viernes, 24 de junio de 2016

¡QUÉ RUINA DE FUNCIÓN! (1992), de Peter Bogdanovich

“Todos mis conocimientos de arte dramático están a tu entera disposición”

Y acompañando a una reverencia el director se pone en manos de sus actores para orientarles, para consolarles, para acogerles y para no herir sus susceptibilidades. Y es que un director, cuando monta una obra de teatro, tiene que ser como Dios. Tiene que ser capaz de responder a las más enrevesadas preguntas. Tiene que satisfacer al actor de carácter, al británico que le da al soplen y marchen cada dos por tres, al americano amante del Método, a la actriz menopáusica, a la rubia explosiva de tipo monumental e, incluso, a la regidora eficiente que no tiene ni idea de por dónde va a salir nadie. Claro que Dios habla y lo que espera es que haya un tramoyista que hable su mismo idioma, que no es el caso, que los actores sean personas normales, que tampoco, que la obra marche como un reloj y más bien parece una sardina aplastada. ¿Quién ha dicho sardinas? El desastre está asegurado. Demasiadas pasiones por detrás para que por delante haya un mínimo de eficiencia. Caramba, si por delante hay lentillas por el suelo, teléfonos rotos, gente que entra a destiempo, diálogos que tienen que ser analizados hasta en la última coma…teatro, teatro, ¿dónde está tu magia?
“Tengo a un actor haciendo de Hamlet que, aunque parezca mentira, tiene dudas…”
Es que ése es el estado permanente del actor: la duda. Por eso hay esas inseguridades patológicas que pueden llevar al fallo continuo y al enfrentamiento discontinuo. Cuando en una obra nadie se lleva bien entonces es cuando el teatro se vuelve vida y la vida es caos y el caos es fracaso y el fracaso es el olvido y el olvido es… ¡qué bonito! Eso puede valer para una obra de teatro ¿o no? Bueno, dependerá de los actores que la interpreten. Sangre por la nariz mientras una botella de whisky pasa de mano en mano. Silencio, por favor. Especialmente entre bastidores. De aquí a Broadway solo quedan unas cuantas ciudades y todas ellas son más difíciles que la anterior. Cuando se estrene en la Gran Manzana todo va a quedar reducido a cenizas. Ni una risa, ni un aplauso, ni una crítica favorable. El teatro como la vida. Hasta que encuentras tu pareja pasan demasiadas cosas que no encajan.

Michael Caine demuestra lo grande que es incluso en la comedia; Carol Burnett sigue siendo la gansa que siempre ha sido y lo gran dama que puede llegar a ser;  Christopher Reeve es un compendio de inseguridades que también enseña que en la comedia podía ser notable; John Ritter no se cansa de urdir complots y tramas para dar notoriedad a lo que él significa en la obra; Denholm Elliott es divertido hasta cuando calla y los espectadores, atónitos, asistimos a un ensayo y dos funciones de una obra que, más allá de sardinas y bolsas y puertas abriéndose y cerrándose, resulta tentadoramente burlona e irremediablemente carcajeante. Peter Bogdanovich sabe muy bien lo que hay entre bambalinas. Tanto es así que, cuando se estrenó, esta película fue un fracaso. Y ahora quien no la adora es porque no ha abierto la puerta.

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