lunes, 30 de enero de 2017

NIXON (1995), de Oliver Stone

Las entrañas del poder se revuelven sobre sí mismas, inquietas, cuando alguien trata de manejarlas sin recato. Cuando se está en lo más alto y se decide sobre la vida de millones de personas, la tentación del absolutismo es demasiado fuerte y hay que tener muchos redaños para hacerla frente. El poder es una bestia que se mueve, siente, padece, muerde y agota y, con frecuencia, se intenta dominar inútilmente para subyugar sus encantos, su erótica y su fuerza a los pies del adicto de turno. En esta ocasión, era un abogado de sueños imposibles que trata de coger siempre el atajo más cercano. No importa el objetivo, lo que importa es llegar. Y así, la sombra de otros más competentes que él se cierne sobre su conciencia, llenando sus ojos de lágrimas porque en el fondo quiso ser amado y solo consiguió el odio, solo encontró el rechazo. Por el camino, un hermano muerto que, sin duda, estaba destinado a ser el elegido; una madre autoritaria que siempre se mostró lejana e inaccesible; una esposa que aguantó todo lo que una mujer puede aguantar siempre estando al lado de un tramposo con imagen de triunfador; un deseo irrenunciable de ganarse a todos consiguiendo muy poco; la trampa definitiva escondida detrás de innumerables telones; el sacrificio de sus más cercanos colaboradores; la soledad de una noche turbia, envuelta en drogas y decepciones; el fantasma de otra guerra civil; el adiós definitivo y vehemente. El poder, al fin, había devorado a su ejecutor. El destino se había cumplido. La nada había sido derrotada.
Detrás de mensajes de patriotismo exacerbado y de teatral orgullo, siempre se suele esconder el espectro del fascismo, amenazante y silencioso, esperando su oportunidad para hacerse un hueco en medio de una situación de emergencia para aparecer como algo natural e integrado en el sistema democrático. Querer regresar a la arena electoral para ganar una vez más no deja de ser un error que termina pagándose en lo privado y los nuevos emperadores hablan sobre naderías mientras sobre sus cabezas planea el dominio del mundo, siempre ladino, siempre innecesario. Las estrellas que brillan demasiado terminan apagándose y quien quiere pasar a la posteridad termina recibiendo  la bofetada del olvido y, sobre todo, de la indiferencia. Al poder hay que presentirlo, intuirlo, vislumbrarlo y poner los medios necesarios para adelantarse a sus coletazos de ambición desmedida. La democracia se pervierte. La regeneración se presenta. La firma se estampa. El líder se entrega.

Extraordinario trabajo de Anthony Hopkins como el Presidente Richard Nixon, conocido como Tricky Dickie por su afición a las trampas que, en manos de Oliver Stone, se convierte en todo un retrato del poder indomable y peligroso que se revuelve con fiereza en época de turbulencia. Siempre atrayente y desafiante, nadie está a salvo de caer en los brazos del poder absoluto porque, en el fondo, todos somos absolutamente corruptibles. El error está en creer que se está por encima de los demás con una superioridad moral evidente porque ése, precisamente, es el primer signo de que se es aún peor. Y ahí es cuando nos entregamos, sin darnos cuenta, al salvador que nos hundirá aún más.

viernes, 27 de enero de 2017

LOVING (2016), de Jeff Nichols

La felicidad siempre se halla en las pequeñas cosas. En la seguridad de que el hombre o la mujer de tu vida están ahí, para lo que quieras, dispuestos a cuidar del otro. En la felicidad de las risas de unos niños que corren por el prado en libertad. En un trabajo que prueba que eres realmente bueno en eso. En la certeza de que puedes ir de un lado a otro sin que nadie te diga que está prohibido que entres por una u otra razón. Solo que, de vez en cuando, la cerrazón de unas leyes injustas aplicadas al pie de la letra impide que la felicidad se quede por mucho tiempo.
No puede haber segregación en el amor. Solo puede haber amor. No importa que él no parezca demasiado inteligente aunque, sin duda, es un hombre hecho y derecho. No importa que ella ponga el empuje y las ganas de cambiar las cosas porque los blancos se empeñan en decir cosas que no tienen ningún sentido. El amor está por encima de las razas, de las religiones, de las creencias, de la política, de los estilos de vida y de las dificultades. No puede ser regido por sentencias que aumentan el riesgo de una convivencia que debería ser absolutamente normal. Y eso debe de estar mucho más allá de los rancios prejuicios que componen la intolerancia, o de los deseos de notoriedad para mover el árbol y que otros recojan los frutos. No hay derecho a que una pareja no pueda vivir una vida normal y pacífica simplemente porque uno sea blanco y otra sea negra. Eso es solo un accidente de la naturaleza. Y debe ser reparado.
A finales de los años cincuenta algunos de los estados que componen los Estados Unidos contenían en su legislación la prohibición del matrimonio interracial bajo pena de cárcel. Un atraso que, aunque los propios estadounidenses no lo reconozcan, les igualaba con el nazismo. Solo cuando unos cuantos valientes decidieron levantarse y decir no, es cuando las cosas empezaron a cambiar. Y nunca lo hicieron con afán de revanchismo o de venganza. La justicia les movía por encima de cualquier otra consideración. Algo de lo que los blancos no pueden presumir. Y no debió ser nada fácil vivir con el temor permanente a que un coche apareciera por sus casas dispuesto a encarcelarlos, humillarlos, ofenderlos y echarlos. Fueron leyes en contra del amor.

El matrimonio Loving demostró que ese mismo amor podía vencer cualquier obstáculo y Jeff Nichols, el director de esta película, cuenta su historia sin estridencias, sin momentos épicos de emoción incontenible, sin engrandecer innecesariamente los avatares de esta pareja contra el sistema legal del Estado de Virginia. Todo está narrado de forma sencilla, a distancia, tratando de no hacer que sus protagonistas parezcan héroes, aunque lo sean. Por ello, hay que destacar el trabajo de Joel Edgerton y, sobre todo, de Ruth Negga, un escalón por encima de su compañero en el papel de esa mujer que lo dice todo con miradas. Y, sobre todo, es admirable comprobar que las decisiones de ese matrimonio eran siempre consensuadas y que, además, ese consenso era casi instantáneo. No hacían falta furias, ni desencuentros. Solo sinceridad y mucho amor. Y el convencimiento de que estaban hechos el uno para el otro y que nadie podía dictaminar con una sentencia lo contrario. Fueron amor y fueron lucha. Y eso tuvo un enorme mérito.

jueves, 26 de enero de 2017

FIGURAS OCULTAS (2016), de Theodore Melfi

La valentía lleva tacones y es una mujer de color. O mejor, tres. Ellas se mueven en un mundo pensado por y para los blancos. Es casi pecado decir que son inteligentes y, desde luego, está fuera de la ley proclamar que son más inteligentes que los hombres. Sin embargo, las mujeres tienen algo de lo que los hombres carecen y es tesón, energía, la capacidad de no rendirse nunca, la reivindicación continua contra lo que creen que no es justo y la demostración permanente de su competencia. Ellas están más acá de toda duda, pero con su trabajo, enseñan a todo el mundo que la sobrepasan y que son eternas.
No es fácil ser una parte importante de la carrera espacial norteamericana cuando todo juega en contra. Incluso la ubicación de los excusados para mujeres de color es un motivo que hay que discutir muy seriamente. Tardaron muchos años en darse cuenta, pero, sin menospreciar el trabajo de algunos hombres, ellas fueron el arma secreta que permitió superar a los rusos y llegar antes a la Luna. Rompieron fronteras con la única fuerza de su voluntad de hierro. Más que nada porque la mujer tiene más capacidad para sufrir y no importa cuántas veces se eche por tierra su trabajo, seguro que se levantan y lo hacen aún mejor para callar unas cuantas bocas.
Y no por ello dejan de ser mujeres. Mantienen intactas sus cualidades más femeninas, su impresionante belleza interior y su inteligencia sutil y razonada. Sus argumentaciones son brillantes y habrá confianzas forjadas a base de agudezas matemáticas, evidencias físicas y soluciones computerizadas. Fueron las figuras ocultas en medio de una época en la que los derechos civiles aún no eran una realidad y ser las primeras en todo hacía que el mundo mirase hacia el espacio como un paraíso a punto de ser conquistado.
Dirigida con una rara habilidad llena de ideas visuales interesantes e interpretaciones entregadas, sobre todo por parte de las excepcionales Taraji Henson y Octavia Spencer, Figuras ocultas hace gala de una agilidad sorprendente. Las escenas se suceden y los episodios llevan directamente hacia el siguiente consiguiendo una película apasionante a pesar de que, en algún tramo, se conoce el desenlace. Y es que hay que reconocer que las mujeres son fascinantes. Y aún más si son de color. Son heroínas míticas que han tenido que luchar sin descanso contra gigantes, contra prejuicios estúpidos y, a menudo, inconscientes. El resultado es una película que se ve sin descanso, con agrado, con una pasión desmedida por ellas porque son encantadoras en medio de ambientes no demasiado gratos y que, no obstante, aguantaron con personalidad, paciencia y buen humor, siendo conscientes de sus posibilidades y de sus giros de inteligencia, adaptándose a las innovaciones y a los cambios con maleabilidad admirable. Y eso es algo que aún no ha conseguido ningún ordenador.

En algunos momentos, la emoción salta de repente y agarra del cuello obligando a mirar, a estar a su lado, a decirles que no están solas, que siempre habrá alguien, algún incauto, dispuesto a coger un martillo y eliminar las barreras invisibles. Lo más increíble de todo es que ellas no lo necesitan. Se bastan y se sobran por sí solas.

miércoles, 25 de enero de 2017

BELTENEBROS (1991), de Pilar Miró

“Vine a Madrid para matar a un hombre al que no había visto nunca”.
Y con esta frase Darman vuelve a Madrid para rememorar la sangre inocente que nunca debió derramar. Porque con esa sangre causó más heridas que soluciones y todo se quedó ahí, enquistado en su recuerdo, diciéndole a cada momento que no actuó de forma justa y que destrozó el corazón de una mujer y la esperanza de un sueño. Siempre que le llaman, Darman acude. Y es un especialista en ahorrar problemas al Comité Central. Ahora tiene que volver a Madrid y los fantasmas del cine salen de las bambalinas para atraparle en un nuevo desafío que no es más que la ratonera de los vencidos. A pesar de todo, Darman ha ido acumulando una derrota tras otra. Y aún no ha pagado las deudas que dejó en Madrid casi veinte años atrás.
Hay una chica que es más desinhibida que aquella otra Rebeca del pasado, que se refugió en novelas rosa con un halo de misterio y que fascinaban a todo aquel que se acercase por los techos del Cine Universal de Madrid. Un cine de segunda clase en un barrio de tercera que ya tenía dibujadas, en su momento, las huellas del tiempo y del fracaso. El lugar ideal donde abandonar los ideales y tratar de sobrevivir. Madrid huele a cansada y el gris se apodera de cada paso en los adoquines irregulares de un suelo demasiado sufrido. Darman siente los caminos como punzadas en el corazón porque ya los recorrió antes, y lo hizo para que algo injusto perviviera. Y ahora viene a matar al mismo traidor, al mismo degenerado que ya traicionaba sin pudor en los años cuarenta. Darman vino a Madrid para matar a un hombre al que no había visto nunca.
Los sentimientos se agolpan mientras Darman, por última vez, trata de salvar a la única persona inocente. No la abandonará esta vez, no dejará que se pudra en las cloacas de la locura como única salida. Darman tendrá que adentrarse en el túnel con esa persona porque es la manera de acallar una conciencia que no ha dejado de dispararle durante muchos años. Detrás de una máscara de impasibilidad, desde luego. Detrás de unos ojos que jamás dijeron nada, pero el cielo cenicienta de Madrid estaba ahí, acosando sus sensaciones y machacando sus honestidades. Todo se volverá difuso mientras Darman lo intenta, pero el objetivo de la decencia tiene que quedar a resguardo. Ya no habrá más viajes, ni más visitas de clubs nocturnos, ni más cines donde depositar la decepción. La definitiva madurez está llamando a las puertas y un último acto de honradez y perseverancia ayudará a pasar los años que quedan, allí, en algún lugar de tranquilidad asegurada y conciencia adormecida por la lluvia. Allí donde las tinieblas aún son bellas.

Pilar Miró dirigió esta película con un enorme pulso y una sabiduría envidiable basándose en la novela del mismo título de Antonio Muñoz Molina. Junto a ella brillaron Terence Stamp, Patsy Kensit (en su mejor papel en el cine) y José Luis Gómez. Junto a ella también estuvimos nosotros, el público, asistiendo a la aniquilación de los ideales pues siempre habrá un traidor que nos recuerde nuestros errores. 

martes, 24 de enero de 2017

ED WOOD (1994), de Tim Burton

Un jersey de angora tira mucho, desde luego. Su suave tacto lleva a uno a pensar que el sexo no es más que un accidente y que vestirse de mujer es solo una perversión que tiene sus placeres. Es algo así como conocer a Bela Lugosi y convertirse en su niñera. Lo importante es que con jersey de angora y con Bela Lugosi hay que dirigir películas. Como sea. Aunque no haya dinero ni para montar una maqueta. Y eso se arregla revolcándose con un pulpo de látex que no se puede mover, luego se colocan unos insertos y eso, más que oficio, es una genialidad. El público quiere gritar de terror y no hay nada mejor que hacer una película de presupuesto ínfimo con algún zombie por allá, un platillo volante o dos por aquí, un par de policías aterrorizados…Síganme, va a ser una noche llena de pánico. Y procuren no tropezar con los decorados porque eso hará que las paredes se muevan. Hemoglobina de la falsa para que haya horror a raudales, caras desencajadas y… ¡corten! Una obra maestra ha nacido. Solo que no todo el mundo podrá apreciarla.
Tanto es así que solo Orson Welles y Ed Wood hacían tantas cosas en una sola película. Encontrarse con el primero no es solo un privilegio, es la constatación de que basta con tocar todos los campos que Welles manejaba en el cine como para creer en la igualdad de talentos y genialidades. Esos payasos de Hollywood quieren que la próxima película de Welles sea con Charlton Heston de protagonista haciendo de mejicano….no tienen ni idea. Hay que tirar con lo que te dan y acoplarte a las condiciones. Ed Wood tiene solo una cámara, un equipo de cuatro personas, no hay banda sonora, no hay guión previo, no hay más  que Bela Lugosi y una legión de marginales del espectáculo que han puesto sus huellas en la lucha libre, en la televisión de tercera y en la nada. Solo hay que tirar con lo que te dan, acoplarse a las condiciones y ya tienes la misma obra maestra que hubiera dado a luz Orson Welles. Fácil como aprovechar la luz del día sin permiso de rodaje en las calles.

Y así, poco a poco, el universo alucinógeno se va confundiendo con la realidad y se llega a creer fielmente que hay un estreno por todo lo alto, que ese título tan espectacular como Plan 9 del espacio exterior será la obra por la que Wood será conocido en las generaciones venideras, que decir el nombre de Wood será sinónimo de talento…y la vida regala muy poco, por no decir nada. A pesar de las simpatías que, de forma evidente, siente Tim Burton hacia un ser marginal y algo marciano, no habrá nada que recuerde a un tipo del entusiasmo e inocencia de Ed Wood. Solo el nombramiento, como todos los nombramientos, bastante discutible, de peor director de la historia del cine. Sus películas se buscan y se ven como un ejercicio de risa grotesca, como una humillación al hombre que hizo esos títulos con tan pocos medios que no le quedaban más que unos dólares para su estima. Es hora de cerrar la lápida y dejar que la cámara flote en busca del escalofrío. Aunque quizá el mayor de todos es tener valor para aguantar una de sus películas de principio a fin. Así es como ha perdurado su nombre.

viernes, 20 de enero de 2017

SE INTERPONE UN HOMBRE (1953), de Carol Reed

Berlín parece tragarse todo el aire nuevo que pueda llegar sobre sus ruinas. La ciudad está dividida aunque aún no hay muros y el estraperlo es el modo de vida habitual entre los que quieren pan todos los días. Susanne Mallinson llega para estar con su hermano y su cuñada pero se da cuenta de que allí, en una ciudad rota que trata de resurgir de unas cenizas cansadas, es muy difícil vivir con normalidad. Le presentan a un hombre que, para ella, resulta fascinante. Se llama Ivo Kern. Tiene un barniz de ambigüedad notable. Es como si fuese un tiburón moviéndose por las aguas infestadas de depredadores y, al mismo tiempo, estuviese profundamente herido porque tiene conciencia de poder rehacer su vida en medio de tanto escombro y tanta miseria. El equívoco llega y el secuestro se produce. Todo es un malentendido del que todos quieren sacar provecho e Ivo Kern tratará de encontrar una última salida para Susanne. ¿Quién sabe? Puede que sea su última oportunidad de escapar de la ratonera de la que se encuentra y el mañana no sea otro día en busca de algo para comer.
El pasado de Ivo Kern puede que sea el mayor obstáculo para volver al Berlín libre. Demasiadas sombras en sus silencios. Demasiadas desviaciones en sus evasivas. La guerra y sus pecados están demasiado recientes y la noche se hace larga en una Europa que, hasta hace muy poco, estaba en el puño del peor de los hombres. El frío se instala en los huesos como un inquilino indeseable y la atracción parece inevitable en un mundo que ya no existe. Pero Ivo debe expiar sus pecados aunque sea el ángel salvador de Susanne. Ivo es el ayer ametrallado por los Aliados. Ivo es el hombre que se interpone entre la sordidez y el encanto.

Carol Reed dirigió esta atípica película con mano maestra, sin renunciar a su gusto por lo barroco en la imagen y por la ambigüedad de unos personajes que están atrapados en un lugar de perdición y mentiras. A su lado, dando lo mejor de sí mismos, están James Mason como Ivo Kern, deslizándose por la noche, siendo una sombra más de una ciudad hostil y partida y jugando excepcionalmente bien con esa cualidad de decir una cosa y estar pensando en otra totalmente diferente. Claire Bloom, inocente pero decidida, es Susanne Mallinson, la americana que viene a Berlín para perder su mirada y encontrar la verdad y que también dota a su personaje de una paulatina madurez que deja atrás el tópico de una guerra que solo ha dejado a vencedores y vencidos. Berlín se vuelve protagonista de esta historia de evasión y amor, donde los niños ya no tienen donde jugar y lo único que da dinero para sobrevivir es el contrabando despiadado, el secuestro y el chantaje, hermanos de sangre en un tiempo de canallas. Quizás no deja de ser interesante comprobar cómo una ciudad que trata desesperadamente de reconstruirse se empeña en quedarse en las ruinas de lo moral. Quizá no se haya aprendido nada de la guerra. 

jueves, 19 de enero de 2017

LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS - LA LA LAND (2016), de Damian Chazelle

Las luces parecen brillar algo más en las noches de Los Ángeles. Es como si esa ciudad de infinitos carriles para el tráfico, cemento transparente y oscuridad herida cursara una invitación para que los sueños salgan de su escondrijo y  se conviertan en melodías que se disgregan en desvíos imposibles, en vidas que deberían haber sido y no son, en éxitos que son cimas inalcanzables pagadas a precios desorbitados. Es una novia para las estrellas a las que, tal vez, no deja brillar en toda su intensidad.
La oscuridad deja paso a un río de luz en medio de algún club nocturno donde el humo parece  la música que todos desearíamos escuchar. Los dedos resbalan por las teclas de un piano que grita por la improvisación y aprisiona por lo esperado. La mirada del intérprete se clava en ese muestrario de blancas y negras que lanzan continuos mensajes al aire esperando a ser descifrados y todo parece que se detiene, como una íntima sucesión de notas al borde de la pasión. Quizá, en algún lugar del pensamiento, haya un sitio ideal donde ese aparente desorden melódico tenga cabida, donde, de nuevo, se establezca el espíritu de Charlie Parker con su saxofón, o el de Lionel Hampton con su vibráfono, o el de Harry James con su trompeta, o, incluso, el de Joe Pass con su guitarra. Es un lugar que habita en los sueños del pianista, náufrago en esa ciudad de cielos azules en la que siempre es verano aunque no lo sea para los sentimientos. En esa última nota en sostenido yace la idea de que la rendición no debe existir, al igual que tampoco debe persistir la corrupción por la música más fácil, más vendible, más sencilla. Porque si se permite esa corrupción, entonces el sueño se va evaporando y deja su sitio a la comodidad. El sueño es como el amor, necesita alimentarse, necesita bailar de vez en cuando, necesita un poquito de magia para seguir respirando.

La ansiedad es el factor dominante cuando la humillación del silencio se repite una y otra vez. No es fácil intentar triunfar en el mundo de la actuación dramática. El arte de la interpretación escénica, al fin y al cabo, radica en el gesto adecuado en el momento oportuno y hace falta tener ese momento cuando unos desconocidos te permiten una audición para hacerte con un papel. Es como estrellarse contra un muro una y otra vez y levantarse como si nada hubiera pasado, es como arrojarse a un río y cantar con una sonrisa que todos estos insensatos son los que, al final, nos otorgan ratos inolvidables en un teatro o en una sala de cine. Pero nuevamente el sueño se presenta y el precio es alto. Tal vez porque las cosas nunca fueron como debieron ser. Tal vez porque, alguien, en algún lugar, ha entendido cuál es el espíritu del musical y ha dejado que la cámara y la inspiración fluyan en una película, dejándonos con un inconfundible sabor a gloria en la derrota y asegurándonos un buen rato de talento con la química de los protagonistas, la intensidad en los temas musicales, el aroma de viejos años con Noches en la ciudad, de Bob Fosse; Melodías de Broadway, de Vincente Minnelli; El apartamento, de Billy Wilder y Cantando bajo la lluvia, de Gene Kelly y Stanley Donen, en la memoria. Y así, a pesar de todo, a pesar de que hemos pagado el precio de la emoción, de la tristeza, del fracaso y de la renuncia, la sonrisa no nos abandona al salir del cine y algo inasible y maravilloso salta en el interior de nuestro corazón. Como un brindis por los insensatos que hacen que la vida sea un poco más hermosa. 

miércoles, 18 de enero de 2017

LÍO EN RÍO (1984), de Stanley Donen

Ya se sabe que no es lo mismo decir que se ha encontrado un paraíso virgen que una virgen en el paraíso. Eso es algo que cualquier hombre de mediana edad, de razonable éxito en los negocios y de vida algo aburrida, puede entender sin ningún problema. El ambiente influye mucho y hay que tapar muchas vergüenzas con la útil arena de la playa. Enamorarse de una jovencita ya es otro cantar. Más que nada porque no es lo que se espera de un hombre que presume de matrimonio estable y de no arriesgar mucho más allá de lo necesario. La cosa se complica con una vuelta de tuerca más y es que la jovencita en cuestión es hija de su mejor amigo, también de vacaciones por las latitudes tropicales. No están demasiado acostumbrados los que viven entre trajes caros, seriedad infinita y papeles de despacho, a caminar por la playa de Copacabana y admirar a un montón de jovencitas enseñando sus encantos para cualquier cincuentón que se atreva a bajar un poco los ojos. El agua es azul, como los ojos de ella. El espejismo es una puesta de sol, como su cabello y la cana al aire es plateada como la noche carioca.
Y así, tendremos un buen puñado de equívocos en entorno exótico y, en el fondo, todos quieren lo que quieren. Las alarmas saltan y la moral que vale para unos, no vale para los demás. Y más aún cuando hay menores de por medio. Por mucho que esas menores sean para todo unas mujeres de cuidado. La inocencia se ha perdido y es muy difícil que se llegue a encontrar entre los pliegues de la arena de la blanca playa. En el fondo, ser débil, en sí mismo, es una debilidad. Y la carne es débil, el deseo es débil, los lazos son débiles…y ese maldito sitio que parece el Edén no hace más que aumentar la debilidad. Y nadie lo comprende, caramba. Con lo bonito que es llegar a un lugar en el que te sientes nuevo por dentro y por fuera y perderse en la noche de la última oportunidad sin más preocupación que saber dónde dejas los calzoncillos. Pero no, no, la chica tiene que ser ella, el amigo tiene que ser él, la amiga tiene que ser su hija y no hay más lío porque no hay caipiriñas cerca con limones recién cortados. Esto no va a haber quien lo resuelva y, si se resuelve, alguien va a ser considerado un viejo verde.

Último trabajo en el cine de Stanley Donen, desenfadado y con mucha elegancia, con un Michael Caine espléndido que se desenvuelve como pez en el agua en la comedia sexual de unas cuantas noches de verano acompañado por un levemente histriónico Joseph Bologna y por una juvenil y entonces aún desconocida Demi Moore. La película fue un fiasco en su estreno porque todo el mundo la consideró como un divertimiento para hombres maduros y frustrados que buscaban una última esperanza. Vista hoy, y a pesar de que hay elementos que remiten directamente a los insípidos ochenta, sigue siendo una comedia fresca, de sonrisas y carcajadas, con clase, que hurga en las cerraduras sin llegar en ningún momento a ser soez y que, en realidad, pone en el punto de mira a la ratonera de la segunda edad abocada al fracaso sin ambages. Mientras la vemos, parece que Donen es tan magistral que podemos sentir el frescor de la arena de la playa, al calor del fuego de unas cuantas lujurias encerradas. Y vemos, una vez más, cuánto sabía sobre el declive un director de leyenda que supo hacer broma hasta del cansancio de los cincuenta. 

lunes, 16 de enero de 2017

HA NACIDO UNA ESTRELLA (1954), de George Cukor

Una estrella sube cuando otra se apaga. Lo raro es que las dos estrellas se conozcan, se vean, se quieran, se amen y se sufran. No es fácil asumir el fracaso cuando al lado tienes al éxito en persona. Tampoco es sencillo intentar subir cuando al lado tienes a alguien que ha tocado la cima con sus manos y ha exhibido talento en todo lo que ha hecho. Todo es una cuestión de autoestima, de saber cuándo ha estado el trabajo bien realizado, de tener conciencia de que hay momentos en que estás arriba y estar siempre arriba tampoco es demasiado sano.
“Damas y caballeros, soy la señora de Norman Maine” y ahí es donde se puede ver con los ojos y sentir con el corazón que el reconocimiento siempre ha estado presente aunque rara vez se manifieste. Siempre ha estado en la persona que te ama, siempre ha estado en el público que te ha venerado, siempre ha estado en la industria que se ha aprovechado de ti. Porque el talento es algo incuestionable. O se tiene o no se tiene. Y no importa que lleguen los premios, las alabanzas, las críticas o que el público decida no pasar por taquilla. Lo que ha estado bien, ha estado bien y eso nadie lo puede arrebatar. El concepto de la gloria efímera solo existe en los periódicos o en esos sesudos e inútiles artistas de la descalificación que son los críticos de cine. La verdadera gloria está en ser plenamente consciente de que el trabajo y el talento han sido visitas frecuentes y si han decidido irse por una temporada para tocar en el hombro a algún otro, es su problema.
Por otro lado, nadie puede negar la importancia que tiene un maestro cuando la alumna ha sabido aprovechar las lecciones, cuando se ha empleado a fondo en llegar a unas alturas que son inalcanzables para la gran mayoría de los mortales. Pocas cosas hay tan hermosas como dar parte de la propia luz para que otra luz brille con aún más fuerza. Aunque siempre esté esa pequeña llama que puede convertirse en un incendio como es el orgullo herido. Pero ahí también hay talento, también hay algo que ofrecer, también hay sueño y hay empuje. Quizá la mejor solución sea desaparecer…pero no porque sea la mejor solución es la más valiente. Todo lo contrario. No hay que perderse el maravilloso espectáculo que es el surgimiento de una estrella que no va a tener igual en el firmamento. Ella es única aunque tú ya no lo seas.

George Cukor dirigió con enorme maestría este melodrama que habla de Hollywood desde dentro y de las personas que lo hacen posible desde fuera. Tuvo en James Mason y en Judy Garland (en el que es, sin dudarlo, el mejor papel de su carrera) a dos poderosos aliados para contar las grandezas y miserias de un sistema que da oportunidades y también arrincona sin piedad. Y es que las estrellas deben lucir en ese manto de oscuridad que es la noche, en un entorno que se empeña en engullir todo lo que brilla de forma fulgurante, no sea que ya no haya cielo por descubrir. Y en ese ambiente de penumbra también hay sitio para la generosidad, para la compasión, para el homenaje emocionado y para la realización de imposibles que se tornan desafíos. Es hora de caminar hacia el mar en el rojo crepúsculo del anonimato, condena inasumible para quien habitó en medio de la fama y de la admiración.

viernes, 13 de enero de 2017

UN GRAMO DE LOCURA (1954), de Melvin Frank y Norman Panama

Ser ventrílocuo es una profesión de riesgo. Más que nada porque llega un momento en que no sabes si estás hablando por tu boca o por boca del muñeco. Y hay que reconocer que el muñeco se gasta una mala idea que huele a pegamento. Siempre habrá alguien que se preocupe por ti, desde luego. Alguien que reconoce tu enorme talento para hacer reír a las multitudes pero que también quiere despejar las sombras acerca de tu salud mental. Pero casi, casi que el remedio es peor que la enfermedad. Resulta que la psiquiatra que te tiene que tratar es más atractiva que el mejor chiste y aunque eres un experto en meter la pata…estás enamorado hasta las trancas. Pero no queda ahí la cosa. Unos espías más bien torpes han sacado de Londres los planos de un arma secreta y los han escondido en tus malditos muñecos. Así que no solo vas en busca de besos sino que te vas a encontrar muertos.
En un estado de desequilibrio mental esto no es lo más saludable. Duchas equívocas, zapatos fuera de lugar, un fiambre en el armario, una habitación de hotel que no es la habitación del hotel donde te alojas, un matrimonio que, amablemente, cede su coche como lugar de paso, un fabricante de muñecos bastante traidor, una resolución algo precipitada y sobre todo y ante todo, un baile que puede ser uno de los más delirantes de la historia del cine, uno ahí arriba, en un escenario, foro de malas interpretaciones y rusos sin vergüenza. La música se arremolina y hay que conquistar a la bailarina y el más torpe es el que lleva el espectáculo. Pasos a izquierda y a derecha, el deseo incontrolable de huir porque todo el mundo te quiere detener. Los de un bando, los del otro, la policía, la chica, los del ballet, el público que se siente confundido, el director que ya no sabe cómo llevar la orquesta…La locura no eres tú, querido amigo. Es el mundo que tiene más de un gramo encima.

Por una vez, Danny Kaye no es el cómico irritante, sino el ventrílocuo de salud mental quebradiza que intenta que, por una vez, los sentimientos no le traicionen. Y el resultado es, posiblemente, la película más divertida que hizo nunca. Con persecuciones, puertas que se abren y se cierran y que, cuando se abren, más vale que se vuelvan a cerrar; con la chica cayendo enamorada de la agudeza del ventrílocuo, con ese increíble baile, gracioso y brillante, que corona toda la acción de la película y que termina por desatar la carcajada, esa misma carcajada llena de clase que reinaba en el cine de los años cincuenta y que ya se ha perdido en la supuesta gracia de un montón de muñecos actuales que basan todo en la astracanada y en la grosería. Y es que, de vez en cuando, más vale dejarse asimilar un gramo de locura entre tanto razonamiento serio y trascendente que hace que, poco a poco, el mundo vaya perdiendo su sentido del humor. Es mejor ser un tipo honesto, que lucha por su chica, que está dispuesto a bailar como si tuviera un puñado de vodkas encima y que, al final, pasa de nuevo por el coche en el que, pronto, faltará sitio.

miércoles, 11 de enero de 2017

SILENCIO (2016), de Martin Scorsese

El alma es aquello que nos define y que guarda nuestros más íntimos secretos. Es el rincón donde se acumulan nuestras inquietudes y nuestras creencias y nadie es capaz de entrar en ella porque es el palacio de nuestra fe, sea ésta cual sea. En sus aledaños se mueve el espíritu, mucho más fácil de doblegar, más propenso al gesto y a la imagen. Y un poco más allá, está nuestra carne y nuestro pensamiento, meros envoltorios de un tesoro que hay que preservar de los embates de la crueldad, de los intentos continuos del convencimiento exterior. El alma es donde se guarda nuestra esencia y nuestra verdad.
Es cierto que, en nombre del cristianismo, se han cometido muchos crímenes pero no es menos cierto que, en defensa del cristianismo, muchos han sufrido y han sido sacrificados en aras de otras ideas igualmente asesinas. En ese camino, los creyentes han ido dejando un reguero de sangre intentando salvar ese pequeño rincón donde se ofrece el perdón y la promesa de una vida mejor, especialmente si esta vida se ha empeñado en ofrecer, de forma persistente, la misma nada. El hombre débil acude una y otra vez a la confesión para obtener el consuelo para seguir adelante. Renunciar con un gesto a la creencia en Cristo no significa que el alma se condene. Ni siquiera vivir de acuerdo con las reglas del enemigo quiere decir que la fe desaparezca. El alma es hermética y, en muchas ocasiones, heroicamente valiente al estar sola, desesperada, abandonada…pero no doblegada.
Nada crece en las tierras pantanosas pero la Naturaleza persiste en su lucha, en su permanente paso hacia la vida. Los señores feudales se aplicarán con insistencia en retorcer las raíces de las creencias acabando con el espíritu, haciendo sufrir a la débil carne, dejando caer las gotas en el fondo del pozo de la desolación. Pisar las imágenes como símbolo de la apostasía podía ser importante para aquellos que tenían miedo de una doctrina en la que el perdón siempre está presente, ofreciendo una nueva vida, un nuevo comienzo, una nueva cuenta en el interminable dolor de vivir. Asistir a la tortura detrás del encierro hace que la duda cobre fuerza en los recovecos de la cordura y siempre, en todas partes, en todo momento, se hace insoportable el silencio de Dios.
Sin embargo, otro interrogante se abre en medio de esa ausencia de sonido. La fe no es fácil de mantener y no es fácil, precisamente, porque solo hay silencio a su alrededor. No hay ningún mérito en creer en algo que se manifiesta. Solo el silencio es capaz de hablar con tanta elocuencia obligando a que, los que quieran creer, se entreguen en esa desesperación del ruido, en ese grito incontrolable que no se oye, en ese lamento que siempre está perdido, en ese misterio que no se permite desvelar. En el mismo silencio está la voz de Dios. Y hay que saber escucharla.

Larga y pesada para los que no creen y, muy posiblemente, irritante para muchos que sí lo hacen, Martin Scorsese coloca los límites de su ambición en alturas inalcanzables al juntar, de forma magistral, la estética y los movimientos de Akira Kurosawa al lado de las obsesiones e inquietudes de Ingmar Bergman. Sobrecogedor el silencio que reina en una sala atestada de gente cuando comienzan los créditos finales, con la seguridad de que el alma también está en ellos. Capas infinitas de pensamiento que el italoamericano nos invita a pelar con paciencia, a través de diálogos eternos e indecisiones severas, tratando de dibujar el alma que a tantos ofrece refugio cuando se les niega la libertad, con imágenes que se quedan clavadas en la carne viva, como quemaduras imposibles de redención y catarsis que, tal vez, solo se manifiesta con meridiana claridad después de la muerte. Es el viaje imposible hacia el corazón de unas tinieblas que solo se perciben a través de los ojos, pobre impresión para quien aspira a conquistar, con inusitada valentía, algunos vacíos del alma.                    

martes, 10 de enero de 2017

PASSENGERS (2016), de Morten Tyldum

En el mismo momento en que el ser humano abandona su existencia en manos de la tecnología se aumenta exponencialmente el posible error. Y ese pequeño fallo puede hacer que cualquiera se convierta en un nuevo Adán, deseoso con el tiempo de tener su propia Eva en un Edén reducido a una nave espacial que surca el espacio durante algo más que una vida. En ese tiempo, habrá que aprender muchas cosas y decirse algunas al oído. Tal vez porque en ningún lugar de la Biblia se dice que Adán y Eva se enamoraron y que estaban dispuestos a sacrificarlo todo con tal de estar con el otro.
El inconformismo de Adán le llevó a probar la manzana, a intentar diferenciar el bien del mal y perder su inocencia. Y eso es imperdonable porque, desde entonces, el ser humano ha cifrado su felicidad en llegar más alto, en vivir mejor, en tener más, en alcanzar lo inalcanzable, en dar rienda suelta a su ambición vital aún a costa de los demás. Puede que esa sea la principal disfunción de su existencia. La felicidad no consiste en alcanzar, en llegar, en poseer, en tener, en amasar. Consiste en agarrar lo que se tiene y apreciarlo, adaptarse a las circunstancias de forma inteligente, tratando de aprovechar los momentos que se viven que no tienen por qué basarse en estar dentro de un coche más caro, ni en una playa lejana de algún país exótico, ni en una cuenta obscena en el banco. Se puede ser feliz en un Edén reducido, en donde se ha adaptado la pasión y se ha hecho crecer algo positivo. Se puede ser feliz rescatando a los demás que corren, una vez más, un gran peligro por culpa de la traidora tecnología. Se puede ser feliz, sencillamente, compartiendo los mejores momentos de tu vida con la persona que amas con el corazón. Porque ésa y no otra será la mejor compañía en tus inevitables momentos de soledad.
Bien es verdad que siempre habrá alejamientos porque no somos perfectos y los seres humanos necesitamos convivir unos con otros porque de lo contrario la locura sería la única compañera. No todo en la vida es amor, también tiene su importancia el perdón, el deseo de construir algo positivo, de reparar lo estropeado. La vida está compuesta de todas esas cosas y a menudo, demasiado a menudo, lo obviamos para centrarnos en lo próximo que va a llegar, en el siguiente objetivo a conseguir, en la satisfacción que dará poder enseñar al amigo, al vecino o al cuñado que nuestro coche, esta vez, es más lujoso.

Quizá se esperaba algo más del director Morten Tyldum después de la estupenda Descifrando Enigma. En esta ocasión, todos sus mensajes resultan algo ingenuos centrándose, sobre todo, en la pretendida historia de amor de estos nuevos Adán y Eva del cosmos. Algunos fallos de lógica aparecen irremediablemente para darle un último sentido a todo como tener solo una unidad médica en la nave para nada menos que cinco mil pasajeros y el trabajo de Chris Pratt y Jennifer Lawrence es correcto con la compañía secundaria de Michael Sheen. Por lo demás, todo se queda en algo demasiado superficial, como renunciando a entrar en disquisiciones más profundas en una situación que daba para ello. El Edén reducido, al fin y al cabo, en nuestros días no sería más que un cómodo parque de juegos. 

lunes, 9 de enero de 2017

EL TREN DEL INFIERNO (1985), de Andrei Konchalovsky

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La quimera del oro", de Charles Chaplin, podéis hacerlo aquí.

Quizá no haya infierno para los hombres que han sido demasiado derrotados. Todo puede reducirse a un estado permanente de huida que se convierta en un mero espejismo de la libertad. Esa libertad que tanto se les niega desde el mismo momento en que se les trata como a bestias sin alma y no como a hombres que tienen que pagar una deuda a la sociedad. La cárcel es un hervidero de violencia que trata de ser ahogado con brutalidad. Y ahí fuera hace frío, mucho frío. Tanto que es posible que ni siquiera la piedad pueda sobrevivir.
Una bala sobre vías recorre el camino gélido hacia una supuesta libertad. Ellos, los que se han fugado de una prisión de máxima seguridad, ignoran que esa libertad se llama muerte. Hasta el diablo parece saber conducir una locomotora que no tiene ningún destino salvo los aledaños del infierno. Y el frío, el viento, la nieve, la locura, el caos, son solo elementos humanos que se traducen en decisiones arriesgadas, en permanentes fugas que se planean y ejecutan en la misma libertad. Sí, tal vez, la libertad también sea una prisión de alta velocidad. Tal vez, no haya nada después de la última traviesa.
Los hierros quedan retorcidos esperando una última cita con el destino. Ese mismo que ha ido eludiendo los parajes más congelados de la personalidad que ha sobrevivido a base de odio y rabia. La inocencia quizá no sea condenada y la ira tenga reservada la violencia definitiva. Más vale esperar la llegada del averno de pie y mirando de frente, como lo hacen los verdaderos hombres, esos mismos que han sido tratados como bestias sobrantes, como alimañas fragmentadas de irresponsabilidad brutal.

Hay dos elementos que elevan esta película por encima de sus propios fallos. Uno es la fantástica interpretación de Jon Voight en el papel de ese recluso con piel de reja y sonrisa de cadena, capaz de helar con una mirada, de poner sobre el pensamiento toda una filosofía de vida basada en el empuje y en el coraje aunque no siempre con la motivación acertada. El otro, por supuesto, es la idea argumental que nace de un director del calibre de Akira Kurosawa, obsesionado con la maldición y la conjunción de acontecimientos que conducen al tope y al descarrilamiento de nuestras vidas. En su contra, la interpretación, insoportablemente bisoña de Eric Roberts como el compañero de Voight en esa huida que jamás podrá tener fin, la aparición de John P. Ryan como el desquiciado y desafiante alcaide de la prisión de la que se fugan, la dirección, a ratos discutible de Andrei Konchalovsky que intentaba abrirse paso en Hollywood a patadas y la descolocada banda sonora musical a cargo de Trevor Jones, inadecuada, anticuada y totalmente olvidable. Todo ello está fácilmente sobrepasado por el significado de la historia, por esa venganza en la misma muerte, por esos personajes atrapados y solitarios que solo son capaces de sentirse acompañados cuando el destino se acelera y pierde el control en la crueldad de sus propios sentimientos. 

miércoles, 4 de enero de 2017

COMANCHERÍA (2016), de David MacKenzie

Allí donde los caminos están cubiertos de polvo y decepción, también ha llegado el capitalismo más salvaje que arrebata tierras y arruina vidas. El arrojo de algunos les lleva al robo y, lo que es aún mejor, al robo del mismo ladrón. Sin embargo, eso no es legal y un policía de Tejas tratará de encontrarle sentido a todo en el borde del momento en que todo lo pierde. Quizá no sea un país donde se pueda encontrar la lógica. La violencia moral no se rige por esas reglas.
Así que en el infierno, aún habrá gente que se hunda en las profundidades convirtiéndose en sujetos en permanente huida que no tienen demasiada cabida en un mundo que ya ha dejado de ser comprensivo. Hace muchos años los blancos arrebataron su tierra a los indios y ahora los bancos arrebatan esa misma tierra a los blancos. Solo hay una letra de diferencia, solo unas cuantas generaciones para que nada cambie y el ser humano trate de destruirse a sí mismo con saña. Nada nuevo bajo el sol.
La brutalidad también bordea la necesidad y en el momento en que se atenta contra la misma vida, entonces ya se deja de tener razón. Es la eterna cuestión. No todo lo legal es razonable. No todo lo razonable es legal. Y debemos establecer la frontera entre ambas cosas en los estrechos márgenes de la moralidad. Difícil tarea para una vida ya pasada. Aún más difícil para otra que trata de dejar algo honorable para los que vienen después. Hay que anticiparse al siguiente movimiento. Y puede que, al final, solo una amenaza algo velada surque el aire, en busca de un resarcimiento que se posará sobre el camino, igual que el polvo del desierto.
Áspera y dura, Comanchería tiene su mayor activo en la presencia y peso del maravilloso Jeff Bridges dando unas cuantas lecciones de interpretación y de agudeza. El árido paisaje de esa Tejas desmontada por los bribones de chaqueta y corbata proporciona el escenario ideal para hacer correr la sangre bajo el calor y el cansancio de unos hombres que, en realidad, ya están de vuelta de todo. Solo las guitarras se atreven a rasgar el eterno cielo azul del desierto para recordarnos a cada segundo que la tierra no da nada sin esfuerzo y que los hombres no se esfuerzan para que otros sean felices. Solo se disparan de forma seca y sedienta, como buscando una razón en agujeros y planes de delincuencia temporal. Sobrevivir es la contraseña y no cabe duda de que allí, en ese lugar en el que los caminos están cubiertos de polvo y decepción, la ley comienza a ser un concepto muy difuso que no es respetado por nadie. Quizá como en tiempos del salvaje Oeste, cuando un arma era el elemento común de cualquier ciudadano y la justicia podía ser aplicada por el que lo deseara. Malos tiempos para buscar la lógica. Malos tiempos para buscar.

Y es que habrá que enterrar muchos principios para poder salir adelante. Las serpientes se enrollan en nuestros pies para acompañarnos hasta la muerte y puede que, de alguna manera y en algún momento pasajero, nos podamos sentir los señores del llano, dueños de un destino que, en el mismo instante en que basó su sentido en el dinero, nos zarandea con la facilidad con la que se quita una vida.