miércoles, 9 de marzo de 2016

TRÁGICA INFORMACIÓN (1952), de Phil Karlson

El pasado también puede ser un asesino que se dedica a acabar con los presentes. Demasiado odio que toma forma en el corazón para que ahora la maldad quede a oscuras, sin saber muy bien hacia dónde ir. El mundo del periodismo al desnudo con la contraposición del que escribe muy bien, tiene talento y olfato y sabe buscar la noticia aunque está en la dirección equivocada con el que marca esa dirección, solo le interesa el titular a grandes letras, llamando la atención con el sensacionalismo más barato con tal de conseguir un triunfo que durante tantos años se ha escapado con otro nombre. En el camino lleno de sangre se abren paso un periodista de la vieja escuela, ganador de algún que otro premio de prestigio que hundió sus fracasos en alcohol y que quiere volver a rellenar páginas con líneas de categoría, una chica que cree que el deber de informar no tiene que estar reñido con la moral y la búsqueda incesante de un hombre sin rostro que mató a una mujer sin vida.
La ciudad parece que engulle las grises existencias de los que llevan el nadie en el apellido. Un club de corazones solitarios que no es más que una farsa montada para vender, vender, vender. Llegar a esa cantidad de ejemplares que asegure el futuro del perro callejero que se ha aupado hasta la dirección de una cabecera. Solo eso importa. El periodismo vendido a cualquier cosa que levante el morbo del lector. Y el morbo es el mayor comprador de periódicos. No existen más motivaciones. La información imparcial y objetiva no interesa a nadie porque el público no es más que un rebaño de borregos deseosos de sangre en ese papel que compran por unos centavos. Las calles huelen a basura y el aliento de un borracho es más agrio que el aire de una cumbre que, poco a poco, se va pudriendo en sus intenciones. No importa el derecho a la información, lo que importa es vender el dolor, vender la muerte, vender el misterio y alargarlo todo lo posible para vender más aún más. El periodismo cayendo prisionero de lo mismo que debería denunciar. La verdad convertida en prostituta.

Basada en una novela de Sam Fuller, la soberbia interpretación de Broderick Crawford como ese hombre que trata de aniquilar su oscuro pasado es el mayor activo de una película que deja al periodista a los pies de las mismas rotativas. A su lado, la atractiva Donna Reed y el inexpresivo John Derek tratan de dar algo de dinamismo a unos personajes demasiado cortados de una pieza pero que se convierten en engranajes fundamentales para estrechar el cerco a la mentira, una obligación para cualquier periodista que no siempre se da cuenta de que todo lo que se escribe tiene sus consecuencias. Detrás de las cámaras, un hombre como Phil Karlson que sabía imprimir ritmo a lo que narraba, incluso metiéndose por los tortuosos laberintos de una ciudad ingrata que solo quiere tener el consuelo de que a otros muchos les va peor. Y tal vez esa sea la razón fundamental para la crueldad de una mirada impasible.

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