viernes, 28 de octubre de 2016

POODLE SPRINGS (1998), de Bob Rafelson

Los años no pasan en balde y la soledad se llega a notar. Philip Marlowe se casa con una abogada de tronío y buena familia pero quiere seguir ganándose la vida como detective, haciendo lo que mejor sabe. Seguir a alguien. Encontrar a alguien. Salvar a alguien. Ser esa isla en medio del mar que siempre ha sido. Y no acepta que su mujer le haga la cama. Los tipos duros son así. Puede que caigan rendidamente enamorados a los pies de una mujer estupenda pero su honestidad está fuera de toda duda. Así que incluso mudándose a la ciudad más aburrida de California como Poodle Springs, Marlowe abre un despacho y sigue sin aceptar bolsos perdidos o divorcios. Solo lo que él quiere y cuando él quiere. Es un sabueso de raza. Es el hombre que se necesita cuando todo se ahoga en corrupción.
Y en el fondo, es un romántico porque quiere dar una oportunidad a ese bala perdida que se casó dos veces. Al final la realidad se encargará de demostrar que no tenía razón, que ese bala perdida también era una mala persona que buscaba los atajos más retorcidos para llegar al fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión, como siempre, como en todo, es el dinero. Por el camino, Marlowe tendrá que enfrentarse a hombres ricos que conspiran en la sombra, hombres ricos que ofrecen su cara para que se la partan, mujeres ricas desquiciadas bajo la máscara de la belleza, mujeres pobres que están enganchadas a la aguja y creen que la felicidad consiste en eso y también tendrá que enfrentarse a algo nuevo, a algo que nunca había experimentado antes: miedo.

Y es que los kilos se añaden y las arrugas se dibujan con fatal precisión en el rostro de un hombre que vuelve de todo y ya no tiene muchos lugares hacia dónde ir. Se puede divertir en el entretanto poniendo a prueba la dureza del interlocutor y la autoridad que despierta. Porque Philip Marlowe, el detective, está seguro de todo y todo lo descubre usando la inteligencia, algo no muy corriente en este lado de la costa. No se deja cegar por lujos y facilidades. Él quiere seguir por el camino más largo. Ese que lleva a la sospecha, a la lógica, a la dificultad y manteniendo su integridad, eso es lo más importante. Ya no tiene edad para que le sacudan en el estómago ni para que un golpe en la cabeza sea solo un pasajero dolor pero quiere estar en la brecha. Y tendrá que sacrificar algo, aunque solo sea el sueño de estar al lado de la piel más suave que nadie ha podido imaginar, para poder seguir esa senda de tipo duro en unos tiempos en los que ni siquiera se estilan. El pueblo de Poodle Springs se lo está diciendo claramente a la cara. Es un pueblo muy tranquilo, el más limpio de la costa Oeste y además lleno de jubilados. ¿Eso es para Philip Marlowe? No, creo que no. Lo suyo es que la copa esté llena; el revólver, cargado; los ojos, escépticos; el entendimiento, listo y la lógica, a punto. Y al infierno con la vejez.

jueves, 27 de octubre de 2016

LA CHICA DEL TREN (2016), de Tate Taylor

Los complejos de culpabilidad aumentan cuando no se consiguen los sueños. A veces tanto que hay que ahogar sus gritos en alcohol para intentar seguir adelante. Y, cuando ya no hay vuelta atrás, la verdad se vuelve alucinación y se comienza a leer la vida bajo la luz de gas. Todo comienza a ser un interminable viaje en tren donde solo se hacen realidad los sueños de los demás cuando la auténtica verdad destapa las miserias de la aparente felicidad. Solo que quizá es demasiado tarde para salirse de la vía.
Y así todo es una nebulosa que envuelve a la realidad en deseos no cumplidos, en envidias vitales que golpean la moral con la fuerza de la incomprensión, en sueños inalcanzables que se exhiben en el escaparate de la rutina. La vida se halla en permanente fuga, ebria y tambaleante, corriendo hacia ninguna parte, dejando ojeras como marcas de su paso, lágrimas como senderos de agua por donde se abre camino el dolor, siempre traicionero. Rondar los límites de la felicidad que nunca llegó puede ser un indicio de culpabilidad para aquellos que miran con ojos de acusación pero, tal vez, sea un último y débil intento de dejar algo bueno, de colocar algo de bondad en un lugar del corazón que permita salir de un hoyo que parece no tener fin. El cielo gris se extiende y la sospecha está al otro lado del túnel. Un golpe es exactamente igual a otro. Solo hay que discernir quién es el remitente.
La confusión es lo normal en ese trayecto que parece no acabar. Al fin y al cabo, la imagen cambia a la velocidad del tren y los rostros son como luces sin alma, los árboles asemejan el pensamiento que no se puede atrapar y las casas, las de los demás, son santuarios de aparente paz que esconden secretos y violencias tan inconfesables como la borrachera del fracaso. La conciencia se viste siempre con el color con el que se miren las cosas y, en ocasiones, lleva al engaño con maestría de timador. Nada y todo se confunden y las fuerzas escasean. Hay que llegar al siguiente paso, solo así la voluntad podrá volver a alimentarse. Hay que conseguir que el mundo no pase tan deprisa como en la ventanilla del tren, solo así la realidad dejará de tener el aliento empapado en alcohol.

Partiendo de una premisa que resulta bastante increíble, es obligatorio destacar el inmenso trabajo de Emily Blunt en el papel protagonista de esta película. Ella es sufrimiento y desorientación, verdad nublada y mentira clara. Su trabajo da sentido a la historia que peca de situaciones ligeramente inconexas aunque hubiese hecho las delicias de Alfred Hitchcock con una estructura más lineal y la inquietud como enseña. Por lo demás, la crítica al modo de vida americano está presente en la imaginación calenturienta que hurga en las impecables casas con jardín y en la aparente armonía de todos los hogares. Quizá todo sea una tapadera excepcional para esconder a verdaderos monstruos que manipulan y juegan sucio para que el destino pase de largo. Y a veces el asesinato obedece a razones tan viejas como el mundo, como el alcohol pegajoso y terrible que anula voluntades y crea alucinaciones. Ojalá siempre hubiera una chica del tren dispuesta a decir la verdad en medio de las brumas de sus propias dudas.                                                  

miércoles, 26 de octubre de 2016

DELITOS Y FALTAS (1989), de Woody Allen

La moral es siempre una compañera incómoda. Más que nada por sus propiedades de maleabilidad y de elasticidad. Puede que un hombre haya cometido un delito imperdonable, sangriento, oscuro, absolutamente reprochable y su moral quede adormecida cuando, después del hecho, se da cuenta de que nada cambia, de que sigue teniendo la misma vida fácil y cómoda que tenía antes, de que el dinero sigue llegando a espuertas, de que su familia sigue a su alrededor ignorante a todo. Puede que un hombre haya cometido una simple falta, algo fácilmente perdonable, y sin embargo, la moral le castiga todos los días con el remordimiento y la ronda del fracaso. Su vida cambia porque se marcha irremisiblemente por el agujero, su familia acabará huyéndole ignorante a todo, su trabajo escaseará porque además ya no tendrá el mismo saber, su mirada se volverá más amarga porque es incapaz de sacarse de la cabeza esa nimiedad que, en el fondo, no hace más que atormentarle. La dualidad del hombre puesta de manifiesto en una sola historia. Lo demás solo son rutinas humanas.
Y es que el hombre que se ve empujado a cometer el delito, está siendo atormentado por las iras de una mujer sin salida, al borde del histerismo, que amenaza, una y otra vez, con quebrar su estabilidad familiar porque piensa que también tiene derecho a una estabilidad propia. Pero eso no es ninguna justificación porque los errores, tarde o temprano, se pagan. Y se comienza a tener miedo. Y el miedo es la peor defensa porque nos lleva a la solución más inmediata y expeditiva. Quizá la más horrible de todas.
El hombre que cometió la falta solo dejó escapar el que pudo ser el amor de su vida porque tal vez no estaba bien que diera un paso adelante estando casado con otra. Allí había complicidad, había mucha verdad, había auténticos momentos de placer que ya se han evadido de su vida matrimonial. Y además lo dejó pasar para que acabara en la mayor de las derrotas. En un nuevo triunfo del triunfador de siempre. Moral, maldita moral, acabada moral. Hoy quizá sea un buen día para sentarse con otro tipo y contrastar opiniones.

Woody Allen consiguió hacer una obra maestra de un cuento sobre la moral que descubre las debilidades del ser humano y en cómo puede llegar a emplear equivocadamente sus fortalezas. Porque Allen, a pesar de su ateísmo y de su descreimiento general, cree que la ética tiene que existir porque, sin eso, no se puede vivir. Sin eso, no somos más que animales que no tienen prejuicios, que no tienen educación, que no tienen honestidad. Y no es fácil tratar de ser humano. Nunca sale gratis. Siempre hay que hacer concesiones a los caprichos del destino o, incluso, a la capacidad de asumir nuestros propios errores que siempre es, ha sido y será muy limitada. Allen sabio. Allen grande.

martes, 25 de octubre de 2016

TIERRA DE TODOS (1962), de Antonio Isasi Isasmendi

Si queréis escuchar lo que se habló el martes pasado acerca de ese Hitchcock que reportó el Oscar a Joan Fontaine titulado "Sospecha", podéis hacerlo aquí

Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra…tierra de sangre y odio que arrasa cuanto toca y que, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora. Tierra de tiros en la cabeza y de incomprensiones que hieren los sembrados y el cielo. Tierra de nadie que todos quieren, tierra de todos que nadie cuida. Y eso es lo que ocurre cuando dos soldados, uno de cada frente, se quedan aislados en una cabaña en medio del frente de Aragón, en las montañas. La lluvia cae como si fueran balas en los hombros y hay una mujer embarazada en la cabaña. Uno de los soldados está herido y el otro ama la vida. Las miradas de odio se suceden mientras las mujeres abandonadas y solas que están dentro de la cabaña tratan de mantener una paz que, en el momento de atravesar la puerta, se convierte en polvo. La mujer necesita ir al pueblo y los dos hombres se unen por la más hermosa de las razones: la vida. Y ahí está el mensaje de reconciliación nacional, sin maniqueísmos, sin ideologías contaminantes, sin tendenciosas exposiciones de una realidad que nunca existió. Solo unidos el niño podrá nacer. Y nacerá llorando en el fondo del cráter que deja un obús pero nacerá. Porque más allá siempre está la esperanza…o el sueño imposible…u otro obús que hará saltar todo por los aires.

¡Qué valiente es esta película de Antonio Isasi Isasmendi! ¡Con qué verdad encara el valor de unos y de otros sin renunciar al género bélico! Aún a pesar de su precipitado final, podemos oler el campo, tocar la tierra, sentir la tensión, querer que, por encima de todo, el niño viva con su madre en un lugar donde ya no haya más guerras, donde solo haya entendimiento y verdad. La emboscada, el prisionero, la inclemencia del tiempo que complica todo hasta el escondite, la herida, la ametralladora, el fusil clavado en tierra de nadie, el dolor que produce una guerra asolada por la vergüenza de matarse entre hermanos. Cada uno con sus creencias, cada uno con sus defectos, cada uno con sus virtudes…pero ¿qué hubiera sido de esta España si todos hubiésemos siempre remado en la misma dirección, si todos hubiéramos querido que el niño naciera? Posiblemente muchos se hubieran quedado por el camino pero el llanto hubiera roto la noche y la victoria, la única y la auténtica, se hubiera alzado por encima de todos los hombres que han alimentado el odio y la separación entre españoles. Maravilloso el trabajo de Amparo Baró y notables los debutantes Manuel Gallardo y Fernando Cebrián. La fotografía se queda grabada entre las explosiones y, al terminar de verla, uno se queda clavado en el asiento, intentando asimilar el mensaje de paz y de concordia que Isasi ha tratado de enviar. Más allá de eso, la tarde cae con su lluvia, el frío hace mella en el corazón y estas líneas no sirven de nada en un país que acabará siendo víctima de su propia ignorancia.

viernes, 21 de octubre de 2016

INFERNO (2016), de Ron Howard

Salvar a la Humanidad destruyendo gran parte de ella. El infierno descrito por Dante Alighieri en La divina comedia trasladado a la Tierra, sin amores desbocados que buscar, sin pasiones desenfrenadas por la vida malhadada que se empeña en darnos lecciones a través de prebostes de la moral del caos. Quizá ésa sea la única solución posible. Sumir al mundo en la muerte para que algunos vivan. Ingenuos iluminados que piensan que el resto necesita ser guiado para evitar el apocalipsis creando uno. El infierno ya está aquí. No hace falta que ningún multimillonario sacrificado sea el nuevo profeta.
Todo está confuso y nada es lo que parece. La comedia, quizá no tan divina, se representa a la perfección solo para encontrar una solución al enigma más intrincado. Por las calles de Florencia, de Venecia y de Estambul, corren las aguas contaminadas de la megalomanía porque muchos creen ser los elegidos pero ninguno es el verdadero. Un dibujo con las claves de la peste que se propagará inevitablemente, tarde o temprano, por la Tierra para castigar la avaricia y la acumulación de alimentos en detrimento de la mayoría. Las piedras hablan y las máscaras mortuorias aún más porque ése es el auténtico rostro de la muerte. En el fondo del agua es donde está la respuesta. En una bolsa. En una locura.
Tercera visita al universo de Dan Brown a través del personaje del simbolista Robert Langdon para desentrañar los misterios de Dante y evitar la destrucción de la Humanidad. Rutinaria y tramposa, Ron Howard cae ante la tentación de lo trepidante para que el espectador no piense demasiado en la lógica de todo lo que está viendo y, con un desarrollo correcto aunque algo atropellado, decae al final en esa escena en las cisternas de Estambul, renunciando al suspense y apostando por la confusión, por el movimiento desquiciado de la cámara en el agua, por el absurdo del manejo de un escenario que podría haber sido mítico en la resolución y se queda en poco más que una piscina termal con columnas. Tanta producción, tanto esmero para que, al final, se desaproveche el escenario impresionante donde puede dar comienzo la extinción de la raza humana. Y aunque Tom Hanks hace un esfuerzo por aportar algo, el director mantiene a la película por debajo de lo que se esperaba de ella.

Y es que no es fácil hablar de la destrucción de la Humanidad y darle sentido a toda la peripecia sin tener una argumentación sólida para todo ello que bien se puede olvidar en aras de la acción pero eso requiere pericia en el rodaje. Y Howard no es John McTiernan en sus mejores tiempos y cree que cualquier cosa vale con tal de respetar el original literario que, como siempre, ha sido un éxito de ventas. Tal vez porque piensa que ofrecer alguna novedad es traicionar a los que ya conocen la novela. Y algo que en nuestra imaginación ha podido ser apasionante se convierte en un relato rutinario, que ya hemos visto dos veces, una en nuestra mente y otra en la pantalla. Puede que la solución sea juntar los dos jeroglíficos y hallar una clave que desahogue tal conjunción de fantasías. Y así el pobre Robert Langdon podrá descansar y darse cuenta de que el amor es otro acertijo que el Diablo pone en nuestro camino hacia el Purgatorio.

jueves, 20 de octubre de 2016

SNOWDEN (2016), de Oliver Stone

Desde el momento en que se automatizaron todas las tareas a través del ordenador personal, la intimidad es solo un agradable recuerdo. Es como si se abriera una ventana al espacio exterior que resulta amenazante en su fácil acceso por parte de cualquier alma con aviesas intenciones. Solo que los millones de usuarios informáticos no acabamos de creernos que somos presa fácil de la vigilancia continua. Todo se puede ver. Basta con tener un dispositivo cerca.
El caso Snowden destapó la verdad que tantos nos temíamos pero que nos resistíamos creer. La seguridad ha reemplazado a la libertad. Y lo peor de todo es que hay muchos habitantes de este planeta que prefieren esa opción. Basta con olvidarse de que alguien observa en todo momento y en todo lugar y hacer vida normal. Esa misma existencia que nos lleva a gritar a nuestras parejas, a hacer el amor en nuestras casas, a mandar correo por vía cibernética a quien nos apetece, a comprar un frigorífico con el tamaño de nuestra pantalla. Esa existencia de la que nos erigimos, cuando nos conviene, en perros guardianes furiosos dispuestos a saltar a la yugular a cualquiera en cuanto intuimos que nuestros derechos, cara a la galería, están siendo vulnerados.
Oliver Stone ha dirigido la película como queriendo empequeñecerla, como sin desear describir reacciones y dilemas. El protagonista está trazado como un patriota que entró a trabajar en los servicios informáticos de espionaje porque realmente quería hacer algo por su país y, sin embargo, no hay ningún problema ético en traicionar todo eso. La dirección de actores parece muy esmerada en algunos casos (Joseph Gordon-Levitt, Rhys Ifans, Nicolas Cage) y vergonzantemente descuidada, con atención especial a Shailene Woodley, una chica que cree a pie juntillas que actuar se basa en sonreír sea cual sea la situación. Tom WIlkinson parece incómodo. Zachary Quinto trata de poner intensidad en todas y cada una de las escenas y eso no da suficiente encarnadura a su personaje. Melissa Leo acaba aplanada por las innecesarias lágrimas que derrama a pesar de que su profesionalidad está fuera de toda duda. Timothy Oliphant parece más un ejecutivo recién esnifado que un espía hecho y derecho. Todo contribuye a que haya como un aire de falsedad, a que parezca que Oliver Stone quiera distanciarse de aquel director que asombró con JFK y gustó tanto en Platoon y el resultado, como es lógico,  es una película irregular, con algún momento aislado de talento y muchos baches que tiran de ella hacia el aburrimiento.

Por supuesto, como viene siendo habitual en las últimas películas del cansado Stone, es una historia anti-sistema y eso hace las delicias del personal que opina que es mejor mandarlo todo a freír espárragos porque el fascismo apenas se nota pero se mueve y de ahí que haya tenido algún elogio. Sinceramente, a una historia de espías, hay que exigirle más. Mayor cohesión entre escenas, explicar bien las cosas, no romper con la visualización porque sí…si no, todo parece un buen montón de viejos trucos de cineasta caduco que trata de colar todo como verdad cuando es muy posible que se hayan dejado muchas cosas por el camino. Bien debería saberlo Stone desde que realizó JFK con maestría de documentalista y sapiencia de montador. Por lo demás, voy a dejar el artículo aquí antes de que la vigilancia pasiva de la CIA me seleccione aleatoriamente y pase a ser un objetivo sin más razón que la sinceridad. 

miércoles, 19 de octubre de 2016

ASESINO IMPLACABLE (Get Carter) (1971), de Mike Newell

No importa que Jack Carter sonría porque dentro de él no hay más que un frío corazón de acero. Acero de bala. Acero de forja. Han matado a su hermano y eso es muy peligroso porque Jack Carter es un profesional de la muerte. Irá por los bajos fondos, husmeará en guaridas de lobos y todo el mundo se dará cuenta de que es una figura incómoda pero, al mismo tiempo, también flota en el ambiente el aroma del miedo. Con Jack Carter no se juega. Si se hace, tiene que salir a la primera porque él es implacable. Su mirada es gélida y sus sentimientos los tiene guardados en algún lugar al que nadie ha llegado. Y si se tiene que enemistar con sus propios jefes, lo hará sin pestañear. Alguien debe pagar por la muerte de su hermano y por algo más que averiguará en el curso de sus investigaciones. Y pagará de la forma más cruel.
Los cielos grises se multiplican en feas costas minerales. La corrupción anida en todas partes, incluso en las personas normales y Jack Carter lo sabe desde el principio. Incluso la seducción forma parte del juego siempre y cuando mande él. Para eso solo hace falta estar ojo avizor, guardarse bien las espaldas y tener siempre un arma cerca. La lluvia anuncia la estrechez de un cerco que se va cerrando con alcohol, chicas tramposas, miradas sin alma…incluso en algún rincón hay alguna fiera esperando porque tiene ganas a Jack Carter. Tan conquistador, tan frío, tan elegante, tan implacable, tan impecable…Son suficientes razones como para desear meterle un tiro en la cabeza.

Michael Caine siempre dijo que ésta era una de las películas de las que se sentía más orgulloso. Una historia pequeña, sobre un asesino profesional que hace de detective para encontrar a los que mataron a su hermano y que va sembrando enemistades según va avanzando en su investigación y que, sin embargo, sorprende por su solidez, por su aire viciado desde el primer instante, por su humo en los ojos y su crueldad inglesa. No es difícil imaginar a un actor disfrutando metiéndose en la piel de ese Jack Carter que deja un reguero de muerte a su alrededor, llamándola a cada momento, provocando la caída de todo un entramado de la Mafia porque, sencillamente, se han metido con el tipo equivocado. Por una vez, Jack Carter va a utilizar sus habilidades contra quien le paga y se le va a dar muy bien. Tanto es así que perderá algo más que su alma por el camino. Se entregará a su labor con la profesionalidad que le corresponde, como si su propio hermano le hubiera hecho el encargo. Sin piedad. Sin consideraciones posteriores. Son todos unos granujas como él y merecen morir. El resto es solo el enredo habitual de esta gente del crimen organizado que vive entre apuestas, mujerzuelas, partidas suicidas de cartas, whisky irlandés y algún que otro contrabando cerca del puerto. Al final, solo habrá un cuerpo en la playa más fea de toda Inglaterra, desmadejado y abandonado, listo para entrar en el infierno pero con una cierta expresión de satisfacción en el rostro. Es lo que se siente al conseguir un trabajo bien hecho.

martes, 18 de octubre de 2016

SOSPECHA (1941), de Alfred Hitchcock

Si queréis escuchar lo que se habló en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Muerte de un ciclista", de Juan Antonio Bardem, podéis hacerlo aquí.

Nunca se acaba de conocer a las personas. Tal vez, bajo la fachada de un tipo guapo, con mucho encanto, capaz de conquistar a las moscas y dejar embelesadas a las estatuas, se halla un caradura profesional, que solo sabe vivir al día, al que la moral le trae bastante al fresco y que trata de solventar sus aprietos a base de seducción. Es difícil convivir con gente así. Cuando se está lleno de amor, se recibe una bofetada que hace pensar que eres solo conveniencia. Cuando la distancia es el remedio, el chico se pone tierno, detallista, ideal, convincente. Así que las actitudes se dispersan, se vuelven locas, se comienza a sospechar que ese hombre irremediablemente guapo con el que se vive es un monstruo que acabará por deshacer la pasión tirándola por un precipicio o envenenando un vaso de leche. Lo que sea con tal de cobrar un dinero y dejar intacto el orgullo.
Y es que, en el fondo, todo depende del prisma bajo el que se vea todo. Quizá una caricia final no sea más que un inquietante compás de espera que se puede romper en cualquier momento. Puede que el viaje de un amigo sea la coartada perfecta para un asesinato. Las habladurías suelen ser muy malas y las novelas de misterio aún peor. Demasiada información sobre el hombre al que se quiere. Algunas lo encuentran hechizante. Otras, por el contrario, ya han probado que, detrás de esa sonrisa embaucadora, hay una fiera escondida que, hasta ahora, solo ha enseñado una porción de sus garras. Maldita soltería recalcitrante. Malditos padres que creen que todo está perdido en la vida de su hija salvo una buena pensión. Una serie de factores empujan a la víctima hacia los brazos de un posible asesino. Y el mayor de ellos es la soledad.

Cary Grant pone en marcha un maravilloso repertorio que va desde lo cómico hasta lo siniestro para conseguir que el público tenga siempre la sombra de una duda pendiendo sobre el pensamiento. Joan Fontaine tenía el aspecto de mujer valiente pero frágil, vulnerable, una de esas que se cree lo que desea porque lo que desea es lo único que realmente posee. Los chismes y los dimes y diretes han hecho demasiada mella en su personalidad algo arisca con los hombres y ya va siendo hora que se decida, aunque se decida mal. En el fondo, se casa con un hombre que tiene espíritu de niño, que la quiere aunque también quiere al dinero, que haría cualquier cosa con tal de no dar golpe. Y eso hace que, al final, también se piense en que va a dar un golpe. Definitivo. Rastrero. A traición. El golpe de un tipo que no dejará de sonreír mientras asesina, que no dejará de desplegar su encanto mientras observará atentamente la agonía de sus víctimas. O, tal vez no. ¿Quién sabe? Son esas cosas molestas que tienen las sospechas. A veces son ciertas, a veces no. Y aún otras puede que sean ambas cosas.

viernes, 14 de octubre de 2016

LA BATALLA DEL RÍO DE LA PLATA (1956), de Michael Powell y Emeric Pressburger

El mar no es solo un enorme lienzo donde se dibuja la muerte y el devenir. También es un gigantesco manto donde esconderse. Y cuando el acorazado de bolsillo Graf Von Spee se dedica a burlar a toda la Armada británica, entonces ya es un lugar lleno de recovecos imposibles, de camuflajes elaborados y de caballerosidades envidiables. Allí, en el Atlántico Sur, se teje una trampa con tres cruceros que solo tendrán un objetivo. Dar caza al acero más peligroso que surca los mares. La batalla será cruenta y larga, con un continuo jaque mate que, por obra y gracia de la habilidad, se convertirá en un movimiento más en los escaques del mapa. Los cañones rugen, la admiración se gana. No hay que ofrecer el costado, sino el frente y ahí el más rápido es el que lleva ventaja. Todo parece una interminable partida por la supremacía de los mares y el Graf Von Spee se refugiará en un puerto neutral. Y la neutralidad, mal que pese a todos, también toma partido.

El acontecimiento se torna en algo que da la vuelta al mundo esperando el desenlace de una guerra que, en ocasiones, obedece a unas reglas absurdas. El barco alemán será reparado y en la desembocadura del río esperan los ingleses, dispuestos a disparar a la vez y sin ninguna piedad. El monstruo acorazado que se les va a venir encima es de mucho cuidado y hay que tener el delta tan cerrado que no se cuele por ahí ni un pez guppie. El estuario será el recorrido de una celda y la espera no puede ser interminable. La diplomacia se mueve y la política se remueve. Británicos, franceses y alemanes comparten despacho con la mediación de una nación pequeña que tiene toda la baraja en su mano. El Río de la Plata se teñirá de sangre y fuego porque es la única solución en tiempo de guerra. La guerra llama a la guerra. O tal vez, muy de cuando en cuando, también al sentido común. Porque quizá es preferible renunciar al derramamiento de sangre inútil que a la consecución de una victoria histórica. Los lobos de mar no siempre están hambrientos de gloria y los cañones lucen sus bocas hacia el cielo, como suplicando no volver a disparar. Honor. Respeto. Sí, también hubo eso en tiempo de guerra, en tiempo de matar y de morir. Parece mentira pero ahí estuvieron dos cineastas de estilo claro y maravillosamente amplio como Michael Powell y Emeric Pressburger, auténticos planificadores capaces de narrar una batalla desde los puentes de mando de los barcos implicados, dotando de humanidad a los personajes en medio de la situación más inhumana posible. Las aguas se abren y la voz en la radio se enronquece. El desenlace se precipita y todo queda enterrado en el terciopelo del mar gris con vetas blancas. Y el sabor de la sal se queda en el paladar, creyendo que el sol no tiene piedad y que todo seguirá hasta que no reste nada flotando. Solo un sueño. Solo el arrojo de unos cuantos hombres que creyeron poder abatir a un gigante con astucia y anticipación.

jueves, 13 de octubre de 2016

UN MONSTRUO VIENE A VERME (2016), de Juan Antonio Bayona

La vida, a veces, es una pesadilla cruel que se esfuerza en rodearnos de tanta amargura que acaba convirtiéndose en dolor. Dolor porque se siente que la felicidad es un espejismo que solo se encuentra en la infancia. Dolor porque la inadaptación llega a ser tan abrumadora que no se hallan respuestas. Dolor porque crees que te cercan brujas y fantasmas que solo desean tu miedo. Dolor porque la realidad es tan brutal que se quiere su final. Y contra tanto, tantísimo dolor, no hay más que un remedio.
La imaginación y la fantasía es la perfecta vía de escape para cualquiera que necesite un respiro de cielo. Más que nada porque ellas ayudan a colocar las ideas, porque te abren senderos de tu personalidad que nunca creíste que existieran. También son muy capaces de darte lecciones a través de otros mundos, ensanchan el pensamiento y mantienen los problemas dentro de algo muy parecido al control. La imaginación, además, es capaz de hacer que te enfrentes a tus miedos cuando no hay más remedio que despertar y vivir. Ella es la única que puede decir que mañana será un nuevo día en el que amanecerás más sabio mientras descubres que también es algo que nos une a todos.
Mientras tanto, esa travesía hacia la luz será terrible, con un sitio privilegiado para las lágrimas que tan humanos nos hacen. El destrozo, la ira, la rabia, el abandono, el sueño, el cariño errante, la huida imposible, el dolor, el dolor. Insoportable, siempre presente, siempre acosador, maldito, maldito dolor. Por eso, hay que llamar monstruos que lo espanten de momento y, viajando por los rincones del deseo, hagan que desaparezca definitivamente. Ahí estarán, formando parte de nuestra personalidad en formación, los días de agobio y de tensión, las preguntas sin destino, las astillas de la infancia que saltan en mil pedazos para dar paso a la arisca y difícil adolescencia.
Juan Antonio Bayona ha conseguido una película llena de sensibilidad, con una extraordinaria imaginación para espantar sus miedos y dolores, llena de recursos aunque también de una desoladora amargura. En él confluye la maestría con el buen gusto y hace que, visitando el mundo de los niños, reflexionemos muy seriamente sobre nuestros errores como adultos. Para ello, cuenta con la complicidad del niño Lewis MacDougall, de una serena Sigourney Weaver y de una maravillosamente tierna Felicity Jones. Lo demás, tiene que ponerlo el espectador y, posiblemente, tendrá que ser su propio corazón en medio de una historia que necesita de su complicidad y también, por qué no decirlo, de su propio dolor.

Y es que, tal vez, después de creer que estamos absolutamente solos, nos encontremos con que siempre hemos estado muy acompañados. En nuestros pensamientos, en nuestros sufrimientos, en nuestros horribles sinsabores, en nuestra imaginación. Lo que hemos imaginado, seguro que ya se ha imaginado antes. Y así nuestras fantasías, de alguna manera, nunca se irán. Serán asideros a los que todos nos hemos agarrado alguna vez intentando no naufragar en la zozobra de una vida que no cura pero que no deja de enseñar. Tal vez ése sea el verdadero monstruo que nos viene a ver a todos.

martes, 11 de octubre de 2016

MUERTE DE UN CICLISTA (1955), de Juan Antonio Bardem

Si queréis escuchar lo que debatimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de la película "Deliverance", de John Boorman, podéis hacerlo aquí.

 Juan camina calle abajo. El pavimento es de adoquines y la humedad luce su nocturnidad con sinceridad hiriente. En su cabeza no hay más que bicicletas montadas por hombres anónimos de traje oscuro, que dan vueltas y vueltas a su alrededor haciendo sonar sus timbres de aviso de forma casi obsesiva. El frío cala y Juan no puede librarse de ellos. Primero le alcanzan, después le sobrepasan y, finalmente, se dirigen calle abajo, a través de esos adoquines mojados que le recuerdan que el pasado se detuvo en aquella curva que le hizo callar su última mentira. Juan pierde porque nada ha sido como él soñaba. Ni la mujer de su vida, ni las ideas que han poblado su ímpetu, ni el trabajo en la Universidad, ni vivir. Todo ha sido un fraude truncado por una maldita guerra que le dejó sin carácter y sin atractivo. Y no deja de preguntarse si ella no le tiene por un pasatiempo sin trascendencia. Y las ruedas siguen sonando, exhalando lamentos contra el pavés, en un interminable giro de radios y de frenos chirriantes por el frío que se alía con la lluvia y moja el pensamiento. El ciclista ha muerto para recordar a Juan que la verdad hace ya mucho tiempo que murió para él. Y que tiene que vivir con honestidad si quiere seguir con los ojos abiertos.
Rafa es un jugador de ventaja que sabe mucho pero alcanza a muy pocos. Su sonrisa siempre esconde un doble sentido porque parece la de un histrión que está a punto de soltar un chiste cuando en sus palabras no hay más que cinismo y ganas de lastimar. Está harto de ser el segundón en el que nadie piensa, de ser el invitado que cuenta chanzas y toca el piano. Es como un mueble más de esas insoportables fiestas de la burguesía más acomodada que está harto de pasar desapercibido. Quiere sacar todo el jugo a lo que sabe. Y la verdad es que Rafa, aunque sea un crítico de arte que habla con el alfiler en guardia, sabe muy poco.
María José es una de esas mujeres que se esconden tras su belleza para no ser nunca sinceras. Esa belleza le sirvió para entrar en una burguesía que le ofrecía lujo, exceso, despreocupación…pero no amor. Esa belleza le sirvió para seguir explotando el espejismo de un amor que, en realidad, nunca sintió. Esa belleza pétrea parapeta sus sensaciones cuando las dificultades vienen en oleadas y cae en la sospecha de su marido. Toda la apariencia del mundo para esconder la temible verdad. Y la temible verdad no es que haya muerto un hombre, sino que tiene un amante. Eso es todo lo que importa. Lo demás es solo una circunstancia que puede acallar la conciencia a base de algún dinero y de llenar unos cuantos cepillos de iglesia.
Miguel sabe que tiene una esposa espectacular y la luce en cuanto tiene ocasión. Está cegado por una belleza que él cree que es de su propiedad cuando, en realidad, él solo es el hombre que paga. Mal papel para un marido. La apariencia se desmorona en una alta sociedad llena de secretos y chismes molestos. Y eso no se puede consentir. Al fin y al cabo, un asunto de cuernos es peor que un homicidio. Aunque él solo tenga noticia de la infidelidad. Se quedará esperando. Y esa será su peor condena.

Juan Antonio Bardem dirigió con enorme inspiración esta excepcional película del cine español en la que brillaron con luz propia Alberto Closas, Lucía Bosé y, sobre todo, ese Carlos Casaravilla que compone al ambiguo y equívoco Rafa, invitado de lengua afilada que coloca el peligro de la sospecha bajo los pies de unos amantes que estaban fracasados en medio de una sociedad puritana y cínica, de cotilleo rápido y crítica lenta. Y detrás de ellos toda una colección de ilustres y extraordinariamente competentes técnicos del cine español empezando por la fotografía de Alfredo Fraile y terminando por los decorados de Enrique Alarcón. Una pieza de cine español que no debería irse de nuestro pensamiento.

viernes, 7 de octubre de 2016

HISTORIAS DE LA RADIO (1955), de José Luis Sáenz de Heredia

Damas y caballeros, bienvenidos a su programa patrocinado por Cafés La Ruina, la ruina de los cafés. Hoy tendremos un programa entretenidísimo, una cosa fabulosa que se nos ha ocurrido entre todos y que va a hacer las delicias de todos ustedes haciéndoles, si cabe, un poco más felices. Para empezar el día con energía propondremos unas clases de gimnasia. Ya saben. Mente sana en cuerpo sano, como dirían los romanos. Así que iremos haciendo los ejercicios que nos manden nuestros locutores que ellos ya los hicieron previamente y saben un montón sobre las agujetas que salen cuando los músculos descansan. Pero ya saben, Cafés La Ruina, la ruina de los cafés, está siempre ahí cuando se les necesita, así que pónganse un poco de azúcar porque luego tendremos un concurso que, desde ya, animamos a todos los radioyentes a participar. Tendrán que disfrazarse. Sí señor, disfrazarse, para venir aquí a los estudios de ésta su radio. Luego diremos cuáles son las condiciones. Lo que sí podemos adelantar es el premio que se va a llevar el primero que se presente. Tres mil pesetazas. Así, como suena. No me digan que para empezar el día la cosa va mal.
Posteriormente, tendremos si el tiempo no lo impide nuestra sección de la llamada fantasma. Ya saben. Marcamos un número de teléfono al azar por obra y gracia de una bella señorita y si se presentan aquí con su carnet de identidad les daremos otro premio en pesetitas que nunca son bastantitas. ¿A que no? Pues eso. Esténse atentos a sus aparatos porque si las campanas llaman pueden llegar a ser su fortuna, amigo. Cortesía de Cafés La Ruina, la ruina de los cafés.
Por último, vendrá nuestro ínclito concurso “Doble o nada”. Ya saben, pongan a prueba su cultura con las preguntas que ha preparado nuestro equipo de redacción y vayan doblando la apuesta hasta que ya no pueda más de júbilo, de nervios, de alborozo o de lo que quieran porque la radio, y su patrocinador Cafés La Ruina, la ruina de los cafés, quieren premiarles su fidelidad al estar al otro lado. Hoy creo que tendremos a un profesor que viene de un pueblecito de Madrid a contestar nuestras preguntas. Veremos cuánto aguanta el docente y si se lleva el aplauso de la gente porque esto de doblar o nadar se queda muchas veces en perder y a callar. Ya lo saben. Y las preguntas no son fáciles, ya lo creo que no.

Y no se olviden de acudir a su cine más cercano para ver esta película de José Luis Sáenz de Heredia que se llama Historias de la radio porque, más que una película en la que se pasa un rato pistonudo, es un homenaje a la gente buena que un día anduvo por este país. Ya saben, gente equivocada intentando hacer cosas ciertas o gente cierta haciendo cosas equivocadas. Por el camino charlaremos con alguna de nuestras estrellas y celebridades y, desde luego, rendiremos debidas cuentas a algunos actores que salen en esta cinta que hará sus delicias. Alberto Romea, José Luis Ozores, José Isbert, Paco Rabal, Juan Calvo, Ángel de Andres, Pedro Porcel…todos esos de los que ya nadie se acuerda pero que, de haber nacido en otro sitio, llenarían los carteles de neón con su sola presencia. Así que les esperamos después de la publicidad de nuestro patrocinador. Cafés La Ruina, la ruina de los cafés. Un sorbito y ya no podrá gastar ni una peseta más en otro café. Hasta pronto, señores.

jueves, 6 de octubre de 2016

VIENTOS DE LA HABANA (2016), de Félix Viscarret

Las casas viejas de La Habana parecen gritar su vejez a través de sus grietas. Las calles son campos de vientos abandonado, como un cansancio infinitas veces repetido. Las noches huyen en busca de algún rincón donde esconderse mientras en algún lugar, un asesinato ocurre y un hombre encuentra. A partir de ahí, La Habana despierta con su humo desinfectante, su polución diferida durante cincuenta años y sus colores rotos.
No cabe duda de que el hombre halla sus ganas de contar historias cuando algo parecido al amor se hace sitio a empujones en un futuro sin ilusión. Las investigaciones avanzan y la podredumbre ya alcanza a todos, de arriba abajo, dejando que la droga entre donde nunca debe y las almas yazcan en rincones de deseo y olvido. Los patios húmedos donde se tiende la ropa, las azoteas que parecen abrir sus bocas hacia el cielo secreto, las calles desadoquinadas y en trance de campo, todo hace recordar cuánto fracaso anida en los corazones sin esperanza, cuánta decepción hay en la revolución y La Habana deja entrar el viento de Cuaresma, que trae violencia y pasión y también un paso más hacia el abismo que se siente al borde de la nada.
El Inspector Conde está hecho de carne y hueso y nos conduce con su mirada hacia la ternura, hacia la necesidad, hacia la dureza, hacia la amenaza y hacia la amistad. Tal vez porque solo le queda todo eso. Ya no espera realizar sus sueños porque se perdieron entre el alcohol y los desengaños. Ya no tiene demasiados horizontes hacia los que dirigir sus ojos. Quiere amar y encuentra sangre. Quiere vivir y encuentra corrupción. Quiere contar y encuentra pobreza. La Habana ha decaído tanto que ya no puede frenar su viaje a los infiernos.

Buena adaptación de la novela de Leonardo Padura Vientos de Cuaresma, con un Jorge Perugorría muy inspirado, capaz de transmitir todo un muestrario de sensaciones contenidas con su expresión y su forma de mirar. Félix Viscarret dirige con sobriedad y buen estilo, con un aroma a cine clásico en ruinas que resulta todo un acierto. El ambiente manda y los antiguos coches que pululan por las calles de La Habana soltando su expiración de humo y ruido proporcionan sabor y verdad. Y, en algunos momentos, creemos sentir ese cansancio que parece inscrito en esas paredes de colores chillones que ahora son tenues lienzos de tiempo y agua. La vida es sucia en sus calles y la certeza del aire viciado se vuelca hacia un mar que hace que la ciudad sea un personaje más. Incluso en las construcciones que quisieron ser modernas se posó la antigüedad con sus alas de buitre. Y hay que resolver un crimen que sale de entre sus grietas negras que se dibujan sobre las paredes como las venas se notan bajo la piel. La piel suave entregada por nostalgia. La piel deseable agarrada por la mentira. Y el asesinato no deja de golpear en la obligación y en el cariño hacia una época en la que se fue joven mucho antes de ser, de repente, un viejo que deambula buscando respuestas que nunca serán pronunciadas sin la libertad. Los papeles vuelan y La Habana se siembra de letras que se escribieron con tinta de pasión, con energía de enamorado, con lágrimas de sexo derramado. Lluvia blanca que no dejará más rastro que un montón de huellas en un asesinato cualquiera de una gran ciudad.

miércoles, 5 de octubre de 2016

LA CENA DE LOS COBARDES (1964), de Christian-Jaque

Francia metida en una habitación. Todos amigos, todos deseosos de compartir lo que el mercado negro y la cartilla de racionamiento les ha permitido en una maravillosa cena de paté, tostadas, medias de seda y chanzas. Sin embargo, un par de oficiales nazis son asesinados en el mismo portal y el encargado de la investigación exige que dos de ellos sean entregados para llevárselos como rehenes. Ahí es donde se destapa al verdadero ser humano. Ahí es donde ya no hay tanta delectación en el paté y en las medias de seda. Todos quieren escapar por la puerta de atrás, quieren ser sombras y que la culpa la cargue otro. Quieren dejar de ser Francia para convertirse en ratas asustadizas.
Víctor (Claude Nicot) es el dueño de la casa y puede decirse que ha tenido suerte. Tiene una librería en el piso de abajo y, de vez en cuando, encarga algún libro para los ocupantes. La vida, dentro de lo que cabe en tiempos de invasión, no ha ido demasiado mal. Tiene una mujer guapa y eso ayuda. También tiene una fantasía desbordante y ha ido presumiendo de que ayudaba a la inteligencia británica y que ahora tiene a un judío escondido en el sótano. Como si eso fuera verdad.
Sophie (France Anglade) es la mujer de Víctor. Es guapa, coqueta, le gusta que la agasajen y le digan lo atractiva que es. No tiene demasiado dentro de la cabeza. Ha tenido suerte en su matrimonio porque Víctor ha podido darle una vida ciertamente cómoda, sin grandes sobresaltos y también sin grandes compromisos. Se une a los demás cuando se ríen de su marido. Él no ha hecho nada por la libertad. Ni siquiera ha ayudado nunca a un judío.
Françoise (Antonella Lualdi) es una mujer fuerte, que ha tenido que luchar mucho para salir adelante y por eso ha fortalecido su carácter. No permite que nadie la maneje. Hay ira dentro de ello aunque también hay inmensas dosis de cariño. Sabe que el amor siempre está combatiendo y, por eso, lo busca un tanto desesperadamente. Es la voz de la razón porque ella prefiere hacer frente a todo cuanto venga. No como el cobarde de Víctor, que presume de tener judíos escondidos en el sótano.
El doctor (Adolfo Marsillach) es un gourmet y un buen amigo. Atiende a todos cuanto puede y está dispuesto a ayudarles. Sin embargo, si hay que salir por patas, lo mejor es hacerlo por la ventana de atrás aún a riesgo de que le metan un tiro por la cabeza. Ya se apañarán. Y además él es médico simpatizante con el Régimen de Vichy, no pueden matarle, ya se sabe. Es esencial. O eso dicen los de la cruz gamada.
Francis (Francis Blanche) es el que siempre sobrevivirá esté quien esté manejando los hilos. Es un comerciante que suministra a los nazis todo tipo de víveres y mercancías, y si algo se queda por el camino, pues qué se le va a hacer. Los nazis son unos caballeros muy educados y nunca se han interpuesto en sus negocios. Son hombres de ley y seguro que tirando de sus influencias se puede salir del apuro.
Jean-Louis (Dominique Paturel) es ciego y es el que más ha sufrido. Se fue al frente a combatir a los nazis y perdió la vista por una granada que le quiso demasiado. Pero eso, tal vez, hace que tenga un pensamiento mucho más centrado y además…no tiene miedo a la muerte porque ya ha muerto alguna vez. Lo único es que, de vez en cuando, es posible que se aproveche de su ceguera…pero esa es otra historia.
Claude (Claude Rich) es un profesor universitario de Filosofía que no deja de sonreír incluso cuando la situación es extremadamente incómoda. Incluso en un momento de inevitable oportunismo desafía al oficial a descubrir quién es el autor de una frase latina. Curioso personaje. Se ríe de todos y de todo pero, en el fondo, se toma todo muy en serio. Tanto es así que su sentido del humor no se tuerce ni un solo instante.

Siéntense, señores, y a cenar. Partan un poquito de pan francés y disfruten del paté que ha traído Francis. Puede que sea la última cena que tomen porque los nazis no se lo piensan dos veces antes de fusilar a los rehenes. Es lo que tiene una cena…puede ser indigesta.

martes, 4 de octubre de 2016

ESTADO DE ALARMA (Incidente en el Bedford) (1965), de James B. Harris

Si queréis escuchar los debates que sostuvimos en estas dos últimas semanas en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla, podéis hacerlo aquí si os decantáis por el de "Tres camaradas", de Frank Borzage, y aquí si os apetece el de "Cinema Paradiso", de Giuseppe Tornatore.

En el fondo gélido de los ojos del Capitán Eric Finlander solo se halla la frialdad severa de un cazador que disfruta de su condición. Él se erige en dueño y señor de su barco de guerra y mantiene a todos los hombres en un permanente estado de alerta. Sin elogios, sin palabras de consuelo, sin tener siquiera un detalle que delate el orgullo que puede sentir por su tripulación. El deber es único e inapelable. Perseguir y acorralar. Localizar submarinos que se salten los límites de las aguas internacionales y obligarles a rendirse con una simple emersión. Todos sus oficiales y marineros deben de estar dispuestos y al límite porque no se puede dar ninguna impresión de debilidad. El capitán no tiene tiempo para pamplinas. Nada de ejercicios isométricos tal y como propone patéticamente ese médico de tercera que viene a obtener alguna victoria en una vida fracasada. Nada de conceder ni el más mínimo resquicio de debilidad al periodista que hurga con su cámara fotográfica por todos los rincones y cree que todo el que tiene rango más allá de alférez es un belicista convencido que está deseando apretar el botón de los misiles. Que la prensa piense lo que quiera. Allí les querría ver. En medio de este tablero blanco y gris de los mares helados donde la piedad no existe y el más mínimo signo de claudicación es la derrota que dibuja una sonrisa de desprecio y de triunfo arrogante en el adversario. Allí no caben las bromas, ni tampoco los momentos de relajación. El frío es la mejor arma. El acoso es el mejor torpedo balístico. Y que los políticos sigan sentados en sus cómodos sillones, cálidos tronos de inutilidad, dando vueltas a la idea de la paz y de la guerra sin llegar a ponerse de acuerdo. El hombre tiene un límite muy alto y ése es el que hay que alcanzar. Sin sobrepasarlo. Sin abusar de él. Solo situándose en la misma línea fronteriza de la tensión y la acción. Cualquier error puede ser fatal. Cualquier error puede ser el último.

Pero el Capitán Eric Finlander se olvida de un elemento importantísimo de la encrucijada emocional que plantea a sus hombres. Si se coloca a la tripulación en el abismo sin descanso lo que se consigue es una mayor probabilidad de error. Serán hombres que no pregunten el por qué, el cómo y además obedecerán ciegamente cualquier orden pero serán susceptibles de fallar, como leones que se concentran en la caza y se olvidan de que hay otros elementos que pueden caer sobre ellos y destrozarlos. El sudor frío resbala por las espaldas y el agotamiento son factores que también inducen a ello y el Capitán Eric Finlander no suda, no se cansa. Solo da órdenes. Claras y secas. Sin más conciencia que la obligación. Y tiene el rostro de verdadera frialdad de un Richard Widmark enorme, que, cuando mira, traspasa, que, cuando vuelve el rostro, desprecia; que, cuando muestra interés, tiene preparada la siguiente bala moral. Y así es cómo se camina hacia la batalla final, la que indica que todo acabará si se toma la decisión equivocada, o si se obedece la orden mal entendida, o si los nervios son el verdadero submarino que hay que acorralar y asfixiar. Y no hay ningún plan B.