viernes, 14 de octubre de 2016

LA BATALLA DEL RÍO DE LA PLATA (1956), de Michael Powell y Emeric Pressburger

El mar no es solo un enorme lienzo donde se dibuja la muerte y el devenir. También es un gigantesco manto donde esconderse. Y cuando el acorazado de bolsillo Graf Von Spee se dedica a burlar a toda la Armada británica, entonces ya es un lugar lleno de recovecos imposibles, de camuflajes elaborados y de caballerosidades envidiables. Allí, en el Atlántico Sur, se teje una trampa con tres cruceros que solo tendrán un objetivo. Dar caza al acero más peligroso que surca los mares. La batalla será cruenta y larga, con un continuo jaque mate que, por obra y gracia de la habilidad, se convertirá en un movimiento más en los escaques del mapa. Los cañones rugen, la admiración se gana. No hay que ofrecer el costado, sino el frente y ahí el más rápido es el que lleva ventaja. Todo parece una interminable partida por la supremacía de los mares y el Graf Von Spee se refugiará en un puerto neutral. Y la neutralidad, mal que pese a todos, también toma partido.

El acontecimiento se torna en algo que da la vuelta al mundo esperando el desenlace de una guerra que, en ocasiones, obedece a unas reglas absurdas. El barco alemán será reparado y en la desembocadura del río esperan los ingleses, dispuestos a disparar a la vez y sin ninguna piedad. El monstruo acorazado que se les va a venir encima es de mucho cuidado y hay que tener el delta tan cerrado que no se cuele por ahí ni un pez guppie. El estuario será el recorrido de una celda y la espera no puede ser interminable. La diplomacia se mueve y la política se remueve. Británicos, franceses y alemanes comparten despacho con la mediación de una nación pequeña que tiene toda la baraja en su mano. El Río de la Plata se teñirá de sangre y fuego porque es la única solución en tiempo de guerra. La guerra llama a la guerra. O tal vez, muy de cuando en cuando, también al sentido común. Porque quizá es preferible renunciar al derramamiento de sangre inútil que a la consecución de una victoria histórica. Los lobos de mar no siempre están hambrientos de gloria y los cañones lucen sus bocas hacia el cielo, como suplicando no volver a disparar. Honor. Respeto. Sí, también hubo eso en tiempo de guerra, en tiempo de matar y de morir. Parece mentira pero ahí estuvieron dos cineastas de estilo claro y maravillosamente amplio como Michael Powell y Emeric Pressburger, auténticos planificadores capaces de narrar una batalla desde los puentes de mando de los barcos implicados, dotando de humanidad a los personajes en medio de la situación más inhumana posible. Las aguas se abren y la voz en la radio se enronquece. El desenlace se precipita y todo queda enterrado en el terciopelo del mar gris con vetas blancas. Y el sabor de la sal se queda en el paladar, creyendo que el sol no tiene piedad y que todo seguirá hasta que no reste nada flotando. Solo un sueño. Solo el arrojo de unos cuantos hombres que creyeron poder abatir a un gigante con astucia y anticipación.

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