viernes, 6 de noviembre de 2015

EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO (1965), de Martin Ritt

Arrastrarse por las cloacas puede llegar a ser una profesión no demasiado honesta aunque se cobre del servicio secreto británico. En la vida de un hombre todo ha sido una traición gris, difuminada, sin valor alguno. Ha destrozado vidas que, posiblemente, no lo merecían solo porque pensaban de forma diferente. Ha urdido complots para que la desgracia se cebara sobre aquellos que no querían integrarse en la sociedad inglesa. La bebida puede ser un escape parcial pero en ningún caso será un cicatrizante. Y, al final, siempre, sin dudarlo, ha habido una víctima, una muerte de la amistad, un dolor íntimo que se ha sumido en la agonía como un muro de vergüenza que no deja pasar el equilibrio que nunca se ha poseído.
Todo se reduce en fingir que se es alguien que pierde. Permanentemente. En realidad, no es muy diferente a como se siente el agente Alec Leamas. Basta con hacer en público un par de cosas que avergonzarían al ciudadano más reprochable de cuantos habitan la fauna de la fría Londres y poner esa cara de impasibilidad que lo que realmente esconde es un dolor intenso y arraigado. Las entrañas se revuelven día a día pero cada vez se tiene menos resistencia. Hay que coger a un tipo en Alemania Oriental. Una activista de izquierdas será el cebo. Basta con conquistarla. Basta con mentir, una vez más. Y llegará un momento en que Alec Leamas no podrá diferenciar entre verdad y mentira. Porque la única verdad es la muerte. La muerte que arrebata todo, incluso el recuerdo, incluso el último atisbo de volver a sentirse como un ser humano. El frío acabará con todo. Mientras gritan su nombre, mientras él vuelve solo para acabar con una existencia que nunca mereció la pena.

Quizá ésta sea la más gris de las novelas de John Le Carré que han sido adaptadas al cine. Tal vez porque en Alec Leamas están todos los temores y todos los desperdicios de la guerra fría que tanto tuvo en vilo al mundo a mediados de los sesenta. El rostro de Richard Burton, cincelado en mármol, ayuda a dejarse invadir por una sensación de fracaso abrumadora. El frío, sí, se palpa en los huesos porque, en realidad, no es que en el Berlín Oriental bajen las temperaturas sino que el corazón de Leamas trata de exhalar un último grito de auxilio encontrándose con que, una vez más, el vacío se sube a su espalda para aplastarlo, para obligarse a ser otro fraude, para volver a traicionar o llevar a la muerte o condenar a alguien con quien, en el fondo, se tiene alguna afinidad moral o afectiva. Leamas elige su propio destino porque ha sido lo único que le han dejado elegir. Siempre ha sido una marioneta de George Smiley y de su gente. Con una desoladora sensación de rechazo a la vuelta de la esquina. Con una decepcionante certeza de que aquello no sirve para nada. Con la seguridad de que el frío se quedará hasta hacer de él un témpano congelado que perdió los sentimientos en algún lugar de una alambrada que también separó al mundo.

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