jueves, 2 de junio de 2016

ALICIA A TRAVÉS DEL ESPEJO (2016), de James Bobin

El tiempo es ese enemigo invencible al que, alguna vez, hemos soñado derrotar. Él es el guardián de lo siguiente y el experimentado científico de lo anterior. No hace más que prepararnos para los insignificantes segundos de la muerte y también, de vez en cuando, es más amigable de lo que a primera vista parece. No puede cambiar nada, solo ser el espectador incansable de nuestros acontecimientos. Pero también es mucho más que todo eso. Es el jardín de la memoria y el palacio de nuestros sueños.
Así que Alicia vuelve a pisar terreno maravilloso porque la realidad es cruel y la imaginación distorsiona las desgracias. Es la hora de poner la amistad en la meta máxima y tratar de viajar a través de un tiempo que se convertirá en perseguidor. Es fácil creer que las cosas no serían igual si se hubiesen cambiado en un día determinado pero no es así. La vida, aún más implacable que el tiempo, se afana en conseguir lo que quiere y así hincha cabezas, adelgaza mentiras, esparce las migas y las trata de esconder, el sol brilla, la risa aparece, el tiempo avanza y muere a cada minuto en interminable juego de existencia y destrucción. Todo se confabula para que se desee el triunfo que llega porque sí aunque también podría ser porque no. ¿Cuándo es  temprano? Cuando llega la eternidad.
Siempre he pensado que A través del espejo era un relato mucho más oscuro y menos optimista que Alicia en el país de las maravillas porque nos hacía reflexionar sobre el tiempo inexorable, sobre los acontecimientos que han marcado nuestras vidas, sobre el cinismo de los días que nos ha tocado vivir, sobre el heroísmo que se requiere al pasar de la niñez a la vida adulta. Tim Burton no ha querido dirigir esta segunda parte aunque se ha reservado un lugar en la producción y aunque todo siente, respira y sufre como si él estuviera detrás de las cámaras falta como algo de alma propia, de sentido gótico y tenebroso más propio de un ser marginal. Mia Wasikowska ya no es aquel caballero de brillante armadura y juvenil impulso y Sacha Baron Cohen sigue igual de irritante. Los muñecos vuelven a deambular de aquí para allá, el croma hace su trabajo con algunas secuencias realmente espectaculares pero hay como un distanciamiento de los personajes que lo convierten en una película ajena, como si Tim Burton hubiese cruzado el espejo y otro se encargara de poner orden en una historia tan triste que se queda en simpática. Más allá de eso, hay una cierta falta de imaginación en algunos trucos, algún homenaje al Metrópolis, de Fritz Lang; una secuencia de apertura impresionante que incluso hace desear que el mar sea protagonista de la furia que mece a los barcos de la aventura con alguna ola de humor agradable. Y aún así, parece como si siempre faltara un minuto para tomar el té.

Vuelvo a este lado de la pantalla, donde las teclas me esperan ansiosas, como queriendo juntar palabras del jardín de mi memoria para decir que el cine, mucho más que un entretenimiento, es donde yo he construido el palacio de mis sueños. Cuando entro en una sala, atravieso ese espejo que separa la realidad de la fantasía y, muy a menudo, consigo colocar la ingrata realidad en su sitio gracias a la fuga que me ha proporcionado la fantasía. Todos hemos sido Alicia. Todos hemos dejado que el tiempo hiciera su trabajo. Todos nos hemos hecho mayores. 

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