viernes, 9 de septiembre de 2016

BÉSAME, KATE (1953), de George Sidney

No hay nada como montar La fierecilla domada con tu antigua esposa. Sí, esa misma que te ha tirado los trastos y las notas musicales a la cabeza como si fueran martillos. Así en el escenario ocurrirán cosas que son reflejo de lo que ocurre por detrás. Pero ella es maravillosa y es necesaria porque canta como los ángeles y, qué diablos, también es fácil de volver a conquistar. En realidad, nunca ha sido la gruñona en la que se ha convertido. Para mí, que quiere ser domada.
No hay nada como montar a Shakespeare y llenarlo de canciones. Así puedes tener a una bailarina de tronío haciendo los números musicales ágiles y únicos con la música inigualable de Cole Porter. Y si la rodeas de bailarines con clase pues aún mejor. Así que, recapitulando, tenemos a la primera actriz que canta en tesitura de soprano como si fuera la voz del cielo, al primer actor con voz de barítono que canta y se comporta como un auténtico protagonista de Shakespeare, a la segunda actriz que baila con una energía que es capaz de encender todo Nueva York, a los bailarines de la compañía que son auténticos torbellinos llenos de magia. La obra no puede fallar. Es imposible. No, no, no. Los aplausos serán atronadores. Shakespeare estaría contento de ver cuántas canciones han sido incrustadas en su argumento sin desentonar ni un poquito. Claro que, en estos días, quizá Shakespeare esté pasado de moda por ese autor tan poco competente que se llama vida.
Y el color, ése color que toda gran obra debe tener…está ahí, al alcance de la mano, haciendo que el Renacimiento parezca un festival y que todo se puede convertir en una canción. Por eso, y por mucho más, bésame, Kate. No dejes de hacerlo. Nos esperan las genialidades. Incluso hay dos mafiosillos por ahí tratando de cobrar el dinero de no sé qué apuesta cuando la mejor apuesta de todas eres tú, querida. Dejemos que la magia del teatro nos transporte hasta la realidad de nuestros cariños y seremos pura melodía flotando sobre la audiencia. Bésame, Kate, y olvídate de todo lo demás.

Él era Howard Keel, poniendo voz varonil a todas sus tropelías de mujeriego impenitente que, sin embargo, está enamorado de Kate hasta el mismísimo pentagrama. Ella era Kathryn Grayson cayendo y salvándose sucesivamente de las trampas del amor que el destino tiene preparadas justo ahí encima, en el escenario. La bailarina de las piernas relampagueantes era la inigualable Ann Miller que hacía que todo tuviera un ritmo de claqué trepidante. Y los tres acompañantes eran ni más ni menos que Tommy Rall, uno de los más extraordinarios bailarines que haya pasado por una pantalla de cine, Bobby Van, un muchacho atlético que tenía un estilo que rayaba en la comedia bailada y ese tipo que lo dejó porque creía que no era demasiado bueno y que respondía al nombre de Bob Fosse. En la dirección estaba George Sidney, aquel artesano maravilloso que creía que una escena de acción se rodaba igual que un número de baile y que, sin quererlo, hizo que el cine musical tuviese más acción y el cine de acción tuviera algo de musical. Bésame, Kate…¿o no estás viendo que es absolutamente necesario?

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