martes, 26 de diciembre de 2017

WONDER WHEEL (2017), de Woody Allen

El destino suele ir montado en una noria que, demasiado a menudo, te deja en el mismo punto de partida. Habrá momentos en los que estés en la cúspide, creyendo que tus sueños tienen visos de convertirse en realidad. Habrá otros en los que pienses que estás ascendiendo, que estás en tu instante y que nada te puede parar. Por último, también habrá algunos en los que caerás irremediablemente y creerás que estás a punto de romperte como el cristal de una botella vacía. La noria no deja de girar y la vida siempre tiene un extraño encaje de consecuencias imprevisibles.
El juego de destinos cruzados puede provocar tormentas de aparato eléctrico con sus frustraciones, sus deseos y sus coincidencias. El ahogo se hace presente porque los callejones sin salida proliferan en el mapa de la existencia y rara vez se aprende de los errores. El amor se puede presentar de las más diversas formas, pero, en el fondo, es volátil, inseguro, engañoso. La noche se cierne sobre las estridentes luces de neón y la cosa está que arde. Incluso para aquellos que no hacen más que verter jarros de agua en el incendio de nuestros actos.
Basta con que alguien enseñe algunos parajes que resultan idilios de la respiración difícil. Los sueños nunca realizados comienzan a tomar otras formas y, de lejos, parecen posibles en medio de tanta mediocridad enfermiza. El alcohol es un viejo fantasma que se esconde en las alacenas y llega un momento en que no se presta atención a los pequeños detalles que pueden encerrar regalos de ínfima felicidad. Ya no hay evasiones, porque la rueda sigue girando, haciendo que, una y otra vez, lo verdadero se confunda entre la multitud y la belleza se marchita entre las irritantes arrugas de los ojos, entre la maldita inercia del destino caprichoso, entre la nada que hay justo al lado de la noria. Los sentimientos también pueden arder como la yesca, como el cartón abandonado, como maniquíes que ruegan un lugar entre las cenizas.
La sombra de Eugene O´Neill es alargada entre las afiladas manos melodramáticas de Woody Allen. Él nos lleva a través de los colores rojo, azul y gris del gran director de fotografía Vittorio Storaro hasta el corazón de una mujer que anula el entendimiento. El vaso está a punto de rebosar en el rostro maravilloso de Kate Winslet y creemos oler la camiseta rancia, ajada e impregnada de sal de Jim Belushi. Con esta historia, nosotros también nos subimos a esa noria implacable, que no deja de girar, poniendo fin a destinos forzados, dando a entender que no habrá nuevos días de pesca y sol en una playa que no deja de estar nublada. Y seguimos en la duda de Hamlet, en el error de Edipo, en la helada sentimental que siempre deja el gran O´Neill en sus letras de amargura. Cuando alguien se baja de la noria, no queda más que esperar.

No faltarán leves momentos de humor, ni cálidas luces a través de los grandes ventanales de un local que, un día, fue un bar. Allí habrá que hundir las penas en el pescado del día y en un buen trago de whisky furtivo. Los días pasan y, cuando la voluntad queda anulada por los vaivenes de lo inesperado, entonces ya sólo resta fingir como si se estuviese encima de un escenario sin más audiencia que el corazón abandonado, roto y atormentado.

viernes, 22 de diciembre de 2017

EL BAZAR DE LAS SORPRESAS (1940), de Ernst Lubitsch

Con esta película quiero desearos a todos los que os atrevéis a pasar por aquí y leer cinco minutos de cine, una Feliz Navidad. Os lo deseo de corazón. 
Como todo el mundo está dirigiendo sus miradas hacia loterías, escaparates y manjares, vamos a racionar la actividad del blog. Colgaremos los correspondientes estrenos de la semana el martes 26 de diciembre y el martes 2 de enero. El resto de los días, disfrutadlos mirando a quien realmente queréis. Retomaremos el ritmo habitual a partir del martes 9 de enero. Sed muy felices y sed conscientes de que, a vosotros, también se os quiere.

“Hay muy pocas personas que se preocupan de conocer la verdad interior de los demás”
Y demasiadas, añadiría yo, que solo se preocupen de conocer las tiendas por dentro. Pero sin miradas demasiado intensas, no vaya a ser que no compren nada. Y ahí tenemos la tienda del señor Matuschek, una tienda de artículos de regalo muy coqueta, con un puñado de empleados que tienen una característica en común. Son buenas personas. Bueno, todas no. Está el típico pelota sabihondo, engolado, ridículo y listo de vocación como el señor Vadas. Aunque también hay que reconocer que esa labia que se gasta también hace mella en el público. El caso es que los demás sí que tienen un corazón más grande que todos los precios juntos. Y en concreto, el señor Kralik y la señorita Novak tienen algo de sintonía. Solo que no lo saben. Se cartean y no saben que el otro es el remitente. Las cosas que guarda el correo ¿verdad? Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera preciosa por 5,50?
El caso es que por esa tienda desfilan un montón de inquietudes, de inseguridades, de deseos no cumplidos, de sencilleces felices, de buenas intenciones, de trabajo continuo y de sentimientos. Sí, es una tienda que tiene de todo. Incluso citas que no deberían producirse porque las citas a ciegas rara vez llegan a buen término. Ya se sabe. Uno se hace a la idea de que una chica con la que se ha conectado a través de cartas es de una manera y resulta que se encuentra que está en el polo opuesto. O viceversa. Muchas veces, esas cosas desembocan en la decepción, en el llanto amargo de no haber cubierto las muchas expectativas que se depositan en la ilusión, en la soledad de una época gris, de cierta necesidad, que avisa de la guerra a la vuelta de la esquina y de los desengaños en esta misma acera. Las cosas que guarda la vida ¿verdad? Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera muy bonita que toca Ojos negros cada vez que se abre por 4,20?
De paso, si se entra en la tienda, asistiremos a un muestrario de la naturaleza humana y a un maravilloso espectáculo del corazón que guardan algunos dependientes, como el entrañable y casi genial señor Perovitch, un señor muy educado que destaca por su discreción, que ayuda cuando debe y calla cuando actúa. O la eficiente Flora, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido y lleva la caja, y coge mensajes, y vende, y sonríe…Dentro de la tienda a la vuelta de la esquina puede estar toda la Humanidad. A veces es así. Se hace una comedia y te sale humanidad. Un alemán de sempiterno puro en la boca como Ernst Lubitsch lo sabía muy bien ¿verdad?... Por cierto… ¿no les interesaría una tabaquera ideal como regalo al increíble precio de 2,50?

jueves, 21 de diciembre de 2017

STAR WARS VIII: LOS ÚLTIMOS JEDI (2017), de Rian Johnson

Cuando una raza de guerreros de la paz está a punto de morir, es lógico que sus últimos representantes sean los más fuertes. No es fácil tomar esa conciencia porque el rechazo estará presente con más desprecio que épica y el nuevo orden que impera en la galaxia tratará de acabar con cualquier atisbo de libertad. Sin embargo, en toda contienda hay héroes anónimos, de los que nadie se acordará pasado un tiempo. Ni tampoco faltarán aquellos a los que les sobra empuje, ganas, intención y bravura. La rebelión sólo se construye con valientes y es hora de construir un nuevo futuro.
El arrojo estará lleno de generosidad cuando el objetivo está desprovisto de ambiciones personales. Al otro lado, la rabia crecerá para hacerse con un control que se antoja efímero y la convicción acabará por tornarse permanente. El orgullo habitará en las miradas, la sorpresa estará presente en algunos pasajes del combate, la acción estará rodada con cierto sentido e, incluso, habrá algún momento escaso en el que parece que se pierden las riendas de la contención. Los últimos Jedi se preparan para la batalla final y las apuestas se esparcen por la mesa de juego, marcando batallas que se convierten en nuevas hazañas, haciendo que todo lo que se espera de la aventura, se haga mucho más allá de un duelo de mentes, de un intento continuo por volver a la primera línea y de una despedida que, cada vez, está más cercana.
En la terrible sed de poder, parece increíble la reacción controlada e intensa, tratando de acabar con los postreros resquicios de esperanza en una galaxia que, lentamente, pasa por ser diferente a aquella que conocimos hace cuarenta años. Los últimos baluartes de la auténtica nostalgia, se derrumban dando paso a nuevos personajes, rostros familiares, duelos aéreos de nuevo diseño, resistencias múltiples que se encallan en la razón y días marcados de una gloria tan pequeña que se necesita una victoria definitiva. Hasta los mediocres encuentran su instante de eternidad y la ensoñación se muestra de nuevo como el arma más mortífera contra el aburrimiento. Estamos, recuerden, en una galaxia muy lejana hace mucho, mucho tiempo…

Muy superior al séptimo episodio de la saga, con más sentido del espectáculo, un estupendo diseño de personajes que, a buen seguro, también darán juego en la siguiente entrega, con escenas de acción apasionantes y de nueva factura, momentos de humor muy puntuales y acertados y dando más empaque a algunos caracteres que habían quedado decepcionantes anteriormente, el director Rian Johnson demuestra que, con imaginación, esta saga aún tiene cosas que decir sin renunciar al espectáculo. Olviden lo que escriben  piensan algunos sesudos informadores cinematográficos que tratan de llamar la atención cuando no tienen nada que decir y disfruten de lo que se nos ofrece en esta ocasión. Con sentido, con fuerza, con lógica y con ganas. Al fin y al cabo, eso también será construir una rebelión contra esta época absurda en la que basta que unos cuantos digan que lo que no han visto es más de lo mismo para que haya una legión entera de seguidores sin criterio que se apunten a la sinrazón de la estupidez. Llegó la hora de volver a coger la espada láser, de hacer que la Fuerza vuelva a circular por nuestra fantasía y de aniquilar al mal que nunca deja de acechar a los mitos que tanto nos hicieron soñar. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

POLTERGEIST (Fenómenos extraños) (1982), de Tobe Hooper

Los muertos se remueven, inquietos, y tratan de alcanzar de nuevo la luz de una vida que, de ninguna manera, puede volver. Las puertas que conectan la existencia con el otro lado se multiplican como bocas que quieren escupir maldad y absorber vida. Para eso, nada mejor que una niña pequeña que se instala en el centro mismo de la oscuridad, con su familia, con una bonita casa de clase media americana, con la ignorancia de que, lo que les va a ocurrir, va a marcar su propia felicidad.
Las sillas cambian de sitio y luego forman una imposible construcción entre ellas. Hay presencias que solo se intuyen, como payasos que vigilan el sueño de los niños. Lo que es imposible pasa a ser probable. Los monstruos existen. Son los que guardan las puertas y los muertos extienden sus brazos intentando alcanzar el mundo que conocen. Tal vez porque no tienen conciencia de que ya han dejado de vivir. Fenómenos extraños que cada vez son más fuertes en una casa que se antoja el epicentro de toda la muerte. Expertos parapsicólogos se cuelan en el interior para tratar de encontrar una explicación a lo que está ocurriendo. Una niña está conviviendo con los muertos. Hay que traerla de regreso porque llegará un momento en que ni ella misma sabrá distinguir entre la oscuridad y la luz. Alucinaciones en el espejo. Guardianes de algodón que impiden el paso a la puerta de un dormitorio. Urge comunicarse con el otro lado y no todo el mundo es capaz de establecer contacto. El mundo oscuro que trata de ser desentrañado por unos simples mortales se convierte en un inexplicable laberinto de vaporosas puertas que se abren con provocaciones, trampas, pelotas marcadas para marcar una ruta en la tierra de los espíritus. Ni siquiera ellos saben que están muertos. Solo quieren seducir para sentirse aún vivos.

Película mítica en los años ochenta que perdura en el recuerdo de muchos adolescentes de la época y que resulta, aún, tremendamente efectiva en todos sus sustos y narraciones. Los colores, las ropas, las actitudes, los primitivos efectos visuales que, en su época, resultaron todo un avance…todo ello nos retrotrae en la mirada a la seguridad de que estábamos viviendo unos años únicos a pesar de que  no nos dábamos ni cuenta. Lo cierto es que un agujero en el oscuro cielo de la noche es capaz de tragarse una casa entera mientras los vecinos, aterrorizados, asisten a lo que nunca pensaron que existiera. Por si acaso, dejen apagada la televisión. Dentro de ella solo caben monstruos. Y si no, pregúntenlo a Steven Spielberg, productor de la película, que intervino en más de una fase de su rodaje y que quiso poner en evidencia todos los miedos de una familia normal.

martes, 19 de diciembre de 2017

MATAR EL TIEMPO (2015), de Antonio Hernández

Un viaje para lo de siempre. Censar unas cuentas sospechosas porque ha habido filtraciones de que alguien estaba metiendo mano. Pura rutina. Lo malo es que la vida es de todo menos rutina. En casa dejas a una madre inválida, incapaz de hablar y es difícil encontrar a alguien que quiera cuidarla. Ni siquiera tu hija que solo piensa en que es mucho más importante acudir a fiestas donde la vulgaridad y la tontería son reinas del festival. Tu mujer falleció y no has sabido rellenar ese hueco. La vida es un libro de contabilidad. Y en este momento, hay muchas más partidas en el debe que en el haber.
Madrid ofrece muchas distracciones. Quizá el maldito ordenador sea una vía de escape y allí está Sara, una prostituta que parece sacada de un cuento. Es atractiva, inteligente, vivaz. Conciertas la cita y listo. Nadie te ve. Nadie te juzga. Una noche de amor para que el viaje tenga algo que merezca la pena. Ella es especial. Es una profesional que hace que sientas que eres el único hombre de la Tierra. Ella se va, pero se queda encerrada en tu pensamiento. Todavía hay muchos días por delante. Quizá la vuelvas a llamar. Hay que matar el tiempo de alguna manera.
Y de repente, ese ordenador que tienes en el hotel se convierte en una ventana indiscreta que comienza a mostrarte una terrible realidad que es totalmente ajena a tu vida. Tráfico de órganos, violencia, mutilación…Sara está en apuros y solo es una prostituta con la que has pasado un buen rato de una noche. ¿Seríamos capaces de ayudarla? No, no todos seríamos capaces. Los héroes ya no llevan capa ni espada, solo ordenadores y gafas. La turbiedad se adentra y sientes que no eres tan mala persona. Los acontecimientos se suceden. Tienes que pringarte, yanqui. Aquí, en cualquier barrio de la periferia de Madrid, las cosas no son como las imaginas. Tendrás que jugarte el pellejo por una persona a la que apenas conoces. Y deberás tirar de todo lo que sabes, de lo que te ha dado tu aburrido trabajo, para salir del atolladero que se va cerrando poco a poco con gotas de sangre y crueldad infinita. El escenario es pequeño, algo sórdido, algo incompleto y hay que tomar decisiones basándose en las reacciones de los demás. No es fácil cuando no tienes el más mínimo conocimiento de cómo son los demás. La noche se cierne sobre Madrid y habrá que mentir lo justo, jugar bien las cartas marcándose varios faroles seguidos. Cualquier buen jugador sabe que eso es muy arriesgado. La vida es riesgo. La contabilidad también. La mirada de ella bien vale tu cuello. La honestidad se queda. Los rivales cortan. Y estás a punto de saber lo que es el verdadero dolor.

Antonio Hernández dirigió con un pulso magnífico esta claustrofóbica historia sobre héroes cotidianos, encrucijadas del destino y suspenses dosificados. El trabajo de Esther Méndez y de Ben Temple es magnífico porque hacen que lo cotidiano se convierta en peligro y nos muestran lo temerario que es intentar matar el tiempo en una ciudad que odia al ser humano y engulle todo lo que no se quiere ver, como un monstruo insaciable y depredador. De alguna manera, todos llevamos a un héroe en nuestro interior, pero no todos somos capaces de sacarlo a pasear. Después de esto, la anormalidad en la vida nos parecerá un lago en calma alrededor de un corazón inquieto. Matemos el tiempo.

viernes, 15 de diciembre de 2017

PODEROSA AFRODITA (1995), de Woody Allen

You do something to me
Something that simply mystifies me
Tell me, why should it be
You have the power to hypnotize me?
¡Oh, sí! Ésta es una canción que Lenny Wrainwright conoce muy bien. Y todo ocurrió por causa de la genética. A veces, el destino tiene razones tan peregrinas que todo se torna una patética tragedia griega de consecuencias imprevisibles. Lenny está fascinado con su hijo adoptivo y cree que todo es cuestión de genética. Así de cuadriculado es su pensamiento. Pobre hombre, no sabe que la genética es tan caprichosa como la dirección del viento. Cree que los verdaderos padres de su hijo adoptivo tienen que ser unos genios inigualables. El chico es un superdotado y todo eso no puede venir por ciencia infusa. Así que Lenny, el hombre ridículo del siglo veinte, se pone a buscar denodadamente a sus padres biológicos. Claro que la imaginación es una traidora profesional y, en muchas ocasiones, las expectativas no son más que ganas que uno tiene de que las cosas sean como quiere. Y eso, querido Lenny, casi nunca es así. Lo más normal es que no haya una explicación lógica. No, al menos, dentro de los parámetros de la biología genética. Habrá que resignarse.
Let me live ´neath your spell
You do that voodoo that you do so well
For you do something to me
That nobody else could do.

Sí, es cuestión de vudú, Lenny. Incluso lo es el hecho de que te hayas encontrado con una de las criaturas más ingenuas y estúpidas de la Tierra y creas que algo hace en tu interior de redactor deportivo. Ahí, en tu pretendida superioridad intelectual, comienzas a jugar a ser Dios y tratas de redirigir una vida que no te corresponde. Y, como a Dios, las cosas no te salen demasiado bien. No siempre un estúpido tiene que cuadrar perfectamente con otro y, en este caso, la genética tampoco cumple lo que en principio tendría que ser lógico. Así que solo queda, en este caso, un poco de bondad, de piedad, de simpatía y muchas toneladas de complicidad. Tantas que, al final, el destino se vuelve loco y trastoca lo natural con parsimonia insultante. Cualquiera se hace un esquema para vivir en esta vida sin sentido. Tal vez haya que perder para darse cuenta de que el destino nunca lo canta un coro griego, por mucho que quiera intervenir en la acción. Entre canción y canción, puede que haya alguna profecía que nunca se cree. Vudú, Lenny, brujería, superstición, aleatoriedad a mansalva.
Así que Woody Allen, como un profundo conocedor de la naturaleza humana, se rodea de actores auténticos y cuenta esta pintoresca historia sobre Dios, la genética, los caprichos del amor, la ausencia de determinismo en nuestras pobres existencias y citas imposibles que se convierten en divanes de experiencia. Mientras tanto, los griegos siguen allí, en el teatro, tratando de aligerar un poco la trama con canciones de visionarios, como si la vida fuera una obra de teatro que no depende de ningún autor, ni de ninguna narración, ni de ninguna ley, ni de ninguna manera…


jueves, 14 de diciembre de 2017

SUBURBICON (2017), de George Clooney

Solamente cuando la maldad ha sido total y absolutamente exterminada, se puede dar paso a la inocencia. Entre los verdes jardines de lo apacible y la sempiterna y falsa sonrisa de vecindad, se cuece un auténtico hervidero de perversiones conspiradoras, un velo de ferocidad bajo la luz mortecina de la próxima ambición. Es posible, incluso, que, bajo la fachada de la típica familia feliz, se halle la frialdad estúpida de quien cree que puede engañar a todos. Incluso a sí mismo.
La carga de profundidad contra el estilo americano de vida está lanzada. Y para conseguir el siguiente paso, no hay ninguna duda. Si hay que sacrificar cuanto sea necesario, habrá que hacerlo. Al fin y al cabo, si el resto del mundo se mueve en la ingenuidad, lo más lógico será que la farsa sea tomada como verdad y el ritmo de la hierba en crecimiento no se vea interrumpido. Lástima que todo lo que parece perfecto, solo lo parece y siempre hay algún resquicio para que se cuelen algunos elementos indeseables en la trama. Ya se sabe. Cuando hay dinero de por medio, la sorpresa puede estar en cualquier lado y puede que tengas que hacer el camino de vuelta en una bicicleta ridícula.
Así que ahí tenemos al americano medio. Nunca ha dejado de llevar un sueldo a casa, aunque se han pasado algunas estrecheces por culpa de una mala inversión. En su mirada se advierte que no hay lugar para sentimientos demasiado profundos. No va más allá de tener una cuenta corriente saneada y dar rienda suelta a algún vicio poco confesable. Vive en una comunidad próspera que acepta a la gente de color, pero sin querer vivir con ellos. La libertad también consiste en elegir con quién quieres vivir y nadie va a imponer a unos vecinos negros en un vecindario blanco. La justicia poética andará por ahí, intentando encontrar un porche en el que degustar una limonada y todo tiene un regusto amargo, como si la vida comenzara como una comedia y terminase como una matanza. Nada de eso puede pasar en la villa encantadoramente residencial de Suburbicon. En ese lugar, todos se integran, vengan de donde vengan. Incluso pueden morir allí mientras intentan avanzar en espiral hacia la nada.

Interesante película dirigida por el actor George Clooney con guión de los hermanos Coen que no será apta para todos los paladares, a pesar de las excelentes maneras que demuestra y de ese argumento que parece herir en todos sus rincones. Con ocasionales visitas a Perdición, de Billy Wilder; a Vértigo, de Hitchcock, y a la alargada sombra de la misma Fargo, de los Coen; Clooney mete el cuchillo a conciencia y hiela la sonrisa con avidez, con los colmillos fuera y con la misma mirada ingenua que se necesita para no ver la fealdad del lugar más ideal. Buen trabajo de todo el elenco y eficaz la banda sonora de Alexandre Desplat, que juega precisamente con lo inquietante de las apariencias. Y es que no es fácil sustraerse a ese mundo que, en nuestro natural pesimismo, nunca existió aunque intentó venderse como el edén de la clase media. Quizá, por una vez, habría que imitar el comportamiento de los que no tienen ninguna culpa de nada y aceptar las cosas tal y como vienen. Puede que todo marche mucho mejor, tengamos la conciencia mucho más tranquila y la felicidad, escondida, llegue a asomar la nariz en algún lugar del pastel de manzana.

martes, 12 de diciembre de 2017

COLLATERAL (2004), de Michael Mann

La noche en Los Ángeles es como una extraña mezcla de luces y suciedad, de amplitud y agobio, de frivolidad atada con nudos de estrellas. Y una noche en particular va a ser más larga de lo habitual. En especial para un taxista que conserva un sueño que nunca va a poder realizar. Por eso, tal vez, no ha dudado en reservarse el largo, larguísimo turno de noche, para no pensar en su fracaso, en esa mentira que todos tenemos y que nos ayuda a afrontar lo que nos espera con las nuevas veinticuatro horas de desesperación. Sin embargo, en ese taxista desgraciado hay algo diferente. Puede que sea una honestidad a prueba de bombas, o, tal vez, que su conversación es algo más elevada de lo habitual en un tipo que solo se dedica a traer de aquí para allá a unas cuantas almas perdidas. Lo peor de todo es que va a recoger al alma más perdida de todas. Un asesino profesional que tiene la noche algo apretada para cumplir todos los encargos que se le han hecho. Y quiere que el taxista le lleve a cada uno de los lugares donde dejará su rastro de muerte y su huella de profesionalidad.
No es fácil de imaginar la angustia que puede pasar un simple taxista llevando en el asiento de atrás a un asesino profesional. Más que nada porque las horas no son llevaderas en la noche de Los Ángeles y los dos comienzan a indagar en el alma del otro. El asesino sabrá que la vida del taxista en una pura mentira, que se engaña todos los días pensando que un día saldrá del taxi y que va a montar su propio servicio de limusinas. En realidad, pobre diablo, lo que realmente esconde es su enorme y aplastante soledad, tan solo rota por una madre enferma y algún que otro cliente que deja una generosa propina al término de su viaje. El taxista tendrá conciencia de que el asesino tiene miedo a morir sin que nadie se dé cuenta, de que, en el fondo, es un ser patético que acabará siendo un cadáver camuflado en la vorágine de una gran ciudad que ni siquiera presta atención a sus propios muertos. En realidad, pobre diablo, lo que realmente esconde es su enorme y aplastante soledad, tan solo rota por el dinero que cobra y la eterna conversación que genera cualquiera de sus encargos dentro de la noche, larga noche, maldita noche.

Michael Mann nos monta en su taxi para llevarnos a un enfrentamiento de conciencias y personalidades mientras el enorme escenario de una ciudad sumergida en la noche y en la luz de sus calles nos envuelve y nos aprieta. Quizá, al igual que sus protagonistas, solo seamos víctimas colaterales de un estilo de vida que pide a gritos un cambio que se niega a desangrarse por encargo.

LAS REGLAS DE COMPROMISO (2000), de William Friedkin

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla abriendo paso hacia "La senda tenebrosa", de Delmer Daves, podéis hacerlo aquí.

En una situación límite, no hay demasiado tiempo para pensar. Solo se actúa. Entre otras cosas porque en la diferencia entre hacerlo y no hacerlo radica la muerte. Y la seguridad es lo primero. Las balas silban alrededor y las miradas tienen que ser rápidas y precisas. Disparan desde enfrente pero la multitud también. Como dijo Teddy Roosevelt: “El mundo nos respetará…pero jamás nos amará” y, una vez más, en un rincón perdido de Asia, esa frase se hace más verdad que nunca. Porque el odio se impone en cualquier lugar y allí solo quieren al demonio americano fuera. A cierto soldado se le ha encargado la seguridad de la embajada y hará cualquier cosa para garantizarla. Incluso pasar por encima de las mentiras de los diplomáticos o el sensacionalismo de la prensa. Su país le exige sufrir el escarnio y no se lo piensa dos veces.
Una vez en casa, las cosas se van torciendo poco a poco. El soldado tiene un historial impresionante. Vietnam, Beirut, el Golfo…lugares calientes donde él fue a aportar su sangre fría y su razón objetiva. Cualquiera que ha sido militar lo puede llegar a entender. Ha tenido que hacer muchas cosas que no le gustaban. Incluso disparar a la multitud. Siempre mueren inocentes pero, en esas situaciones de tensión sin paliativos, nadie puede esperar cruzado de brazos mientras la sangre corre y la gente muere. Y nada hay más fácil que estar en la retaguardia y emitir juicios. Todos ellos parciales porque ninguno de los que se acercan ha estado nunca en situaciones de combate. No saben cómo la mente va a mil por hora. No tienen ni idea de cómo hay que tomar decisiones en décimas de segundo porque todo se derrumba mientras tanto. No son capaces de tener la suficiente empatía como para imaginar la tremenda emboscada que la guerra siempre tiene guardada. Y hay que juzgar. Hay que aplastar a alguien que tenga el suficiente prestigio como para que la apariencia de los Estados Unidos quede a salvo. Ellos hacen justicia con los que se portan mal. Así, a lo mejor, les aman un poquito más. Solo hay que seguir las reglas del compromiso de los marines. Es así de fácil.

Solo queda acudir a los amigos. Son aquellos que se alegran de tus éxitos y sufren con tus fracasos. Son aquellos capaces de jugarse su carrera por ti. Los demás no lo son. Quizá todo sea el pago de una deuda. Quizá todo sea una regla de compromiso no escrita que se fraguó hace muchos años, en medio de la selva. Pero nadie puede negar que es lo correcto. Tommy Lee Jones y Samuel L. Jackson lo dicen bien a las claras en esta película dirigida por William Friedkin. Atentos… ¡saludo! Un oficial se dirige hacia su obligación…

jueves, 7 de diciembre de 2017

PERFECTOS DESCONOCIDOS (2017), de Álex de la Iglesia

Nadie puede negar que la existencia del móvil ha trastocado de tal manera nuestras vidas que hemos puesto los secretos en el mismo umbral de nuestras casas. Las redes sociales han permitido que conozcamos a gente que jamás se hubiera cruzado con nosotros y, de alguna manera, han generado un ansia concreta de ser conocidos, de ser falsamente queridos, de ser engañosamente adulados y, por último, de creer que, más allá de nuestra rutina, hay todo un mundo esperándonos porque, sencillamente, somos importantes para alguien.
Y todo es un inmenso truco para que no miremos hacia lo que es verdaderamente importante. Mientras estamos hipnotizados por nuestras pantallas, no seremos conscientes de los problemas que tiene nuestro amigo de carne y hueso que está a nuestro lado, ni tendremos las palabras justas para ayudarle, sea cual sea la naturaleza de su problema. Esas mismas palabras que nos brotan de los dedos con una ejemplar objetividad cuando hablamos con un ente que, en gran parte, hemos creado con nuestra imaginación. E, incluso, hemos traspasado la frontera tecnológica para iniciar un encuentro, una complicidad y una relación.
Sorprendentemente comedido se muestra Álex de la Iglesia con esta película en la que delata toda la miseria moral que nos acucia y que solemos guardar en los teléfonos celulares que tanto nos alienan. Un grupo de amigos que descubre, gracias a un inoportuno juego, que, en realidad, no son tan amigos y que quieren tapar unas vergüenzas que no son capaces de poner en común con quienes, de verdad, les dan ese cariño, tan necesario y tan real, que da el trato frente a frente. Hay que reconocer que el director cuenta con la colaboración inestimable de un elenco que se muestra natural, espontáneo, contenido, coqueteando peligrosamente con la explosión que nunca se llega a producir salvo en sus propios códigos éticos. La noche de Madrid se tiñe de rojo porque la Luna, al fin y al cabo, es la única que puede ser testigo de lo que nunca nos atreveríamos a confesar.

Y, desde luego, tenemos un buen muestrario de personajes que se debaten entre los tópicos que ya intuimos y que nunca reconocemos en nuestro propio entorno real. El sexo telefónico, la fotografía comprometedora, la opción vital, el desliz inoportuno y, también, la moderación de la madurez están ahí, compartiendo mesa y mantel en lo que no es más que un viejo embrujo que permite que echemos un paso atrás para poder avanzar con una mirada más certera. Es cierto que de la Iglesia se inspira en otra película italiana de idéntico título dirigida por Paolo Genovese, pero aún así demuestra, una vez más, lo bien que sabe manejarse en los interiores, con movimientos de cámara excepcionales y dejando el protagonismo a las personalidades escondidas de los comensales, ocultos en la jungla casi esotérica de unas comunicaciones que tienen que morir para ser reinventadas. El ejercicio es bueno, interesante, complejo y con gracia y la serenidad que sobrevuela la cinta es todo un gusto para unos tiempos en los que sólo vale destruir lo que se tiene por culpa de algo que es puramente virtual. Guárdense este artículo, por favor…y que no lo vea nadie.

martes, 5 de diciembre de 2017

LA SENDA TENEBROSA (1947), de Delmer Daves

Debido a las festividades de esta semana, sólo publicaremos el jueves el artículo relativo al esperado estreno del viernes anterior. Retomaremos el ritmo habitual a partir del martes 12 de diciembre.

Todo depende del punto de vista con el que se observen las cosas. Cuando la mirada es propia, es más fácil darse cuenta de las estrecheces del cerco policial que acosa a un evadido de la cárcel. También hay un peso moral, de cierta envergadura, que se mezcla con la rabia porque nos damos cuenta de que ese hombre, que somos nosotros, fue condenado injustamente. Mientras tanto, la historia de uno mismo, se dibuja a través de los personajes con los que se encuentra. El tipo despreciable que te recoge en la carretera y empieza a hacer preguntas incómodas, el taxista solitario que no se sabe muy bien qué intenciones guarda, el doctor en cirugía plástica al que le han quitado la licencia y que resulta ser un individuo bastante repugnante y ella…sólo ella…nada más que ella. Con ella, la luz del día resulta diferente y la idea de libertad se vuelve irremediablemente atractiva. Con ella, la música suena a pesar de tener a toda la policía pisándote los talones. Con ella, sencillamente, la esperanza es posible y eso es algo que Vincent Parry perdió cuando cerraron los barrotes tras él.
Claro, que hay algo más. Primero está George. Un buen amigo. De él se puede fiar cualquiera. Algo inocente, tal vez, pero está dispuesto a ayudar. En el fondo, volver a verle, aunque sólo sea un momento, resulta reconfortante. Y también está Madge…esa víbora que resulta, a partes iguales, atractiva y rechazable. Su lengua bífida se dispara en todas las direcciones después de que sus ideas pasen por el corrupto horno de su mente. Siempre piensa en lo peor y es condenadamente lista. Retuerce las cosas hasta lo impensable y, a partir de ahí, se monta su propia versión de los hechos. Habrá que cambiarse la cara. No están los tiempos como para ir enseñando tus facciones por ahí. Madge te puede reconocer. La policía te puede reconocer. Incluso tú te puedes reconocer.
Así que una vez que está resuelto el problema del espejo, nos volvemos a poner en la piel del espectador para asistir a los intentos desesperados de un hombre por demostrar que es inocente. No resulta fácil porque da la casualidad de que, allí por donde pasa, va dejando un reguero de fiambres. Y se le están acabando las oportunidades. Sólo la presión podrá serle de ayuda y, tal vez, su nueva cara. Esa misma que hace que un hombre tan feo sea irremediablemente guapo. Esa misma que parece surcada por cicatrices de vida y no de operación. Esa misma que hace que, de alguna manera, nos adentremos por un pasaje de oscuridad esperando encontrarnos con el odio de aquellos que nunca supieron lo que había en nuestro interior.

Humphrey Bogart no está en esta película. Lauren Bacall es la misma luz. Delmer Daves es el autor de una maravilla visual. Y el público, en su día, no supo entender que esta película es un estupendo intento de evolución que sobrepasa el buen gusto y las intenciones de La dama del lago, de Robert Montgomery, realizada dos años antes. Así que es mejor sentarse en la oscuridad, que nadie nos vea la cara, y, extasiados, dejarse llevar por la personalidad de otro…

viernes, 1 de diciembre de 2017

REGRESO AL FUTURO (1985), de Robert Zemeckis

Marty McFly llegaba tarde a todas partes. Su habitación era una leonera. Su día a día consistía en correr y no buscar demasiadas peleas. Es un artista del monopatín y es joven, muy joven. Tan joven que hace creer que todos los demás son jóvenes. Está fascinado por la ciencia y los nuevos inventos y ayuda, en sus ratos libres, a un viejo loco desquiciado a poner en marcha sus locas teorías. Sí, Marty McFly llegaba tarde a todas partes. Y el mismo tiempo se le va a requerir para que esté puntual en algún lugar del pasado.

Sí, porque lo imposible pasa y Marty tiene que correr para que las cosas sean como siempre han sido y tiene que hacer que todo encaje y que el tiempo se vuelva de espaldas sobre sí mismo y toda la juventud se traslade a sus padres, que en su día fueron buenos chicos a los que les faltó un pequeño empujón para realizar todos sus sueños. Marty va a ser el elemento clave para que esos sueños se hagan un poco más realidad. Basta con viajar al pasado en un coche al que el mismo tiempo se ha encargado en encumbrar como mítico y estar en el momento justo en el lugar adecuado. Claro que el tiempo no deja de ser un niño travieso al que le gusta jugar a la doble realidad. Si Marty interfiere demasiado, lo mismo sus padres no se conocen y él se borrará como si nunca hubiera existido. Es lo que tiene viajar en el tiempo. Se crea una disgregación espacio-temporal si se interviene demasiado y entonces la realidad se transforma creando otra realidad paralela y… bueno, todo esto no son más que minucias científicas que el propio Marty intentará demostrar en su periplo por la juventud de sus padres. Lo importante es dejar al inútil de Biff bien sentado en el suelo con la cara rota y el entendimiento aturdido y hacer que todo marche como la seda en ese maldito baile del fondo del mar que se organizaba en el instituto. Para ello, por supuesto, habrá que asombrar a los espectadores con la sabiduría encima del monopatín, tocar un poco la guitarra con un éxito que aún no se ha compuesto, tratar de hacer que papá sea más hombre y refrenar a mamá en sus instintos más reprimidos. Coser y cantar. En este caso, conducir y tocar. Y así, viajando al pasado y regresando al futuro, toda una generación de jóvenes quisimos correr como Marty, quisimos vestir esos vaqueros y calzar esas zapatillas, quisimos dar rienda suelta a esas desquiciadas carreras y quisimos, cada vez que nos acercamos de nuevo a esta película, volver a sentir que no llegamos a tiempo a ninguna parte. Maldito regreso al futuro…

jueves, 30 de noviembre de 2017

ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (2017), de Kenneth Branagh

A la hora de abordar la adaptación cinematográfica de una creación literaria de cierta categoría, hay que tener sumo cuidado porque los mecanismos descritos sobre el papel, suelen tener una cierta premeditación que hace que, al más mínimo desliz, todo el conjunto se tambalee. En 1974, un director llamado Sidney Lumet realizó una obra con exquisito gusto, con especial atención a los detalles de la trama ideada por la gran Agatha Christie y dirigiendo a sus actores con extraordinaria precisión. El reto que Kenneth Branagh tenía ante sí era de envergadura y, lamentablemente, no ha sabido llevar la investigación hacia la lógica que la historia siempre ha reclamado.
Bien es verdad que su primer obstáculo está en los actores. Ya no hay nombres como aquellos, capaces de coger a un personaje, en principio, secundario, y dotarlos de un empaque de prestigio y profesionalidad. Y, hasta cierto punto, eso puede ser disculpable. Sin embargo, cuando el conjunto se olvida de algunas cosas, camina hacia un desenlace en el que es difícil reconocer al carismático Hércules Poirot, se construye a los distintos caracteres con precipitación y con un equivocado sentido de la espectacularidad y, por si fuera poco, se introducen algunas escenas de acción, con tiroteos incluidos, en el reducido espacio en el que ocurren los hechos, entonces es cuando la tostada está demasiado quemada, el té toma un sabor amargo y el pudim parece cocinado con sal gorda.
Debería de haber sido un encargo fácil para un director que proviene del medio teatral y, desde luego, Branagh asombra con algunas de sus planificaciones, pero decepciona en su narrativa que llega a ser confusa y sin fuerza. No tiene sentido colocar a Poirot en un dilema sobre la verdad y la mentira. Tampoco hace falta sobredimensionar a un malvado que sólo necesita unas pinceladas de crueldad. Resulta demasiado acartonado el uso del ordenador para establecer el aislamiento del mítico expreso de lujo. Algunos diálogos son tan simples que se echa de menos la atención cuidadosa a los interrogatorios para proporcionar suficientes pistas al espectador para que intente resolver el enigma por sí solo. Sólo hay un aspecto en el que Branagh acierta y es en la banda sonora de Patrick Doyle aunque no deja de ser sorprendente el aire melancólico que se desprende de ella en los últimos pasos del misterio. Parece que, al final, se ha perpetrado un homicidio con premeditación hacia la maravillosa novela de Agatha Christie y hacia aquella primera y mítica versión de Lumet.

Y es que los caminos de la justicia suelen ser tortuosos y, por ello, deben de ser bastante más diáfanos que el ridículo que supone presentar a un personaje como si fuera un peligroso e iracundo experto en artes marciales, o desaprovechar de forma casi insultante a intérpretes de la categoría de Judi Dench o Derek Jacobi, o resolver de forma absurda algunos de los elementos claves del asesinato. Con esta versión sin alma ni ambiente caldeado, Branagh demuestra que no aprendió nada desde que realizó una nueva mirada sobre La huella, de Mankiewicz y que su lugar sigue estando entre las letras de algún que otro bardo inmortal. Sólo así conseguirá la absolución de unas células grises que prometían mucho, mucho más. 

miércoles, 29 de noviembre de 2017

UNO DE LOS NUESTROS (1990), de Martin Scorsese

Es difícil hacer el repaso a una vida cuando solo te has dedicado a los malos negocios. Aquellos que son carne de pólvora o tira de cuchillo. O que, tal vez, han significado el fin del negocio de otros. Lo cierto es que no era eso lo que te hacía grande en su momento. Eran los amigos. Estar integrado dentro de una camaradería única y cómplice aunque eso, en cualquier instante, podría volverse en tu contra. Quisiste dinero fácil y lo tuviste. Deseaste a la chica ideal. Guapa, temperamental, inteligente y leal. Y también la tuviste. Llegado a un punto, quisiste empezar tu propio negocio, nada grande. Polvo blanco entre cielo azul y dinero a espuertas. Y ahí es donde te equivocaste. En el mismo momento en que decidiste sacar aún más dinero es cuando comenzaste a tener puntos flacos. Demasiado placer en las narices. Demasiada aceleración. Los buenos días han pasado. Ahora toca ser camello. Aunque sea un poco a lo mediano. Colega, estás listo. Y si no quieres ir al trullo, vas a tener que denunciar a todos y cantar de medio a medio. Tuvo que ser uno de los nuestros.
Por el camino hubo sangre a raudales. Ya se sabe. Aquél tipo que se pasó. Aquél otro que no llegó. El de más allá que fue un imprudente porque empezó a gastar lo que no debía. El de más acá porque era un pedazo de plomo en los pies. El negocio es el negocio y al que más apaña no le hace ninguna gracia que todo se vaya al garete. Es la ley de la calle, amigo. Ya sabes. Calles mojadas, coches grandes, armas largas, bares que no cierran y la boca sellada. Y discreción hasta en la ropa. No conviene ir llamando la atención cuando eres el blanco más fácil desde el Presidente Kennedy. Todos quieren el dinero. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que todos quieren más.
Y más quiere decir que tendrás que soportar el cruel sentido del humor de unos y la terrible aplicación de la venganza como única referencia en un mundo donde los policías solo se pasan para cobrar. No van a dejar que nadie escale puestos así por las buenas. Los territorios están delimitados y las miradas impasibles están preparadas. Otra cosa es que haya momentos buenos, de relajación, de domingo sin corbata y cerveza en la mano mientras la barbacoa se hace a fuego lento. Son ratos aislados. Y, sin embargo, son ratos perdidos. La verdadera acción está en aquella esquina donde se vende droga, o en aquellas furgonetas que transportan el botín, o en destrozarle la cara a cualquier incauto porque mira de determinado modo. Eso tiene auténtica atracción, es la erótica de saber que se posee el derecho a la vida o a la muerte de cualquier otro. Sin más planteamientos que el negocio o la venganza. A veces, incluso, las dos cosas a la vez. Ya sabes, o te portas bien o te cuelgo de un gancho y te saco las tripas. Eso sí que era vida. Y no la triste y melancólica existencia de los que tienen que hacer cola en la carnicería. Ya dejaste de ser uno de los nuestros, tío. Ahora toca saber vivir.

No se descubre nada si hablamos del estupendo trabajo de Martin Scorsese con una historia fantástica y la colaboración de todo un plantel de actores que dan lo mejor de sí mismos. Desde Joe Pesci a Lorraine Bracco pasando por Ray Liotta, Robert de Niro o Paul Sorvino. Ya he dicho demasiados nombres. Ahora más vale que este artículo se publique sin mi nombre y a mí se me dé una nueva vida. Y no importa si no vuelvo a escribir sobre cine y sobre uno de los nuestros, uno de esos buenos chicos.

martes, 28 de noviembre de 2017

EFECTOS SECUNDARIOS (2013), de Steven Soderbergh

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Tiempo de amar, tiempo de morir", de Douglas Sirk, podéis hacerlo aquí.

No es fácil salir de una depresión que agobia al alma con tanta fuerza que no tienes ganas de vivir. Lo normal es pedir ayuda y es lógico que se desee el asesoramiento de un psiquiatra de cierto prestigio para ver alguna luz al final del túnel. El médico, si es un buen profesional, se pondrá en contacto con todos los que ya han tratado al paciente para trazar un historial y saber exactamente a qué se enfrenta. Y, por supuesto y por desgracia, la medicación es norma en estos casos. Así que, con toda seriedad, le dice al paciente que se tome unas nuevas pastillas que han salido al mercado cuyo efecto secundario más relevante es la posibilidad de la somnolencia. Hasta ahí todo normal.
Sin embargo, ocurre algo inesperado, algo terrible. El paciente, en su estado de somnolencia, llega al sonambulismo. Y en ese estado comete un crimen. ¿Quién es el responsable? ¿El paciente o el doctor que, siguiendo su criterio profesional le ha recetado esas pastillas? Los acontecimientos se precipitan y la ley pone en marcha todos sus mecanismos para evitar que ese médico vuelva a ejercer. Simplemente porque extendió una receta. Solo que hay algo más. Son los efectos secundarios del asesinato.
Es entonces cuando lo real pasa a ser un sueño y, de ahí, la pesadilla está a un paso. Todo comienza a torcerse de forma incomprensible. Su prestigio cae por los suelos. Se le retira la licencia para pasar consulta. Su mujer le abandona porque parece que una extraña obsesión cae sobre él. Ya no es el hombre que era. Han destrozado su vida y su mente empieza a pensar como la de un enfermo. Solo hay una baza a su favor y es que se le ha conservado la custodia médica del paciente.  Ahí es donde está el auténtico partido a jugar. Mientras tanto, solo habrá que lavarse un poco las manos y tratar de mantener el nivel de vida.
No desvelo nada, doctor, solo estoy exponiendo los hechos de la trama que me recuerdan vagamente a los que hubiese puesto en juego cierto orondo director de magistral suspense y retorcida psicología. En el fondo de este sueño, nada es lo que parece y hay una especie de confuso magnetismo que atrae la mirada hacia la historia. Es como si intentase decir que hay que tener mucho cuidado, que la medicación no es una cuestión de broma…pero que, en el fondo, a las personas tampoco hay que perderlas de vista. ¿Cree que es grave?

Steven Soderbergh dirigió esta película que pasó casi desapercibida por las carteleras a pesar de tener un reparto atractivo con nombres como Jude Law, Catherine Zeta-Jones y Rooney Mara. Tal vez porque es notable, pasó de largo para la vista del espectador y merece una oportunidad. Solo hace falta entregarse a las manos del doctor y dejarse llevar en su diván. Seguro que salen cosas que nadie sospecharía…como algún que otro efecto secundario.

viernes, 24 de noviembre de 2017

MADRUGADA (1957), de Antonio Román

Mauricio Torres, el gran pintor, se muere. Ha alcanzado el éxito en vida y siempre ha sido asediado por una familia que quiso su parte del pastel cuando él alcanzó la fama y esa rara consideración de artista inmortal. Y alguien sembró una duda en él. Una duda taimada, insidiosa, que solo fue dicha para hacer daño porque, al fin y al cabo, de alguna manera tenía que sufrir. En sus últimas horas, se intentará esclarecer quién fue el maldito traidor que intentó implantar la cizaña en su corazón. Porque él no morirá en paz. Y además… ¿qué importa que él muera en paz? Lo importante es el dinero que va a dejar. Millones. Y más aún ahora, que acababa de cumplir encargos para los más importantes museos de Nueva York y París. Es una madrugada de lobos, dispuestos a devorar todo lo que se les pone por delante. Incluso la mujer que él ha amado con todas sus fuerzas.
Uno de sus hermanos, casado con una arpía, es gris, estúpido, falso, cobarde y débil. Da rienda suelta a ese perro guardián con el que está casado para cubrir todas sus demás carencias. Ella aparece y no hace más que escupir maldades para quedarse con la mayor parte del pastel. Solo hace falta que Mauricio muera sin testar. Y todo se repartirá a partes iguales entre los dos hermanos. ¿Quién se habría creído que era? Con sus aires de artista bohemio y perfecto, admirado y encumbrado. Un mediocre. Eso es lo que era. Y la furcia que vivía con él, fuera. Esa casa tiene que pasar a los hermanos. Y el único requisito para hacerlo realidad es que él no despierte y no recupere la consciencia. Y luego, sus cuadros. No olvidemos su obra. Eso también vale un dineral. Que se muera ya. Que se muera.
Su otro hermano es ladino, escurridizo, de mirada atravesada e intenciones escondidas. Nunca se le ve venir porque finge muy bien que es muy tarde y que no está interesado en nada. Si se muere…que se muera. Si despierta…bueno, mejor que no despierte. Son muchos años trabajando en la cola de la pirámide como para renunciar a un buen pellizco que te puede arreglar la vida. ¿Amor entre hermanos? ¿Qué es eso? Basta con sentarse y esperar. Y si es necesario dar un empujoncito al menor descuido, aquí está él. Faltaría más.

Dos sobrinos también deambulan por la madrugada en la mansión de Mauricio Torres. Una es inocente. Aunque eso no quiera decir que no sea capaz de hacer daño. Es una joven amargada, a las puertas de la desgracia, que no quiere a sus padres, igual que ellos no la quieren. A ella le hubiera gustado estar al lado del tío Mauricio. Alejarse de ese mundo de falsedades e imposturas que tampoco acaba de entender. Llora. Llora mucho. Es lo que pasa cuando alguien busca un refugio. El otro es un pobre gacetillero enamorado de la mujer que ha compartido sus últimos años con Mauricio. Quiere protegerla pero no sabe cómo. Quiere estar a su lado, pero también es muy débil. Es un hombre que va dando bandazos y no tiene interés ninguno en el dinero de su tío. Solo la quiere a ella. Y no sabe querer. Solo juega con las personas. Y si le molestan, las aparta a un lado. Es fácil. Basta con pensar en ella, en esa mujer que ha compartido los mejores momentos del genial pintor. Esa chica que un día fue a posar para él y se quedó en su corazón. Esa misma que ha trazado un plan para descubrir quién plantó la semilla de la duda en una relación que era perfecta. Por eso, solo ella sabe que Mauricio no se está muriendo. Ya está muerto. El juego está servido. Las intrigas están sueltas. Y don Antonio Buero Vallejo está en sus letras.

jueves, 23 de noviembre de 2017

EL AUTOR (2017), de Manuel Martín Cuenca

Un escritor debe ser un individuo que observe la realidad para escrutar su próximo movimiento, tratando de adivinar todo el mecanismo de acciones y reacciones de los personajes que crea basándose en sus propias experiencias humanas bañadas en imaginación. En el momento en que deja de observar y provoca esa realidad, comienza a disfrazar su mediocridad, su talento esquivo que huye despavorido y se limita a ser un cronista, más o menos correcto, de lo que ocurre, sin más fantasía que la verdad.
Eso no quiere decir que un escritor no deba ser sincero. De hecho, la sinceridad es una de las condiciones indispensables para la literatura, pero solo nace del ejercicio de la observación, de la capacidad de poner elementos de realidad en una narración inventada. Si no es así, sus letras estarán vacías de empuje, de creatividad y de atractivo porque, en el fondo, aunque las vidas ajenas sean atrayentes, no dejan de ser cotilleos que pueden ser adornados con pedantería e impostura. Es una actividad difícil, no apta para todo el mundo, porque no se llega a ser escritor por el simple hecho de juntar un verbo con un sustantivo. Hay que ir un poco más allá.
Todo esto puede derivar en una obsesión insana por crear historias. Si el escritor interviene en esa realidad para que vaya en la dirección que él desea, se convierte en un manipulador bastante estúpido, que terminará siendo engañado por sus propios sueños de grandeza, por el falso halago y por el engreimiento del calificativo. La ficción tiene que superar a la realidad, por mucho que nos guste decir lo contrario. Y contar historias es uno de los mejores inventos que han pasado nunca por la mente del hombre.
Javier Gutiérrez ofrece un recital interpretativo en la piel de ese aspirante a escritor que no sabe escribir y Manuel Martín Cuenca dirige con sobriedad una historia que camina peligrosamente por el filo de lo grotesco. Aún así, el resultado no llega a la excelencia porque hay algunas ingenuidades, algún que otro estancamiento y una cierta indecisión que convierte la tragicomedia en melodrama. Podríamos estar ante una radiografía sobre las obsesiones enfermizas, agobiantes y sorprendentes y, sin embargo, nos hallamos ante un cuento de sombras que relata la toma de conciencia de un sociópata con infulas. Un poco pasado de vueltas para un público que es tan entrometido como una portera.

No es fácil buscar el esquivo talento entre tantos intereses creados y ante un mercado que hace prostituirse al creador hasta límites impensables. La crítica está ahí y es incisiva y despreciativa. La blancura de la pantalla del ordenador desafía a cada línea y las palabras se escurren entre las estrechas paredes de la elección razonable. La envidia es un escalón más en un edificio en el que el ascensor siempre tarda demasiado y la misma vida, ingrata, implacable y grosera, se empeña en ahogar cualquier intento para narrar y construir tramas, argumentos, giros y metáforas. Tal vez, el simple hecho de ponerse delante de un teclado para arrancar unas cuantas palabras a la mediocridad ya sea algo digno de elogio. El veredicto, como siempre, lo tiene el público y no el autor. Pero esa es una incógnita que jamás se resolverá por parte de quien escribe.

martes, 21 de noviembre de 2017

AGENTE DOBLE EN BERLÍN (Target) (1985), de Arthur Penn

No deja de ser una joven postura cómoda encasillar a los padres en unos papeles estereotipados y aburridos, sin querer investigar demasiado sobre qué es lo que fueron y qué han llegado a ser. Eso es aún más difícil cuando llega la edad en la que un joven comienza a tomar decisiones y se deshace del abrazo de sus progenitores para emprender una vida que todavía no tiene ningún rumbo definido. La mecánica de unos cuantos coches, alguna chica, el deseo de una vida independiente…y, por supuesto, unos padres que no entienden nada, que nunca tuvieron esas mismas inquietudes, que están demasiado lejos para tenerlos alrededor del pensamiento. Quizá haya que sacudir esa supuesta tranquilidad familiar, instalada en lo confortable, para sacar de los errores propios de la atrevida juventud.
Puede que ese padre que conduce con sumo cuidado y extrema la precaución conduzca mejor de lo que hayas soñado jamás. O que domine varios idiomas, no solo el americano de Texas. O que, incluso, haya tenido una vida inconcebible yendo de un lado para otro en Europa, manteniendo romances con damas imposibles y trabajando para el gobierno como un espía encargado de desmantelar redes del enemigo. No, pero todo eso no puede ser. Papá es un amedrentado hombre de negocios tejano, que tiene su casa y su dinero a recaudo. De ahí que comprenda tan poco sobre las inquietudes propias de la juventud. Papá se ha olvidado de cuando era joven. Él nunca ha pensado como yo. Aunque quizá no sea así.
Así que ahí tenemos a padre y a hijo, saltando de París a Hamburgo y de ahí a Berlín para salvar lo que más quieren. Y el camino será de aprendizaje para el chico porque podrá descubrir lo que es realmente su padre. Y, de repente, el aburrido y gris hombre de negocios de Tejas, se convierte en un hombre que no pestañea si tiene que matar a alguien, acostumbrado a vivir entre el peligro, tan lleno de recursos que llega a ser insultante y absolutamente acostumbrado a moverse por los ambientes más oscuros del contraespionaje centroeuropeo. Y tiene que hacer frente a un viejo rival que busca venganza por algo que ocurrió hace mucho, mucho tiempo. Es lo ideal para que cualquier chico se centre. Entre ráfaga de ametralladora y persecución en coche, habrá algún que otro momento para sentir admiración y agarrar con fuerza la certeza de que su padre es otro hombre, totalmente distinto, totalmente posible, totalmente real. Y lo peor de todo es que será a través de una serie de situaciones que serían irreales para cualquier otro.

Arthur Penn dirigió este producto de encargo con una admirable profesionalidad con Gene Hackman al frente y dejando que el tiempo pase sobre una película de acción muy propia de los años ochenta. Aún así, entre su música de sintetizador y su color anticuado, guarda mucho encanto. Tal vez porque nos recuerda esa pregunta que siempre quisimos hacer a papá y nunca le llegamos a formular.

EL PLANETA DE LOS SIMIOS (1968), de Franklin J. Schaffner

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El viento y el león", de John Milius, podéis hacerlo aquí.

El hombre ya no es un hombre. Es un mero esclavo sin cerebro, obediente, sumiso. Tal vez haya un día en que el hombre se levante y, por primera vez, diga “no”. Es la lógica evolutiva. Incluso es posible que venga de otro planeta. Lo que sí está claro es que es inconcebible que un hombre llegue a hablar. Son bestias sin alma, sin razón. Son destructores vocacionales de todo lo que puede ser creado. Y su ejemplo debe servirnos como ejemplo a los simios. Para no cometer los mismos errores que ellos se han empeñado en repetir con insistencia. No supieron utilizar el conocimiento. Su natural ambición ha terminado por ser su natural perdición. No merecen mucho más que el látigo, la opresión y la bajeza de su propia especie. Es la hora de los simios. Sencillamente porque, un día, un simio se levantó y dijo “no”.
Y ya está aquí. Ya tenemos al hombre que habla y que se empeña, como siempre, en tener razón. Todo lo que no está en la órbita de su pensamiento resulta ajeno para él. Como el hecho de que un mono sepa escribir. No cabe en su cabeza. Es tan limitado que no puede llegar al significado último de la evolución por mucho que crea que se halla en un planeta ajeno. Quiere ir a la zona prohibida y ahí queda confirmado que realmente no sabe lo que hace. Se mueve por instinto y por rabia. Se mueve por venganza y superioridad. Los hombres superiores al mono. ¡Qué estupidez! Todo el mundo sabe que es al contrario. Los simios somos superiores al hombre. Sabemos enjuiciarlos. Sabemos lo que pretenden. Sabemos lo que deben tener. Ellos, por no saber, no saben ni hablar. El hecho de que un solo hombre hable no quiere decir nada. Puede ser una aberración de la Naturaleza o, incluso, un error premeditado. La Naturaleza es sabia y puede que quiera ponernos a prueba. Tal vez anhele una evidencia definitiva de nuestra superioridad sobre todas las demás criaturas. Debemos ser cautelosos. Debemos acudir a los más viejos para que nos instruyan. Y sobre todo, no debemos dejarnos engañar por la sucia boca de ese humano que habla, que grita, que se rebela y que dice una y otra vez que somos bestias. Él es la bestia. Él es el peligro.

Tendrá que descubrir por sí solo cuál es la orilla de la desolación. Su desnudez delata su incapacidad. Es vulnerable y susceptible de ser humillado. Quizá, mientras escribo esto, me doy cuenta de que no es tan diferente a nosotros, los simios. Nosotros también tenemos áreas del conocimiento que nos están vedadas y por eso vigilamos a nuestros científicos. También somos vulnerables y, desde luego, podemos ser humillados. Solo nos separan unos cuantos genes, tenemos más pelo y quizá tengamos un sentido más desarrollado de la solidaridad. Estoy seguro de que, de aquí a poco tiempo, tendremos una Sociedad Protectora de Seres Humanos que prohibirá la amputación de parte del cerebro y a alguna que otra asociación que considere que tratarlos como seres vivos sin valor es una muestra de nuestra incivilización. Todo puede ocurrir en un planeta que siempre profiere alaridos de muerte…

viernes, 17 de noviembre de 2017

ESCONDIDOS EN BRUJAS (2008), de Martin McDonagh

Cuando una ciudad enseña sus luces nocturnas, es como si abriera las puertas de sus recovecos más secretos para que entren nuevas conspiraciones a media voz, nuevos sueños de media mesa, nuevas esperanzas para un día que no debería llegar. La noche debería permanecer así siempre. Insólita y hermosa, llena de luces cálidas y piedras melladas por el tiempo. Y es casi un pecado admitir que la belleza tiene un lado oscuro por el que se mueven armas, venganzas, frustraciones y ensoñaciones. Todo eso son cosas efímeras, sin importancia. Con tan poca importancia como la vida de un par de sicarios que han metido la gamba hasta el fondo con su último trabajo. Tienen que esconderse en Brujas porque el jefe se lo ha ordenado. Y, a pesar de que son hombres sin corazón, algo se les mueve por el interior que ellos mismos pretenden que, de vez en cuando, salga a la luz.
Y es que una cosa es ser un asesino y otra ser mala persona. ¿Por qué no se le va a brindar a un tipo que está condenado el placer de la visión de una ciudad preciosa? Es lo mínimo. Al menos, que lo último que vea el fulano sea algo extraordinario. Es esencial que la gente se marche contenta de este mundo. No vale solo un disparo entre ceja y ceja y ya está, todo se tiñe de rojo y la vida se escapa. Hay que darle un último sabor a la bala que lleva tu nombre. Y no digamos si hay que subir al campanario. Sí, ése que resulta que si está cerrado, está cerrado y no se hable más. Desde luego, Brujas es una ciudad llena de hechizos. Tanto es así que uno puede evitar el suicidio de alguien justo en el momento en que estás pensando en meterle una bala en la nuca.
Así, en medio de esas calles empedradas, plenas de humedad e historias, nos topamos con rodajes de películas, chicas, enanos vestidos de colegial, respetos inesperados que parten de asesinos profesionales, vistas impresionantes desde lo alto y lo bajo, la noche herida por la luz de una ciudad insustituible y la certeza de que, a lo mejor, en algún lugar del alma, nace el deseo de ayudar a alguien que no merece morir. Es una simple cuestión de ética entre malvados de oficio. Es el otro lado de los facinerosos que se dedican a lo innombrable. No vale solo el negocio, también hay que demostrar un par de dosis de honestidad.

Sorprendente y con un delicado equilibrio entre la perplejidad y la crueldad, Escondidos en Brujas enseña las brillantes interpretaciones de Brendan Gleeson y Ralph Fiennes para tapar sus colmillos bien afilados. Más atrás se halla Colin Farrell, perdido entre gestos de extravío y encrucijada, luchando con su verdadera naturaleza de actor de recursos limitados. Todos ellos dirigidos por Martin McDonagh, un tipo que consigue, de forma casi mágica, hacer que nos sintamos bien mientras seguimos la pista a dos asesinos que, en manos de cualquier otro, serían los malos o los torpes de la película.

jueves, 16 de noviembre de 2017

ORO (2017), de Agustín Díaz Yanes

A fe mía que poco tenían de conquistadores de nuevas tierras aquellos iletrados que partieron en busca de una quimera de oro y opulencia. Entre ellos se odiaban y desconfiaban y eran incapaces de superar todo aquello que les separaba en la España del siglo XVI. La codicia no entiende de honores ni de compañerismos y, aunque españoles, no dudaban en rebanar gaznates si de ello dependía su promesa de buena fortuna y oropeles soñados. Esa siempre ha sido España. Y aún lo es.
No dejaban nada en su tierra de origen salvo, quizá, algún bastardo de una noche de vino y olvido o una madre plañendo por su partida. Tampoco tenían nada que perder porque España ofrecía la nada para ellos y para perder la vida allí, mejor perderla en las tierras vírgenes allende los mares. La esperanza era lo último que se perdía y, tal vez, bien valía la apuesta unas gotas de sangre, aunque fuera de baja ralea y condición mínima. Cierto es que, como españoles que eran, no dudaban en luchar codo con codo cuando todo amenazaba con irse a tomar viento dorado y que, una vez pasado el peligro, no dudaban en desenvainar filos por un quítame allá unos granos de arena. Ni siquiera la selva los pudo entender, porque arriesgaban todo por un buen puñado de nada.
Sin embargo, allí, donde los ríos se estrechan y los ruidos del tupido verde se confundían con las voces de los nativos, podía haber unas migajas de eso que llaman amor, flor de un día en medio de tanto odio sin razón. En ellos anidaba la rabia que la vida había sembrado en sus corazones y no entendía de patrias, ni de personas, ni de anhelos, ni de duelos y lo mismo podían pasar a cuchillo a un oscense que a un indígena. Eran valientes, pero taimados. Trataban a la dama oscura de tú a tú y sabían que podía presentarse en cualquier momento. Sin piedad. Sin compasión. Sin más recompensa que un día que se apaga y con la certeza de que ya no vendría otro igual.
Personajes de epopeya nacidos de la pluma del licenciado Pérez-Reverte y dirigidos con mano de hierro por el maese Díaz Yanes que descubren los lados más oscuros de algunos soldados sin gloria, campesinos sin mañana y damas de bravura comprobada. Interesantes labores de los señores de Arévalo, Coronado, Jaenada y mi señora Lennie. Grande la fotografía de Femenia, absorbente la partitura de Limón y brillante el sonido de Marín y Muñoz, que resuelven con magisterio los problemas del exterior rugiente. Algo de precipitación hacia el final, como queriendo dejar bien claro que los desenlaces se presentan sin previo aviso y aclarando entre aguas turbias tintadas de rojo que el destino de los españoles pasa por el cuchillo empuñado por manos hermanas. Más allá de eso, sólo restará el pequeño triunfo, sólo válido para aquellos que un día creyeron que España era grande aunque habitada por hombres muy pequeños.
Dejo estas líneas para que conste que he acompañado a tan insignes nombres en la búsqueda de la calidad, en la seguridad de que vi una historia en la que la aventura estaba en los personajes que la habitaban y no en sus hechos, en el temor de que, en algún momento, parece que la trama se estanca igual que un río que no fluye, pero que, al fin y al cabo, vemos una parte de nosotros mismos en tales entelequias, más propias de ingenuos que de hombres derechos.
Lo cual firmo a fe mía, en el año de nuestro señor de dos mil diecisiete, para que conste en los archivos del reino y para consulta y seguimiento de quien tenga a bien leerlo.