martes, 29 de noviembre de 2016

EL PERRO DE BASKERVILLE (1959), de Terence Fisher

La maldición de una bestia que pervive a través de las generaciones cae como una sombra sobre el último heredero de un señorío regado de sangre. Sherlock Holmes creerá apasionante el misterio que viene diezmando a la familia de los Baskerville y aceptará el caso porque es evidente que el asesinato se cierne sobre Henry, el último de la dinastía. Allí se encontrará con un equívoco médico que parece querer cobrar su parte de la herencia y despegarse del apellido maldito, a unos criados que guardan un silencio sospechosamente abrumador, a un vecino de mirada aviesa e intenciones turbias que tiene una hija de deseos prohibidos e instintos devoradores, a un psicópata que se acaba de fugar de un penal próximo a la propiedad, a un reverendo que es uno de los más prestigiosos entomólogos del Reino Unido y, por último, a un gigantesco sabueso, casi monstruoso, que tiene las fauces anegadas en sangre y el odio inyectado en los ojos. El misterio está servido. El crimen está dispuesto.
La ciénaga es un testigo silencioso de las idas y venidas de todos los sospechosos por el páramo que rodea la propiedad Baskerville. Parece que tiene los brazos recogidos pero, si alguien cae dentro, los apretará con fuerza para no dejar escapar a la presa. El cielo se llena de frío y de nubes para acoger toda la maldad que revolotea como ave nocturna entre las gélidas piedras de la atemorizante mansión y el jerez será un consuelo pasajero para el error y la pérdida de anticipación. Todo es una trampa encerrada en el árbol genealógico de los Baskerville, tan confuso y tan abrupto que parece reclamar más víctimas para seguir creciendo y abonando el suelo de corrupción y muerte. Holmes, más nervioso e irreflexivo que nunca, no se deja vencer por la multitud de pistas que conducen a las tenebrosas ruinas que son escenario de la abyección, como si el deseo se instalara en medio de las piedras derruidas y pidieran su sacrificio de sangre. El horizonte se aparece herido por la luz de una linterna vigilante y la oscuridad se cierne sobre los culpables. Ya queda poco para la muerte.

Título muy cuidado de la factoría Hammer con una estupenda dirección de Terence Fisher y con la novedad de ver, quizá, al mejor Watson del cine en la piel de André Morell, componiendo a un doctor inteligente, activo, con iniciativa, perfecto contrapeso del Holmes de Peter Cushing, fibroso e inquieto por naturaleza y poco amigo de las deducciones sesudas y prolijas a las que nos tienen acostumbrados otros intérpretes. El miedo se siente en el ambiente aunque no llegue a hacerse tangible en ningún momento y el color nos invade como la bruma de un lugar que parece la antesala del infierno, guardado por el cancerbero que se cobra el peaje en carne y deja a los hombres con la angustia de lo sobrenatural planeando sobre el pensamiento, como las patas de una araña a punto de soltar su picadura letal.  

NOCHE EN LA TIERRA (1991), de Jim Jarmusch

La tierra gira en su interminable errar por el firmamento y puede que a la misma hora aunque no en el mismo lugar, se estén dando cinco historias que llenan la existencia de unos taxis que son recipientes del pintoresquismo humano. Sí, el taxímetro ha bajado y la perplejidad se apodera de nuestras miradas atónitas, porque ahí delante hay fábulas que nos hablan de cómo se va de un lugar a otro.
Los Ángeles. Quizá el sueño de cualquier joven es llegar a ser actriz. Solo quizá. Porque una mujer de inmensa clase va a comprobar que no es así. Quizá los sueños sean más modestos, quizá incluso la felicidad consiste en agrandar lo que uno tiene pero no buscarla en falsos dorados de letras de neón. Una taxista lleva a una mujer del aeropuerto a su casa. El trayecto es largo porque las distancias en Los Ángeles son grandes y algo tiene esa taxista, con la cara algo manchada de grasa, la gorra vuelta del revés y esos pantalones en los que caben tres. Tal vez sea un destello de una estrella escondida. Puede ser que solo sea una insulsa cabeza hueca que solo piensa en motores, en ponerse la guía telefónica debajo del trasero para ver bien por encima del volante o en hacer su servicio de forma eficiente. Sin embargo, el sueño ni siquiera es sueño. Cuando se le ofrece la posibilidad que a tantas y a tantas ha atenazado y sitiado, ella contesta con una negativa sorprendente. Ella no quiere que todo el mundo la reconozca y la admire. Solo quiere su taxi. Limpio, ordenado, a tono, con el motor ronroneante y la propina justa. Taxis. Cógete uno en L.A.
Nueva York. La calle está llena de payasos. Y un tipo de color conoce al mayor de todos. Se llama Helmut y conduce un taxi. Es un taxista que no conoce bien Nueva York hasta tal punto de que el cliente se tiene que bajar y conducir el taxi él mismo. Paradojas del taxímetro. Se extraña de esa forma de hablar soez y poco caballerosa. Se extraña del frío que habita en las calles de la Gran Manzana. Se extraña de extrañarse en una tierra de extraños siendo él mismo un extraño. Helmut es un alma inocente condenada a vagar por un mundo terriblemente corrompido de caracteres enfermos, de drogas pasadas con insidia, de luces reflejadas en el sempiterno asfalto mojado de la única ciudad que merece ser nombrada dos veces. El taxi arrancará e irá a tirones. El servicio estará hecho y Helmut se habrá ganado una buena propina…pero solo porque ha llevado a una buena persona a bordo. Taxis. Agarra uno en N. Y.
París. No es fácil ser un chófer eficiente para una ciega que presiente hasta el momento que la miran. Ella es atractiva si no fuera por esa mirada blanca que ofende. El taxista, de Costa de Marfil, al principio cree que se podrá aprovechar de ella dando unas cuantas vueltas por donde quiera mientras caen los francos en el contador. Pero, poco a poco, se da cuenta de que ella, la ciega, ve más que él. Y entonces es cuando cree que es imposible timar a quien se admira. Y cae en un pozo de autocompasión que solo es interrumpido por la típica bronca nacida de un choque a medianoche. El taxista hizo su servicio y la ciega escuchará la algarabía y, con una sonrisa, irá caminando por el mismo borde del Sena rumiando su superioridad frente a alguien que tiene los dos ojos en su sitio. Taxis. Súbete a uno en París.
Roma. Está claro que este taxista está un poco mal de la cabeza. Va con gafas de sol en plena noche romana. Habla solo. Juega a que se pregunta y se contesta él mismo a través de la radio del taxi. Hace chistes cuando ve un Hotel que lleva el improbable nombre de Genio y resulta que cuando la noche es algo inamovible, tiene que llevar a un cura. Claro, el tipo es tan desenfadado que no se le ocurre otra cosa que escandalizar al pobre sacerdote. Y le cuenta algo sobre una cabra con la que hacía cosas feas en el pueblo. El servicio se hará…pero no se pagará. Más que nada porque el corazón del monseñor es muy débil y se parará antes que el taxímetro. Y todo quedará engullido en una noche romana que esconde vicios, leyendas, muertes y asombros. Eso sí, el taxista podrá quitarse las gafas de sol y creerá que es de día. Taxis. Si tienes narices, llama a uno en Roma.
Helsinki. A punto de amanecer en las blancas calles de una ciudad tan fría que apenas existe por la noche. Unos borrachos suben a un taxi porque se han pasado la noche bebiendo con el dinero que les han dado por su despido. La desgracia se ha cebado en ellos. Sin embargo, el serio taxista les va a consolar con una historia. Sí, porque si tú eres desgraciado, seguro que por el camino te cruzas con otro que es más desgraciado y entonces te vas a enterar de lo que vale la amistad, estar vivo, tener algo de dinero en el bolsillo y vivir en una ciudad tan demoledoramente helada como Helsinki. Todo estará muy claro en ese taxi frío. Tanto es así que más vale no dar demasiadas vueltas a lo que le ocurre a uno. El día, con su luz clara y limpia de la mañana, tal vez anuncie que todo es hermoso cuando todo está oscuro. Taxis. Más vale que dejes pasar todos en Helsinki.

Y así, entre ruedas, volantes, propinas, chasquidos del taxímetro y anécdotas sobre la naturaleza humana, ha pasado otra noche en este inhóspito planeta llamado Tierra.

viernes, 25 de noviembre de 2016

DIEZ NEGRITOS (1945), de René Clair

Las olas rompen contra los acantilados salvajes sin piedad en una inacabable sinfonía de espuma y salpicadura, como queriendo recordar continuamente que allí solo existe el crimen. La casa se alza majestuosa e incólume, sin mancha en su fachada azotada por el viento, esperando la asunción de culpas y la sangre coagulada. Todos han acudido allí por una razón distinta pero todos tienen algo en común. El crimen puede unir mucho si de ello depende la vida. Poco a poco, los negritos van cayendo y la canción se queda suspendida en el aire, anunciando el modo en el que van a caer. Las sospechas se mueven de uno a otro como si fueran notas alocadas en un pentagrama de culpabilidad. Al principio, no deja de ser un accidente. Después, una casualidad. Más tarde, la presión llega a ser tan exigente que no queda más que echarle la culpa al mayordomo. Por último, cuando ya el número de supervivientes es demasiado reducido, se buscan aliados porque la sospecha, aunque legítima, también puede equivocarse. Las noches son oscuridades completas donde el mal se siente acogido y todas las mañanas la sorpresa se instala en la mesa de reuniones. Hoy no está uno; mañana, otro. La lluvia aparece con su rugido de tormenta y la lógica comienza a estar regida por el surrealismo. Arriba y abajo, comprobando. Siempre tres. Nunca dos. El vecino es el culpable. El pasado, también.
Y todo gira en torno a que es mejor despedirse de la vida intentando hacer algo útil para una sociedad que falla en sus leyes. De ahí se despiertan complicidades en caracteres débiles que parecen más fuertes. De ahí también se desarrollan cariños que parecen imposibles en un entorno tan solitario que solo dan ganas de gritar para no saberse solo. Las cenas se hacen eternas con los cafés, las copas, los cigarros y las revistas. Parece imposible que un asesino entre asesinos sea capaz de asesinar a todos los demás. Aunque también hay un vacío en ello porque no todos han matado o causado la muerte de alguien. Solo la conciencia es capaz de acusar. El billar se mueve y coloca todas las bolas en los agujeros. La mansión parece inclinarse hacia adentro, como queriendo ahogar la angustia. La playa también emite su veredicto. La horca espera.

No deja de ser un intento bastante atípico que a una autora como Agatha Christie le esperara una adaptación de su novela por parte de un francés como René Clair. Y, aunque hay algún personaje excesivamente caracterizado como es el caso de Richard Haydn en el papel del criado, hay un aire abrumadoramente fresco dentro de esa historia viciada por la sospecha con detalles como la cámara pasando a través de los ojos de las cerraduras para que todos, incluido el espectador, se espíen sin recato en busca de la mente criminal que ha urdido esta trama de culpabilidad y muerte. Con un reparto formado exclusivamente por secundarios entre los que destacan, por supuesto, Barry Fitzgerald y Walter Huston, Diez negritos nos devuelve al universo de la claustrofobia no solo causada por el entorno sino también por los errores de un pasado que ha dejado demasiadas cuentas pendientes por cerrar. Es el momento de saldar las deudas. 

jueves, 24 de noviembre de 2016

LA LLEGADA (2016), de Denis Villeneuve

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi conocimiento”
Ludwig Wittgenstein


La mentalidad humana olvida casi siempre la variable tiempo. Y no es solo una medida de lo que transcurre entre un acontecimiento y otro. También es una dimensión indescifrable que no ha sido nunca incorporada al lenguaje. El ser humano no ha sido capaz de juntar una cosa y otra. Tal vez, en algún momento, alguien nos pida que lo hagamos porque puede convertirse en un instrumento de paz, o de progreso, o de salvación. No se trata de hacer hablar a los minutos, ni a las horas. Se trata de la misma percepción de un tiempo que se empeña, a cada instante, en recordarnos su condición circular. El tiempo no tiene principio, no tiene fin. Siempre está ahí tratando de ofrecer el segundo siguiente como parte de un pasado que bien puede ser futuro. Como parte de una intuición que tiene que expresarse en la memoria.
Quizá, en algún lugar del inacabable universo, haya una civilización que haya comprendido la circularidad del tiempo, la ausencia del presente como elemento útil. E incluso es posible que traten de ayudar al torpe ser humano a descifrar una serie de interrogantes por la sencilla razón de que, en algún momento, el favor puede ser devuelto. La felicidad y el dolor son pasados y futuros y no tienen por qué guardar ningún orden. La ira suele ser un producto del presente. Y nadie puede dialogar con la ira, no sirve de nada, es un estorbo, un desecho del mismo tiempo. Y en esa condición infinita del tiempo sin principio ni fin se halla la seguridad de que el ser humano es también infinitamente más fuerte siempre que cuente con el prójimo y de que, de forma casi inevitable, tropezará una y otra vez en los mismos errores que hacen de él un ser imperfecto, condenado a lo efímero, mero visitante de la sucesión de instantes que le toca vivir. Puede que el secreto del tiempo resida en aceptar la verdad de una vida ingrata porque, en ella, se encuentran los momentos más eternos de nuestra existencia.

El director Denis Villeneuve vuelve a dejar una sensación de interés con este relato de comunicación y confianza que rodea al espectador con inquietud y misterio. Para ello cuenta con una actriz enorme, acertada y viva como Amy Adams que, prácticamente, lleva el peso de toda la película. Y no cabe ninguna duda de que, cuando se enciendan las luces de la sala, habrá muchos desconcertados que encaminarán sus pasos hacia la incertidumbre porque no habrán asimilado lo que han visto sin darse cuenta de que han ampliado su lenguaje y, por tanto, su conocimiento. Villeneuve traduce el tiempo y lo coloca en medio de un laberinto de sensaciones ingrávidas y sinceras mientras otros muchos tratan de saltar a un túnel de perspectiva cambiante. Y quizá no se tenga el auténtico sentido del mensaje hasta que no se componga la frase completa, pero eso deberá ser traducido por el mismo público que, en muchas ocasiones, se niega a ser cómplice y se encierra en algo que es inherente a la condición del ser humano. Se llama miedo. Y por su culpa puede que nos perdamos la maravillosa sensación de existir, de ser, de amar, de ser amados, de vivir…aunque todo sea efímero.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

LA CORTINA DE HUMO (1997), de Barry Levinson

Para que nadie se fije que la cola está parada, lo que hay que hacer es menear al perro. Y así se disfrazan los hechos. Inventarse una guerra no es cosa fácil, sobre todo teniendo en cuenta que la causa que motivó esa guerra fue una situación embarazosa en el Despacho Oval. Así que no hay más que contratar a un productor de Hollywood, una especie de trasunto de Robert Evans, y decirle lo que se quiere. El tipo comenzará a poner fantasía y pensará en las audiencias como un halcón. Aunque las verdaderas aves depredadoras sean esos fontaneros que arreglan cualquier desaguisado del poder para que el poder siga siendo poder. Si la jugada del enemigo te estropea el engaño…bueno, pues se prolonga el chiste poniendo a un héroe por el camino. Un tipo al que se le asocia con una vieja canción de blues. Claro que puede que el individuo en cuestión sea un botarate legendario y entonces la cosa se vuelve un poco más difícil. ¿Cómo va a hablar ante todo el mundo un tipo que no sabe ni pronunciar su nombre y está más cerca de la psicopatía que del heroísmo? Da igual, que calle. De una vez por todas y para siempre. Y ya está. Un mártir más. Claro que, de todos los pecados, el favorito del Diablo es la vanidad y ése es el elemento que se va a interponer en el engaño perfecto, en esa cortina de humo denso que se ha fabricado para que nadie note que la cola no se mueve. Y ya saben, si no sale por televisión, no existe. Película de un ritmo tremendo, que apenas te deja respiro para pensar en lo que estás viendo, Barry Levinson dirigió este maravilloso guión de David Mamet con Robert de Niro y Dustin Hoffman en los principales papeles y dando un par de lecciones sobre la manipulación y la verdad más falseada. Al fin y al cabo, actuar es falsear la verdad. Al fin y al cabo, la verdad es la que se nos presenta todos los días a través de los medios de comunicación. Al fin y al cabo, todo puede ser una enorme mentira devorada por el entretenimiento, solo urdida para que la gente crea que el Gobierno va en una dirección cuando va en otra totalmente opuesta. ¿Qué más da? Hay que menear al perro. Y hay que hacerlo con sabiduría, convicción y sentido del marketing. Más que nada para que la multitud vuelva a comprar el mismo perro y vuelva a no darse cuenta cuando tenga la cola parada. Es sencillo y, en el fondo, genial. Se puede decir que es el mejor trabajo de los medios de información, que venden películas todos los días y el público, ansioso e incauto, las compra a cualquier precio. Todo es política. Todo es engaño. Y así, una serie de profesionales del cine, engañan a todo el mundo haciendo creer que ha ocurrido algo que jamás ha ocurrido. Acompañados, naturalmente, de una serie de profesionales de los trapos sucios que se empeñan en mostrar trapos más grandes, más interesantes y más importantes mientras se recogen los otros. Solo hay que creer que esos trapos más grandes, más interesantes y más importantes existen realmente y así no se verá cómo se recogen los otros. La táctica de la distracción. La certeza de que mentir es lo único que verdaderamente puede captar la atención de todo el público ansioso de sensacionalismo barato.

martes, 22 de noviembre de 2016

EL FUGITIVO (1947), de John Ford

Si queréis escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Aguirre o la cólera de Dios", de Werner Herzog, podéis hacerlo aquí.

En una tierra árida, donde parece que Dios no está, hay un hombre que corre porque tiene miedo, porque no sabe superar su debilidad humana y creer en su destino divino. Ese hombre entra en una iglesia entre sombras de creencia para que, a través de su sacrificio, no se pierda la fe. Cree que el consuelo es más importante que cualquier vida humana y por eso, a pesar del terror que siente, está allí donde se le necesita. Comprando vino de contrabando para poder celebrar una misa, consolando a los muertos en sus últimos suspiros, bautizando a los niños que aún no saben lo que es el pecado, intentando predicar con el ejemplo de su conducta que no es más que un testimonio de amor en una época de odio. Es la vieja historia del cordero preparado para el altar. Y es la leyenda del lugar donde nace la valentía.
El alcohol está prohibido y la traición está permitida. Es lo que pasa cuando el totalitarismo se apodera del gobierno y el pueblo es lo que menos importa. No importa la libertad de culto, no importa la libertad de movimiento, no importa la libertad del hombre porque los ciudadanos tienen que adorar, andar y sentir como adora, anda y siente el Estado. Es la monstruosidad del asesinato de la conciencia solo para que una nueva doctrina se instale en todo el país. Y es obligatoria. Y si no lo es, terminara siéndolo. La verdad siempre es asesinada por la mentira y, en algunos rincones de silencio, habrá gente que esté dispuesta a ayudar en la clandestinidad, a jugarse el tipo por salvar, más que al hombre, a lo que representa. Al fin y al cabo, en una época en la que no se cree en nada, es mejor tener a Dios un poco más a mano.
Una cruz esbozada en un corazón que, en el fondo, no cree en lo que hace. La piedad asoma pero no protesta. Y unos disparos acabarán momentáneamente con la ilusión de la libertad. Sin embargo, siempre habrá otro hombre. Igual de alto o bajo, vestido igual que el anterior e igualmente aterrorizado. Y la luz entrará hiriendo a la oscuridad porque es algo que no se puede contener. Es otra idea, ni mejor ni peor, ni más grande ni más pequeña. Es una forma de resistir.

John Ford resultó fascinante en la estética de esta película, ahondando en las tinieblas para ofrecer la luminosidad de la fe. Y aunque no sea una de sus mejores películas, de ritmo claramente irregular, con un desarrollo algo tedioso, es donde se halla el espíritu del viejo Ford, del hombre que ya vivió una guerra y que está a punto de ofrecer las mejores películas de su filmografía. Quiso hacer un fresco sobre sus creencias a la vez que una denuncia de la tiranía y nosotros, sedientos de algo, sabemos que puede que eso que buscamos esté en medio de la nada.

viernes, 18 de noviembre de 2016

UNA TROMPETA LEJANA (1964), de Raoul Walsh

La frontera es el lugar idóneo para que los sueños cabalguen en busca del horizonte. Eso, al menos, es lo que piensa un teniente recién salido de West Point. Quizá allí, donde nadie quiere ir, sea el lugar donde más puede hacer algo por su país.  Y, sin embargo, la realidad no dejará de demostrarle que los pañuelos no son tan amarillos, que el uniforme no es tan azul y que el heroísmo no es algo que se demuestre en acciones aisladas, sino todos los días en los que se aguanta en medio del polvo del desierto. Allí, donde el viento parece que da la vuelta y se estrella sobre las fachadas de adobe de Fort Delivery, encontrará a una mujer que hará que se mire en su propio interior, perseguirá a apaches rebeldes y sanguinarios con los que llegará a un acuerdo de paz, aprenderá lo que significa la nobleza de ser oficial, compartirá rancho con un buen montón de granujas indisciplinados a los que tendrá que meter en cintura bajo un sol de justicia, desechará su vida anterior para intentar mirar al cielo con la conciencia tranquila, irá a por caballos, traerá a desesperados, hará poner pies en polvorosa al aprovechado de turno que morirá en silencio y entre las sombras, sin que nadie se dé cuenta y podrá admirar de cerca la labor de un general de humor peculiar y experiencia probada. No está mal para ser el primer destino de un teniente recién graduado en la Academia Militar.
Y es que allí, en esa frontera inhóspita y difícil, no todo es blanco o negro, no todo consiste en amar u odiar. Sacudirse el polvo de los caminos es una tarea de titanes cuando lo que se ha visto es la tortura y la sangre derramada inútilmente, solo porque el Gobierno de los Estados Unidos no es capaz de sentarse a negociar con un indio rebelde. Se trata de no hacer vilezas y de no convertir a los hombres que están aislados en el fuerte en seres viles y sin corazón. El Ejército no está para eso. Eso no es lo que él consideraría una labor noble. No serían hombres.

Raoul Walsh se despidió del cine dando una demostración de energía, dirigiendo una película trepidante, con múltiples misiones a cargo del buen militar que no deja de estar lastrado por la elección de Troy Donahue, un actor de enorme apostura pero nula capacidad interpretativa. De hecho, en algún momento, es como si Walsh prescindiera de Donahue para dar rienda suelta a su sentido del ritmo, a su habilidad narrativa repleta de situaciones de acción, dejando en segundo plano los avatares de ese Teniente Matt Hazard que se encuentra con demasiadas realidades que intenta afrontar con profesionalidad. En algún momento, parece que a Walsh se le desfleca la trama pero hay que reconocer que el mayor activo que posee, además de su trepidante inventiva, es la presencia de James Gregory como ese general atípico, amante del latín y de unas traducciones, cuando menos, curiosas, que desea la paz por encima de todo. Tal vez porque ha estado en demasiadas batallas, ha derrotado a indios que se han convertido en amigos y ya no le queda mucho tiempo al frente de ningún regimiento. Quizá como el propio Raoul Walsh dirigiendo con mano de hierro y verdad artística en su última aventura. 

jueves, 17 de noviembre de 2016

JACK REACHER 2: NUNCA VUELVAS ATRÁS (2016), de Edward Zwick

No cabe duda de que ser un héroe solitario en estos días de tecnologías, teléfonos móviles y comunicaciones por vía satélite, es algo muy duro y que, en el fondo, todos los lobos esteparios que olfatean problemas se ven tentados a aceptar cualquier cosa con tal de paliar esa soledad. Y no podía ser menos el héroe perfecto, antiguo militar de carrera, desencantado, amargo y cínico que resulta el inventor de las ausencias de las puntadas sin hilo. Nadie está a salvo del sonido del silencio.
Lo primero puede ser buscarse un plan dentro del mismo ejército basándose solo y exclusivamente en un tono de voz. Quizá sea muy cálida, o sensual, o insinuante, o, incluso, familiar. Escasos cimientos para un tipo que se las sabe todas pero la necesidad apremia y hay que concertar citas cuanto antes porque el tiempo se escapa, los físicos se estropean y tal vez la próxima cicatriz afee un poco ese rostro de niño que resplandece cuando sonríe.
Lo segundo es querer creerse la posibilidad de ser padre solamente por saberse necesitado, adorado, acompañado. No se recuerda a la posible madre, pero eso es un detalle sin importancia. Hay que saberse lanzar a los puñetazos de la responsabilidad más allá de un caso de policías militares y contrabando de armas y drogas. Y, a veces, da gusto que alguien siga los paternales consejos de un hombre con experiencia. Especialmente en las edades difíciles de la adolescencia.
Lo tercero es construir una trama alrededor de todo eso sin atender a las necesidades básicas de cualquier argumento. Tom Cruise salva al personaje pero no a la película. Hay asuntos que se obvian, detalles sobre los que se enfatiza para olvidarse de ellos, giros más típicos que las consabidas carreritas del actor en todas y cada una de sus aventuras, alguna pelea mal realizada, muchos porqués sin contestar y una tonta reivindicación del feminismo más simple que puede hacer sonrojar a más de una mujer.
Lo cuarto es que no deja de ser decepcionante, después del buen sabor de boca que dejó la primera parte de esta especie de detective sin licencia que adivina todo antes de que pase, que se haya hecho una película con un reparto tan escasamente dotado alrededor de Tom Cruise. Ninguno de los actores y actrices que pueblan la historia tiene el más mínimo talento dramático, con especial mención para Cobey Smulders, la compañera de turno, que resulta floja, forzada y sin talento en todas las situaciones. Tan solo alguna línea de diálogo reservada al protagonista resulta atractiva, heredada directamente del género negro, y pasa por ser una menguada recompensa entre tanta pretendida escena de acción a raudales.
Es la dureza de la paternidad porque reblandecer a un personaje que no lo pide es como volver a freír una tortilla que ya está cuajada. Todo se convierte en una trama que podría haber sido más apreciada pero planea un aire de falsedad en todo, como si nadie se creyera mucho lo que hace, salvo el propio Tom Cruise que se pone muy intenso con sus miradas, como si su presencia bastara para que todos corramos a sus brazos y nos rindamos a sus encantos de padre, de novio, de sabueso y de comandante del ejército.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

CRIMEN PERFECTO (1954), de Alfred Hitchcock

Una llamada a una hora determinada y todo habrá terminado. La tela del pañuelo se enroscará alrededor del cuello dejando la piel agrietada y la garganta cerrada. Es muy fácil, solo hay que apretar con fuerza y nada más. El chantaje es un acicate bastante convincente y todo pasa por la muerte de una dama que ha cometido un desliz extramatrimonial. Claro que unas tijeras se interponen en los planes. Ya se sabe, ningún plan sale como estaba previsto. Las tijeras se clavan en la espalda equivocada y entonces todo tiene que prepararse para que la culpabilidad apunte a la esposa infiel. Fácil y sencillo. Solo hay que mentir con cuidado y decir la palabra justa en el momento adecuado.
Tony Wendice está acostumbrado a las situaciones de presión. No en vano ha sido un deportista de élite así que, con naturalidad y mucha elegancia, no tiene ningún problema en mentir e improvisar con soltura. El peso del marido engañado parece que lo acompaña y si todo va aderezado con una suculenta herencia, mejor que mejor. No ha dejado el tenis para nada. Si uno deja una cosa es para dedicarse a algo más lucrativo. Al chantaje y al asesinato, por ejemplo. El mecanismo de relojería que Wendice pone en marcha para asesinar a su esposa es tan milimétrico que no puede salir mal. Tanto es así que ni siquiera él va a ser el asesino. El trabajo lo va a hacer el Estado.
La llave bajo la alfombra de la escalera, las medias estratégicamente colocadas y enseñadas en el momento oportuno, el dinero cuidadosamente sacado del banco…es la maestría del que sugiere y no la del que muestra con descaro. Tony Wendice busca las respuestas con un movimiento inquieto en los ojos pero jamás pierde la calma. Se sirve una copa, hace un admirable uso de la lógica, desempeña a la vez el cruel papel de instigador del crimen y de amante marido que siempre estará al lado de su mujer, incluso cuando la evidencia conduzca a revelar su infidelidad con Mark Hallyday, un petulante escritor de novelas de misterio que, de vez en cuando, viene a Londres a intimar con la señora Wendice. Un tipo inconformista, ciertamente inteligente, rematadamente impulsivo e ingenuamente honesto. Una coartada perfecta si Wendice se quiere esconder tras él.

Hitchcock dirigió este juguete teatral de Frederick Knott con un uso excepcional de la cámara, haciendo gala de un repertorio técnico impresionante (si exceptuamos su descuidado uso de transparencias) y con un actor como Ray Milland dando una idea de cómo sería Cary Grant en el papel de un asesino. Todo encaja a la perfección y Hitchcock no deja de sugerir en muchos matices la naturaleza de los personajes, como si la película se estuviera desarrollando fuera de campo y el espectador tuviera que actuar también como un detective insistente hasta que las piezas queden compactas y en su sitio. Algo solo reservado a los grandes maestros que eran capaces de hacer muy buenas películas con un material que, a primera vista, podría no ser merecedor de su categoría.  

martes, 15 de noviembre de 2016

AGUIRRE O LA CÓLERA DE DIOS (1972), de Werner Herzog

Si la nostalgia os domina y queréis volver al lugar donde nacen las leyendas, el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Casablanca" lo podéis escuchar aquí.

La Naturaleza se muestra hostil contra el poder. Nadie puede dominarla. Nadie puede silenciarla. Ni siquiera a sangre y fuego. Los soldados con sus pesadas e incómodas armaduras bajan hacia la selva amazónica precipitándose por un precipicio de senderos y dificultades. Cada paso resulta una victoria ante la obcecación por la búsqueda de un reino que no existe. El agua cala los cascos de hierro antiguo y los remolinos se suceden en un río que no quiere a extraños. La alucinación comienza a ser aire y la idea de la rebelión se asienta en la cabeza del más inhumano de los hombres. Dios no se encarna en él, solo su cólera. La corriente arrastra las pasiones y los enemigos se apartan de un manotazo. Sentir el poder es una tentación demasiado fuerte como para resistirse. El cielo clama por una justicia divina. Y los monos se encargarán de proporcionarla.
En un lugar arrinconado del mundo, donde los espacios abiertos son inmensos mientras la selva engulle los pensamientos, no hay lugar para más sentidos que los que dicta la propia Naturaleza. Allí no hay patrias, ni creencias. Solo la supervivencia como valor supremo. La locura crece con rapidez en el trópico y siembra crueldades ante murmullos, asaltos frente a razones, blasfemias surgidas de la inocencia. Nunca existirá la tierra del oro salvo en la mente de los que siguen las leyendas. La única respuesta se halla en el duro corazón de hombres sin talla, a los que la Historia les sobrepasa por culpa de ambiciones de grandeza sin motivo. Quizá porque aún no saben que la grandeza es una cualidad que se lleva por dentro y que rara vez se manifiesta en el exterior. Lope de Aguirre seguirá hasta el último instante tratando de hacer evidente la cólera de Dios. Y nadie vivirá para contarlo.

Werner Herzog dirigió esta película sin ajustarse a la verdad histórica solo para narrar la cercanía de la locura sin sentido que puede dominar a los hombres cuando se dan cuenta de que el poder sobre la vida y la muerte está revoloteando alrededor. Para ello, contó con Klaus Kinski en el papel principal y fue otra batalla campal entre actor y director que quedó reflejada en un documental titulado Mi enemigo íntimo, descripción de cómo el poder también se convierte en objeto de deseo en medio de un rodaje en plena selva. Más allá de eso, se siente la penalidad física de un trabajo cinematográfico que quería traspasar sensaciones con una batalla continua entre la realidad y la ficción. La cólera de Dios, al fin y al cabo, también puede ser un excelente director de fotografía.

viernes, 11 de noviembre de 2016

LA NOCHE DEL CAZADOR (1955), de Charles Laughton

“Qué gran comunidad de gozo divino,
Apoyándose en los brazos eternos.
Qué bendición, qué paz de pensamiento,
Apoyándose en los brazos eternos.
Apoyándose, apoyándose a salvo y seguros de todas las alarmas,
Apoyándose en los brazos eternos.”

Es el lobo cantando porque va en busca de su botín. Sí, porque el lobo, a pesar de tener piel de cordero y estar disfrazado de hombre de Dios, solo quiere tener a su presa bien agarrada por los dientes. Ese pulso fingido entre sus manos que pretenden ser el odio y el amor hace mucho que tiene un vencedor y no es precisamente el que él mismo proclama. Apoyándose en los brazos eternos…cantando una melodía que presagia la muerte. Es el lobo. Es el lobo. Es la telaraña que paciente espera a la presa mientras los niños navegan corriente abajo. Lección de vida para todos los que nos hemos olvidado de buscar la esperanza. Leaning…leaning…leaning on the everlasting arms…

“¡Oh, qué dulce caminar en este sendero de peregrinos!
Apoyándose en los brazos eternos.
¡Oh, qué brillante el camino del día a día!
Apoyándose en los brazos eternos.”

No os fiéis, niños. Su dulce caminar es un tamborilear de ejecución con la tierra como caja de resonancia. Su brillante camino es la siniestra cañada que va dejando pisadas de muerte allá por donde pasa, dejando fantasmas, apartando sueños. Es el hombre del saco que ya quiso lavar el cerebro de vuestro padre, que ya sumergió los sueños de vuestra madre, que ya quiere revolcarse en la maldad dejando todo de lado en un horizonte que dibuja su sombra de jinete del infierno. Sshhhhh….no salgáis del escondite, no os dejéis cazar. Dormid, dormid…

“¿Qué temor tenía? ¿Qué he de temer?
Apoyándose en los brazos eternos.
La paz me ha bendecido con el Señor tan cerca,
Apoyándose en los brazos eternos.”


Él ya no tiene que temer nada porque la locura se ha apoderado de todo su sentido, de toda su fuerza, de toda su inmensa crueldad y ha convertido a Dios en una justificación continua que, quizá, él mismo se cree. Puede que al final de ese camino en el que él canta y canta, haya un hada buena que recoja a niños sin rumbo en una época sin mañana. Quizá el cielo consista en eso, en encontrar a alguien que se preocupa verdaderamente de todos nosotros, niños que renunciamos a la rendición porque creemos que una parte de nosotros mismos no puede ser arrebatada ni siquiera a través del miedo. Charles Laughton lo supo muy bien en la única y maldita película que dirigió. Las sombras y la vileza se entrecruzan en ese rostro que posee Robert Mitchum mientras la inocencia intenta preservarse en algún lugar de los sueños más allá del bien y del mal.

jueves, 10 de noviembre de 2016

SULLY (2016), de Clint Eastwood

El factor humano es algo que siempre se busca cuando la catástrofe merodea por los titulares de prensa. Y siempre se olvida que es un elemento que puede causar el caos pero también puede ser fundamental para salvaguardar vidas. Desgraciadamente, vivimos en una sociedad en la que se pasa por alto la profesionalidad de las personas que saben hacer muy bien su trabajo y esas personas, en realidad, son los verdaderos ángeles. Son los que, con su experiencia, consiguen milagros de servicio público, de auténtica humanidad, de intachable comportamiento.
Cuando todo falla, es fácil entregarse a los brazos del destino y dejar que las cosas ocurran. Sin dejar de lado la vocación, se debe hacer todo lo posible por soslayar la rendición y seguir luchando, valorar las opciones y tratar de minimizar los efectos de un desastre. Y si para ello hay que sacrificar la máquina o cualquier otro bien material, bienvenido sea. Las casualidades se confabulan para que lo imposible suceda y la muerte ronda demasiado cerca en detalles que forman parte de la cotidianeidad de cualquiera. Hay que salir de eso. Hay que vencer a la rutina. Hay que dar con una solución en unos pocos segundos. Y si nadie lo ha intentado antes, es hora de que alguien lo haga.
Los héroes suelen ser reconocidos cuando sus hazañas salvan vidas comunes, aparentemente sin más importancia que la que afecta a sus seres más queridos. No es fácil encontrar ese tipo de conducta altruista y tan poco corriente. Siempre habrá voces que, espoleadas por los voceros sensacionalistas del momento, duden de la épica y comiencen a eliminar conceptos, a obviar elementos básicos, solo para mantener limpia la integridad de productos manejados por esos trabajadores del milagro. Meterse con un hombre es mucho más fácil que hacerlo con un mecanismo de ingeniería y ahí es donde entra la absurda lógica del laboratorio. Nadie, salvo los que estuvieron allí, sabe lo que es el pánico contenido, el temor ante la decisión errónea, la capacidad de elección en un instante, la destreza impensable del momento crítico. Nadie puede darse cuenta de la celeridad con la que acuden los que ayudan y tratan de conseguir la supervivencia para los demás. Es muy difícil de calibrar. Y es una negación continua de la inteligencia y profesionalidad del hombre en sí mismo.
Clint Eastwood ha querido personificarse en un espléndido Tom Hanks para decir bien alto que los que más saben son los que sirven. Y que la verdad puede ser tergiversada a conveniencia de unos medios que tienen que vender carnaza o de unas hipotéticas investigaciones de unos supuestos expertos. Somos lo que somos y lo que sabemos hacer, te viene a decir el veterano actor y director. Y consigue una película sin estridencias pero que llega a ser emocionante en un delicado equilibrio de sensibilidad, heroísmo, crítica algo despiadada y reivindicación. No es su mejor película pero nadie puede negar, con excepción de los mediocres que siguen esperando que a sus ochenta y seis años Eastwood vuelva a pegar tiros entre ceja y ceja, que está hecha con cariño, con sabiduría, con dominio, con experiencia. Y se sale con una sonrisa que, de forma un tanto misteriosa, se abraza con la de esos supervivientes que siempre estuvieron agradecidos a un hombre que les llevó de la mano tanto en el agua como en el cielo.

                 

martes, 8 de noviembre de 2016

EL BARCO DE LOS LOCOS (1965), de Stanley Kramer

Si queréis oír el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Napoleón", de Abel Gance, podéis hacerlo aquí.

Un viaje en barco donde el mundo parece que se refugia cuando está a punto de estallar todo. Un enano se dirige a la cámara con cierto rostro enigmático, como invitándonos a descifrar el laberinto de inquietudes que se cuece en el interior de ese bote de lujo donde hay seres humanos al borde de la desesperación. Unos recién casados intentan encontrar un sitio donde vivir…no un sitio físico sino un sitio en el corazón del otro. Una mujer madura, sola, abandonada, sueña con una aventura que no tendrá lugar porque las aventuras quizá sean cosa de otro tiempo. El médico del barco encuentra una razón para seguir adelante y, sin embargo, sabe que todo acabará en el mismo momento en que las amarras lleguen a su destino. Una mujer que probó la sofisticación y la alta sociedad resulta expulsada de Cuba porque quieren que los últimos aristócratas pongan tierra de por medio y, no obstante, también encontrará una razón para seguir adelante en un barco que, irremediablemente, llegará a su destino. Un joyero judío de carácter optimista no cree que lo que esté ocurriendo en Europa sea nada serio. Por favor… ¿cómo se va a llevar adelante la locura de una guerra mundial? ¿Es que el mundo no ha aprendido nada? ¿Es que las personas no valen nada? ¿Es que ese tipo ridículo con bigotito va a acabar con todos los judíos? Paparruchas. Un nazi convencido trata de pasar su viaje como si fuera la última oportunidad de todos los que han estado esperando la ocasión de mandar sobre los demás. Un ridículo americano quiere pasar una noche de pasión con la primera que se ponga a tiro. Un bailarín español utiliza todos sus encantos para que el viaje sea una muesca más en su rosario de conquistas. El mundo contenido entre el estribor y el babor. Y mientras ese mismo mundo anuncia que ya no queda esperanza, que todo va a volverse feo e inmundo, que ya no habrá más viajes en barco.

Quizá no sea la mejor película de Stanley Kramer pero, sin duda, es una de las más ambiciosas porque pretende ponernos un espejo delante y alertarnos sobre la deriva de la época que nos rodea. Todos los personajes tienen sus propias inquietudes, sus propios miedos…todos hacen un viaje de aprendizaje a bordo de ese trasatlántico de lujo pero muy pocos aprenden la lección. Quizá porque no saben vivir, quizá porque se han quedado demasiado quietos mientras el cambio se producía y nunca creyeron que ese cambio iba a influir directamente en sus vidas. Las razones pierden peso en el agua, como todo. Mientras tanto, todas esas esperanzas y frustraciones parecen muy pequeñas comparado con todo lo que se les viene encima…y no hacen nada para remediarlo. Tal vez ese enano nos está diciendo que la infelicidad es la misma felicidad y que no sabemos apreciarla porque estamos vivos y dejamos que otros hagan y deshagan e influyan y exterminen y resulten meros espectadores pasivos de un viaje que, al llegar a su destino, será el anuncio definitivo del final más desgarrador. Y mientras tanto ustedes se preguntarán… ¿por qué este individuo me cuenta todo esto? Y yo, tal vez, responderé: Por nada. 

viernes, 4 de noviembre de 2016

MISSOURI (1976), de Arthur Penn

El Oeste ya no es lo que era. Los cuatreros de caballos parecen los buenos frente a los terratenientes ganaderos. Los asesinos profesionales padecen de una tranquila locura que solo se desata cuando tienen que usar la pólvora. Dos hombres conducen a un tercero a la horca y hablan de lo bonito que es el paisaje y de lo especial que será a partir de ese momento. Quizá haya que morir con los tiempos. O, mejor aún, habrá que adaptarse a los rápidos de ese río llamado vida.
Y es que no es fácil convertirse en un afanoso granjero cuando uno se ha dedicado a robar caballos por lo ancho y largo de la frontera. Un delito grave, desde luego, pero lo importante es saber que los amigos están allí, compartiendo una garrafa de whisky o, simplemente, recordando aquel tiro gracioso que voló el pie a un inútil mientras había una refriega en el bar. Las pérdidas se lamentan porque, al fin y al cabo, son hombres que sienten, sufren y mueren. Dedicarse a algo que está fuera de la ley como el robo de caballos es solo un accidente de los tiempos. Quizá el íntimo deseo de estos ladrones sea establecerse en algún sitio bonito y trabajar la tierra, mimarla, sufrir con ella y, tal vez, encontrar a alguna buena mujer que tenga la cena preparada por las noches.
Ser un terrateniente, a menudo, implica tomar decisiones exentas de corazón. Una de ellas puede ser contratar a uno de los asesinos más eficaces y atípicos de las praderas. Un individuo que aparece y desaparece como un fantasma, que estudia a sus sospechosos hasta la obsesión y que tiene reacciones que parecen sacadas de un manicomio para criminales. Solo que él cobra por ser un criminal. Solo tiene que eliminar a unos elementos que se han dedicado a tomarse la justicia por su mano, a robar caballos sin ningún freno y a no respetar a los respetables latifundistas que crían ganado y se llenan las manos de dinero aunque eso cueste alguna que otra vida. El asesino crece bajo la apariencia de la amabilidad más ladina y eso es lo que lo hace aún más inquietante. Tanto es así que, cuando muera, será testigo de su propia muerte.

El Oeste revisitado bajo una mirada totalmente diferente, desmitificadora, levemente triste y algo despreciada. Como queriendo decir que en aquella época no hubo héroes, ni leyendas, ni nada admirable. Solo hombres que trataron de sobrevivir en un medio hostil que los hombres lo hacían aún más inhóspito. Muy propio de un director como Arthur Penn que no dudó en contar con dos actores de la talla de Jack Nicholson y Marlon Brando para establecer un duelo apasionante de reacciones inesperadas pero, no por ello, menos lógicas. Hay algo de mágico y de extraño en la película, como si no se pudiera aprehender por los bordes y se derramase inevitablemente por la orilla de la comprensión. Algo así como intentar cruzar un río a lomos de un caballo y ser arrastrados por la corriente. Algo así como poner algunas mentalidades contemporáneas en medio de una época que era salvaje e incomprensible. ¿Una locura? Tal vez. Y, sin embargo, en alguna parte misteriosa, parece que hay un pequeño atisbo de genialidad.

jueves, 3 de noviembre de 2016

QUE DIOS NOS PERDONE (2016), de Rodrigo Sorogoyen

Un asesino se mueve entre la multitud de un Madrid infernal. El calor calienta las aceras y se nota por debajo de los zapatos que golpean las calles en busca de respuestas. Es posible que el mismo Diablo haya decidido darse una vuelta por la ciudad en busca de viejas víctimas enfermas de soledad. Es la sensación que se intuye en el casco antiguo, con sus piedras llenas de polvo y contaminación, con sus ladrillos descoloridos esperando la pausa de la sombra. Y en medio de todo, dos policías que tratan de agarrar cualquier pista que permita hacer algo de justicia en un verano que la necesita.
El Inspector Alfaro es uno de esos agentes que hace ya tiempo que perdieron el control de sus emociones. Quizá en el fondo no sea más que un niño que demanda un poco de respeto, tan falto en estos días de corrupción e insultos. Un niño grande, brutal, que no soporta la incompetencia, que trata de darle sentido a una vida que se le escapa entre los dedos y que amenaza con quitarle todo. Él lleva la voz cantante más que nada porque es capaz de decir una frase de corrido y, a veces, esa frase lleva cargas de profundidad al borde mismo de la provocación. Los compañeros le miran con miedo porque es un tipo peligroso, con muchos escrúpulos, con muchos obstáculos, con los ojos aviesos y el desafío presto. No es muy inteligente porque el impulso le ciega esa cualidad pero es arrojado y no se piensa dos veces la acción. Es alguien que, si lo miramos bien, resulta muy necesario.
El Inspector Velarde no es un hombre de acción. Él prefiere la observación. Se tumba al lado de los cadáveres para otear la orografía del suelo en busca de cualquier indicio. Conoce los rincones por donde se mueve la maldad humana y los interpreta con precisión. Tiene un pequeño defecto en el habla que inclina a los demás hacia el menosprecio pero en su mirada están todas las acusaciones y todas las verdades. No se deja ningún detalle y, como no habla con nadie, tampoco sabe tratar a la gente. Por eso no tiene delicadeza cuando se le exige y adopta maneras de su compañero. No sabe desenfundar el arma porque el cerebro no se puede sacar de la pistolera. Es constante y meticuloso. Es alguien que, si lo miramos bien, resulta muy necesario.
Y en medio de esos dos policías, Madrid, con sus calles atestadas por las protestas y por la visita del Sumo Pontífice mientras las aceras siguen ardiendo con inútiles compañeros que no saben mirar y superiores que no quieren saber. Y así, la policía resulta acusada antes de actuar, es recibida con hostilidad antes de preguntar, es enemiga del pueblo porque quieren que solo sean vigilantes sin autoridad. Tal vez por eso Dios nos tiene que perdonar a todos.
Roberto Álamo compone su personaje del Inspector Alfaro con impresionante severidad, con peso de gran actor de piel de camiseta y aliento de noche. Antonio de la Torre vuelve a dar otra lección tras la placa del Inspector Velarde con intensidad y frase, con físico y sensibilidad. Y de nuevo tenemos otra excelente película de género española que deja el ceño fruncido y el pensamiento inquieto. Ahí es nada para el director Rodrigo Sorogoyen. Acaba de enseñar su identificación y más vale abrirle la puerta.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

NAPOLEÓN (1927), de Abel Gance

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de la obra maestra de Ingmar Bergman "Fresas salvajes" y con la participación del columnista del Diario de Sevilla Francisco Correal, podéis hacerlo aquí.

 Los destinos pueden fraguarse en medio de un campo nevado poniendo de relieve el empuje de los líderes y el aliento de la victoria. Desde pequeño, el carácter salvaje va conformando la apostura del hombre y solo la gloria puede ser el final. Francia vive épocas de enorme turbulencia política. Cae la monarquía y un nuevo régimen lleno de esperanza se erige en dominador del sentimiento patriótico. Pero la Revolución no es más que una prostituta que se pervierte cuando empieza la política y la corrupción cae como una losa en las luchas por el poder. Marat, Danton, Robespierre y Saint-Just se miran de reojo porque la cúspide es un lugar demasiado atractivo como pasar de largo por culpa de los ideales de la misma Revolución. Al infierno con los ideales. Disfracémonos de populistas, de gente que ama el pueblo mientras nos apuñalamos unos a otros y dejamos que el pueblo se arregle por sí solo. Al fin y al cabo, eso es la libertad ¿no?
En estos casos es cuando se tira del hombre arrinconado que atemoriza con la mirada. Ese hombre impertérrito que sabe perfectamente qué es lo que quiere para Francia y cree ciegamente en los ideales que inspiraron a la Revolución hasta tal punto que desea con todas fuerzas extenderla a todos los rincones del mundo hasta convertirla en universal. Si las ideas son buenas para unos… ¿por qué no van a ser buenas para todos? Costará sangre y vidas y la historia se encargará de poner a los mitos en su sitio. Beethoven compuso la Sinfonía nº 3 Eroica en homenaje a Napoleón Bonaparte para luego exclamar: “Bah…solo es un hombre más”. El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Y Napoleón no es inmune a esas tentaciones. Pero, mientras llega a esas nefastas conclusiones, se presenta como el salvador, como el hombre que no se arredra ante nada, como el soldado que no tiene miedo, que solo tiene patria y energía, e inteligencia, y valor, y gloria, y victorias. Todo por Francia. Hasta sus batallas se visten del color de la bandera. El maldito corso construyendo su imperio.

Abel Gance dirigió esta película que, en palabras de Stanley Kubrick era “la enciclopedia visual del cine”. Los inmensos recursos de los que dispuso se vieron minimizados por la irrupción del sonoro y el enorme espectáculo de masas que Gance puso en pie quedó silenciado durante años, mutilado por exhibidores de escasa inteligencia y aún menos valentía, y frustrando su proyecto de llevar adelante toda la vida del estadista y militar por el fracaso económico que supuso esta aventura. Queda en el aire la pregunta de si el director francés hubiera sido capaz de retratar la tiranía e injusticia de un imperio injusto y terrible o si hubiese continuado con esta hagiografía impoluta de un héroe sin mancha, con sus defectos personales fácilmente perdonables, que luchó por su país anteponiendo la lógica patriótica a cualquier otra consideración. Lo cierto es que, sea como sea, nos dejó este tesoro con su ensayo de temprano cinemascope, sus secuencias épicas y físicas, llenas de barro, lluvia, corazones exaltados y sueños de grandeza mientras asistimos a un enorme esfuerzo de producción que intenta ser, por sí mismo, un pedazo de Historia.