viernes, 29 de enero de 2016

LA GRAN APUESTA (2015), de Adam McKay

 Vivimos en un mundo tan demoledoramente deshumanizado que no somos más que números al lado de grandes cifras. Si esas grandes cifras descienden, los números se borran. Y ya está. No hay ningún cargo de conciencia, no hay nada que reprocharse. Son solo negocios, nada personal. Y siempre ganan los mismos, por mucho que haya unos cuantos listos que hayan visto venir la hecatombe y que también saquen su buena tajada. Ellos son elementos dentro de un sistema que, simplemente, dejó de funcionar hace tiempo y que, como tales, se dieron cuenta de que los cuentos de hadas siempre tienen un final.
Resumiendo. La crisis fue por culpa, básicamente, de los bancos y de las agencias de calificación porque no quisieron parar la rueda del dinero cuando los daños hubieran sido mínimos. Todo porque se dieron facilidades extraordinarias para que el ciudadano de dudosa solvencia consiguiera acceder a un préstamo. Y ahí empieza a sostenerse todo en el aire, a hacer un interminable juego de manos y de cifras confusas para disfrazar el derrumbe de toda una forma de vida, de toda una progresión de datos que afianzaban crecimientos que no eran más que mentiras sobre mentiras. De repente, todo se esfuma y los grandes emporios financieros quiebran. Y nadie asume la responsabilidad. Nadie dice que es el culpable de que eso ocurriera. ¿Usted quería una casa? Endéudese. ¿Un coche? Estaremos encantados de financiárselo. ¿Un apartamento en la playa? No se preocupe. Venga al banco. Allí su dinero estará seguro.
Lo preocupante es que algunos de mente ágil y visión aguda consiguieron atisbar la claridad en el bosque de datos y supieron que aquello, algún día no demasiado lejano, iba a estallar en la cara de las entidades financieras y no hicieron absolutamente nada por evitarlo. Todo lo contrario. Movieron fichas y piezas para que encajaran en beneficios multimillonarios aprovechándose de una crisis que ha afectado a millones de personas con nombres y apellidos, llegando incluso a quitarse la vida o a romper sus sueños o a quebrar sus estabilidades. Se callaron, apostaron y ganaron mientras veían que todo se iba al vertedero. Ése es el mundo en el que vivimos. El que gana es porque le importa un bledo lo que pase al resto de la gente.

Ágil, divertida, muy confusa en algunos términos para quien no haya estudiado el vocabulario financiero, con interpretaciones notables de Christian Bale, Steve Carell y Ryan Gosling, La gran apuesta es una clase ligeramente avanzada sobre las razones que llevaron a la crisis y de cómo algunos supieron ver los beneficios de su futura aparición. No son héroes, ni siquiera tienen por qué ser simpáticos. Son monstruos sin demasiados escrúpulos que jugaron con dinero y ganaron mientras otros lo perdían todo. Hay una medida contraposición de tiempos rápidos y lentos que benefician a una narración que es difícil y engorrosa por su propia naturaleza y el resultado es efectivo aunque levemente incompleto. Y es que no es fácil adentrarse en los laberintos de la ingeniería financiera y sacar algo en claro de tantas hipotecas subprime, de tanta burbuja inmobiliaria y de tanto desaprensivo que oscila peligrosamente entre la maldad y la estupidez. Es lo que tiene confiarlo todo a hacer que el dinero sea deuda. 

jueves, 28 de enero de 2016

LA JUVENTUD (Youth) (2015), de Paolo Sorrentino


Nadie está preparado para asumir la vejez. No, nadie lo está. Pero si lo pensamos un poco tampoco nadie estuvo preparado para vivir y, sin embargo, todos lo hemos hecho. Con más o menos fortuna, con más o menos huella pero, al menos, lo hemos intentado. Y siempre nos hemos olvidado de un hecho que podría haber sido el más importante de nuestras vidas. Cuando la ancianidad ya nos puede, nos dobla, nos anula y nos mata sin morir, vivimos a través de los demás.
Quizá porque el hombre y la mujer no están hechos de carne, ojos, manos y huesos sino de sentimientos. Eso es lo que realmente nos define y nos hace ser lo que realmente somos, tengamos la edad que tengamos. Por eso siempre es la juventud lo que espera. Cada mañana es joven, cada paseo es joven, cada pequeña sonrisa que se dibuja en nuestro rostro cuando alguien dice algo ingenioso es joven. La belleza hay que buscarla en el interior y en todo lo que hemos hecho porque todos, sin excepción, hemos sido capaces de crear algo hermoso. Tal vez sea una maravillosa pieza para soprano y violín, o una película que fue aplaudida por todo el mundo ganando premios y alabanzas, o un talento especial para notar las dolencias del cuerpo a través del tacto, o un físico privilegiado, o la increíble capacidad para hacer creíble algo que ni de lejos puedes intuir. El deseo antes que el dolor. Las lágrimas y la emoción mucho antes que la muerte. Al fin y al cabo, la muerte es lo que a todos nos iguala. Sin excepción. Y eso es algo por lo que hay que pasar igual que los ojos leen unas líneas inspiradas o escuchan una melodía que eleva el alma.
Es cierto también que cuando la belleza nos es arrebatada entonces es cuando no quedan demasiadas salidas para hacer que la vida sea mínimamente soportable. Aunque quede el recurso de la amistad, o de la esperanza, o del pasado cuando el futuro se acorta por momentos. La belleza nos sostiene, nos da alas, nos hace pensar, reír, llorar, tomar conciencia, soñar, desear, alcanzar. Verbos que apenas tienen importancia cuando la muerte ronda tan cerca. Pero se trata de atrapar el momento, de superar la predicción definitiva, de llegar a escuchar una sinfonía en el campo, de estar escondido en la oscuridad asistiendo al dulce dormir de quien más quieres, de volver a tener un instante de belleza recordando la complicidad única cuando ya no hay ni rastro del recuerdo. Se trata de ser joven nuevamente intentando descubrir de nuevo las cosas bellas que un día llegaron a conmovernos.

Después de La gran belleza, Paolo Sorrentino nos vuelve a regalar esta película de sonrisa afilada y vejez de fondo. Todo el reparto está a un nivel altísimo aunque, por supuesto, la película pertenece por derecho propio a un Michael Caine que hace que, cuando sonríe, sonría todo el cine; que, cuando llora, lloren todos los fotogramas en los que ha intervenido en su carrera; que, cuando pone en marcha su cinismo, sea una delicia volver a intuir a aquel actor joven que, sin apenas gestos, se abría camino intentando ser arte y también clase. Y es que no es fácil transmitir todos los sentimientos que él sabe regalar. Tal vez porque sabe que eso es lo que deja huella y se emplea a fondo con ello. Tal vez porque ha sido un actor que nunca dejó escapar su juventud llegando así a la sabiduría de la plenitud. 

miércoles, 27 de enero de 2016

QUIZ SHOW (El dilema) (1994), de Robert Redford

La televisión es ese ojo que tanto nos observa desde el salón de nuestras casas pero, al principio, fue un objeto de lujuria, algo que descubría un mundo sin asomarse por la puerta. Los concursos fueron no solo un entretenimiento basado en la competición cultural de la época sino también una especie de banco de pruebas para todos aquellos que querían responder las preguntas y así medirse con los grandes gurús que, semana tras semana, aguantaban en los programas que se movían (y se mueven) solo y exclusivamente por los índices de audiencia. El patrocinador mandaba, si no, no había dinero. Si un concursante aguantaba y carecía de imagen, se hacía lo posible por mandarlo a casa. Si un aspirante derrochaba imagen y prestigio, había que mantenerlo y convertirlo en héroe. Al entrar la televisión en las casas, el americano medio decidía a quién invitaría en persona. Al tipo de clase baja, sin carisma y algo fingido o al chico de éxito, universitario, guapo a rabiar y con una certera capacidad para encandilar al público.
Sin embargo, cuando se destapó el escándalo de que las preguntas y sus correspondientes respuestas se daban antes del programa, no se quería procesar a los concursantes. Eso no tenía ningún sentido. Alguien se presentaba al casting, resultaba telegénico, era simpático… ¿iba a rechazar una buena cantidad de dinero por el simple detalle de que se le daba ventaja? Pero se engañaba a la audiencia para que se sintonizara ese canal y no otro, para que todo el mundo pudiera ver la inoportuna propaganda del patrocinador, para que se dieran cuenta de que la inteligencia, de forma subliminal, estaba relacionada con lo que se consumía. El objetivo eran las cadenas televisivas, hoy objetos de inutilidad comprobada por muchas series buenas que nos metan con embudo, y la gente que las financiaba aprovechándose de la credulidad de aquellos que se atrevían a estar delante de esos aparatos diabólicos. Y aún teniendo en cuenta que eran unos tiempos en los que las televisiones daban sus primeros pasos (muchos de ellos aún de calidad), el poder actual y potencial de un medio de comunicación tan extraordinario dejó en agua de borrajas las verdaderas intenciones de la investigación gubernamental. La gente quería televisión. Y hoy la tenemos. En realidad, los concursantes, los seres humanos que cogieron un buen fajo de billetes y se largaron serían humillados pero eso, en el fondo, ¿a quién le importa?

Robert Redford dirigió con precisión y valentía una película que nos habla de que, dejando entrar la televisión en nuestros hogares, dejamos entrar una forma de corrupción que, además, no tenía intención de parar. Tener a la gente pegada a la pantalla era una forma fantástica de distraer de otros problemas mucho más importantes, de realizar los sueños que, desde luego, no cambiaban en nada  las vidas de nadie. En cuanto el ser humano asume una parcela de poder, el resto de seres humanos no importan nada. Solo importa la manipulación y el negocio. Y todos los días, antes de encender el maldito electrodoméstico, deberíamos preguntarnos si realmente merece la pena dar al botón.  

martes, 26 de enero de 2016

2001: UNA ODISEA EN EL ESPACIO (1968), de Stanley Kubrick


El amanecer del hombre y el infinito. El conocimiento que otorga al homínido la capacidad de razonar. Y lo primero que hace es matar porque encuentra un instrumento con el que puede hacer daño. Un hueso lanzado al aire y el universo sigue con su vals de eternidad, dando vueltas y vueltas describiendo enormes órbitas de ritmo continuo y pausado. Las naves espaciales pueblan  el firmamento como huellas minúsculas de la colonización del hombre y las máquinas se han hecho imprescindibles en la navegación del espacio. Cuando la máquina comienza su viaje al infinito, cuando comienza a tener conocimiento, lo primero que hace es matar. Matar por su supervivencia, porque el hombre, es decir, Dios, es peligroso para su propia existencia. Polifemo encarnado en un ojo rojo de voz inquietante que somete a los hombres a afrontar su condena por el desafío de pisar un edén que debería estarles prohibido. El conocimiento vuelve a aparecer, como si fuera algo que va a la deriva en el universo y alguien se atreve a viajar a través de él, como si fuera la superficie de un planeta por conquistar. Y entonces es cuando el hombre se convierte en superhombre y mira a la Tierra desde el infinito y,  muy probablemente, lo primero que hará será matar.
Tal vez, cuando se está tan cerca de Dios, es más difícil hallar las respuestas, hay que leer en los labios de la historia que está por venir para poder actuar con propiedad. El conocimiento actúa y se exhibe, orgulloso, porque está en todas partes y otorga alma y razón. El desafío del hombre es desentrañar los propios enigmas del mismo conocimiento y utilizarlos con sabiduría, no como si fuésemos bestias en busca de un charco de agua con el que sobrevivir sino para buscar los medios necesarios para que eso no vuelva a ocurrir. Por eso el conocimiento es como si fuera Dios, porque la inteligencia del hombre quizá sea el mayor monumento que se haya conseguido crear. Más allá del sueño y de la evolución, el hombre aún sigue esperando su momento para lanzarse a conquistar todas las maravillas de la Naturaleza en el exterior porque ni siquiera se conoce a sí mismo. Todo parece un espejismo que se pierde por arte de magia en la memoria que nunca es permanente. Somos fetos, niños, jóvenes, adultos y ancianos con la misma facilidad con la que se cae una copa de vino y se va derramando lentamente todo su contenido. El conocimiento nos da la facultad de pensar y la elección de matar o no. Y el hombre siempre se ha equivocado. Invariablemente. Puede que el infinito sea demasiado para una figura tan minúscula, tan insignificante. Puede que intentar recuperar un cuerpo que vaga por el espacio sea una locura que delata la humanidad que ocupa el corazón del hombre y que sea un gesto tan inútil como desesperado. Las puertas se cierran y el alma implacable de la frialdad se hace cada vez más latente en todo lo que creamos. La blancura implica la mancha que significa el hombre. El infinito no lo es todo. El infinito acabará haciendo que, cuando sea dominado por la larga mano del hombre, se acabe el universo entero porque el hombre solo entiende de la muerte.

viernes, 22 de enero de 2016

LOS ODIOSOS OCHO (2015), de Quentin Tarantino

No hay nada como poner unos buenos tacos de madera clavados en la puerta para dejar el frío fuera y el misterio dentro. Las mentiras se suceden como balas girando en el tambor y es difícil sacar algo en claro en medio de la ventisca. Las postas de diligencias se inventaron para descansar, hablar y confraternizar entre los pasajeros. Solo que algunas veces llega la sangre a la barra repleta de aguardiente y entonces comienzan a matarse. Todo tiene una intención. La charla interminable es tan brillante que apenas hay lugar para la ironía verbal. Solo los revólveres hablan. Solo la brutalidad espera.
Y es que cuando se busca a alguien la recompensa puede ser la libertad o un buen fajo de billetes en un lugar donde la ley es solo una palabra. El café corre como un caballo desbocado y la intriga va de la mano de la tensión. Los disparos llegarán tan tarde como las heroicidades y la nieve es un desierto blanco que devora los ojos y engulle las imaginaciones. El salvaje Oeste es así, amigo. Un lugar donde la vida no vale nada a no ser que seas un fugitivo.
Así es como uno llega a encontrarse con verborreas incontenibles, emociones absurdas, silencios elocuentes, interrogantes infames, deducciones asombrosas, viejos prejuicios, nuevas alianzas, homenaje a los hombres buenos que nunca fueron verdad, estúpidas apariencias, sorpresas a bocajarro, violencias definitivas…Una posta de la diligencia donde se sirve de todo y se enreda aún más. Todo porque alguien tuvo la genial idea de aprisionar algo valioso. Todo porque alguien más quiso narrar un cuento de convivencia que no es más que una hoguera donde se queman los odios. Es mejor clavar la puerta. La sangre va a correr y es mejor no verlo.

Quentin Tarantino vuelve a sorprender con un western atípico, lleno de diálogo y brillantez que se aleja mucho de la diversión con la que sorprendió en Django desencadenado para ofrecernos un misterio a la vieja usanza más propio de salón de té que de calle polvorienta con ruido de espuelas. Para ello cuenta con la colaboración de una expresiva y vigorosa banda sonora de Ennio Morricone y un elenco de actores que no ofrece dudas en ningún momento y en el que destacan Kurt Russell y Samuel L. Jackson (homenajeando con el nombre de su personaje  al director de Charro, Charles Marquis Warren, único western de toda la carrera cinematográfica de Elvis Presley). El resto no deja de ser una desmitificadora visión de una época donde imperaba el odio por encima de cualquier leyenda, la mentira por encima de cualquier síntoma de amistad, la traición por encima de la ley y la seguridad de que las pistolas hablaban por encima de cualquier voz. Hay menos humor en esta ocasión pero sigue siendo ese director que sorprende mezclando fórmulas sobradamente conocidas para hacer algo nuevo. Para hacer que sintamos de nuevo el agridulce sabor de la sangre en la boca que sale de nuevo a borbotones y que llega a salpicar a presión. Es lo que tiene pararse a descansar en mitad de un camino azotado por la tormenta, que todo puede quedar enterrado bajo el blanco manto del olvido. Tal vez porque nadie quiso creer nunca que hubiera algunos hombres de palabra cuando había tanto odio buscando víctimas a medida. 

jueves, 21 de enero de 2016

LA CHICA DANESA (2015), de Tom Hooper

En ocasiones, los pintores realizan sus obras encima de otros esbozos o pinturas de los que se han arrepentido lo suficiente como para queden escondidas para la mirada. Así, un paisaje deja paso a un desnudo, un palacio queda ocultado bajo la falda de una bailarina e, incluso, un hombre se difumina para volverse, por arte de la creación, en mujer. Puede que la misma Naturaleza tenga vocación de artista y también se arrepienta de alguna de sus obras y otorgue el sexo equivocado a algún ser humano y todo el mundo que se atreva a mirar prefiera ver lo que hay debajo porque, al fin y al cabo, nadie está libre de descubrir los pensamientos más ocultos de sí mismo. Nadie quiere arañar la superficie del lienzo.
Y así puede que algo que empieza como una mera broma, una chanza algo bohemia, se convierta en un tormento que, poco a poco, va haciendo desaparecer a la persona para que otra nueva nazca. La naturaleza femenina del ser humano es más aguda en unas personas que en otras y no es razón para el comentario y, ni mucho menos, para el juicio. Suelen ser personas valientes, de corazón abierto, que solo quieren amar y vivir como cualquier otro, sin fingimientos, sin posturas forzadas, solo siendo lo que realmente son. Y es muy difícil llegar a consumar el cambio sin perder algo por el camino y eso, posiblemente, sea lo más doloroso. Sobre todo si la sociedad no está preparada y aún se considera loco al que no se siente a gusto, si aún se considera un fracaso a quien, en el fondo, tiene todas las cartas para ser un éxito.
No es fácil aceptar en uno mismo la propia Naturaleza y menos todavía si hay otras personas alrededor que han compartido vida e inquietudes, lágrimas y deseos, lecho y complicidad. Más que nada porque ese estilo de convivencia tendrá que acabar tarde o temprano. Quizá con un recuerdo más o menos bonito. Quizá con la negación de ese mismo recuerdo porque, a su vez, trae a la memoria otra personalidad, otras maneras, otros sentires. El paisaje está ahí, con sus árboles desnudos, mostrándose tal cual es, sin engaños, sin mentiras. Solo con la sinceridad de quien sabe que ha emprendido un viaje de ida sin vuelta posible.

Esforzado trabajo de Eddie Redmayne que resulta algo repetitivo en algunas de sus expresiones faciales y meritorio en el movimiento de su cuerpo, y de Alicia Vikander, que consigue más de un mérito con un personaje diluido en dudas y en amores sin explicación. Fantástico y muy complicado el trabajo de nuestro Paco Delgado en el vestuario y estupenda la banda sonora de Alexandre Desplat. La enumeración de todas estas virtudes no es más que el fondo de un lienzo en cuya superficie yace una película aburrida, estancada, incapaz de progresar más allá de la primera media hora, con alguna secuencia absurda y muy mal resuelta y que conlleva un pecado capital aún peor y es que no llega a emocionar en ningún momento. Lo cierto es que, quizá, hay una cierta sensación de vacío al final, como si nos hubieran arrebatado algo con lo que soñábamos para hundirnos en la indiferencia y en la mediocridad de una historia que cansa a pesar de su supuesta fuerza. Más o menos como las características de algunos hombres que nos confundimos con el paisaje sin descubrir el fulgor que podemos poseer.

miércoles, 20 de enero de 2016

UNA JORNADA PARTICULAR (1977), de Ettore Scola

En memoria del maestro italiano Ettore Scola, que tanto cine nos ha dejado.

Dos almas que se encuentran en medio de un edificio vacío que también tiene el brazo en alto para celebrar la grandeza del Duce. Una colada oportuna, unas frases dichas al azar, unas miradas de complicidad y parece que el tiempo queda suspendido en algún lugar entre el cariño y la compasión. Comienza la jornada particular. Los quehaceres de la vida diaria se entremezclan con naturalidad con las confidencias de dos vidas frustradas, llenas de rutina y desprecio, vidas donde un día habitó la belleza y ahora solo quedan ruinas deseando ser reconstruidas. El enorme edificio parece que mira con sus enormes ojos como ventanales y las piedras callan ante tamaña demostración de humanidad en medio de un mundo que pronto se derrumbará estrepitosamente. Dos almas que se encuentran en medio de un edificio vacío…
Tal vez no haya mañana para alguno, tal vez el mañana sea exactamente igual que el ayer, teñido de uniformes negros de incomprensión y de toques de odio. No importa. El momento es éste porque esas dos almas solitarias están aisladas de los gritos de fanatismo impostado. En algún momento puede que haya hasta un intento de amor pero no es posible entre dos almas que solo encajan en el refilón de sus soledades compartidas. El edificio habla con sus enormes patios de ecos de silencio y el aire sopla, como intentando llevar un poco de esperanza a los que no han ido a celebrar el triunfo de la intolerancia y del populismo. Mañana la cocina estará igual de sucia, la ropa habrá que lavarla, la colada habrá que tenderla en la azotea, el agobio de la soledad habitará entre medias de tanto quehacer y la derrota será una sombra que volverá de visita. La tristeza, en esta jornada particular, tendrá también un respiro, una oportunidad de entonar sus loas hacia lo que nunca debió de ocurrir y solo por un instante, por unas horas, dos corazones se sentirán libres, salvados, acogidos, aceptados.

Ettore Scola dirigió de manera brillante a Marcello Mastroianni y Sophia Loren en una película que arrancaba sentimientos tan encontrados y, sin embargo, tan brillantes que parecía que el día se convertía en una jornada particular solo por el hecho de haber asistido a esta historia de almas sin rincón. El dolor se agrupaba en el costado de sus protagonistas de una manera reconocible y sabia porque, de alguna manera, era un dolor que todos habíamos sentido. La esperanza también parecía querer abrirse un hueco en la cascada de sentimientos que nos provocaba. La decepción era una compañera que se sentaba en la butaca de al lado, sonriendo y esperando su oportunidad. Era como si la vida misma pasara ante nosotros a través de un ambiente que nunca habíamos conocido. Así era Ettore Scola. Nos hablaba de nosotros mismos mientras nos hablaba de los demás. Algo reservado solo a los grandes maestros. Por eso regaló tantas y tantas jornadas particulares a todos lo que amamos el cine. Por eso hoy también somos unas almas un poco más solitarias encontrándonos en la azotea con alguien que seguro que busca nuestra complicidad.

martes, 19 de enero de 2016

CORREDOR SIN RETORNO (1963), de Samuel Fuller

Si queréis escuchar el interesante debate que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "Atrapado por su pasado", de Brian de Palma, podéis hacerlo aquí

A quien Dios quiere destruir, primero lo vuelve loco. No importan las motivaciones. No importa que todo esté basado en la investigación de un asesinato que pone de manifiesto la actitud de algunos celadores usando y abusando de su autoridad en un sitio alargado y gris donde los gritos quedan sordos y las escuchas se vuelven mudas. No es fácil adentrarse en los meandros de las locuras ajenas sin quedar seriamente dañado. Un tipo que se cree coronel del ejército sudista y revive una y otra vez sus viejas batallas…cuando es un hombre joven. Un negro que no deja de repetir consignas racistas porque se le ha hecho tanto daño, su conciencia ha sufrido de tal manera, que ya se cree un blanco con derecho a golpear a un hombre de color. Un científico brillante, una de las mentes más privilegiadas del siglo que se refugia en el carácter infantil, en los dibujos simples de trazo grueso, en la mente en blanco después de dejar la era atómica encarrilada. Y en medio de todos ellos un periodista ambicioso, deseoso de ganar el Premio Pulitzer porque solo él es capaz de engañar a todos y hacerse pasar por loco sin darse cuenta de que, muy pronto, la mente comienza a no saber diferenciar entre la razón y la fuga. Hará su reportaje, se hará mundialmente famoso…pero su raciocinio se habrá evadido por el túnel más fácil. Y posiblemente, no hallará el camino de vuelta.
Una película de cine negro, mezclada hábilmente con una película de terror, con algunas gotas de humor y cierto ingenuo acercamiento al psicoanálisis es la fórmula sencilla para que Sam Fuller resuelva este crimen. Inquietante resulta esa escena en la que llueve dentro del pasillo cuando, en realidad, solo diluvia en la mente del protagonista. Tan difícil es llegar a la verdad que la cabeza se puede extraviar intentando hallar una explicación lógica a tanto desastre mental, a tanta locura inmersa en la electricidad de los tratamientos, a la imprecisión de los comportamientos de quienes han sido testigos de la sangre que se mezcla con el negro y el gris. El peso en las cejas se nota en las miradas turbias y todo se vuelve tan expresionista, tan grotesco, que el cerebro se esconde y, sencillamente, guarda silencio.

En el fondo de la verdad subyace siempre un horror al que no se quiere mirar. Y en la verdad de la investigación de un asesinato en un hospital psiquiátrico está la certeza, siempre esquivada, de que se puede ser loco traspasando las líneas difusas de lo razonable. Y un asesinato no es razonable. Como tampoco lo es fingir que se pertenece al mundo de lo clínicamente muerto. Como tampoco lo es comenzar a confundir a la novia con la hermana. Como tampoco lo es dejar que la personalidad vague por los rincones mientras la obsesión se instala como un fugitivo en el cuarto de arriba. El corredor es sin retorno. Y el dolor, también.

viernes, 15 de enero de 2016

EL COMPROMISO (1969), de Elia Kazan

Vivir la vida que no te corresponde siempre es un vaso a punto de rebosar. No importa que el éxito se haya instalado en tu vida, que la comodidad sea la regla, que el talento, sea poco o mucho, se emplee en algo que consiste en engañar a todo el resto del mundo. No es eso lo que habías soñado. La mujer, la hija, el padre, la amante. Todo son piezas de un puzzle que no acaba de encajar porque tú lo que quieres, lo que realmente deseas, es no hacer absolutamente nada. Dejar que la vida pase por delante sin saludar, que la rutina diaria sea un lago en calma, que la risa sea lo natural y no lo fingido. Uno ya tiene la sensación de que venderse uno mismo en todos los actos de la vida es un lento asesinato con el dinero clavado en el corazón. La vida no es eso. No, no es eso.
Y así, un buen día, consideras que es buena idea arrojar el coche a los pies de un camión. Tal vez porque no deseas morir sino que quieres que tu vida muera. Los intereses que te rodean se ven obligados a mostrar sus oscuros engranajes para que el lujo no huya despavorido por la locura. Por la aparente locura. Por la dulce locura. El peso del pasado es demasiado evidente porque, a menudo, los fracasos no son repentinos, son paulatinos y eso es una forma de vender tu alma a trozos. La muerte quizá solo sea la expresión máxima de una soledad que se anhela desde el mismo momento en que te das cuenta de que eres prescindible desde un punto de vista humano. No hay cariños alrededor, solo intereses, solo empujones para que sigas llevando la vida cómoda, el trabajo envidiable, el rostro del triunfador. Y tú sabes que dentro de ti habita un soñador que, un día, soñó con escribir y aportar algo, aunque fuera mínimo. Por eso adoptas ese papel de rey pirandelliano, ultrajado y desquiciado. Para que te dejen en paz.
Ni siquiera cuando crees encontrar el amor encuentras el remanso de paz que tanto buscas. Solo es una evasión momentánea que te distrae de ese mundo de casas insultantemente lujosas, de coches extraordinariamente arrogantes, de bienes que solo están reservados para unos pocos y escogidos. Burgueses vacíos que han suplantado todas las misiones de sus vidas por el consumismo loco y falaz. Quieres sexo, pero sin obligaciones. Quieres paz, pero sin tener que trabajar para poseerla. Quieres que deje de haber tanto ruido a tu alrededor pero no pones el silenciador. Y todo es una mirada perdida, un sueño roto, una quimera imposible, tierra sobre el cuerpo, la nada.

Una de las películas más personales de Elia Kazan y menos comprendidas con un reparto que incluía nombres tan excepcionales como Kirk Douglas, Deborah Kerr, Faye Dunaway, Richard Boone o Hume Cronyn fue, como no podía ser menos, un rotundo fracaso en la época de su estreno. Tal vez porque esta película te obligaba a ponerte delante del espejo y preguntarte muy seriamente si llevabas la vida que realmente querías vivir o si todo era un montón de dinero que te impedía ver tu propia cara. El dinero que tienes y que no tienes. El deseo que tienes y que no tienes. Las deudas que tuviste y que nunca quisiste saldar. La ternura en fuga. El engaño presente.

jueves, 14 de enero de 2016

JOY (2015), de David O. Russell

En algún momento de nuestra infancia, parece que hacer algo mágico es tan fácil que apenas es un juego, un relato fantasioso salido de la imaginación y que, sin embargo, tiene algo de real que descubre al ser que habita en nuestro interior. En algunas ocasiones, ese ser es un cobarde que preferirá siempre esconderse a arriesgarlo todo para conservar esa magia. En otras, en cambio, perdura y late y lucha por salir al exterior para hacerse un vencedor imbatible, un ser que pisa fuerte y que no permite que esa magia desaparezca. Alguien que nunca olvida de dónde viene pero que jamás ha olvidado hacia dónde tiene que ir.
En el mundo de los negocios no es nada fácil tener éxito. No solo porque alcanzarlo es casi una meta imposible, sino porque en el momento en que se consigue ese éxito, todos se quieren subir al carro y aprovecharse del laureado con las mieles del dinero. Siempre habrá competidores que intenten copiar la idea, o buscavidas que traten de arrebatar la autoría, o profesionales del no que tratan por todos los medios de hacer que el sí sea suyo. Sin embargo, puede que en algún lugar yazca esa bestia que tiene miedo a sacar las uñas porque ni siquiera sabe cómo sacarlas, que ha sido aplastada por una vida que no regala nada y que tarde o temprano se viene encima con todo su peso o que, sencillamente, ha caído en un entorno que no solo exige dominio y autocontrol sino que succiona las energías restantes en no caer presa de la locura. Pero la bestia está. Y duerme con un ojo abierto.
Quizá el mundo de los negocios es una trampa tejida por toda una multitud de parásitos que ha ideado un papel para cada paso y resulta imposible leérselos todos. Como también resulta imposible entenderlos todos. Y aún lo es más si el vocabulario se arrincona en términos supuestamente técnicos que siempre esconden un sinónimo mucho más fácil. Es la demostración palpable de que los sueños, en realidad, no existen. Son solo quimeras sin salida que evitan el ahogamiento por asfixia pero que no proporcionan suficiente aire para que la magia no desaparezca por razones de hartura, de decepción y, sobre todo, de derrota. Y esa es la palabra clave porque cuando viene la derrota, viene para llevárselo todo.

Retrato de alguien que, simplemente, no se quiso rendir, Jennifer Lawrence, esta vez sí, actúa con potencia y acierto y está muy bien secundada por Robert de Niro, Virginia Madsen, Diane Ladd, Isabella Rosellini y el inevitable Bradley Cooper. La dirección es correcta por parte de David O. Russell aunque, en el algún momento, se pierda en vericuetos archisabidos. Por otro lado, no debe ser muy gracioso para los americanos decirles en la cara que su famoso sueño no existe, que hay que luchar hasta la extenuación por él y que su tierra de oportunidades está abonada con estiércol de decepciones hasta que el olor llega a ser nauseabundo. Por lo demás, una historia de superación personal que cobra más valor cuando se tiene todo en contra y la vida parece una caricatura de lo que se llegó a soñar. Y más aún cuando todos alrededor son dibujos animados sin demasiado que aportar. Es la historia de uno cualquiera entre nosotros. Solo que, esta vez, es una mujer. Y solo ellas pueden empujar con esa fuerza. 

miércoles, 13 de enero de 2016

LOS PERROS DE LA GUERRA (1980), de John Irvin

Matar a unos cuantos muertos de hambre es demasiado fácil. Pero el dinero cae y hay que recogerlo. Da igual si se monta una guerra civil o el país cae preso de los intereses occidentales. Cuando se es mercenario, no hay que atender a razones morales. Sin embargo, algo ocurre cuando se toca el alma de un hombre que está en trance de desaparición. Demasiadas enfermedades tropicales, demasiados tiros hendidos en la carne magullada, demasiados amigos dejados atrás en batallas por dinero. Tal vez un viaje a un posible próximo objetivo sea el detonante para darse cuenta de que hay que matar al hombre correcto y no dejar que todo cambie para que todo siga igual. El desprecio crece. Las balas hablan.
Y es que, en el fondo, Jim Shannon sabe que a él se le ha utilizado con la misma intención con que se explotan esos países sin nombre ni geografía. Solo una nación más en algún informativo televisivo que dedica apenas unos segundos a despachar unas cuantas miles de muertes. Y ya empieza a estar demasiado cansado porque ha sacrificado muchas cosas. Dejó a la chica que más le gustaba porque no podía compartir con él un destino hecho de sangre, dólares, libras, francos y armas. Siempre tenía que ir a Asia, o África, o América a montar una guerrilla que acabara con el dictador de turno tan solo para poner otro que favoreciera más los intereses comerciales de grandes emporios empresariales aún más fríos que el bastardo de turno. Y eso no era vida. Y tampoco era muerte.
Con el dinero en liza, es fácil comprar armas, vehículos, helicópteros…incluso convencer a alguna fuerza nativa rebelde para que se una a la revolución que siempre es una mujerzuela que se corrompe. Por una vez, Jim Shannon va a hacer lo correcto. No va a poner al títere que se vende con gusto con tal de amasar una enorme fortuna. Va a poner al hombre honrado, que ha sufrido como él, que, tal vez por eso, tenga más ganas de hacer algo por la gente y menos por el capitalismo salvaje que devora cuanto toca con la frialdad de una ráfaga de dinero. Es una cuestión de hacer un último acto de honradez antes de que el cuerpo diga basta.

Basada en la impresionante novela de Frederick Forsyth, Los perros de la guerra se resiente de varios errores como la elección de un protagonista demasiado joven como Christopher Walken para interpretar a ese hombre curtido en mil batallas y herido de mil maneras, o de un acabado que se deja ver pero que denota una alarmante falta de presupuesto dejando esta película en los terrenos de la serie B pero, no obstante, la historia no deja de fascinar y de poner sobre el tablero la certeza de que las vidas de muchos millones está en manos de los que quieren más…Es lo que tiene el dinero, que nunca es suficiente. Hasta que un hombre clave decide poner en juego el factor que jamás se tiene en cuenta como es la honestidad en un negocio sucio. Así es como se acaba verdaderamente con los auténticos perros de la guerra.

martes, 12 de enero de 2016

ATRAPADO POR SU PASADO (1993), de Brian de Palma

Si queréis escuchar lo que se dijo sobre John Ford y "El gran combate" en "La gran evasión" lo podéis hacer aquí

Los ojos se cierran con el cansancio como compañero. Todo va perdiendo su color y se presentan las ensoñaciones y recuerdos en blanco y negro, como si esos nuevos ojos que se han abierto en el estómago fueran ya los definitivos. Fue difícil dejar el andén del dinero fácil y comenzar a pensar como un hombre honrado. Y el pasado una y otra vez haciéndose presente, tratando de arrastrar de nuevo la intención hacia el pozo. Los viejos amigos que traicionan. Los favores pendientes. Los sueños inalcanzables para la gente que ya ha visitado el infierno unas cuantas veces. El paraíso se diluye aunque la sombra de ella sea lo más hermoso que se pueda recordar en la muerte ya que la vida se está escapando a cada respiración. Ya queda poco. Solo un par de errores, un par de menosprecios, un par de jugadas astutas y creer que aún se puede confiar en alguien. Carlito Brigante ha llegado al final del camino. El agua está ya muy cerca. La estela de la luz del sol llama hacia la belleza y ya no se puede apreciar nada. Ni la belleza, ni la fealdad, ni lo que está bien, ni lo que está mal. El pasado ha ganado. Carlito, sencillamente, ha perdido la última mano.
No es fácil intentar seguir un camino recto mientras se ponen continuamente obstáculos. Nadie es lo que dice ser y hay que mantener la cabeza fría mientras se piensan las cosas con calma. Los italianos, la tranquilidad, el maldito Kleinfeld que solo ha sabido ser débil y ambicioso, los portorriqueños, las drogas llamando a la puerta, las viejas amistades que dejaron de serlo por unos años menos en prisión, las bocas cerradas y las puertas abiertas. ¿Quién sabe? Las segundas oportunidades existen y hay que aprovecharlas con un poco de efectivo en el bolsillo. La calle ya solo es un pedazo de sol abigarrado de gente y ya no tiene ningún sentido. Nada lo tiene salvo ella en el paraíso. Porque ella fue el amor, fue la ventana por donde respirar, fue la inspiración para que hubiera un mañana, fue el día luminoso entre tanta noche. Ella fue el sueño de irse cuando ella ya estaba lejos. Y sin embargo, ese eterno pretendiente que es el pasado vuelve de nuevo para hacer que todo sea equívoco, falso, inevitable. Es como si el pasado hubiese escrito el futuro y se hubieran hermanado en una extraña combinación de balas, suerte y código. El paraíso se desvanece. Ella llora. Los ojos se cierran. La libertad fue un sueño. El camino se acaba.

Brian de Palma dirigió una de sus mejores películas, más contenidas, más comedidas y más sabias cuando el argumento era muy propenso a ser presa del exceso. Y contó para ello con la colaboración de un Al Pacino enorme, fantástico, preciso en el gesto y certero en la actitud que domina toda la historia de principio a fin con la seguridad de que ese camino, el camino de Carlito Brigante, es de su propiedad porque él le dota de carne y espíritu, de ánimo y de comprensión…y también de enorme derrota aceptada porque el destino, ese maldito traidor, tiene desde hace mucho tiempo un par de balas grabadas con su nombre. Las dejó encargadas el pasado.

viernes, 8 de enero de 2016

LA CAZA (1966), de Carlos Saura

La misma historia de siempre. La envidia tan típicamente española. El calor tan típicamente español. El cotilleo tan típicamente español. La sangre hervida tan típicamente española. La muerte inútil tan típicamente española. No nos soportamos. Somos incapaces de vivir en paz y en armonía. Cada uno tiramos hacia nuestro lado porque es lo que más nos mueve y, casi siempre, en la dirección equivocada. El señorito. El siervo. El perdedor. El joven. Todo se arregla de un manotazo y listo. Y tampoco es que sea una decisión muy pensada. No hay planificación previa. Solo un momento de ira sin control y vamos a por ello. No hay que pararse en consideraciones tan simples como la reconciliación nacional, el vivir juntos que siempre nos hace más fuertes, el perdón, la comprensión, la reconciliación social y, sobre todo, el futuro. Un futuro que ya condenamos de antemano a vagar desorientado, sin rumbo fijo, con la mirada llena de pánico y el miedo presente. Españoles. Raza de cazadores de sí mismos. Un cuento de nunca acabar que cansa en medio del sol de justicia. De justicia. La que no ha habido nunca ni nunca la habrá.
Da lo mismo cazar conejos que cazar hombres. Todos somos hurones que nos introducimos en madrigueras para agarrar a la presa y no soltarla de nuestros dientes repletos de rabia. De eso nos sobra. Rabia. Rabia contra el más débil. Rabia contra el más poderoso. Rabia contra el que triunfa. Rabia contra el que pierde. Invadir vidas sin pensar en el daño que se puede causar. Estar en el bando de los que vencen es muy fácil. Lo difícil es permanecer en el bando que nos hace personas de bien, deseosas de construir algo con un nexo de unión, ataviadas con el trabajo de nuestros manos y el buen humor del que tanto hacemos gala cuando nos viene en gana. Cuevas vacías en pechos henchidos de falso orgullo. Cuevas como símbolos en humillaciones sentidas que suplican una revancha que no llevan a ninguna parte. Como esa España de rumbo perdido hace mucho, mucho tiempo. Hecha de personas que huelen a pólvora vieja y sudor seco, a camisa blanca y venganza oportuna. Siempre intentándonos destruir. Siempre regodeados en la derrota en un país de perdedores.

El blanco y negro parece el color de un campo cualquiera de Castilla mientras el olor a tortilla de patata y a whisky de garrafa parece inundar las sensaciones. Una copla y una contestación mal dicha. Una maldición y un disparo. Otro camino abierto hacia la separación, hacia el rencor más rancio, hacia el cansancio más perdurable. Carlos Saura lo supo bien y nos dejó algunos metros de película que no guarda ninguna contemplación con las debilidades tan típicamente españolas. Esas mismas debilidades crueles que causan muertes, diferencias, odios, rupturas, uniones contra natura e imposiciones sordas. Nada es lo que parece salvo un español. Y unas cuantas balas se encargarán de demostrarlo con la saña que tanto nos caracteriza.

jueves, 7 de enero de 2016

STEVE JOBS (2015), de Danny Boyle

“No es un código binario, Steve. Se puede tener talento y ser decente”
De un tiempo a esta parte, hay un intento continuado de elevar a los altares a esa pléyade de inventores tecnológicos que han sido conocidos como los “Piratas de Silicon Valley”. Tal vez porque la Humanidad está necesitada de mitos modernos y cree que, por el hecho de ser renovadores del modo de vida, de haber hallado los más modernos métodos de información y de relación tienen que estar a la altura de Wolfgang Amadeus Mozart, de Bob Dylan, de Miguel Ángel Buonarroti, de Stanley Kubrick o de John Lennon. Como si el avance cibernético hubiera sido arte cuando, en realidad, era solo negocio. Un negocio que necesitaba algo de talento pero negocio, al fin y al cabo.
Todo porque el fin último era amasar dinero, ese poderoso caballero que ha llevado a la mayoría de la gente a pensar que, quien lo tiene, o lo roba o lo posee porque es un genio. Y no hay nada más alejado de la realidad. Muchísimos genios murieron pobres (que se lo pregunten a Vincent Van Gogh o a Franz Schubert) y muchísimos multimillonarios no tuvieron más que el ojo suficiente como para estar en el lugar preciso y en el momento adecuado dando con el quid de una cuestión que, de pura simpleza, llega a ser una necedad. Y en este último caso no había mucha decencia. Solo oportunidad.
Así llegamos a la figura de Steve Jobs, un hombre que creía que era decente tan solo porque tenía talento. Y no solo eso. Sino que creía que el talento era la justificación necesaria y suficiente como para llevar la razón en todos los órdenes de la vida cuando en realidad era alguien que carecía de empatía con los que estaban a su alrededor, creía firmemente que ninguno valía más que él y que, además, no sabían ver el inmenso talento que le llevaba, no solo a ser una de las figuras más importantes del mundo cibernético, sino a tomar todo tipo de decisiones bastante discutibles en su vida privada. Decía las cosas sin acritud, con el peso que le daba haber descubierto esto o aquello, haber cogido el invento de otro y mejorarlo, haber entendido la necesidad imperiosa de una sociedad que estaba al final de una época de solución manual. El director Danny Boyle estructura la película a través de tres presentaciones de otros tantos productos y de todo el universo que se mueve en su órbita de genio discutido y discutible haciendo de él un ser humano que quizá tuviera algo de genio pero, desde luego, muy poco de decencia auténtica, que brotara de su interior con naturalidad, de forma innata, sin que nadie se lo dijera.

Maravillosos son los trabajos de Michael Fassbender y de Kate Winslet y hay que mencionar el soporte que brindan Michael Stuhlbarg y Seth Rogen pero la película se pierde en conversaciones interminables que pretenden describir el mosaico de la personalidad de Steve Jobs de forma algo repetitiva y tediosa. Hay momentos de cierta brillantez como la discusión entre Fassbender y Jeff Daniels y algún que otro diálogo de cierta profundidad pero a la cinta le falta alma, la misma que le faltaba al propio Jobs y eso hace que todo sea algo de fácil olvido, con el mero recuerdo de la difusa y confusa personalidad de un hombre que se adelantó a los deseos de la multitud…tal vez porque era parte de ella. Solo uno más. Alguien que quiso ser como realmente fue.

martes, 5 de enero de 2016

EL JUEGO DE HOLLYWOOD (1992), de Robert Altman

-. En veinte palabras, una sinopsis sobre de qué va esto.
-. Es un productor ejecutivo de un gran estudio que tiene que rechazar o aceptar proyectos y comienza a recibir anónimos. Veinte justas.
-. ¿Anónimos de quién?
-. De un misterioso guionista despechado al que le ha rechazado algún argumento. Al mismo tiempo tiene un romance con una pintora y…
-. Vamos, vamos, o sea, una historieta contra Hollywood ¿no?
-. Sí, pero podemos contratar a unas cuantas estrellas que vayan apareciendo a lo largo de la película y el productor es un tipo con bastante clase y…
-. Bien, ya le llamaremos.
-. Será un negocio redondo. Lo único que hace falta es un plano-secuencia al principio como hizo Orson Welles en Sed de mal.
-. Está bien, le he dicho que ya le llamaremos.
-. No se arrepentirán.
-. Hay muchos argumentos que no pasan de la puerta de entrada de este despacho. Recibo más de dos mil propuestas al año y mi estudio solo puede decir que sí a seis o siete.
-. Con que diga que sí a éste, bastará para financiar a los otros seis.
-. Permítame que lo dude.
-. Y si no, aténgase a las consecuencias.
-. ¿Me está amenazando?
-. En absoluto, solo estoy diciendo que se atenga a las consecuencias. Si no me llaman de aquí al jueves, me voy con el proyecto a otra parte. Es algo divertido, intrigante, bien hecho, con cierto estilo y deberíamos llenar la pantalla con nombres ilustres.
-. Oiga…el productor soy yo y, por tanto, soy yo quien decidirá a quién se contrata para su historia, en caso de que decidamos hacerla, claro.
-. Por supuesto, pero mire. Necesitamos a un director como Robert Altman, un especialista de esos que sabe meter en la misma película veinte tramas diferentes y paralelas y que no resulte pesado sino brillante, incisivo…algo así.
-. Se está adelantando usted unas cuantas reuniones. Salga o llamo a seguridad. La reunión ha terminado.
-. Si llama a seguridad, aténgase a las consecuencias.
-. ¿Otra vez? Esto ya es demasiado.
-. Usted verá. Un guionista enfadado puede ser un asesino despiadado. Vaya frase ¿eh?
-. Muy buena, muy buena. ¿Tiene usted el guión ahí?
-. Sí, lo llevo en mi portafolios. Pero no lo va a leer nadie.
-. Si me deja el guión, le daremos una respuesta definitiva, digamos…en quince días.
-. Tres.
-. Diez.
-. Siete.
-. Ocho contando el fin de semana. Vamos, démelo. Lo guardaré en la caja fuerte si eso es lo que le preocupa.
-. No me preocupa eso. Me preocupa usted. Usted es un tiburón con traje de dos mil quinientos dólares. Eso impresionará a los novatos pero a mí, no. Para mí, usted es un chupatintas más o menos competente que lo único que hace es decir que no a los incautos guionistas que se acercan hasta aquí para proponerle lo mejor de sí mismos.
-. Vamos, no lo vea todo tan oscuro. Contrataremos a los mejores, se lo prometo. Incluso hablaremos con Altman. Dudo mucho que acepte pero por probar no se pierde nada.
-. Entonces… ¿acepta el argumento?
-. Claro que sí. Solo estaba siguiendo paso a paso el manual del protocolo de aceptación. Me gusta la historia. Ahora lo que quiero es ver si me gusta el guión.
-. Aquí tiene.
-. ¿Cómo se llama?
-. El juego de Hollywood. Es una especie de comedia muy aguda. Los productores no salen muy bien parados.
-. No salimos bien parados ni siquiera cuando no se habla de nosotros.
-. Ah, no quiero que el protagonista se salve en el último minuto.
-. No se salvará.
-. No voy a negociar sobre ello. Al protagonista lo matan.
-. Tranquilo. Altman no es un hombre que quiera cambiar nada si le gusta lo que hay.
-. Eso espero.
-. Ya le llamaremos.
-. ¿Está seguro?
-. Completamente. Déjeme leer el guión. Si hay papeles suficientes para todas las estrellas que tengo en mente, va a ser algo espectacular.
-. Gracias. Muchas gracias.
-. Y éste es el juego. El protagonista, al final, habrá que salvarlo. A la gente no le gusta demasiado que le quiten al héroe. Estos guionistas, se creen que escribiendo cualquier cosa van a hacer negocio. El negocio está cuando el protagonista se salva, no cuando muere. Incautos… Ponernos a caldo es una cosa. Matarnos, es otra.