miércoles, 3 de febrero de 2016

GERTRUD (1964), de Carl Theodor Dreyer

Pasado, presente y futuro de una mujer a la luz de un espejo. Las habitaciones están desnudas, casi sin cuadros, como queriendo cegar el muro que asiste al camino hacia la liberación. El presente es frío, casi gélido, sin más atributos que una prometedora carrera política disfrazada de interés público. No hay muchos escrúpulos porque todo resulta meticulosamente planeado, como hacer el amor con los movimientos ensayados, como calcular hasta dónde puede llegar el placer. El pasado se presenta cansado, derrotado, embestido, herido, acabado. Mientras fue presente fue algo maravilloso que acabó por morir porque había por delante un futuro lleno de letras juntadas con belleza, de aires bohemios y de homenajes en no pocas universidades pero, sin embargo, ella misma acabó con el disfrute conjunto porque supo, en su momento, que no era más que un aditamento más en una vida que solo buscaba el triunfo y la fama. Y ahora ese pasado vuelve quejumbroso, lento de movimientos, moralmente hundido a suplicar una última oportunidad. Ella no lo entiende. Tal vez porque cree que el pasado está muerto. El futuro es el amor a todas horas. Bajo un árbol, alrededor de un piano, en los aledaños de la puerta del dormitorio, en el mismo polígono de tormentos…pero es traidor porque todas sus palabras están revestidas de una belleza fingida, de una promesa que no debería decirse, de una esperanza que tendría que quedar en el saco de los pensamientos más profundos y no aflorar jamás. Al principio, parece que ese futuro se va a convertir en un presente maravilloso, lleno de conciertos de música, de talento en las notas y en el amor pero no es más que un leve espejismo que se desvanece en cuanto todo se vuelve serio y definitivo. La mujer tiene que avanzar. El hombre se queda. El pasado vuelve con una última y definitiva derrota. El presente permanece impasible, atónito, presa de la inmovilidad. El futuro deja de ser decisivo y es tan leve como una hoja de árbol arrastrada por el viento. Pero ella sigue adelante, sigue teniendo anhelos, ilusiones, fuego quemándose. Tiene que vivir aunque sea sin volver a probar el amor. Tal vez porque ése es un destino que no deja de ser dulce. Disfrutará de amistades. Disfrutará de tranquilidades. Disfrutará del tiempo. Y, sobre todo, será ella misma. Sin ataduras con ninguna conjugación del verbo amar. Ella ha amado y quizá eso sea lo que más importa. El resto no es más que una serie de circunstancias imprecisas y fascinantes que también hay que explorar fuera del amor porque, sin darnos cuenta, al encerrarnos en el laberinto de nuestro querer estamos negando la evidencia de la vida. Y eso, la mujer, no lo puede permitir. Puede, incluso, que la mujer esté más enamorada de la vida que los hombres y, por eso, no haya frustración alguna en la ausencia de amor. Solo un minuto, el siguiente. Solo una puerta cerrada para que la muerte venga de visita para llevarse lo que queda de un puñado de valentía.

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