viernes, 10 de junio de 2016

EL ZOO DE CRISTAL (1987), de Paul Newman

Las figuras de cristal al trasluz se llenan de colores irisados como si fueran corazones latiendo dentro de la quietud. Allí están no solo para aportar belleza sino para recordar que la libertad está ahí fuera y que ellos son réplicas de los animales de un zoo. Expuestos en estanterías igual que los originales se hallan en sus jaulas pero siempre esperando a que el día siguiente sea distinto, que la luz les ilumine a ellos y entonces su trote o su vuelo o su andar se tornen alegres y afortunados. Por fuera siempre habrá alguien que quiera disfrutar de sus momentos de plenitud, tal vez en una escalera de incendios en una noche calurosa, escuchando la música de algún bar cercano, recordándose a sí mismo que la primera obligación de todo ser viviente es vivir. El miedo siempre ha levantado barreras y las coloca de tal manera que no deja ver qué es lo que hay detrás. Incluso cuando algún aventurado se ofrece a echar una soga desde el otro lado del muro se tratará de espantarlo con la crueldad más lógica. Animales de cristal, seres humanos de luz.
Y la rebeldía está ahí mismo, a punto de brotar con la naturalidad propia de una edad sin futuro. Romper la jaula y respirar, vivir con lo que se pone por delante aunque sea con una pierna herida y un corazón incompleto. Dejar atrás la creencia ancestral de que el mundo es malo sin matices. Más vale ser libre en un mundo malo que estar preso en el mundo perfecto y seguro. Es una cuestión de miradas que se buscan pero no se encuentran y que tienen a la verdad en fuga, como si eso fuera garantía de que las cosas no ocurren.

Joanne Woodward estaba impresionante en altura y en presencia. John Malkovich hace uno de los mejores papeles de su carrera porque la naturalidad es algo que sabe encauzar. Karen Allen estremece y enternece, enaltece y crece y sigue en sus trece para demostrar que es una mujer adulta que merece una vida propia. Detrás de las cámaras está Paul Newman y así no es de extrañar que los actores estén tan extraordinariamente brillantes, tan increíblemente certeros, tan genialmente precisos. El zoo de cristal parece que se mueve desde su estantería quebradiza y todo en esa casa gris y sin vida parece revolverse ante la ley de una existencia que clama por su sitio bajo el sol. Un sol que no aparece salvo en las luces irisadas de esos animales de cristal inanimados, símbolos de una condena, adivinadores de un destino que se escapa por la ventana. Esa misma por la cual se asoma la juventud y el ímpetu, la curiosidad y la pregunta. Esa misma que deja entrar el miedo en la aparente seguridad del hogar austero. Para vivir siempre hay que probar el daño y el dolor porque sin esos elementos, no hay vida. Tan solo se respira, se huye, se esconde, se muere. Y un zoo de cristal está ahí, recordando siempre que, más allá de la jaula, existe la ilusión y también la esperanza.

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