miércoles, 28 de octubre de 2015

CRISIS (1950), de Richard Brooks

Salvar la vida a un dictador. Un dilema médico, sin duda. Operarle de un tumor cerebral para que pueda seguir aplastando a un pueblo que pide pan. Y solo porque, en una decisión tonta, una eminencia en la cirugía cerebral quiso irse de vacaciones con su mujer a algún lugar del Caribe. El país era hermoso y la tranquilidad se respiraba. Pero allí empezaron las revueltas, una guerrilla que no deja de golpear y huir. El nombre de Farrago por todas partes y añadido la palabra “¡Muera!”. Y, de repente, llaman al médico. Tiene que operar. Farrago se muere. El país se desangra. El vacío de poder llama a los radicales del otro lado. Al final, todos pedirán ayuda al médico porque, en realidad, todos, unos y otros, son iguales cuando llega la muerte.
La sutil manipulación del poder se convierte en un bisturí que hace que el médico tenga que moverse en una línea de apertura de la carne demasiado fina como para mantenerse en ella. Su juramento hipocrático le obliga a salvar vidas. Lo juró en su momento. Su ética le empuja a cometer un pequeño error, casi mínimo, para que el dictador muera y, al menos, haya una posibilidad para su pueblo. La oposición presiona con armas no demasiado limpias. Pero el médico, acostumbrado a mantener el pulso firma cuando el corazón se para, sabrá siempre qué es lo que debe hacer. Incluso auxiliar a quien lo necesita por culpa de una bala perdida, incluso a quien apunta maneras de que nada va a cambiar, solo el poder.
Una película militante que se mueve por encima de las ideologías que tanto nos embargan en estos años de turbulencia política y que demuestra, una vez, la claridad de ideas de un director como Richard Brooks, que hizo aquí su primera película. No quiso solo describir un dilema moral de enormes incógnitas, sino que dejó bien claro quién debía hacer qué y cómo lo debía hacer. Aunque las venganzas sean útiles para satisfacer la rabia son armas tan deleznables y rechazables como los abusos de poder. Y lo que está bien…está bien. No hay fuerza en la Naturaleza capaz de cambiar eso porque nuestra condición de seres humanos es la que tiene que guiar nuestra conducta ética y no las creencias que, por lo general, están todas equivocadas. No hay razones, sino obras. No hay dialécticas sino verdades que hay que saber distinguir entre tanto ruido informativo, tanta declaración vergonzante, tanto bosque de palabras sin ningún sentido en el que brotan la demagogia, el espíritu revanchista, el resentimiento mutuo, la separación entre conciudadanos que deberían ayudarse unos a otros renunciando a sus puntos de vista. Porque, si lo miramos fríamente, los puntos de vista son los pensamientos más prescindibles del ser humano. Si nos damos cuenta, a nadie interesan. A nadie. A nadie.

Cary Grant y José Ferrer mantienen un duelo en distinto plano. Solo la razón y la verdad es lo que tiene que imperar. Esa razón y esa verdad que nos hace humanos, y no bestias.

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