos de un par de ellos. Por mucho que la ciudad se empeñe en ahogar los anhelos de unos personajes que hace ya mucho, mucho tiempo, se construyeron su propia jaula para no salir jamás de ella.

No hay comentarios: