miércoles, 6 de abril de 2016

YO CREO EN TI (1948), de Henry Hathaway

Quizá hubo un tiempo en el que no poder explicar con pelos y señales una coartada era suficiente como para sufrir una condena de cadena perpetua. Solo los buscadores de la verdad eran capaces de entrever que allí había algo muy extraño. Tal vez los intereses políticos del momento que se vanagloriaban de atajar la delincuencia en una ciudad en la que la Mafia campaba por sus respetos. O puede que fuera simplemente para lavarse la cara frente a la opinión pública respondiendo rápidamente al ominoso asesinato de un policía. Pero detrás de cada condena injusta hay una vida. Y eso es muy difícil de condenar para siempre. La inocencia proclamada a los cuatro vientos no es suficiente. El valor y el coraje de una madre que ofrece cinco mil dólares para cualquiera que ofrezca información sobre los verdaderos culpables tampoco lo es. Tiene que ser un periodista competente, con voz y letra, el que diga a los cuatro vientos que todo aquello tiene que ser un error, deliberado o no, que mantiene en prisión a un hombre durante once años.
Sin embargo, no basta con la claridad periodística, con la conmovedora gramática de unos cuantos artículos que buscan movilizar las conciencias de los lectores. Hay que reunir pruebas para que ese hombre salga de la cárcel y pueda ver a su hijo, de la misma edad que el tiempo que lleva encerrado. Hay que convencer a testigos clave de que digan la verdad y eso es muy difícil cuando el testigo se ha creído su propia mentira. La única salida es buscar otro tipo de pruebas que sirvan para destruir el testimonio del testigo. Y eso requiere paciencia, perseverancia y no pocas dosis de inteligencia. Todo ello visto con una mirada imparcial de periodista ávido de verdad y despojado de cualquier sensacionalismo. Y una cosa más. Creer en la inocencia del condenado.

James Stewart se movió con agilidad para dar carne y tinta al periodista que remueve cielo y tierra para demostrar la inocencia de Richard Conte. Henry Hathaway coloca la cámara lejos, muy lejos de los personajes, para narrar una crónica imparcial sobre el compromiso que todos los que informan deben contraer con la verdad, algo que a mediados del siglo XX no era muy frecuente, como tampoco lo es ahora. Lo cierto es que creer en las personas es el mejor motor de las palabras y demostrar que alguien ha mentido con pruebas irrefutables es el mayor vendedor de periódicos. Pero eso se ha olvidado. Igual que se olvida al artífice del milagro cuando llegan los abrazos, los parabienes y la certeza de que la vida es buena fuera del encierro. Allí quedan las sombras de una época llena de alcohol prohibido, de sospechas habituales, de coartadas que no están demasiado bien explicadas, de rabias nacidas al amparo de las balas, de renuncias crueles por una falsa culpabilidad y, sobre todo, de películas que querían decir algo incluso cuando solo contaban la historia de un hombre que defendió su inocencia y de otro que, por fin, le creyó.

No hay comentarios: