jueves, 10 de septiembre de 2015

ÁTICO SIN ASCENSOR (2014), de Richard Loncraine

Cuando cada uno de los peldaños que llevan a casa se convierte en un mensaje de la edad entonces es cuando hay que plantearse una pequeña mudanza. Y no es fácil abandonar el hogar que fue la piedra angular donde se construyó toda una vida de felicidad y complicidad con quien ha sido amiga, compañera, amante y confesora. Más que nada porque se llega a pensar algo tan peregrino como que abandonando lo que ha sido refugio y atalaya, no se volverá a ser feliz nunca más.
Y es que el hecho de emprender una nueva vida en otro sitio no tiene por qué implicar una renuncia. Somos lo que somos y también lo que hemos hecho, y cuando se trata de cambiarlo todo, hay algo que no se puede cambiar y es el pasado. No se puede cambiar aquella taza de té en la terraza del ático, no se puede cambiar el regalo que tanta ilusión le hizo, no se pueden cambiar todas aquellas risas que poblaron cada uno de los rincones de la casa, no se pueden cambiar las valentías como tampoco los malos momentos porque ellos, sí también, son parte de la felicidad. Y no se pueden entregar a cualquiera las cuatro paredes donde se ha vivido, se ha dormido, se ha amado, se ha reído y se ha llorado. Tiene que haber un proyecto de felicidad detrás, como lo hubo en su día y se construyó año tras año. Solo que la cuestión de los escalones implica buscarse otro nido. Y todo el mundo sabe que buscarse otro nido ya es otra cuestión.
Película de sonrisa permanente y comodidad agradable con Morgan Freeman y Diane Keaton construyendo con sabiduría unos personajes que se mueven por Nueva York con la relajación propia de la edad, con el billete de vuelta de todo pero que todavía tienen que ir a por algo, con la ilusión de una vejez que se acerca a pasos agigantados pero que todavía no es una amenaza. Ellos son maravillosos. En todas sus miradas hay dobles sentidos, químicas aparentes, complicidades insinuadas. Dan ganas de comprarles el piso para saborear todas sus experiencias y la mirada cae y los párpados acompañan a los labios para que el gesto sea el de espectador agradecido y complaciente. Al fin y al cabo, les vamos a perdonar todo. Incluso sus rarezas. Incluso su perrita harto fea.

Como bien dice el personaje de Morgan Freeman: “Ninguna casa tendrá la vista que tenía la nuestra. Aunque bien es verdad que, tal vez, ya hayamos visto todo y no la necesitemos”. Todo depende de la disposición para llevar la mochila de las experiencias o si la ruptura implica necesariamente que el carácter sea distinto cuando ni siquiera los amigos son los mismos. Basta con pintar siempre al amor de tu vida o ser el contrapeso ideal cuando hay demasiadas cosas en contra. Eso, quizá, sea el amor. Mirar a tu pareja y darse cuenta de que la miras por primera vez. Tener aún la capacidad de sorprender y sorprenderse. Darse cuenta de que la felicidad, hecha a base de momentos, se ha instalado cómodamente en algún sitio de una casa que no merece otro dueño. Mientras tanto, vivir. Con los problemas, con la ropa nueva, con la ropa cómoda, con la ropa vieja, con la luz cálida y las manos suaves, con el café que sabe a casa, con el caos controlado del completo desorden que solo uno mismo entiende. El amor se acostumbra a todo eso. Y la felicidad también. Y el sentido del humor, por supuesto. Ese mismo que tanta falta nos hace cuando vemos la cantidad de estúpidos que van a usurpar algo que es nuestro. Nuestro. Solo nuestro.

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