jueves, 31 de marzo de 2016

BATMAN vs. SUPERMAN (2015), de Zack Snyder

Los héroes ya no son lo que eran. Solo hay que ver cualquiera de las adaptaciones últimas de la compañía DC para darse cuenta de que ya no son aquellas viñetas luminosas y optimistas en las que el bien siempre triunfaba por encima de cualquier otra consideración. Ahora los héroes se mueven a través de las bajas pasiones humanas aún a sabiendas de que ellos no son cualquier humano. Están a solo un paso de la villanía y ya hay muy pocas cosas que lleguen a ilusionarlos con la esperanza como arma.
Y si a eso le añadimos la dirección de un hombre que tiene serias dificultades para encuadrar los planos fuera del croma como Zack Snyder, el tema solo puede ir hacia el lado más oscuro, hacia héroes sin rumbo que sienten envidia, que dejan de tener dobleces para solo ofrecer los pliegues de su condición. La osadía de ofrecer el papel del hombre murciélago a Ben Affleck no pasa de ser un error previsible porque el chico actúa más bien poco sin importar la película en la que interviene. Y, para rematar, el inaguantable de Jesse Eisenberg en la piel de Lex Luthor está en el plan Robert de Niro pasándose de rosca con premeditación y alevosía para intentar llegar a la sombra de Kevin Spacey con la locura como excusa.
Por otro lado, Amy Adams como Lois Lane no deja de ser un acierto porque se deja de ñoñerías y compone a la novia del hombre de acero con cierta inteligencia y valentía mientras el mundo se derrumba, las explosiones se suceden y los fuegos artificiales hartan porque están todos muy acumulados en un tramo. Por supuesto, el espectador poco exigente saldrá encantado, con los ojos haciendo chiribitas ante tanta pirotecnia sin fondo en lo que se antoja un prólogo de la Liga de la Justicia para establecer la debida competencia a Marvel con su grupo de la iniciativa Vengadores. Por lo demás, los héroes están tristes, los héroes son solitarios, los héroes son taciturnos y los héroes son bastante torpes en sus pasiones. El croma funciona como elemento omnipresente y ya tenemos otro eslabón más de la cuerda de churros.

Y es que, sin duda, ser un héroe no es fácil. Toda acción buena puede ser tomada como mala dependiendo en exclusiva de los ojos con los que se miran. Los destrozos imposibles se toman como algo normal en las megalópolis que se presentan bajo las habilidades de Superman y de Batman y la decepción parece que toma cuerpo al intentar rellenar los resquicios con rapidez y acción. La vieja trampa que se pone a cualquier héroe que se precie. Vamos deprisa que las razones sobran. Y ya habrá tiempo para meter un par de planos de Jeremy Irons en el papel del viejo Alfred para contentar a los ojos expertos y deseosos de que, además de tantísimo rayo arrasador y tanto edificio roto, también haya una historia a la que hincarle el diente. Y si hay algún punto espinoso, siempre habrá un nudo informático que valdrá para explicar lo inexplicable. Las campanas ya doblan y no se pueden desdoblar. Los malvados afilan los colmillos, los monstruos vuelven del Averno y el amor debería ser el motivo, el objetivo y la meta. Lástima que ir de cabeza hacia el lado oscuro sea una excusa fácil para que los héroes ya no sean lo que eran. Tal vez los espectadores, tampoco. 

miércoles, 30 de marzo de 2016

CALLE CLOVERFIELD 10 (2016), de Dan Trachtenberg

El terror puede habitar en las cosas más rutinarias que nacen después de un golpe demasiado traumático como para ser asimilado con facilidad. No se sabe muy bien si se está viviendo una verdad dentro de una mentira o, por el contrario, la paradoja de la realidad es tan convincente que lo que es verdad no es más que miedo. Miedo, ésa es la palabra. Miedo en las miradas aviesas que parecen amenazar en cualquier conversación sin fondo. Miedo en las actitudes de un gigante que parece trastornado por un mundo que no ha dejado de atacar. Miedo en la sospecha de no ser la primera víctima de algo que no tiene forma. El infierno está ahí, unos cuantos metros bajo tierra…y su apariencia es la de un hogar seguro y bien sellado.
Hay que tener mucho cuidado si se tiene alguna idea porque puede perecer bajo el peso de alguien que exige agradecimiento a todas horas. Tanto es así que hasta un simple juego se transforma en una temible advertencia. Y aunque la evidencia está ahí mismo, al otro lado del cristal, la tentación de la huida está latente en todo momento, como una espuela que forma herida en una convivencia no deseada. Los ruidos se suceden y la lógica se pone en fuga porque nada tiene sentido aunque, sin duda, hay una explicación. La crisis sentimental, el accidente, la lesión, el despertar, la duda continua, el presentimiento de la tortura…todo se confabula para que el fin del mundo sea una llamarada de furia en una ratonera para tres. Lo que viene después solo puede ser contado una vez.
La imponente presencia de John Goodman domina esa amenaza que está presente en toda la película, como un desequilibrio de la Naturaleza que acabará por asentarse en una fábula increíble. La dirección de Dan Trachtenberg es hábil, dosificando bien los tiempos, sin llegar a aburrir en ningún momento y eludiendo la trampa del estancamiento. La música de Bear McCreary es cortante, climática, acertada, misteriosa e, incluso, apasionante. Hay algún que otro detalle que se queda a medio explicar pero eso no empaña para nada el resultado final de una película brillante, que hace del suspense un compañero de escena y que introduce el elemento de la inquietud con insistencia hasta que llega a ser algo tan normal como la oscuridad de una sala de cine.

Y es que no es fácil abstraerse del hecho de la incredulidad, de la certeza de la perdición, de la verdad contada por partes, del horror de la convivencia, de las intenciones ocultas, de la traicionera memoria, de la sorpresa inesperada acompañada de la expresión equívoca. Quizá la única manera de evitar que el hogar sea un infierno es haciendo que todo vuele por las aires e introducir un poco de fuego en la boca del dragón. Así todo quedará en el aviso de un relámpago que, al brillar en la noche, avisa de que nada ha acabado, de que la Calle Cloverfield 10 era una pecera donde habitaban unas personas que se movían de un lado para otro en apariencia de seguridad pero a las que les faltaba la libertad. Y ese sentimiento no es algo que pueda ser comprendido por cualquier ser del universo. Es exclusivamente humano. Exclusivamente desesperante. Algo por lo que solo se puede luchar con la imaginación y la solidaridad. 

martes, 29 de marzo de 2016

LA MUJER DEL AÑO (1942), de George Stevens

No es fácil ser una mujer independiente, de éxito comprobado, respetada en los círculos más elitistas y, a la vez, llevar la romántica vida de alguien que se ha enamorado locamente. Claro que si se supiera algo de béisbol la cosa cambiaría. Más que nada porque no se puede criticar a un deporte tan genuinamente americano y quedarse tan tranquila. La válvula de escape para un buen puñado de ciudadanos que están viendo cómo se va a entrar en guerra de forma inexorable no merece ser vilipendiada como un deporte de masas aborregadas que no piensan en los asuntos realmente importantes. Pero ¿quién dice que amar a tu pareja, cuidarla, repartir algo de cariño en tu entorno más cercano no sea importante? Puede que eso no vaya con la mujer moderna, independiente, de éxito comprobado y respetada en los círculos más elitistas. Y que no se entienda mal. No es que tenga que hacer bollos imposibles, café amoroso, tostadas saltarinas y ocuparse de la casa. Se puede ser una mujer emancipada sin dejar de dar algo que es fundamental para muchas personas como es el amor. Por mucho que se llegue a ser la mujer del año.
Y es que ya son muchas cosas. Un premio por encima de todo dejando de lado la obligación más básica. Una noche de bodas repleta de invitados que se resisten a abandonar la habitación conyugal. Una conferencia sobre la liberación de la mujer en la que solo hay un hombre. La adopción de un niño así por las buenas para que se pierda entre los muros vacíos de una casa propiedad del mundo. No, no puede ser. El béisbol es deporte de equipo, igual que lo es el fútbol. Hay que remar en la misma dirección y con la cabeza puesta sobre los hombros. Quizá solo queda el humor para digerir todo esto y también eso se acaba. Incluso cuando la mujer quiere dar a entender que está preparada para crear ese ambiente que toda familia necesita y resulta que el bollo se desborda, el café se derrama, las tostadas caen al suelo o se cogen al vuelo y la casa es un caos a los diez minutos. Eso convierte al hombre en un mero limpiador. Y si el hombre es el que lanza la bola, la mujer es la que tiene que batear.

Tracy-Hepburn de nuevo, dando lecciones en su primera colaboración en el cine. De aquí nació el amor legendario que tantas líneas ha ocupado. Y descubres que hubo una gran complicidad entre ellos, que cuando Kate Hepburn actuaba, Spencer Tracy reaccionaba. Y no se ven girar los engranajes, todo parece que se desliza como en un tobogán de seda y humor. Al fin y al cabo, la mujer del año tenía que existir porque había un hombre del año detrás. Por una vez que se cambien las tornas tampoco queda tan mal. Por lo demás, basta con dejarse llevar por el juego y poner un gesto desenfadado en los ojos. Ellos dos hacían el resto, manejaban la historia a su antojo, establecían conexión con el público y no había “strike” al tercer lanzamiento. Todo se reduce a estar muy a gusto estando solos, sin interferencias, sin tipos arrogantes de eficacia dudosa, sin revolucionarios y resistentes. Solo dos que, en el fondo, eran uno.

viernes, 18 de marzo de 2016

ASESINATO POR DECRETO (1979), de Bob Clark

Debido a las vacaciones de Semana Santa y a tener que realizar un viaje a un pueblo de Cáceres para impartir una pequeña charla sobre cine, vamos a despedir el blog hasta el martes 29 de marzo. Mientras tanto, no dejéis de ir al cine. Esa es la auténtica pasión.

Por las calles de White Chapell se deslizan las sombras del infierno. Todo parece obra de un asesino en serie cuando todo es muy premeditado. Hay que tapar los escándalos y nada mejor que unos cuantos asesinatos que parecen obra de un loco sanguinario que dedica a eviscerar a unas cuantas prostitutas a las que nadie va a echar en falta. Sherlock Holmes y su fiel Watson indagan entre las profundidades masónicas y asisten, atónitos, a la inoperancia de una policía que parece paralizada. Son dos viejos amigos llenos de buen humor, de complicidades de camaradas, de inteligencias compartidas. Sí, porque aquí Watson no es solo el fiel compañero que ayuda pero no resuelve. James Mason lo incorpora con tal sabiduría que el viejo doctor resulta también inteligente, fundamental y parte integrante de la investigación. Quizá es el doctor Watson más detectivesco de todos cuantos haya dado el cine. Algo lógico si pensamos que alguna afinidad tenía que compartir con Holmes, que, en esta ocasión, adquiere los rasgos de Christopher Plummer y las actitudes algo desenfadadas, risueñas, atormentadas y sugerentes de un detective mucho más cercano.
Y es que Londres está ahí, con todo su esplendor y con todas sus miserias, esperando que se resuelvan sus misterios escondidos en las tripas de la gran urbe. La niebla cae como un guisante chafado y la verdad se oculta en los huecos de las alcantarillas, tan difícil de ver como de intuir porque, sin duda, la ciudad está llena de recovecos que escriben su historia en los húmedos adoquines de la calle. La taberna, el callejón, el ferrocarril, el manicomio, la ópera, la sala de autopsias, la mirada desquiciada, el vidente, la prostituta, la víctima inocente…un interesante rompecabezas que Holmes debe resolver y no hay más que la respuesta de la misma ley. Complicado de encajar.

Hay que reconocer que Asesinato por decreto es una de las más cuidadas reconstrucciones del mundo y la época de Sherlock Holmes. La ambientación es soberbia y creíble y por las calles diseñadas y recogidas por el cine el gran detective deambula en busca de una respuesta que acaba por ser dolorosa y fríamente sincera. Mientras tanto, hay que disfrazarse y tomar decisiones, derramar lágrimas por la razón de los inocentes y, tal vez, por la muerte del amor. En las intrincadas calles de White Chapell se derrama sangre y se esparcen vísceras. En el 221 de Baker Street se derrocha inteligencia y se expanden deducciones. Es el Londres de la penumbra y de la niebla. Es el hombre que comienza a asesinar en serie. Es un plan que solo está reservado para las clases más altas y las mentes más privilegiadas. Holmes manipulado. Watson eficaz. Elemental y definitivo. Una de las mejores versiones que se han hecho del mítico personaje. Sin concesiones. Con historia. 

jueves, 17 de marzo de 2016

CIEN AÑOS DE PERDÓN (2016), de Daniel Calparsoro

Hay ocasiones en las que a uno le gustaría escribir un artículo elogioso ensalzando una muestra del cine patrio. Entre otras cosas porque estoy convencido de que sabemos hacer buen cine, con sentido y ganas y más si se mueve en las aguas de las historias de género. Y, aunque no lo parezca, llega a ser doloroso tener que escribir que, en algunas de esas ocasiones, somos presa del pecado de la chapuza, de la precipitación, del delirio e, incluso, del abuso continuado de psicotrópicos de naturaleza desconocida.
Y esta es una de esas ocasiones porque, partiendo de una premisa que, en principio, podría ser atractiva asistimos a una serie de situaciones que delatan la falta de trabajo en la historia. Y lo que es aún peor: tratando de hacer pasar todo el asunto por algo absolutamente brillante, lleno de justicia poética, de crítica social incisiva y necesaria y como una película de acción vibrante e inmaculada. Nada de eso se halla en la película. Hay situaciones que, sencillamente, no te las crees… ¿o es que usted se toma una docena de brillantes como si fuesen píldoras sin ayuda de agua y aquí no ha pasado nada? Oh, sí, la corrupción de nuestra clase política es abrumadora y se merecen una lección de aquí te espero…sobre todo porque todos son tontos de solemnidad. Y ése es un error muy común. Los malos, normalmente, de tontos no tienen nada y para ello está el personaje más fascinante de esta historia que es el de Raúl Arévalo…pero resulta que su incidencia en todo el enredo es nimia. Al igual que el incomprensible personaje de José Coronado…por cierto…qué fácil y qué maniqueista es poner a la Guardia Civil como matones del Gobierno. Las referencias a Tarde de perros, de Sidney Lumet y a Plan oculto, de Spike Lee son evidentes pero se hallan a tanta distancia de ellas que, sinceramente, la película se hunde contracorriente sin remedio, intentando luchar débilmente contra el raciocinio normal.
No queda ahí la vaina, sino que, además, es posible que en Valencia haya un túnel abandonado del Metro con un boquete en la superficie de aquí te espero para que, cuando haya una gota fría sobre la ciudad, se inunde hasta las trancas. Cuando se tiene la evidencia de que los ladrones no tienen nada, la trama se precipita de los abismos de la lógica hacia el surrealismo puro. El ladrón que se pone a ligar con una de las rehenes es de traca y mascletá. El punto de partida en el que se explica cómo se gesta el golpe es tan delirante que se llega a pensar seriamente en hacerse ladrón. Hay personajes que están tan mal trazados que llegan a ser caricaturas con peso. La conclusión es de risa floja, con un plano general que enlaza con la soberbia del director Daniel Calparsoro, convencido de que nos ha servido una película impecable cuando, en realidad, ha caído en el pecado de la chapuza de buena factura e indecente desarrollo. Y no sigo porque me va a salir una úlcera.

Por supuesto, luego vendrán los críticos que la ensalzarán hasta la náusea por el mero hecho de ser española e, incluso, algún espectador, como el que estaba a mi derecha, saldrá con el rostro angelical de haber visto algo impresionante y definitivo cuando lo único que merece la película cuando salen los títulos de crédito es un largo y determinante suspiro de alivio. 

miércoles, 16 de marzo de 2016

NOCHES BLANCAS (1957), de Luchino Visconti

La noche es tan fría y tan solitaria como una vida que se reduce a trabajar y dormir. De repente, una luz, una pequeña advertencia del destino que dice que todavía puede haber un momento de cariño, una complicidad sentida, un rastro de verdad en un hombre que deambula sin final. Ya es hora de parar en una estación que regale algo más que un gélido viento en el rostro y el eco de una voz sin respuesta. Un leve perfume que pasa sin tocar la piel, una conversación forzada y una cita para el día siguiente. Un sueño para quien se siente solo en una ciudad que aún tiene las bocas abiertas de la guerra y los inocentes e inacabables juegos infantiles en las calles. Unos ojos que se encuentran y la historia de amor se resiste por una promesa, por un encuentro que no se va a producir, por tener idealizada a la persona que puebla los sueños. Es la incertidumbre del amor. Es el castigo de la espera.
Las noches frías se hacen cada vez más oscuras porque el amor también es una trampa que induce a la crueldad, al intento de la burla para que, por una vez, el triunfo del corazón sea algo que se puede sostener entre las manos, entre los labios que están deseando ser besados, entre la piel que ruega por una caricia. Un futuro que cae en pedazos sobre un arroyo que siempre lleva a la decepción. Ése es el precio que se paga por unas horas en compañía por la mujer que amas, por esa terrible ensoñación que se ha metido dentro como una serpiente que devora todo lo que encuentra a su paso. Incluso la esperanza.

La última noche fría, blanca como la nieve, donde los destinos parecen removerse inquietos por su suerte, donde se vive la ilusión y la más desoladora de las decepciones, donde se asiste a la derrota total porque, a pesar de haber roto en pedazos el futuro, éste se presenta como un fantasma negro, de sombra alargada que solo con una palabra hace que estalle en pedazos el último beso, el último sentimiento y la primera lágrima. Un momento que durará toda la vida, dice él. Un momento que ha valido por toda una vida pero que, sin embargo, acaba por dejarle vacío, inerte, aceptando la suerte de la soledad más desgarradora en una calle vacía, sin bocacalles que hagan cambiar el rumbo, con un perro saltando a su alrededor intentando encontrar las mismas caricias que él ya no va a probar. El gemido sale desbocado por las puertas de la garganta y se pierde en la noche fría y blanca, en la noche solitaria y triste, en la noche que nunca se debió vivir aunque sea para toda la vida. Se ha perdido de una vez por todas. Ya no habrá más ilusiones que vivir. Solo la vida pasando. Aburrida, perezosa, fría, muy fría, con sus noches interminables y sus días insípidos. Luchino Visconti lo sabía bien teniendo a su lado actores como Marcello Mastroianni y Maria Schell. Y nosotros, pobres transeúntes que pasamos por allí, nos acomodamos en un portal y, sin poder hacer nada, asistimos a la derrota definitiva.

martes, 15 de marzo de 2016

NETWORK, UN MUNDO IMPLACABLE (1976), de Sidney Lumet

“¡Estoy más que harto y no puedo seguir soportándolo!”
Es la televisión que manipula, atrae, envuelve y devuelve el pensamiento colectivo. Si no sales en televisión, no eres nadie. Y los índices de audiencia mandan. Tanto es así que son mucho más excitantes que una noche de pasión en un hotel con encanto. La vieja guardia debe jubilarse si no quiere reciclarse y la gente enciende el televisor con la esperanza de ver un nuevo crimen en directo, una nueva confesión en directo, una nueva denuncia descarnada en directo, un nuevo asesinato en directo. Eso es lo que lleva a que los anunciantes contraten porque saben que habrá gente al otro lado de la pantalla observando atentamente qué carnaza se sirve hoy. Todo sea por el negocio. Aunque sea con la coartada del marginal, del que quiere denunciarlo todo porque está harto de todo y tiene que destruir todo. ¿Dónde están los grandes profesionales? Están ahí, dirigiendo los gustos de todos los que se atreven a sentarse delante del aparato de televisión, diciendo lo que deben o no deben ver, ideando nuevas y peligrosas maquinaciones para la manipulación más burda y, aún así, efectivas. Así se fabrican las corrientes de opiniones, los grandes gurús que deben ser seguidos ciegamente en cuanto abren la boca y, por supuesto, el sabor inequívoco y enganchador de la sangre, que siempre vuelve para ofrecer otro trago. Sin darnos cuenta de que eso, como espectadores, nos convierte en fieras sedientas, en estúpidos devoradores de nada, en crédulos receptores de un millar de ideas que no llevan a ninguna parte.

La nueva televisión es la que nos ha llevado a la situación actual. Nulo rigor periodístico, reality-shows vergonzantes que restriegan la suciedad más infecta en nuestras caras y no somos capaces de volver el rostro, manipulaciones informativas de claro color amarillo que nos creemos a pie juntillas, bastardas opiniones de interminables tertulias que ahondan en cualquier herida hasta extraer todo el pus sensacionalista, concursos mentecatos que ofrecen oros y moros y son meros alargamientos de una emoción que, simplemente, está descuartizada, teleseries de rodaje rápido y consumo meteórico que dejan un pie dentro y otro fuera con tal de que el espectador esté ahí en el próximo episodio, humores zafios y grotescos que recaudan mucho sin dar nada…Esto, en su momento, solo podía pasar en América. Ahora el futuro nos ha alcanzado y la televisión ya no es un medio sino un instrumento de lanzamiento para bocas que deberían estar siempre cerradas, que utilizan la libertad de prensa como excusa para vomitar todo lo que sirva para ser, de nuevo, cabecera de noticia y servir la ración diaria de carne picada que todo público de bajo nivel exige puntualmente. Se nos avisó de un mundo implacable hace cuarenta años. Hoy vivimos en él y nos regodeamos de su existencia.

viernes, 11 de marzo de 2016

EL HOMBRE DE LA CABINA DE CRISTAL (1975), de Arthur Hiller

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…la culpa de estar vivo cuando todos los demás están muertos. La paranoia cruzada con la locura tiene la descendencia del castigo, ése que no recibí, ése que no tuve. Por eso hay que sufrir el martirio de los pies heridos, de los brazos quemados, de la catatonia elegida, de la usurpación de papeles. Ocupar, por una vez, el lugar del dominante y recibir la pena más terrible. Morir para poder ser libre. Ser libre para poder morir. Olvidar para dejar de soñar. Esconderse para dejar de sentirse como el inmerecido superviviente del Holocausto. No hay nada como engañar. No hay nada como engañarse.
Y es fácil conseguirlo cuando se tiene el dinero suficiente como para dejar pruebas sembradas en distintas partes del mundo para ser utilizadas en el momento oportuno. No hay nada como volver a revivir los horrores innombrables de los carniceros más sangrientos para poder reírse de todos ellos con una actitud de prepotencia muy cercana a la seguridad de estar más allá del bien y del mal. Fingir ser judío para ser un nazi que finge. Todo se muerde a sí mismo en una interminable espiral de destrucción moral que acaba por devorar a la misma inocencia. Nada es lo que parece y, sin embargo, todo es evidente. Mientras tanto, auténticas barbaridades se escuchan desde el interior de una cabina de cristal que aísla el odio, que separa la locura, que ahoga el pensamiento para llegar al éxtasis.

Maximillian Schell consigue una interpretación que camina peligrosamente entre la monstruosidad de la supervivencia y el deseo culpable de la inocencia consiguiendo un raro equilibrio entre el humor más descarnado y la revancha más sonriente con el destino. Al fondo, todo está basado en una obra teatral del actor Robert Shaw que quiere poner en solfa el complejo de culpabilidad de los judíos que sobrevivieron a los campos de exterminio, el vengativo afán del Estado de Israel persiguiendo desatadamente a antiguos miembros de las SS con el consiguiente margen de error, el devorador efecto del capitalismo sobre una sociedad que no quiere mirar sus propios defectos y la conciencia que siempre se inclina hacia el lado más cómodo. Todo ello bañado con una sutil ironía que Schell potencia con sabiduría al encerrar la moralidad en una cárcel transparente de la que no se quiere salir porque, indudablemente, el superviviente también es culpable y muchos saben que hubieran preferido dar la vida antes que conservarla en un mundo sin los que más te quieren. A partir de ahí comienzan las alucinaciones y el peso de una culpa que no se puede llevar de cualquier manera. Se dispara el sufrimiento y solo se quiere acabar, terminar de una vez, quemado por dentro, inmóvil por fuera, como una estatua de ceniza que se quedó observando cómo la existencia se convertía en humo.

jueves, 10 de marzo de 2016

NUNCA ES TARDE (2015), de Dan Fogelman

Después de tanto humo cegando los ojos, de tantas melodías repetidas, de tantos conciertos en ciudades sin nombre, puede que una carta que nunca llegó a su destino haga que la mente crezca en la primavera, como intentando ver un futuro donde no lo había, como tratando de imaginar un pasado que nunca existió. Son letras de alguien importante, que elogió en algún momento algunas notas y dejó una pregunta en el aire, como esperando una respuesta. Puede que precisamente sea eso lo que ocurra, que ha habido demasiadas preguntas en el aire y se han contestado muy pocas.
Y es que la fama devora a sus presas con mucha facilidad porque las hace criaturas débiles, sin palabra ni promesa, sin compromiso, solo con el anzuelo del lujo, sin más profundidad que la próxima raya de cocaína, sin más mañana que la resaca del día anterior. Es difícil intentar agarrar la vida con las dos manos y querer dejar huella como lo que realmente se es y no como lo que realmente se ha fingido. Más que nada porque la vida se empeña en golpear de repente, en no ofrecer oportunidades a la emoción, en ahogar cualquier intento de redención para una ausencia que dolió demasiado…tanto que nunca se buscó consuelo, como si el dolor fuera, de nuevo, la respuesta para todos los días, para todas las incógnitas, para todos los rumbos aún por tomar.
Esas letras consiguen el milagro de que el humor salga y la inspiración regrese. Y la mente salta entre las flores intentando encontrar un hombro sereno sobre el que reposar, una risa fácil a la que halagar, una cena que nunca llega a producirse…como tantas y tantas otras cosas que nunca fueron y sin embargo se quedaron ahí, agarradas a esa mente que ahora hace lo correcto después de muchos años de vacío, de sábanas arrugadas, de copas apuradas, de mujeres sin sentido…

Esta película no es buena, aunque se deja ver con agrado. No hay nada nuevo en ello porque visita muchos lugares comunes, visitados a menudo, sin grandes pretensiones, sin más mordiente que arrancar alguna sonrisa en medio de la oscuridad que tanto nos puede atenazar pero en ella hay un actor que siente, transmite y se divierte como Al Pacino y llegamos a creer que su aliento amargo es por esa canción que tanto debe repetir en sus actuaciones en directo, por ese coqueteo con el ridículo que aborda a cada minuto alguien que en cada una de sus arrugas tiene más arte que películas enteras. Buenos momentos comparte Pacino con Christopher Plummer y con Annette Bening, dando agilidad al diálogo y profundidad a una historia que se queda en una mera canción sin micrófono. Mientras tanto, una sensación agradable e imperceptible se instala en los minutos que pasan fugaces y dejamos que los anhelos de un viejo pasen por el tamiz de nuestros sentimientos sin creérnoslos demasiado. Porque al fin y al cabo el carácter de las estrellas es tan voluble que todo se reduce a un momento emocionante escuchando una melodía, a una cuestión química de cierta armonía, a un instante de eternidad colgado en la noche porque ese tipo, ese viejo que hace mucho tiempo que dejó de tocar rock and roll, nos recuerda que un día, tan lejano que parece que nunca existió, nosotros también fuimos jóvenes. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

TRÁGICA INFORMACIÓN (1952), de Phil Karlson

El pasado también puede ser un asesino que se dedica a acabar con los presentes. Demasiado odio que toma forma en el corazón para que ahora la maldad quede a oscuras, sin saber muy bien hacia dónde ir. El mundo del periodismo al desnudo con la contraposición del que escribe muy bien, tiene talento y olfato y sabe buscar la noticia aunque está en la dirección equivocada con el que marca esa dirección, solo le interesa el titular a grandes letras, llamando la atención con el sensacionalismo más barato con tal de conseguir un triunfo que durante tantos años se ha escapado con otro nombre. En el camino lleno de sangre se abren paso un periodista de la vieja escuela, ganador de algún que otro premio de prestigio que hundió sus fracasos en alcohol y que quiere volver a rellenar páginas con líneas de categoría, una chica que cree que el deber de informar no tiene que estar reñido con la moral y la búsqueda incesante de un hombre sin rostro que mató a una mujer sin vida.
La ciudad parece que engulle las grises existencias de los que llevan el nadie en el apellido. Un club de corazones solitarios que no es más que una farsa montada para vender, vender, vender. Llegar a esa cantidad de ejemplares que asegure el futuro del perro callejero que se ha aupado hasta la dirección de una cabecera. Solo eso importa. El periodismo vendido a cualquier cosa que levante el morbo del lector. Y el morbo es el mayor comprador de periódicos. No existen más motivaciones. La información imparcial y objetiva no interesa a nadie porque el público no es más que un rebaño de borregos deseosos de sangre en ese papel que compran por unos centavos. Las calles huelen a basura y el aliento de un borracho es más agrio que el aire de una cumbre que, poco a poco, se va pudriendo en sus intenciones. No importa el derecho a la información, lo que importa es vender el dolor, vender la muerte, vender el misterio y alargarlo todo lo posible para vender más aún más. El periodismo cayendo prisionero de lo mismo que debería denunciar. La verdad convertida en prostituta.

Basada en una novela de Sam Fuller, la soberbia interpretación de Broderick Crawford como ese hombre que trata de aniquilar su oscuro pasado es el mayor activo de una película que deja al periodista a los pies de las mismas rotativas. A su lado, la atractiva Donna Reed y el inexpresivo John Derek tratan de dar algo de dinamismo a unos personajes demasiado cortados de una pieza pero que se convierten en engranajes fundamentales para estrechar el cerco a la mentira, una obligación para cualquier periodista que no siempre se da cuenta de que todo lo que se escribe tiene sus consecuencias. Detrás de las cámaras, un hombre como Phil Karlson que sabía imprimir ritmo a lo que narraba, incluso metiéndose por los tortuosos laberintos de una ciudad ingrata que solo quiere tener el consuelo de que a otros muchos les va peor. Y tal vez esa sea la razón fundamental para la crueldad de una mirada impasible.

martes, 8 de marzo de 2016

AUSENCIA DE MALICIA (1981), de Sidney Pollack

Si tenéis ganas de pasar un rato de miedo con las cosas que dijimos en "La gran evasión" acerca del cine de terror no tenéis más que pinchar aquí si sois valientes.

Acosar a alguien por ser hijo de un personaje de cierta relevancia en el mundo de los bajos fondos no deja de ser algo bastante injusto. Sobre todo cuando se trata de alguien que ha tratado por todos los medios de mantenerse al margen de los negocios sucios aunque se haya codeado con ellos. Pero si un ayudante del fiscal del distrito quiere hacer, lo que sea, para dar a entender que la Fiscalía está tratando de resolver el entuerto y una periodista se entera como por casualidad de que se está investigando a un tipo que tiene todas las trazas de tener algo que ver…ausencia de malicia.  Todo el mundo está a salvo menos el vilipendiado. Y no es fácil hacer que un periodista parezca equivocado. La carga de la prueba no recae sobre el periodista sino sobre el difamado. Y entonces es cuando se complican las cosas. Porque un fulano que se dedica a llevar su negocio de bebidas al por mayor y a no meterse en más cosas de las derivadas de la misma vida como ayudar a los que se quiere, no tiene necesariamente que ser tonto y aceptar las consecuencias. Y ahí entra en juego un bien bastante escaso: la inteligencia.
Sí, porque el tipo se las sabe todas. Incluso sabe conquistar. No en vano es Paul Newman. Y en esta película quizá andamos alrededor de uno de los papeles más calculados y, sin embargo, menos conocidos del gran actor. Hay mucha verdad en su personaje porque trata de poner en juego la indefensión que sienten todos aquellos que son nombrados en los medios sin más pruebas que la palabra de un periodista. Luego, en un arbitrio espectacular, cada uno recibirá lo que realmente se merece. Porque el arribismo tiene su precio. Porque el mordiente sensacionalismo periodístico acaba pagándose con creces. Porque, al fin y al cabo, lo que el personaje de Newman pide a gritos sin levantar la voz ni un ápice es que le dejen vivir en paz, de acuerdo consigo mismo, sin molestar a nadie ni ser molestado. ¿Tanto pedir es eso? Sí, en estos tiempos, sí lo es. Todo el mundo trata de sacar tajada del otro, no importa lo que cueste. Incluso si el precio es la dignidad y la libertad.

Al lado de Newman está Sally Field, brillante como la reportera hábil con la pluma pero torpe con las relaciones sociales. Una chica que quiere despuntar y se encuentra con el lado más humano de la noticia mal dada. Y alrededor de ellos, un ejército de secundarios entre los que destaca un actor tan maravilloso como Wilford Brimley, habitual de las películas de Sidney Pollack, que compone un árbitro-juez excepcional, capaz de coger todos los matices del daño y reunirlos en una sola ironía atisbando, además, la jugada que hay detrás de todo ello. El resultado de todo ello es el de una película inteligente, aguda, llena de ritmo y de diálogos brillantes que no deja de ser rabiosamente actual y que nos da un serio aviso sobre el jugueteo del titular fácil y parapetado tras un código deontológico que, simplemente, no existe. Y eso no es suficiente para el periodismo, que debería medir sus palabras hasta dar con la verdad. Y esa es la palabra clave.

viernes, 4 de marzo de 2016

FLOR DE CACTUS (1969), de Gene Saks

Hay que reconocer que la soltería es un estado muy cómodo. Tanto es así que merece mucho la pena mentir y decir que se está casado cuando no es así. Luego viene toda esa palabrería consistente en convencer de que el matrimonio está acabado, que el divorcio es inminente, que el dolor ha dejado de habitar en uno porque ha conocido a alguien que merece realmente la pena…El problema viene cuando la amante tiene conciencia y resulta que quiere conocer a la esposa abandonada. Y no hay candidatas. Así que un tipo que es dentista, posiblemente uno de los trabajos más aburridos del mundo, no sabe de dónde va a sacar a la susodicha para convencer a su novia de que está casado. ¿No sabe de dónde? Bueno, hay una pretendiente al puesto pero…no, no, no puede ser. Es la mujer con menos sentido del humor de la Historia. Y además es poco atractiva. ¿Qué va a pensar la novia? Que el dentista es un hombre de mal gusto, que se casó con un adefesio que solo ha ido empeorando con los años…y además, por si fuera poco, es la enfermera-ayudante del consultorio odontológico. Eso no puede funcionar. Tan eficiente, tan insultantemente puntual, siempre parapetada detrás de su cofia sin hablar de nada más que de las citas y del trabajo y de los empastes y de las caries y del dinero de la nómina…
Un momento, quizá la mujer no esté tan mal. Cuando se quita la cofia gana mucho. Es alta, elegante, con un cierto toque sensual…no, no está tan mal. Lástima que sea tan soporífera. No tiene gracia ni para contar un mal chiste. ¿O sí? De sorpresa en sorpresa. La señora, perdón, señorita resulta que tiene un sentido del humor de lo más agudo. Se pone a bailar y se inventa el paso del dentista. Tronchante. Detrás de toda esa montaña de seriedad resulta que bulle un espíritu femenino tan hermoso…que deja en pañales a la novia ésta neoexistencialista, ingenua, boba, estúpida y bastante ridícula. No lo puedo creer. Al dentista se le están moviendo los dientes…pero por su ayudante, no por su novia. Ay, madre, prepara la factura.
Y es que todos tenemos sentido del humor. Incluso el amigo caradura que va una y otra vez al amigo dentista para que le arregle la boca sin pagar la minuta. Y, claro, el amigo ya hace tiempo que se dio cuenta del volcán que se removía debajo del rostro frío y distante de la enfermera. Y ahora, encima, el amigo dentista se la quiere quedar. Malditos sacamuelas.

Las flores de cactus son raras y solo florecen cuando hay un sol un poco más tibio. Dan belleza al desierto, se abren esperando el abrazo del agua escasa, se exhiben orgullosas cuando han conseguido descapullar en medio de un bosque de pinchos. Así era Ingrid Bergman cuando se vio asediada por Walter Matthau. Solo le faltaba inventarse un nuevo paso de baile.

jueves, 3 de marzo de 2016

13 HORAS: LOS SOLDADOS SECRETOS DE BENGASI (2015), de Michael Bay

Asistir a la proyección de una película dirigida por Michael Bay es un ejercicio de autocontrol en el que se dan cita, a partes iguales, el sufrimiento, la estupefacción, la ira y, en algunos momentos, ronda la idea peregrina de abandonar la sala. Más que nada porque tienes el presentimiento de que todo lo ha hecho premeditadamente, sabiendo que va a irritar mucho con esos planos rápidos como misiles, con mucha cámara al hombro para dar sensación de realidad y dotando de menos profundidad a sus personajes que una piscina infantil.
Y si viendo la película te das cuenta de que hay un aroma no demasiado democrático por mucho que te esté contando un hecho heroico y tremendo al uso del antiguo Álamo, entonces la sensación de náusea se acrecienta a cada minuto y la pregunta de qué diablos hace allí alguien que espera ver algo de cine cae como un mortero en el refugio del pensamiento. Por supuesto, quien desee asistir a una película de acción, con mucho tiro, muchísima escena absurdamente efectista, mucha frase redonda que pone punto final a cualquier conversación, no se sentirá defraudado.
La crítica a la Administración Obama es evidente (no en vano el señor Donald Trump organizó una proyección de esta película en su mansión de lujo para que los amigos tuvieran una idea de la inutilidad del Presidente) y todo es una sucesión de tópicos sonrojantes que incide en el patrioterismo barato, en la camaradería ante todo y en la certeza de que los protagonistas fueron abandonados, más por desconocimiento y dejadez que por otra cosa, en un país de zona caliente que ha traído demasiados lodos posteriores. No hay personajes, solo actores diciendo unas cuantas frases de diálogo. Siendo benevolente, solo John Krasinski consigue dar algo de carne a ese tipo que está enganchado a la guerra y que no tiene hogar hasta que se da cuenta de que todos los días son todos los cielos y que cada amanecer con vida es un regalo divino. Así de simple y de sencillo. Y ya tenemos a uno de los héroes construido.

Por lo demás, no cabe duda de que Estados Unidos es toda una experta en dejar conflictos a medias para seguir siendo considerada políticamente correcta y que eso da lugar a males aún peores, que se abandonó a su suerte a un puñado de agentes de la CIA sin más apoyo que seis soldados encubiertos, gente muy seria, que resistieron hasta el límite el embate de los árabes, fuertemente armados y respaldados por un ejército que se esconde y que no es fácil de identificar. Tal vez es bastante difícil enseñar el concepto de democracia en países que están fragmentados por tribus y que nunca han sabido qué significa esa palabra occidental. Y las causas no importan, solo importan las consecuencias. El pueblo muere, se odia, toma todo por la fuerza sin atender a ninguna razón y sigue con la sensación de opresión a pesar de que toma la salida equivocada, una salida que no lleva a ninguna parte salvo a la peor de todas las opresiones que es la prohibición del pensamiento libre y razonable. Así es cómo se fabrican los fanatismos. Así es cómo mueren las convicciones. Y mientras tanto, los días caen pero no son cielos porque en mucha gente se ha instalado el sufrimiento.

miércoles, 2 de marzo de 2016

LA VIDA EN UN HILO (1945), de Edgar Neville

Un hilo que se saca desde el asiento trasero de un taxi. Y es que, por un lado, está la seguridad, la comodidad, el saber que el mañana va a ser exactamente igual al hoy. El trabajo rutinario y ciertamente aburrido pero eficaz, las tías que viven en la misma casa y el dichoso reloj de Ramón, una cosa moderna que algunos adoran pero que, sencillamente, es tan horroroso como un pulpo en un salón. Ay, Ramón, Ramón. Esos balcones con las ventanas abiertas de par en par para asegurarse la salud y que, al final, han acabado por tirar del hilo otra vez. Con eso no se quiere decir que no hubiera fiestas pero, la verdad, tenían la misma gracia que un vals bailado por dos cojos. O sea, ninguna. Figúrense, si hasta las citas previas al matrimonio fueron verdaderas pruebas de paciencia. Y es que no siempre la seguridad es lo más atractivo.
Claro que por ahí también anda Miguel. Y resulta que su hilo, aunque mucho más endeble, es más divertido. Es ocurrente y bohemio. Es artista y eso siempre tiene un aura atractiva. Próceres sin cabeza para honrar las hipocresías provincianas que, aunque no aparecen durante todo el año, dejan suculentos honorarios. Chistes fáciles pero dichos con gracia porque el tipo sabe manejar el cincel y el hilo no se deshilacha ni queriendo. Y es que la lluvia parece repiquetear pizpireta con singular tono de insistencia. El aburrimiento y la seguridad contra la diversión y vivir al día. No es fácil la elección, vive Dios. Pero una mujer atractiva, formada, culta y bien educada siempre tomará la decisión acertada. Para eso eligen ellas. Y eso no es una cuestión impuesta. Ellas eligen porque es algo que hacen mucho, mucho mejor que los hombres.
Malditas pitonisas que te dejan con la noche en blanco y el interrogante puesto. Así que la vida depende de una decisión que se toma en medio segundo y en la que apenas reflexionas. Pues vaya gracia. Para eso es mejor quedarse en casita y dejar que todas las oportunidades pasen porque después dices no a quien deberías haber dicho sí y todo se queda en un quizás bastante irritante. Y no estamos para bromas, que ser la mujer de uno o de otro no es cuestión baladí. Tanto es así que lo mejor es tomar otro taxi y comenzar de nuevo. O comenzar desde el principio. O comenzar desde el medio. Lo importante es tener el hilo agarrado bien fuerte.

Edgar Neville, en su infinita sabiduría, sabía poner la sonrisa elegante y sofisticada allá donde no llegaba el ojo. Sugería pero no mostraba. Y, más que nada, porque respetaba mucho los latidos de una mujer. Sabía que solían tener clase y un punto de emoción pero no respetaban demasiado las casualidades. Quizá el destino sea una broma o algo escrito. Eso nunca lo sabremos. Pero cuando las circunstancias se empeñan en repetir lo que pudo haber sido y nunca fue, va a haber que ser y siempre será. Buenos estaríamos si la decisión nunca es la correcta. Aunque no sé, no sé…Tal vez algunos no acierten nunca y otros acierten siempre…Baje la banderilla, taxista, que de tanto pensar me he enredado con el hilo…

martes, 1 de marzo de 2016

EL FOTÓGRAFO DEL PÁNICO (1960), de Michael Powell

No hay nada como coger el último instante, ese momento en el que se dibuja el miedo de la muerte en el rostro de la víctima. Filmarlo y luego recrearse en ello. La pata del trípode bien extendida para hacer mella en la garganta y dejar bien claro hasta qué punto llega la excitación de ser espectador de un momento único, de un último momento, del momento.
Claro que, quizá, el viaje de vuelta a la razón sea aún más doloroso por alguien que enseña el lado más tierno de una vida llena de traumas. No es fácil enfrentarse a los propios miedos, al padre que tanto hizo por impregnar la personalidad de inseguridades y humillaciones. Solo así, con la fotografía, se puede inmortalizar el momento más eterno, el que siempre escondemos y guardamos para el auténtico pánico. El hombre como monstruo observador y ejecutor. Tal vez no haya nada más excitante que todo eso.
Y, sin embargo, ahí, en el piso abajo, esa muchacha…Algo tiene en su inocencia. Quiere asomarse al interior porque es como una niña que es incapaz de sentir miedo, solo siente pena, compasión y eso son sentimientos nuevos dentro de esa sed de sangre que siente el fotógrafo. Es como si le desnudara y le dejara abandonado a la intemperie, llorando, acurrucado en un rincón. Ella es la más peligrosa de todas porque no siente miedo ante la cercanía de la muerte y por su rostro solo pasa el intento de comprender a un niño que nunca dejó de hacer fotografías y que pierde su destino en busca de una excitación que es pecado, que es degeneración pura y simple dentro de un mundo pura y simplemente degenerado.

Michael Powell realizó su segunda película en solitario tras su finiquitada asociación con Emeric Pressburger para hacernos el retrato de una obsesión que no era más que la suya propia llevada al extremo. Powell, desde niño, hacía fotografías a todo lo que se le ponía por delante intentando encontrar el instante mágico que hacía que ese momento fuera duradero y, a la vez, inminente. El fracaso con esta película fue histórico hasta tal punto que Powell tuvo que emigrar a Estados Unidos para poder seguir trabajando. Allí conoció a Martin Scorsese que siempre declaró que Powell fue el director más influyente sobre su obra. Tal vez porque ambos querían retratar a la muerte desde distintos puntos de vista. Y es que no deja de ser fascinante llegar a grabar en algún soporte el sufrimiento de alguien, como tanto se ha demostrado en los premios internacionales de fotografía. Tal vez porque solo el sufrimiento vende o puede que, aunque también experimentemos compasión, consigamos llegar a pensar que siempre hay gente que está peor que nosotros. Michael Powell lo sabía muy bien y de ahí que su fimografía estuviera repleta de títulos apasionantes, que ponían a sus protagonistas en la vida pero también ante la cara de la muerte. Algo que resultaba tremendamente turbador cuando el entorno que nos rodea está lleno de color.